En una de las colonias más antiguas de Sudamérica, allí donde la magia no era tan común como en aquellas zonas de las que llegaban historias sobre como había personas capaces de desaparecer objetos y crear otros de la nada, llegó una mujer europea junto con un grupo pequeño de magos. Fueron excluidos y olvidados de la gente que residía en la colonia, asustados por lo que podrían hacer con su magia fuera de control, tan solo unos pocos se atrevieron a acercarse.

Uno de ellos fue Gabriel Salazar, hombre muggle cuya curiosidad, un defecto que siempre le había señalado su madre, lo llevó a conocer a Fiona, refugiada de la guerra que tenía lugar en Europa. El no mágico no pudo evitar caer por ella con el paso de los años, su relación se forjó a base de enseñar al otro lo que conocían, cómo Gabriel era capaz de orientarse por los bosques sin necesidad de mapas, a trasladarse entre la selva sin ser escuchado, a reconocer qué frutos eran comestibles y cuales podrían matarte con tan solo tocarlos. A cambio, Fiona le demostraba pequeños trucos que su magia le permitía hacer, siempre cuidadosos de que nadie les viera.

El producto de su relación llegó en Victoria, una bebé que consiguió que los padres de Gabriel lo exiliaran por haberse juntado con una bruja y, tal y como si le hubieran colocado una maldición encima, murió a los pocos meses de dar a luz a su hija como fruto de una infección descontrolada. Así fue como el padre de la criatura encontró refugio en las montañas, con nada más que una pequeña bolsa se asentó en una cabaña que fue construyendo para criar a Vivi.

Por mucho tiempo fueron tan solo Gabriel y Victoria, nombre que le dieron por su poderoso significado, y no estaba tan mal. Pese a la soledad que puede surgir de convivir dos personas, lo cierto es que nunca les sobraba tiempo para aburrirse, más bien todo lo contrario, les faltaba. El hombre le enseñó a su hija todo lo que conocía acerca de las colonias, cómo cuidar la tierra, a como guiarse a través de las estrellas por la noche, le enseñó a cazar con un arco y flechas elaborado por él mismo, hasta que Vivi tuvo edad suficiente como para fabricar sus propias armas. Victoria era una niña curiosa, que encontraba satisfacción en aprender de las lecciones que daba su padre, más había una peculiaridad sobre la que Gabriel no tenía absolutamente idea de cómo tratar. La magia.

Hasta los doce años de su hija, Gabriel no se había planteado que hubiera heredado las habilidades mágicas de su madre, pero una muestra de estas una noche de verano comenzó a generar una preocupación general en el cuerpo del hombre. Se concedió a sí mismo dos años, en los cuales trató de ayudar a su hija a aplicarse autocontrol con respecto a su magia, pero las semanas pasaban y los esfuerzos eran en vano, la magia era un terreno que Gabriel no conocía y, por primera vez desde el nacimiento de Victoria, se sintió banal.

Fue así como decidió poner rumbo a Castelobruxo, lugar del que no había oído más que historias, relatos vagos que pasaban de boca en boca, y aun así el templo era su última esperanza, el único lugar que podría ofrecerle un refugio mayor a su hija. No fue un camino fácil, pero ninguno lo es. Una vez en el castillo, a los catorce de años de Victoria, comenzó a formarse en la magia y sus diferentes ramas, tenía talento natural para ello, más no dejó de lado las lecciones con su padre, a quien habían permitido un lugar en el templo.

El tiempo en Castelobruxo para Vivi resultaron en años y años de formación, clases y maestrías de técnicas mágicas. Su padre había comenzado a unirse a un grupo de exploradores del lugar, de esos que marchaban una noche para no volver antes de los tres o cuatro meses. Llegó un momento en el que despedirse de Gabriel y recibirlo meses más tarde se convirtió en algo natural para Victoria, hasta que en el verano de su veintidós cumpleaños, su padre no regresó.

Aquello la destrozó, después de todo era la única persona en la que verdaderamente confiaba, así que ella misma decidió unirse al grupo de exploradores y durante años su rutina consistía en dejar el templo por semanas, en búsqueda de nuevas tierras y productos, pero también de alguna señal de que su padre siguiera vivo. Con el tiempo dejó de buscar, perdió la esperanza y se acostumbró a la falta de su compañía.

Muchos dirían que fue este cambio en su vida lo que la llevó a volcarse en la lectura, a la exploración de nuevos lugares, a comprender la organización del templo y su funcionamiento más allá de la gente que lo formaba; el saber era lo que la acercaba a su padre. Otros tantos dirían que fueron por esos mismos motivos, su conocimiento y destreza, lo que le dieron el reconocimiento de líder que hasta día de hoy mantiene.