Nadie se esperaba que aquel día amaneciera con lluvia. Las gotas eran gruesas y el viento se movía con violencia, haciendo que muchos de los civiles tuvieran la impresión de que el Coliseo iba a cancelarse. En su lugar, las gradas estaban cubiertas con hechizos impermeables para que las cabezas del público se encuentren secas, mientras lo que se alzaba en el centro del estadio se agitaba por culpa de la tormenta. Era muy fácil el reconocer un laberinto, uno repleto de pasadizos, paredes altas y enredaderas que disimulaban muy bien sus movimientos propios gracias al viento. Pequeños drones se movían entre sus pasillos, enseñando en las pantallas los caminos que los tributos deberían recorrer aquella mañana, en busca de su único modo de patética supervivencia.

El presidente Aminoff se movió en el palco presidencial frente a los gritos que opacaron algunos otros, pero muchos ojos pudieron ver como una mujer era arrastrada en las gradas hasta desaparecer de vista en mano de dos aurores que tuvieron que quitarla del medio. ¿La razón? Su voz resonaba entre la multitud, apuntando a los miembros del gobierno presentes en gritos de justicia. “¡Asesinos! ¡Dictadores! ¡Tienen las manos sucias!”. Los que pudieron oírla callaron, los que no sólo vieron como la arrastraban fuera. Un auror le susurró algunas palabras al presidente en el oído. Éste meneó la cabeza y solo sonrió.

Los tributos ingresaron cuando la voz de Aminoff le estaba dando la bienvenida a los presentes, pero solo pudieron ver el inicio de un pasadizo con demasiada vegetación. Dentro del laberinto, los sonidos externos se ahogaban y ellos, por otro lado, tenían que decidir hacia dónde deberían ir.