Take if you can, give if you must. Ain't nobody but yourself to trust. Help yourself, to hell with the rest, even the one who loves you best.
NeoPanem era un mundo diferente. Sus padres eran trabajadores; quizá no tenían mucho, pero siempre había comida sobre la mesa. Lo criaron en el distrito tres y le dieron la clase de educación que le abrió las puertas al Capitolio. Desde que era un niño, Teagan sabía que deseaba dedicarse a la medicina. Se graduó de la escuela y perfeccionó sus estudios universitarios en la capital. Los Black estaban en el poder, pero él apenas encendía la televisión. Estaba demasiado ocupado llenando su cabeza de conocimientos como para estar al tanto de cada novedad, cada revuelta, cada bombardeo.
Se casó joven y tuvo dos hijos, Freya y Senan. Se asentaron en un departamento del Capitolio y creyeron tener la vida comprada.
Todos murieron. Los políticos que protegían su estilo de vida.
Sus padres.
Su mujer.
Su hija de tres.
Su hijo de uno.
Se los quitaron de las manos cuando el Capitolio fue invadido por magos que derribaban puertas y arrastraban muggles por las calles. La ciudad olía a humo y a desesperación. Durante su estadía en el mercado de esclavos repasaría una y otra vez cómo fue incapaz de protegerlos. De cómo los oyó llorar hasta que el silencio lo llenó de desesperación.
Teagan pasó mucho tiempo en venta. No tenía intenciones de saltar para complacer a los magos y, aunque su aspecto fornido podía llamar la atención de algunos compradores, su actitud grosera lo mantenía tras las rejas. ¿Qué caso tenía seguir respirando, si su vida entera había acabado?
Su primer respiro de libertad llegó cuando un sujeto decidió comprarlo para trabajar en el norte, a sus treinta años. Se trataba de un espacio de boxeo entre muggles; ilegal, por supuesto, en la cual los magos y brujas hacían apuestas como si fueran perros o monos. Teagan lo consideraba humillante, pero al menos poseía una ración de pan, queso y cerveza que lo mantenían en pie. Saber de medicina le daba cierta ventaja, además de su contextura física. Sabía dónde golpear y, por supuesto, cómo tratarse entre pelea y pelea. Su dueño era quien se quedaba con el dinero. Él, al menos, tenía un inodoro donde sentarse.
Vamos a ser sinceros en una cosa: a Teagan no le interesaba la política. Su desagrado hacia quienes habían asesinado a su familia se transformó en resignación. Había un televisor viejo donde se encontraba, pero nunca oía los rumores. Creía con firmeza que no tenía motivos por los cuales pelear. Aceptó la idea de que su rutina fuera la misma hasta el día de su muerte. Romper algunos huesos, perder algunos dientes. Lastimarse los nudillos, volver a sanarlos. Ver los snickles y los galeones caer a la jaula donde los encerraban a molerse a golpes. No tocar ni un centavo. Repetirlo a los pocos días.
Entonces conoció a Quincy Humblecut.
Se trataba de un anciano del distrito dos. Solo se cruzaron porque el nieto de Humblecut trabajaba como auror en el doce y había sufrido un accidente en una redada dentro de la taberna en la cual Teagan se encontraba con su dueño. Supuso que ayudarlo fue instintivo. El joven sobrevivió y su abuelo creyó que el mejor pago era sacarlo de ahí.
Teagan no vio con buenos ojos vivir en el dos, pero sabía que quejarse no era una opción. Le costó mucho tiempo confiar en los buenos tratos de Quincy. Comprender que podía tener una cama propia y comer como si fuera algo más que un sirviente.
Con el tiempo, poco a poco, empezó a considerarlo un amigo. Al menos, de puertas para adentro.
El distrito 9 ¾ fue tomado por los rebeldes casi al mismo tiempo que Quincy Humblecut fue diagnosticado con cáncer de colon. Aunque Teagan insistió en estar a su lado, el anciano logró convencerlo para ir en busca de su propia libertad. Así llegó la despedida, el día en el que llevó consigo un permiso firmado por un mago para poder viajar en busca de provisiones. Se desvió hacia el norte, consiguió un traslador ilegal y terminó en el distrito nueve.
Ha vivido allí desde entonces. Acostumbrarse a esa clase de libertad le resultó abrumador. Se sumó a las filas de los médicos y sanadores y, luego de casi dos décadas, se encontró una vez más dentro de una bata blanca. Atendió a los petrificados y a los heridos en la batalla librada en los campos del nueve.
Recientemente fue ascendido a líder de medicina dentro del consejo. Si hay algo que ha aprendido es que no todos los muggles son santos ni todos los magos son el demonio. Claro que le ha costado veinte años. Al menos, asegura, ha encontrado algo por lo que luchar.