—No me has dicho nada de los refugios naturales. ¿Esos no los cuentas?
—Verifica todas las entradas al adentrarte en uno. Normalmente suelen pertenecer a animales cuya envergadura cabe tranquilamente. La fauna que puedes encontrarte va desde osos a serpientes. Alguna vez tuvimos escorpiones y lobos… Se puede decir que cualquier animal que termine por agruparse y cazar puede llegar a ser un problema en números generales. Así que no los molestes.
—Lo dices como si esto estuviera en mi mano.
—Y lo está.
—No me jodas. Claro que no. —Al final todo es maquinaria compuesta por y para el disfrute de los magos que se acomodan tras la pantalla, capaces de malgastar galeones a mansalva con tal de contribuir a que uno de los tributos reciba más atenciones que el resto y gane, sorprendiéndolos.

—Bien. ¿Lo tienes todo?
—Más o menos —gruñe mientras observa las miles de ramas que hay dispuestas a su lado. La invitación no necesita palabras, debe ponerse a construirse uno y ver si el instructor aprueba o no el resultado.

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El montón de palos que iza se cae cada dos por tres, incapaz de sostener el equilibrio que, de buenas a primeras, debería de tener. Da igual cuantas veces lo intente el tributo porque hay algo que se le escapa. Algo que el instructor no le ha contado y que hace que falle cada intento que prueba.

—Tienes que usar la rama con la abertura en uve. Y, sobre esa, apoyas las otras dos. —Le chiva tras la sexta vez que la disposición de los maderos se desmorona cayendo al suelo. Bram no sabe por qué lo sigue intentando, por qué le preocupa tanto saber construir un buen refugio. Pero es el segundo paso después de pasar por el área del camuflaje. Sobrevivir tiene varios pasos y tiene que pasar por cada uno de forma consciente. O, de lo contrario, se muere.

—Podrías haber empezado por ahí —le recrimina mientras recoge varias ramitas y las dispone en los laterales de aquella tienda de campaña demasiado rústica para llamarse así.

—Entonces no habrías aprendido la importancia de eso. —Y Bram, en lugar de darle la razón, simplemente se encoge de hombros. Lo único que necesita es otro llamado de atención de parte de los aurores.

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Con las ramas colocadas el armatoste pierde la sensación de haber sido creado por un cavernícola y se adecúa a lo que parece ser una cueva pequeña, rodeada por un millón de ramas en un orden tan calculado que parezca una de esas vallas que se ponen los ricos para evitar que los pobres observen lo que hacen en sus jardines.

El montículo de hojas es recogido con ambas manos, colocándolas encima de las ramas frágiles y, al mismo tiempo, resistentes de un peso, que Bram desconoce si tiene un límite claro. Porque pone y pone montoncitos de hojas por doquier y, en un vistazo de la entrada, apenas se atisban los huecos y la luz en ese sombrío y vacío interior.

—Te acostumbras a los espacios cerrados —dice, como si le leyera la mente. Mientras Bram encoge nuevamente los hombros y pone más hojas en un hueco, que antes se le había pasado por alto.

No quiere pensar en espacios cerrados porque automáticamente piensa en tumbas. Y no le apetece ni desea la experiencia.

—¿Ya he terminado?
—No. Te falta comprobar si es impermeable.

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—Métete dentro —dice el instructor, dejándole al tributo el exhalar un nuevo gruñido, antes de agacharse y meterse por aquel recoveco. Agujero que parece demasiado pequeño para su figura. Una sensación que reclama como asfixiante al advertir que el techo de aquel refugio improvisado —o no tan improvisado— está a dos palmos de su nariz.

Lo que no puede evitar advertir es que el suelo es cómodo y que su espalda descansa tan cómoda como lo hace en esa extraña y mullida cama de su habitación. Desde su nueva posición el tributo no puede ver como el instructor recoge un balde de agua fría y se prepara para verterlo sobre la cabaña. Aguardando quizá alguna exclamación del menor tras la primera ducha.

—Empiezo a aburrirme, tío —dice, ulterior a que el mayor arroje el agua encima del montículo. La sensación de humedad sobre su cara es absoluta mientras que su cuerpo permanece seco del todo.  
—Ya puedes irte.

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Bram desplaza los hombros, arruga el semblante y se rasca la cabeza, separando las hebras de cabello rojizo que indiscriminadamente caen sobre sus ojos. El estallido de una de las trampas cortando el aire tras ser activada lo llama con un hipnotismo tácito, provocando que ignore la parte de los venenos —algo estúpido a su parecer— y la parte de curas.

—Si me hieren que sea de gravedad, joder —masculla para sí. Molesto por el olor a antiséptico que le llega desde su posición. Rueda los ojos con el mayor de los hastíos y es detenido antes de dar el siguiente paso. La mano que se ha clavado sobre su pecho es fuerte, endiabladamente fuerte, y viene de una chica de rasgos asiáticos, demasiado silente.

No le dice nada y Bram frunce el ceño. ¿Por qué lo toca, por qué lo detiene si no hay nadie que esté ocupado el puesto?

—Se supone que es mi turno, ¿qué te pasa? —le suelta, mordaz. La irritación sube como la lava de un volcán en erupción, proyectándose hacia arriba para hacer de esa molestia sutil un enfado abrasivo y molesto.

Vuelve a intentar pasar, a avanzar y la mano se le clava dolorosamente en el pecho. La chica hace un gesto en el aire y Bram gruñe. No está entendiendo nada. No comprende por qué la instructora que, parece ser que no habla, no lo deja pasar.

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—Que. Me. Dejes. Pasar. —Se toma la pausa para amenazar por la voz, para tensar los músculos, para abrazar esa incomodidad que asciende y lo hace volatil e inconsciente, asiendo una rabia que lo consume rápidamente mientras la instructora saca una piedrecita de no más anchura que el dedo pulgar y la tira delante de él.

El tintineo de la piedra sobre el suelo apenas lleva un eco y, es tocar la superficie, y abrirse el suelo, levantando un par de palas que se juntan delante de Bram, al más puro estilo de una trampa atrapamoscas para humanos. El gruñido del tributo se siente igual de irritado, no cejando en su molestia a pesar de que, mínimamente, comprende el motivo de la negativa en cuanto a paso.

—Claro, las trampas. Para eso vengo. Para practicarlas. —¿Acaso no lo deja suficientemente claro? La sensación que tiene en el cuerpo es negativa pese a que el ademán de la joven lo invita a acercarse mientras señala cada punto donde una equis en rojo sangre está pintada en el suelo. Según se mire, puede hasta ser un camino de obstáculos de dificultad elevada.

—Existen los hologramas para evitar los daños —dice, al ver lo que ocurre con las sesión de armas blancas de dispararle a algo—. Podrías probarlo en lugar de jugar con fuego.

Las manos de la chica se mueven en el aire y lo invita a que la siga, a que se acerque al monto de cuerdas y maderos que tiene encima de la mesa.

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—Sí, para eso vengo, joder. —Parece que tiene que insistirle, que exigirle la práctica pues, de lo contrario, la chica lo observa como una pared más del recinto sin hacer alusiones a los elementos que hay encima de la mesa.

Bram agarra un palo y lo sopesa entre sus manos. El cuchillo, apartado a un lado, es lo suficiente atractivo para que se dedique a recortar el extremo, buscando el parecido con una estaca, aprovechándose de que, de buenas a primeras, la muchacha no tiene intención de hacerle la tarea más fácil.

—¿No vas a explicarme como hiciste eso? —El dedo señala a la trampa atrapamoscas. Esa que parece ser de una dificultad tal que ni siquiera debería intentarla. Quizá por esa razón la chica le extienda una cuerda, cuyo extremo acaba en un lazo.

Bram no le hace caso de buenas a primeras y la chica se esmera en pasar la cuerda por encima de una rama metálica, atando el extremo a una bolsa en la que comienza a poner varias piedras mientras lo mira de soslayo. Como si calculasen cuanto necesita para soportar el peso del tributo.

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A medida que queda la estaca, Bram se da cuenta de que hablar con la chica es igual que hacerlo con una pared. Porque ella no responde con palabras, solo gesticula mientras hace un trabajo que el joven no comprende exactamente. Le parece inútil como instructora, pues otorga un caso práctico de ejemplo, algo con una soga que extiende en el suelo, junto a los pies del tributo.

—Estaca. Esto es una estaca —dice mientras remueve el palo con el pincho en el extremo—. ¿Cuántas se supone que tengo que poner, eh? —Si bien cinco minutos tarda con una, se dice que en media hora puede tener ocho. Una muralla para protegerse, una muralla que, en realidad, no le sirve más que de obstáculo.

Pero cuando desplaza el pie en el asiento, algo lo agarra desde abajo, tirando de él hacia las alturas y provocando que suelte un grito de pronto. La estaca cae al suelo y él queda colgado como un cerdo. A medida que patalea más se enreda con al cuerda, que gira y gira entrelazándose sobre sí misma mientras la chica ríe sin voz y señala el agarre de Bram, ese que tiene en el tobillo.

—Estúpida alimaña… —No le hace gracia ese ridículo mientras se retuerce como un pez dentro de una red, diciéndose que si nada lo suficiente, podrá alejarse de la trampa que otro le ha tendido. Pero así no sale y sus mejillas adquieren un tono bermellón a medida que los segundos pasan. Hace el intento de doblarse sobre sí mismo, de intentar alcanzar el tobillo con las manos… Pero la gravedad hace su trabajo y él vuelve a la posición inicial.

—¡Ven aquí, estúpida! —dice y enarbola sus puños—. ¡Vuelve! —Poco le importa llevarse las risas de los demás tributos y disminuir las posibilidades de conseguir una alianza con semejante estupidez. Porque empieza a marearse y sus brazos adquieren una densidad que no le gusta, que no le gusta nada.

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Gira y se enreda. Gira, gira y patalea. Lucha como si su vida se escapase por una estúpida cuerda. Lucha entre resoplidos salvajes y gruñidos guturales. Intentando de nuevo soltarse, arañar esa soga que lo tiene incapacitado hasta el punto que ese suelo ha empezado a rodar sobre su cabeza y él a luchar contra su propia cabeza para no desvanecerse en la inconsciencia.

Vamos, vamos, vamos.

Algo tiene que hacer.
Hacer, hacer, hacer.

La salida está ahí, delante de él. La tiende en algún punto entre el giro y su estómago hecho polvo y su cabeza volviéndose gelatina. Respira hondo mientras lo repiqueteos de su corazón se aceleran con una celeridad propia del nervio y vuelve a doblarse sobre sí mismo, a sentir el roce de su abdomen contra los muslos, a agarrar esa cuerda con los dedos engarfiados y las neblinas de la inconsciencia. No va a perder contra una miserable instructora.

La lucha no está perdida. No lo está. No, no y no.

El aliento se le escapa por la boca y la atención de algún que otro cae sobre su persona. Bram estira de la soga, abre ese agujero que lo atrapa como boa constrictor y cae sobre lo que parece césped mullido.  

Sabe que debe incorporarse pero la cabeza sigue dándole vueltas y es lo suficientemente racional como para no intentar levantarse de pronto, cayendo al suelo como un peso muerto.

—La voy a ma…tar. —Todavía no sabe cómo. Todavía no sabe con qué. Pero que lo va a hacer está seguro.

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Con el mareo todavía dando vueltas en su cabeza, Bram coloca las manos sobre el césped mullido, levantándose lentamente mientras su cerebro intenta acelerar y comprobar que cada músculo, hueso y cartílago están dónde debieran.

La estaca que tiene delante de sus manos es pisada por la joven de rostro aniñado y ojos tan rasgados que parece incapaz de ponerlos en blanco. La sonrisa de su semblante se torna atrevida y Bram la observa y gruñe. No le gusta la forma que tiene de enseñarle, como tampoco ese cordel que advierte en el extremo de la estaca. Ese que antes no tenía. Ese que puede ser un problema, desde luego.  

Su mirada resigue el cordel que avanza hasta lo que parece un pico de filo tan cortante que podría romper un coco por la mitad. La chica tira de la estaca hacia su diestra, separándola de las manos cercanas de Bram y aquel pico cae sobre el césped, delante de sus dedos, hundiéndose en el terreno.

—Vale, sabes lo que te haces. Entendido. —Pero no está contento. No puede estarlo cuando cree que están jugando con él. Cuando esa mujer no le ha dado oportunidades de aprender; pese a que acaba de enseñarle una valiosa lección que le convendría a Bram recordar.

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