No muchas personas tienen el prospecto de formar una familia en las colonias. El mundo es un sitio salvaje, casi primitivo, de modo que aquellos que se han mantenido unidos durante el correr de los años y las generaciones no suelen proyectar demasiado.

Los Furtado se unieron bajo una ceremonia pequeña, casual, alegre. Vivían en un mundo calmo dentro de una comunidad ubicada en lo que alguna vez había sido la Patagonia, cuyas casas de madera no eran más que un puñado de pequeñas casitas en medio de la montaña. Criaban animales, cultivaban vegetales y sí, tenían un perro. Digamos que su vida tenía poco que ver con la clase de historias que escuchaban de sitios como NeoPanem, tan lejanos y tan futuristas que parecían ser una completa mentira.

Violeta no fue planeada pero sí bien recibida. Se crió con la sencillez de la montaña y la desenvoltura de quien no posee todas las comodidades. Tenía seis años cuando, tras un pequeño ataque de angustia al ver cómo sus flores favoritas se habían marchitado, vio como éstas volvían a la vida con un simple toque de sus dedos. Claro que ella no comprendía muy bien lo que estaba sucediendo y su madre le pidió que lo mantuviera en silencio. Violeta era muy pequeña como para comprender algo de las disputas entre muggles y magos, así que se limitó a hacerle caso como buena niña.

Su hermana Vera nació pocos años después y se transformó en un buen entretenimiento para sus horas vacías luego de los estudios y el trabajo. Digamos que más allá de su pequeño secreto que cada vez costaba más esconder, su vida era la de cualquier otra niña de la comunidad. El sol salía y se ocultaba detrás de las mismas montañas, la decoración jamás había cambiado. Parecía que su vida no iba a ser mucho más que eso y, aunque frustrante, había aprendido a aceptarlo.

No fue hasta un pequeño incidente que las cosas comenzaron a cambiar. Un paseo en bote con algunos niños de la comunidad, un susto y una muestra de magia involuntaria bastaron para que la condición no solo de Violeta sino también de su hermana quedara en evidencia. Las niñas fueron aisladas por su propia gente, aquellos que desconfiaban de la magia y la simple presencia de los hechiceros. Fueron tiempos difíciles en los cuales Violeta pasó semanas encerrada en su casa, más por decisión propia que por orden de sus padres. No quería soportar las burlas ni las miradas de desagrado, tal y como si fuera un bicho raro.

Tenía quince años cuando un hombre y su guitarra llamaron a la puerta. Se lo presentaron como su tío materno y, para su sorpresa, también era un mago. Le habló de la resistencia de Castelobruxo, de cómo los magos y brujas solían formarse entre sus paredes y que vivían sin tener que esconder sus dones en completa armonía.

La decisión no fue sencilla y tuvieron que prometerse un constante envío de cartas, pero Violeta y Vera se marcharon con su tío y dejaron la vida muggle que conocían atrás. Se integraron en Castelobruxo donde Violeta no solo aprendió que podía controlar su magia, sino también desarrollarla. Pasó años entrenando y, aunque comenzó a participar de las guardias en cuanto se hizo mayor de edad, demostró tener interés y facilidad con la medimagia.

Desde ese entonces se ha mantenido en el mismo lugar. Aporta su grano de arena a la comunidad siendo parte de las exploraciones y defensas del templo, pero mientras tanto se va perfeccionando en hierbas y pociones curativas para, algún día, ser de vital ayuda dentro de su comunidad.

¿Y sobre el exterior?

Siente curiosidad. Ha oído que NeoPanem se transformó en un sitio que venera la magia con mejores condiciones de vida que Castelobruxo, pero la idea de estar en un sitio donde sus padres serían tratados como basura es lo que la aferra a sus raíces, negándose a salir de su molde.

Quizá la vida solo necesita darle un pequeño empujón.