El expositor de armas posee un atractivo inverosímil que atrapa a Bram, incapacitándole que cambie el rumbo; pues sus pies ejercen la atracción gravitacional propia que, pronto más que tarde, se ve envuelto por el tañido de las armas, los gritos de los instructores y las respiraciones exhaladas al aire.

Ladea la cabeza mientras los dedos de sus manos se desplazan por el mango de cada arma, sacándolos del expositor y considerando sus pros y contras antes de devolverlos a su lugar de origen. No le interesan las armas de dos manos porque quiere tener una libre para ejercer empujones, puñetazos, recoger arena del suelo y todo cuánto esté en su mano para salirse con la suya. La palabra trampas o lucha desigualada no está en su vocabulario. Sino que está obstinado en aprovechar cada posibilidad —caballerosa o no—: para salir coronado como rey de los asesinos.

En cuanto su mano aferra el mango de la maza escucha el grito de uno de los profesores.

—¿Vas a escoger una o solo vas a toquetearlas todas, chaval? —incide el curtido instructor cuya barba media, con bigote y cabello abultado alrededor de la mandíbula, se bambolea a cada palabra que éste pronuncia. El cabello rubio que posee provoca recelo en el muchacho.

—¿Y qué si es así? —cuestiona él, sin amilanarse ante los modos del mayor.

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—No quiero tenerlas que limpiar todas, chaval. Escoge esa misma y ven de una vez. Tengo ganas de romper un par de cabezas. —Por la forma en la que lo dice, el tributo no tiene claro si el otro habla en serio o simplemente se jacta de una seguridad que mueve montañas. Sea cual sea, no va a diferir en el resultado a conseguir.

Así que Bram aferra la maza en su zurda y avanza decidido hacia el armatoste que le saca una cabeza de alto y tres de ancho. El rubio ríe a mandíbula batiente y la barba se bambolea nuevamente con una facilidad que provoca que el pelirrojo sea incapaz de apartar la mirada.

—Ese dedo se va quedar huérfano si sigues agarrándola así, trozo de melón. —Confianza o no, seguridad o no, Bram exhala un gruñido y esconde el pulgar entre los otros dedos—. Así está mejor, mucho mejor. —Asegura mientras se mueve hacia uno de los maniquís corporeos, empujándolo hacia el tributo.

—No necesito un modelo, métete tú, valiente. —Juega a su juego. Decidido a molestarle lo suficiente para que deje al muñeco y pruebe con el instructor. Un muñeco de prácticas no parece, ante ninguna circunstancia, un blanco predilecto.

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—¿Y quién dices que te enseña cuando me hayas abierto la cabeza en dos? —interroga con el saber de que nadie va a estar dispuesto a meterse, no después de semejante gilipollez. El instructor se cruza de brazos, con la negativa manifiesta no verbal mientras observa a ese muñeco de prácticas, demasiado limpio para su gusto—. Golpéale de una vez, cadete. —No pide, sino que lo ordena. El gesto brusco de la palma levantada en horizontal, señalando con los dedos al muñeco, deja bien claro lo que el instructor espera del tributo.

—Estúpido —masculla mientras levanta a peso la maza y se dispone a arremeter contra el muñeco. Solo que el propio muñeco se desplaza y la zona del hombro a la que Bram iba a golpear desaparece ante su ademán, provocando que golpee al mismo aire.

—¿Decías? —El rubio no se ríe, no parpadea y dibuja una mueca en su semblante—. He tenido mierdas que se movían más que tú, inútil. —La sensación de la barba bamboleandose se hace aceptable mientras el muchacho se gira para golpear en el estómago al muñeco. Y ni siquiera eso provoca un comentario en el instructor.

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Bram se niega a otorgarle una mirada a ese instructor, demasiado airado para ofrecer alguna palabra y sigue atacando sin ton ni son, al muñeco que no abandona sus intentos de esquivarle.

—Ataca de abajo hacia arriba, cadete. —Mas que hablar parece que gruñe y Bram suelta un gruñido en respuesta. No quiere admitir que se parece al armatoste de brazos cruzados, no quiere ni tan siquiera proponérselo. No tiene tiempo para eso. Ese factor tan sutil y contundente. Ese factor que corre y se pierde inexorablemente—. De abajo arriba.

Porque ese trayecto es menor al de levantar el brazo y golpearle como si esgrimiese un martillo y lo vuelve más ágil a medida que el tributo obedece, otorgándole el retroceso pertinente al muñeco, que cae al suelo de culo, entumecido por el monto de ataques consecutivos.

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—¿Qué quieres, una palmada en la espalda, cadete? —Se jacta en ese silencio muerto por el tañido de las otras armas mientras el tributo observa de soslayo al estúpido armatoste, decidiendo que no, que no se parece ni un poquito a ese maloliente engendro del demonio—. Acábalo, ¿quieres? —Suena aburrido y probablemente lo está.

—¿Para qué, me vas a venir con otra cosa?
—Quién sabe, cadete. Quién sabe —la voz pierde brusquedad y Bram se encoge de hombros y vuelve a golpear con la maza. Esta vez en la cabeza del muñeco, quién le ofrece la oportunidad de levantar el brazo y asestar la contundencia en el ademán.

—Demasiado arco. Más recto a menos que quieras hacerte mierda el hombro. —El armatoste se ha sentado y se ha puesto a leer un libro, mandándole dos muñecos de prácticas en lugar de uno. Solo que ésta vez, los muñecos van armados.

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—Hijo de puta. —El tributo da un salto hacia su diestra mientras la espada del primer muñeco cae sobre el terreno. El segundo, en cambio, escoge perseguirlo, enarbolando esa lanza, demasiado grande para algo como él.

—Vigila lo que dices de tu madre —suena risueño, contento con el malestar que inocula en el tributo. A veces le dedica una mirada, una fulminación aburrida y desganada que bambolea superficialmente a su barba pajiza. Bram no tiene tiempo para girarse y observarlo. Pues está rodando de nuevo, enarbolando su maza hacia las rodillas del espadachín, quién cae al suelo cual abeto cortado en diciembre mientras el lancero carga con la lanza, ejecutando un disparo que le deja un roce en el costado.

La maldición se escucha de entre sus labios mientras Bram patea la lanza, alejándola de las manos del segundo monigote.

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