La nieve seguía decorando de blanco el distrito tres esa mañana, ayudando a la sensación de silencio que se había instalado en las calles en señal de respeto. Habían pasado tres meses desde el asesinato de Jamie Niniadis, pero su gente jamás había tenido la oportunidad de despedirse de su líder debido a las extrañas circunstancias de su asesinato, el cual había sido investigado y analizado hasta que decidieron que ya era imposible conseguir algo de ella, dando el permiso final para su descanso eterno. La noticia se había dado algunas semanas atrás, corriendo rápidamente la voz de que el cuerpo de Jamie Niniadis sería despedido en un sitio público y lo suficientemente grande como para que todo el que quisiera acercarse tuviese la oportunidad de hacerlo.

El sitio escogido por su tamaño fue el estadio nacional, pero no se veía como todos los días. Las puertas estaban abiertas de par en par, custodiadas por aurores que chequeaban las filas cuyos pasos retumbaban en el silencio tan poco propio del lugar. Las pantallas estaban encendidas debido a que el funeral estaba siendo transmitido por televisión y las flores decoraban las columnas para darle un aspecto solemne. Sobre un escenario central y reposando sobre un podio de mármol, el cuerpo sin vida de Jamie Niniadis descansaba dentro de un ataúd de cristal. A pesar del paso de los meses, aún lucía como si simplemente estuviera durmiendo, con una paz que absolutamente nadie creyó que podían tocar esas facciones.

A su alrededor, se encontraban sus allegados. El rostro compungido del presidente Magnar Aminoff murmuraba palabras de agradecimiento a aquellos que pasaban en fila para estrechar su mano y brindarle sus condolencias, mientras que el resto de los ministros y sus familias se posicionaban detrás, aceptando algún que otro saludo. Era un día gris en NeoPanem y, para señalarlo, los copos de nieve empezaron a caer con suavidad.

Mis ojos se pelean por mirar la cuenta atrás del reloj al mismo tiempo que tratan de mantenerse fijos sobre el rostro de mi padre, que no parece tomar la advertencia de Aminoff, como sabía que haría, y decide tomar por cuenta propia la decisión de cortar con la retransmisión al segundo de que se acabe el tiempo en la pantalla. Sé que se me acelera el pulso cuando siento que el corazón se me va a salir del pecho por segunda vez consecutiva en presencia de la voz de mi padre, porque conozco de sobra las intenciones con las que ha enviado ese mensaje, con el único fin de hacer daño a todo aquel que se salga de su cabeza cuadriculada.

Estoy concentrada mirando las pantallas, apagadas por completo, esperando como una idiota a que se vuelvan a encender y alguien aparezca diciendo que esto no ha sido nada más que una broma de mal gusto. Es demasiado tarde para cuando busco la mirada de mi hermano entre el escenario, que no me da tiempo a reaccionar a la humareda carmesí que está saliendo de las flores que decoran la mayor parte del mismo. El  humo que emana de un ramo en concreto, el que tengo a mi izquierda bien voluminoso, se me mete por la nariz hasta el fondo, provocando que un escozor me recorra las fosas nasales al punto de tener que sacudir la cabeza para tratar de expulsar el propio veneno. Pronto no solo me entra por la nariz, sino también por la boca, y tengo que toser para sacarlo de mis pulmones cuando se me hace imposible respirar con normalidad.

Con el ataque de tos he retrocedido varios pasos en el escenario, o lo que creo que es porque el suelo se ve terriblemente desnivelado, e incluso empiezo a creer que estoy bajando las escaleras sin darme cuenta siquiera. Levanto la cabeza, tratando de taparme la nariz con el brazo, ignorando que la gente a mi alrededor ha empezado a enloquecer porque mis ojos captan la figura de un niño que se me hace demasiado familiar. — ¿Hans? — no distingo bien el color de su cabellera, pero estoy por jurar que es la viva imagen de mi hermano, en una realidad paralela en la que yo ni siquiera he nacido. Salvo que la figura que lo sostiene en brazos no es mi madre, su melena morena nada tiene que ver con el rubio de ella, uno que reconocería en cualquier parte. — ¡Suéltalo! — bramo contra la mujer, dando los pasos que necesito para acercarme a ella entre todo el tumulto. La misma gente es la que me impide agarrar al niño para apartarlo de la morena, pero sé que trato de atinar a tirarla a ella del brazo para que lo suelte, sin mucho éxito.

Sé que le he propinado un buen golpe cuando la escucho gruñir de dolor, inclinado sobre ella con la intención de ayudarla a levantarse a pesar de que lo más probable es que no quiera de mi ayuda, no después del castañazo que le he pegado sin querer. No obstante, no entra en mi cabeza la de dejar a una mujer desamparada en medio de esta locura, no cuando la gente a nuestro alrededor está empezando a enloquecer. Como ella misma al parecer, que me habla como si nos conociéramos de algo más fuera del ámbito laboral. — No fue mi intención atacarla, señori... — trato de excusarme, pero que me apunte para lanzarme un desmaius a la cabeza provoca que me incline hacia un lado. Bueno, puede que antes no tuviera intenciones de atacarla, pero tampoco voy a dejar que lo haga ella, por muy infectada que esté. Saco rápidamente mi varita cuando está distraída en ver donde salió su propio hechizo, para murmurar un immobilus que la retenga y no haga daño a nadie que esté a su alrededor, por su propio bien.