Piensa, piensa, piensa.
Adónde, adónde, adónde.

Las carcajadas han cesado. Pero el silencio es inexistente, el rumor de los saltos, de los tañidos de las armas, de las voces en susurros o gritos, se escucha incluso desde las mismísimas alturas. Y mientras Bram se escurre de los asideros, escoge irse hacia su diestra, alargando su brazo hacia ese agarre que está más separado de los otros.

Su mano lo roza, sus dedos se afianzan y su brazo grita del dolor más absoluto, tensándose en demasía. El brazo solo aguanta todo el peso. Las piernas penden junto a la pared y el brazo izquierdo no tiene asidero alguno. Levanta la cabeza, hace fuerza con el brazo derecho y alarga el izquierdo, hacia el agarre que sigue. Porque dos agarres son mejores que uno solo.

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Los zapatos hacen el intento de avanzar, de adecuar la suela a la pared para impulsarse mientras se resbala a cada intento que lleva a término. Las dos manos no son suficientes para seguir avanzando y sus brazos se quedan extendidos, aguardando que alguna fuerza interior se desate y pueda hacer el impulso exigido para tocar el techo con las palmas de las manos. O al menos con una.

Pero el techo está demasiado lejos en esos brazos extendidos, en la quemazón que persiste sobre sus brazos y sus hombros, en la vulnerabilidad de sus dedos que se escurren sobre las piezas. Primero el índice, luego el corazón, hace el intento de poner el índice y se le escurre el anular y el meñique. Respira todo lo hondo que su capacidad pulmonar puede mientras las mandíbulas chocan y el grito que expele es más suave de lo esperado.

Su lucha persiste pero una de las manos ha dejado de servirle de asidero. Ahora es la izquierda la que sujeta todo su peso mientras Bram respira y respira. Sacar fuerzas ahora resulta imposible y la estupidez llega para preguntarle por qué, por qué no se suelta. Por qué no acaba con todo y vuelve a empezar desde abajo.

La respuesta es simple: no quiere volver a hablar con la instructora. Esa que sigue animándole, como si esperase que diese la vuelta al tablero y consiguiese lo que se ha propuesto. Pero él se escurre y la caída contra el colchón resulta amarga y llena de un alivio indescriptible.

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Rodar de la colchoneta es una molestia tan grande como lo es escuchar a hablar a la instructora. Sin embargo, el alivio tácito, encontrado en alejarse de ella mientras se ahueca nuevamente las manos, es inenarrable. Sus músculos aquejados tiemblan, el sudor riega su frente y la sensación de mareo persiste durante los primeros segundos, como si no supiera hacia qué estación dirigirse ahora, como si no llegara a comprender que existe la posibilidad de simplemente sentarse y aguardar a que los segundos pasen mientras observa —a falta de cualquier disimulo—: el desempeño de los otros tributos.

—No hay… tiempo que perder. —Medio gruñe, medio dice. Incorporándose trabajosamente e avanzando hacia esa área  en la que un mago hace desaparecer un recipiente ante la atenta mirada de Bram. Juegos de manos que su mente convulsa ha pasado por alto.

—Intrigante, ¿no? —La voz es grave, la cadencia es lenta y el instructor no dice palabra alguna mientras su zurda extiende el tarro que antaño sujetaba con la diestra.

—No mucho, en realidad.

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—¿Por qué no, muchacho? —La lentitud con la que se dirige a Bram el instructor es soporífera y va en contraste con sus movimientos ágiles para hacerse con cada uno de los objetos que hay encima de la mesa y en los dos asientos colocados. Pronto tiene un montón de víveres en el suelo y alza una ceja en espera de encontrar sorpresa en el tributo.

—No, sigue sin sorprenderme. —Es aburrido incluso. La facilidad con la que juega tiene cero o un interés. Será por las veces en que ha robado en los tenderetes. Será por las carreras exageradas que ha tenido entre los callejones, escondiéndose con una celeridad inusitada, para dejar atrás a los agentes de la ley. Quienes, tarden o temprano, le siguen el rastro y Bram cae víctima de las funestas consecuencias—. Robar es sencillo. Lo difícil es que no te pillen al escapar.

—Bueeno… —Eleva una rama y la extiende sobre las pisadas dejadas sobre el terreno—. Con esto se arregla todo.
—Si no hay ramas estás jodido, tío.

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—Sin ramas… La mano es… —hace una pausa—. Una rama —Y para dejar claro su pensamiento pasa la mano por encima de la pisada expuesta en el barro, desapareciéndola por arte de magia. Si no hay pisadas no hay una oportunidad de persecución.  

—Ahora solo tienes que evitar que te vean —dice, con la sensación de que es él quién le ofrece información al instructor y no al revés. Una dinámica de lo más extraña que, con toda la sinceridad del mundo, no sabe si calificar de buena o de mala. Si la compara con la anterior, está seguro de que prefiere al perezoso de una lentitud flemática que a la dulce florecilla que anima incluso cuando no se le ha pedido que lo haga.  

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—Eso es más… —hace una pausa—. Camuflaje. —Bram persigue la señalización del dedo del instructor, quién señala hacia la estación de defensa, allí dónde se pueden ver ligeros cuencos con sustancias de diversos colores que van desde el rojo más intenso al violáceo más pálido.

—Entonces, ¿para qué coño sirve este puesto? —Si no va a enseñarle lo fundamental, es una pérdida de tiempo y recursos. Es más, le ofrece la sensación de que está dispuesto ese puesto como entretenimiento de los instructores, una parada dónde descansar y no hacer nada. ¿Para qué practicar la acción de robar teniendo la pesca o el nado?—. No me enseñas nada nuevo. —Resopla y se queja. Y el instructor parpadea, como si su cerebro estuviera procesando la pregunta, dando resolución a una cuestión que, probablemente, nadie le ha hecho anteriormente.

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El encogimiento de hombros que termina ofreciendo el instructor es el colmo de los colmos. Y Bram niega con la cabeza y se dedica a intentar sustraer los víveres que, a buen recaudo, tiene el instructor. Cómo si lo único importante fuera aquello, como si el hecho de ser pillado tuviese severas molestias en las manos del bellaco.

—Cinco, lento. —Casi parece que va a mutar su rostro y a reír. Divertido con las paradas que va haciendo cada vez que Bram intenta arrancarle una bolsa del monto que tiene a su diestra.

—¿Estás seguro de ello? —pregunta el tributo, enseñándole un cinturón en la diestra con una mueca de ganancia en todo el rostro. El instructor lo mira repetidas veces, parpadeando, incapaz de conectar las ideas y explicar qué hace Bram con ese cinturón, antes de bajar la cabeza y soltar una exclamación. Pues tiene los pantalones a la altura de las rodillas.

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