La mañana de verano apenas se podía apreciar desde el interior del Centro de Entrenamientos. Afuera hacía un calor insoportable, pero dentro se mantenían frescos a los aires acondicionados que aumentaban la sensación helada. Los tributos fueron obligados a esperar en una habitación cerrada, en la cual el silencio se movía sobre sus cabezas frente al temor de lo que sucedería a continuación. La idea estaba clara: debían entrar y demostrar, en el menor tiempo posible, lo que eran capaces de hacer. Su puntaje en la tabla de posiciones y las posibilidades de conseguir patrocinadores dependía de ello. Al fin y al cabo, estaban allí para demostrar que merecían el perdón del pueblo y la chance de vivir.

Los fueron llamando uno a uno. Primero a los chicos, luego a las chicas, hasta dejar la sala completamente vacía. Los tributos se encontrarían con la Zona de Entrenamientos dispuesta solo para ellos. Arriba, sobre un palco protegido por una fina capa de hechizos, se encontraban los vigilantes. Magos y brujas expertos en tecnología, dispuestos a evaluar el rendimiento de los tributos que pondrían un pie sobre la arena. A causa de las últimas experiencias con los rebeldes, incluso el ministro Isaac Williams estaba presente. Estaban rodeados de miembros de seguridad, tal y como si estuvieran esperando que algo pudiera salir mal.

Tenían tan solo unos minutos. Era mejor comenzar cuanto antes.

No tenía la más mínima idea de qué era lo que iba a hacer. Sus piernas habían temblado una buena parte de la espera y su único consuelo era saber que sería uno de los primeros. Al menos se lo quitaría de encima rápido y podría regresar a la miseria oculta de su dormitorio. Apenas miró a Pippa en cuanto oyó su nombre. Sus pasos fueron los de un autómata y, antes de que pudiera darse cuenta, ya estaba en la habitación.

Lachlan recordaba muy bien la sensación de haber rendido las Matrículas de Honor en Brujería en la escuela. No le interesaban las notas escolares, pero encontraba fastidioso el nivel de atención de un montón de ancianos dispuestos a criticarlo en base a aptitudes que no deberían ser iguales para todos. Cuando levantó la mirada y se encontró con los vigilantes, la sensación fue la misma.

— Lachlan Dunbar, del distrito cuatro — anunció simplemente. Estaba seguro de que no les importaba demasiado.

Había descartado la idea de nadar en la piscina; creyó que era demasiado cliché y poco creativo de su parte. Aún dudoso, se acercó a una mesa cargada de materiales. Pronto encontró algunas bayas que metió en un picador y las aplastó hasta generar una masa oscura. Sujetó el pote y se acercó a la zona de dianas. Quizá estaba pecando de infantil, pero se encargó de que cada uno de los maniquíes tuvieran rostros dibujados con la torpeza de sus dedos. Algunos eran aleatorios, pero otros eran identificables. No todos pertenecían al Ministerio de Magia y a muchos solo los había visto en fotografías. Supuso que la idea de que todos eran la misma mierda había quedado bien clara.

Lanzó el pote vacío sobre la mesa y se hizo con la ballesta. Caminó decidido hasta el centro de la zona de tiro y cargó el arma con rapidez. Tomó aire. Podía hacerlo.

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Tardó tan solo un momento en ponerse los auriculares que había conseguido gracias a Elisedd. Su pie marcó suavemente el ritmo de la canción de su banda favorita, esa que había podido acceder a ver algunas semanas atrás. Cuando el mundo no era una mierda, o sí lo era pero al menos él podía verlo desde la comodidad de su dormitorio.

Presionó el borde de la flecha para acomodarla mejor en la ballesta, seguro de que debía salir y no quedarse atascada. La levantó con firmeza y respiró. El primer maniquí tenía el dibujo poco talentoso de una mujer que había ardido en televisión un año atrás. Le agradaba tan poco como quienes estaban en el palco. Era parte de la familia que lo había iniciado todo.

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La flecha golpeó con firmeza en la garganta falsa de Stephanie Black. La comisura derecha de Lachlan se extendió hacia un lado por un momento efímero. Ni se detuvo a sacarla o siquiera bajó la ballesta.

Avanzó con paso decidido y pasó por el costado del maniquí. Los golpes de la batería le marcaban el ritmo y aceleraba su respiración. Frenó solo cuando divisó la diana más cercana, esa que le hizo recargar la flecha con intenciones de decorar la frente de su nuevo objetivo.

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Apenas vio cómo la flecha hacía vibrar la cabeza del maniquí. El tempo de la guitarra le hizo girar sobre sus pies. Jaló de una nueva flecha y tuvo que ser un poco más cuidadoso al momento de cargar la ballesta. Aún así, gran parte de su atención visual estaba puesta en una diana que no iba a moverse ni a atacarlo.

Tarareó. Podía sentir la vibración de su propia lengua contra el paladar.

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La flecha atravesó el material del maniquí justo donde se lucía el símbolo de NeoPanem sobre su pecho. Era un dibujo tan pobre como el de un niño de jardín de infantes, pero Lachlan estaba seguro de que no necesitaba ponerse más explícito. Todo el mundo en esa habitación conocía a dicho hombre, uno tan culpable como las mujeres ficticias que habían sido disparadas momentos antes.

Una cuarta flecha fue cargada en su ballesta. Lo hizo de pie, balanceando la cabeza al ritmo del mejor solo de guitarra que había escuchado en su corta vida. Avanzó con el arma lista y apuntó a otro maniquí. Un civil. Una víctima sin ninguna culpa.

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El brazo le tembló por un momento, pero intentó disimularlo. Se dio cuenta de que no estaba apuntando de forma correcta y buscó enderezar la ballesta. El dibujo del maniquí enseñaba algo tan simple como el uniforme de Ilvermorny. El mismo que él había llevado durante horas interminables de clase. Nunca habría pensado que lo extrañaría.

Tomó algo de aire. Recobró la compostura mientras reconocía cómo la canción estaba llegando a su fin. Cerró uno de sus ojos para apuntar mejor.

La flecha se clavó en el corazón del niño.

Lachlan bajó la ballesta.

La canción terminó.

Se quitó los auriculares con extraña parsimonia y los guardó en su bolsillo. Arrebató la flecha de Stephanie Black con un tirón y, mientras caminaba en dirección a la mesa, la clavó en el pecho del maniquí intacto de Hermann Ritcher. Al de Kendrick Black simplemente lo empujó. Oyó el ruido seco del blanco al caer al suelo, pero ni se detuvo a mirarlo.

— De todas las personas a las que quieren matar o que se lo merecen — su voz fue clara cuando utilizó una de las flechas en su mano para señalar al maniquí —, ese es el único al cual están castigando. A personas como Mara, como Marco. Como todos aquellos de los que ni recuerdan sus nombres del mismo modo que sé que no van a recordar el mío.

Ni se molestó en poner todo en orden. Lanzó las flechas al suelo y dejó caer la ballesta. El eco seguía en sus oídos cuando cargó algo de saliva y escupió el suelo.

— Pan y circo — espetó. Sin más, abandonó la habitación.

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