Han pasado solo quince minutos desde que el reloj marcó las doce del mediodía. No hay una sola nube en el cielo y el sonido de la calma barre los suelos del distrito catorce. Al día siguiente, comenzaría el verano y podía sentirse en el ambiente: algunas personas habían almorzado cerca del arroyo y algunas otras gozaban del uso de los caballos para un paseo por el territorio que tan bien conocen. Los demás, se debaten entre las rutinas de una nueva semana, con la calma post almuerzo que jamás daría señales de lo que ocurriría ese día. Nada, ni el cambio de la dirección del viento, podría haber sido una advertencia. Al menos, no a tiempo.

Dos figuras masculinas se deslizaron por el puente de entrada al distrito con paso cauteloso. Una de ellas, una sombra de lo que recordaban haber visto un mes atrás. La otra, portadora de un rostro que solo habían visto en las noticias recolectadas en los últimos dieciséis años. Benedict Franco, debajo de capas de mugre y residuos de tortura, guiaba el camino de Sean Niniadis, el marido y consejero de la Ministra de Magia. Se detuvieron al terminar de cruzar el puente, observando a los curiosos que se habían acercado entre murmullos y confusión. La señora Robinson, esa amable ancianita que ayudaba en las huertas del distrito desde hacía añares, se cubrió los labios con manos espantadas antes de retroceder en busca de la protección de su hogar y su marido. Por un instante, pareció que el tiempo se detuvo y el silencio recayó sobre el catorce.

Ese era el punto sin retorno, de una vez por todas.

Son demasiados, demasiados para que poco más de siete personas seamos capaces de derribarlos sin que acaben con alguno de nosotros. Además, cuentan con la ventaja de moverse más deprisa y de cargar con muchísimo menos peso. Definitivamente hicimos mal viniendo hacia el  claro, lo que me hace pensar en como se encontrarán aquellos que hayan podido llegar hasta el arroyo, como Ben y Amber. ¿Habrán conseguido llegar a un lugar seguro y escapar de aquí antes de que sea demasiado tarde?

Me agacho justo a tiempo para esquivar un hechizo que casi me roza la parte baja de la espalda, y como consecuencia, tengo que apoyar una de mis manos en el suelo para no caer con todo el peso de mi cuerpo sobre la hierba. Apenas pierdo unos segundos en recolocar el rifle en posición de ataque, golpeando a un auror en la pierna que lo deja lo suficientemente invalido como para que no continúe atacándonos.

Miro a mi alrededor, Zenda tiene razón, son demasiados para tan pocas personas. Por lo menos en esta parte del distrito el aire es más puro, debido a que no hay nada más que hierba el fuego aún no ha alcanzado el claro, aunque a lo lejos puedo ver como algunos de los árboles que rodean el recinto caen, bien porque han sido alcanzados por el mismo o porque los aurores los hacen caer para ver si pueden cargárselos junto a alguno de nosotros.

¿Un plan? Sería una idea estupenda, de no ser por que ni siquiera tenemos tiempo de disparar sin salir antes volando que de planificar una estrategia. Nos rodean, es imposible escapar, no podemos lanzarnos contra ellos sin que los aurores vengan contra nosotros en evidente ventaja. Al final, la propia rabia que me invade mezclado por el miedo de no volver a ver a mi hija hacen de fuerza suficiente para que levante mi arma y la bala que sale disparada atraviese no solo a uno, sino a dos aurores que se seguían mutuamente. - ¡intentad desviarlos hacia los lados! - Grito, pues es la única idea que se me ocurre para tener una oportunidad de salir de esta trampa.