The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Invitado
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Retiro la última prenda del interior del lavarropa con los dedos y con la otra mano cubro mi boca, mi cara en mi pánico porque sé que este es el día de muerte. La corbata roja está en alguna parte atorada en los conductos y debo quemarla por ser la prueba del crimen, no puedo hacerme el desentendido porque en esta casa sólo vivimos dos personas, sólo una usa corbatas para ir a trabajar. Sigo de cuclillas frente a la puerta circular del lavarropa pensando en cómo haré frente a Alecto, con mis pies descalzos mojándose de espuma que desbordó cuando todo comenzó a complicarse. Puedo mentirle, decirle que alguien se metió en el departamento y en vez de robar cualquier cosa como haría cualquier criminal cuerdo y decente, a este se le ocurrió mezclar la ropa sin tener la preocupación de separarla por colores y encima fundió el aparato. ¿Se puede creer el descaro de los delincuentes hoy en día? No, no es una mentira que pueda sostener más de dos minutos, tengo un par de minutos para repensar esta situación y no caer en las mentiras estúpidas que suele ser mi respuesta espontánea cuando me encuentro en aprietos, porque siendo hijo de mis padres por algún lado tenía que demostrar mis genes idiotas.

Me siento sobre mi trasero en el suelo mojado y cruzo los brazos sobre mis rodillas en alto, acerco mi pulgar a los dientes para morder mi uña mientras continuo meditando. Estiro mi brazo para agarrar del montón rojo de ropa una tanga que habrá sido de color blanco y no creo que Alecto se enoje tanto si de todas formas, puesta debajo de la ropa nadie lo ve. Lo suelto como si quemara cuando escucho que la puerta de entrada se abre. ¿Qué hago? ¿Qué hago? Puedo transformarme en zorro, nadie sospecharía del zorro. Está visto que hay más de una manera de actuar como un estúpido y que inventiva me sobra. Palpo el bolsillo trasero de mi vaquero tratando de dar con mi varita y no la encuentro. ¡Ahí está! La dejé sobre el lavarropa cuando empecé sacar la ropa, contento de haber hecho algo bueno en esta convivencia y practicando cuáles serían mis palabras de modestia cuando mi compañera descubriera que me desperté temprano un sábado para hacer el lavado. Me dijo que no tenía problemas de ocuparse en hacerlo, pero me sentí mal las veces que entre semana vi que efectivamente se encargó de ello y quería demostrarle que también soy de ayuda con las tareas. Sacudo mi varita para conseguir con un encantamiento que todas las prendas vuelvan a su color original y lo hacen, dura lo mismo que un pestañeo. «Auror asesina a su compañero de piso por idiota», ¿qué tan sensacionalista sería este titular en los diarios?

Respiro hondo mientras escucho los pasos de la chica en el pasillo, hay un momento en la vida en que hay que ser un adulto que afronta los problemas. Cierro la puerta del diminuto lavadero y me coloco delante con mi mano sosteniendo con fuerza la manija. —¡Ah, llegaste! No te escuché— enmascaro mi nerviosismo culpable con una sonrisa, —pasaron algunas cosas y te recomiendo no entrar aquí el resto del día mientras lo resuelvo. No te estreses, lo tengo todo bajo control— miento con una confianza sospechosa, tengo que hacer memoria de algunos hechizos para que todas esas prendas vuelvan a ser las que eran y me distrae un olor que va inundando el espacio de la cocina. ¿Qué me dejé en el horno? Puesto que es poco lo que cocino y nada de pasteles, tardo en recordar si hice algo de eso. ¡Ya me acordé! Suelto la manija de la puerta para ir hacia la cocina y tiro del mango de una sartén con pochoclos para retirarla del fuego de la hornalla, arrasa con mi garganta el aullido al entrar en contacto con el metal caliente. Vuelve a caer sobre la hornalla y algunos pochoclos se pierden por ahí, sujeto mi mano roja con la otra mientras me atraganto de maldiciones entre dientes. La sacudo en el aire y noto la mancha escarlata que se va formando, al parecer ese es el tono del día.
Anonymous
Alecto L. Lancaster
Personal de Defensa
Bueno, de acuerdo, quizá hice de una miga de pan un drama los primeros días de convivencia con Meyer, cabe decir a mi favor que me he criado en una casa lo suficientemente grande como para no tener que toparme con nadie dos veces en el mismo pasillo y con unos padres demasiado exquisitos como para limpiar algo con sus propias manos. He necesitado de un par de semanas para acostumbrarme a esto de compartir piso, no tanto un problema como lo imaginaba al principio, quitando alguna otra cosa que aun estoy tratando de que surta efecto en el cerebro de David, como que no se dejan las tazas de café vacías en la mesa del salón, ¡y mucho menos sin un reposa tazas! ¡Creo que no es tanto pedir! Por lo demás, puedo decir que nos estamos respetando mutuamente, tanto él tratando de aceptar mis manías como yo intentando que no sean tan evidentes. Vamos, que mi padre todavía no puede creerse que esto esté durando tanto y solo por eso pienso abstenerme de poner una pega más sobre lo poco que utiliza el felpudo este chico.

Claro que jamás se me habría pasado por la cabeza que ocurriría esto. Estoy entrando por la puerta, a punto de quitarme los zapatos nada más pisar la entrada cuando la actitud sospecha de Meyer produce que eleve el torso y aparte mis dedos de la cremallera de mi bota, mis cejas frunciéndose en el camino. Hay algo que he aprendido en la vida y es que frases como ‘no te alteres’ o similares, tienen justo el efecto contrario en las personas. Conmigo no va a ser una excepción y ya estoy gruñendo nada más abre la boca. — ¿Qué es lo que ocurre? — intento sonar normal, realmente lo intento, pero creo que es evidente por mi voz que estoy empezando a irritarme, y ni siquiera tengo una razón para estarlo. Creo que eso es el detonante de lo que está por ocurrir. No me da mucho tiempo a avanzar hacia el cuartín de la colada, ese lugar que tanto se está esforzando porque permanezca cerrado, que pronto mi nariz se percata de otro detalle. — ¿Y por qué huele a quemado? — no soy la única que se da cuenta de eso, veo como sale disparado hacia la cocina en lo que mis ojos persiguen su figura con intención de buscar el problema.

No me cuesta mucho adivinar que se tratan de palomitas, porque el olor a quemado mezclado con el del propio maíz es suficiente para llenar el apartamento entero. Estoy por quejarme de eso, nada raro en mí cuando de lo que digo muchas veces el ochenta por ciento son quejas, más mi mano tira de la manija de la otra habitación para descubrir el desastre. No, corrijo, la catástrofe. — MEYER QUÉ CARAJO HICISTE CON LA ROPA. — es lo primero que sale de mi boca cuando veo las prendas que se supone que deben de ser blancas de un color rojo intenso, tanto como la sangre que me hierve en las venas. Bueno, quizás esté exagerando, ¡PERO MI ROPA! Sin pensarlo me lanzo al cubo donde mi compañero el idiota ha dejado las prendas, empapadas y rosas, ¡rosas! — ¿¡Esto es tenerlo todo bajo control!? MEYER VOY A MATARTE. — arrastro el cubo por el suelo con un pie solo para terminar cogiéndolo en mis brazos y salir del cuarto con el humo ya escapando de mis orejas. — ¡Una vez! ¡Una vez te dignas a hacer la colada y tienes que mezclar la ropa de color con la blanca! — el tono agudo de mi voz no va con el enfado que pronto porta mi rostro, dirigiéndome hacia donde se encuentra con la prueba del crimen entre mis manos. — ¿No te enseñaron los colores en la escuela? ¡BLANCO VA CON BLANCO! ¡No es tan complicado! ¡Conozco niños más inteligentes que tú, Meyer! — ay por dios, eso que estoy viendo es mi ropa interior. Mi cara debe de ser un poema cuando dejo que el cubo caiga hacia el suelo de un estruendo, porque mis ojos se van hacia la sartén. — Y ENCIMA VAS A QUEMAR LA CASA. — que alguien me agarre o lo mato con mis propias manos, antes de que lo haga el fuego.
Alecto L. Lancaster
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Invitado
Invitado
NO, ¡ESPERA!— grito, con la palma que me escuece contra la tela de mi vaquero para calmar el ardor, cuando me lanzo detrás de ella para impedir que abra la puerta prohibida. ¡Le dije que no hacía falta que se incumbiera! ¡Podría haberlo resuelto luego! Moriré, mañana mismo mi familia tendrá que retirar mi cadáver de la morgue, hecho pedacitos con cuchillo de cocina. Me abalanzo hacia donde están los cajones de la mesada para cubrirlos con mi cadera, así impido que tenga acceso a los cubiertos filosos cuando se impone en la cocina con el cesto de ropa desteñida en brazos, como si estuviera a punto de lanzármelo sobre la cabeza. —¡La lavé!— esa es la respuesta más honesta que puedo darle a su reclamo, sólo intentaba ayudar. ¡Es la verdad! No tenía la intención de que esta situación me desbordara así como la espuma al lavarropas y acabar en un desastre que no le ocurre a nadie más que a mí. Esto de vivir con otra persona es muy complicado cuando la mancha circular que deja el café sobre la madera de la mesa ya es de por sí un error imperdonable. —¡LO SIENTO!— esto es lo que hago, termino pidiendo disculpas con mis manos tratando de contener a la fiera y es que creo que mi compañera está a punto de saltarme a la yugular. No, no creo nada. LO HARÁ. —Detente, ¡ESPERA! ¡Hay buenas razones por las que no debes matarme!— la persuado con mentiras para prolongar la hora de mi muerte.

De algún lado me surge esa valentía estúpida de caminar hacia ella, todavía con las manos en alto, hasta quedar a dos pasos de distancia. ¿Es que estoy loco? ¡Estoy tratando de disuadir a una loca! —Alec, cálmate— la peor elección posible de palabras, si hasta lo digo con ese tonito de gurú espiritual que quiere la paz mundial. ¿Dónde está el collar de flores? —Estás tomándote esto a la tremenda y eso le hace mal a tus nervios, suceden cosas peores en el mundo todos los días— pongo mis ojos en blanco, porque no solo he teñido la ropa de roja, resulta que también quemé la casa según ella. —¡NO VOY A QUEMAR NADA! ¡YO ME QUEMÉ! Y ahí estás tú… tú… ¡atacándome! ¿No ves que estoy herido?— le muestro mi palma roja. Victimización, esa táctica tiene que detenerla de cometer asesinato, no puedes atacar a alguien vulnerable. —Estaba tratando de ayudar, acabé lastimado y ahí estás echándome la bronca— expongo mi versión de los hechos para defenderme, apelando a un poco de su compasión. —Fue un accidente, ¿sí? Los accidentes pasan, las cosas no siempre se pueden mantener en la línea que trazas y tendrías que relajarte un poco con eso. No siempre el blanco se quedará blanco y, sabes, el rojo en la ropa interior demuestra más actitud— señalo, como si le hubiera hecho hasta un favor.
Anonymous
Alecto L. Lancaster
Personal de Defensa
La lavaste. — repito sus palabras, calmando el tono de mi voz, aunque no por mucho tiempo. — ¿¡A esto llamas tú lavar? ¡Me alegra saber que tenemos una definición distinta para el término! — y… sí, la tranquilidad me dura dos segundos cuando vuelvo a bajar la mirada hacia el cubo, además que paso la vista por mis zapatos y compruebo que están llenos de espuma, probablemente de los restos que quedaron al escaparse de la lavadora. ¿No hice una explicación exhaustiva de por qué se debe llenar el depósito con un tapón y medio, y medio, de lejía y no dos? ¿¡No dos?! Apuesto mi varita a que el idiota echó tres tapones y de ahí que ahora nuestra casa parezca una fiesta de espuma. — ¡Ni siquiera te pedí que lavaras la ropa! — me quejo, tratando por enésima vez de que la irritación no se escape de mi garganta, pero es evidente por como creo que se me está poniendo la cara roja que no está funcionando. Y soy pálida, se me nota a leguas de distancia cuando algo va mal.

¿Que me calme? Que alguien me diga que no ha vuelto a repetir que me calme porque juro que le estampo la cabeza contra la sartén y ahí sí tendrá una razón para lloriquear. — ¡No me estoy tomando esto a la tremenda! ¿Acaso no viste el desastre que has montado? Ya no solo teñiste toda la ropa de otro color, sino que encima lo hiciste de rojo, ¡rojo! — no hay color más feo que el rojo, ¿qué se supone que voy a hacer ahora con eso? — ¡Pero es que yo no te pedí ayuda! — sigo con mis quejas, ignorando por completo sus lamentos de perro dolorido porque, siendo sincera, ni siquiera está haciendo una buena actuación. — Los accidentes pasan porque las personas son irresponsables, tú fuiste un irresponsable, no trates de justificar tus acciones con la pobre excusa de la desgracia. No me sirve, que no te hagas cargo de tu imprudencia todavía es peor que de admitir que no ha sido un error y que simplemente eres un incompetente. — ah, sí, mi mejor forma de autodefensa: insultar a la gente.

Creo que se me cae la cara con ese comentario, miro a mi alrededor como si mi varita estuviera en algún lugar diferente al de mi chaqueta, meditando unos segundos en los que me planteo si abalanzarme sobre él o esperar un tanto. No, nunca se me dio bien eso de esperar, soy bastante impaciente, mejor me lo cargo ahora. — ¿¡Quieres que te demuestre actitud? ¿¡Por qué no se la regalas a tu novia entonces?! — mi comportamiento es tan maduro que me encuentro cogiendo lo primero que pillo del saco de ropa y se lo termino por lanzar a él con todo el ímpetu que soy capaz de sacar. — ¡O mejor! ¡Se la regalaré yo! ¡Estoy segura de que le encantará de mi parte! Eso que demuestra actitud. — lo más triste es que me encuentro persiguiéndole por la cocina, dirección al salón, mientras le sigo lanzando cosas. Creo que pillo alguna palomita en el proceso. — ¡Solo pido un poco de organización! ¡Un poquito de cuidado para poder convivir con el desastre personificado! ¿Y haces esto? — ahí va un calcetín, ni siquiera me planteo el estar exagerando porque creo que estoy a punto de ponerme a gritar más fuerte.
Alecto L. Lancaster
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Invitado
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No, no me lo dijiste, ¡lo hice por querer ayudar!— me explico, de esto se trata también vivir con otras personas, no hace falta que te digan qué hacer, sino de ser considerad con el otro y cada uno aportar de su parte, ¡es lo que me enseñó mi madre, por favor! No hacía falta que me dijera tres veces que lavara los cacharros de la cocina, si los veía ahí y no tenía nada mejor que hacer, podría dedicar mi tiempo a limpiar. Y es cierto que estoy ausencia casi todos los días de la semana, ella tampoco lo tiene mejor con sus guardias, aun así cumple con las tareas para tener el piso en orden, no me gusta sentir que no estoy poniendo de mi parte. Detestaría sentirme un vago que lo único que hace es pagar a fin de mes, ojalá ella fuera un poco más tolerante con los errores y aceptara mi ayuda aunque viniera acompañada de un par de percances que podemos resolver. ¿Se puede, no? Ese rojo no puede imposible de sacar, ¡tenemos varitas! Para algo servirán si en vez de gritarme, nos pusiéramos a ello. —Y bien, ¿qué demonios te ha hecho el rojo para que lo odies tanto? ¿Un duende de Santa Claus te empujó cuando tenías tres años? ¿Mordiste una manzana envenenada?— se me ocurren cosas ridículas. —¿Te asustó un payaso con piloto rojo? ¿Qué tiene de malo el maldito color?— me exaspero, mucho más lo que dice después, ese rechazo tan rotundo a que haya hecho algo por iniciativa propia que tenía que ver con ayudarla. —Tampoco pareces el tipo que fuera a pedirla si la necesita— se lo señalo.

Gritar no es lo único que hace, llevo una mano a mi pecho por encima de mi camiseta, esa mano que me quemé con el mango de la sartén y como me arde al rozar la tela, le doy la vuelta para que sea el dorso lo que esté sobre mi pecho y la palma vuelta hacia ella. —Estás empezando a lastimar mis sentimientos, Lancaster— digo para reforzar la victimización, que al parecer no se le permite a la gente que sea víctima de accidentes, porque evidencian muchos otros defectos de carácter y lo siento cada uno como un golpe dado por su puño en mi estómago, más que herido me siento ofendido por cada cosa que dice, enfadado por tener que arrodillarme a pedir perdón como si acabara de asesinar a cada una de sus prendas de ropa y lo hubiera hecho un espectáculo público de martirio. ¡Por favor! Hay alguien mucho más susceptible que yo, y si no me equivoco, basta el color rojo para que quebrar su sensibilidad. Cruzo mis brazos por delante de mi rostro para evitar que se venga sobre mí,  cometo la estupidez de responderle con lo primero que pienso al escucharla. —¿Y por qué yo querría verte…?— me callo cuando recibo el primer proyectil, ¿qué carajos? —Basta, Alec. ¡Detente! ¡Baja eso! ¿Qué no puedes calmarte para que podamos resolver esto como…?— uso mi brazo como escudo mientras voy retrocediendo hacia atrás y no digo mucho más porque en medio de la descarga de balas húmedas de color rojo, piso una de estas y termino cayendo al suelo cerca del sillón de la sala, por poco no me di la frente contra el mueble.

Me giro rápidamente para quedar de espaldas en el suelo y alzo mis manos para pedirle que se mantenga a distancia, que no use la prenda que tiene entre sus dedos para ahorcarme. —Las chicas con actitud no asesinan a sus compañeros de piso en la sala— trato de dialogar con ella, lo vi en alguna película donde tenían que negociar con terroristas, —piensa en toda la sangre que habrá si me matas aquí, ¿y sabes qué significa eso? ¡Más rojo! ¿Segura que quieres que toda la alfombra se manche de rojo?— no será el mejor acto de mediación de la historia, pero estoy tratando de sobrevivir al momento. —Te compraré ropa nueva, ¿contenta? Y será todo blanco si tanto te gusta, no tendrá ni un hilo rosado. ¿Hace falta que te desquicies por una bobería? No hice de esta casa un desastre, a lo que tú llamas orden sería mucho hasta para un monje tibetano. Eres demasiado…— mis intentos de mediación se acaban de ir al tacho, se me vienen las palabras irresponsable, imprudente e incompetente a la cabeza, y un poco tarde, lo mismo llega el momento de devolvérsela, —pulcra, estricta, inflexible, tan… rígida como un puntero. Debe ser culpa de tanto blanco— no me ha salido tan bien como ella, lo admito.
Anonymous
Alecto L. Lancaster
Personal de Defensa
Por querer ayudar. Inconscientemente ruedo los ojos en lo que un resoplido sale disparado de mi boca sin siquiera tenerlo preparado. — Ahí está el problema, cuando la gente quiere ayudar es cuando vienen los problemas. ¿Nunca te dijeron que si quieres hacer algo  bien, debes hacerlo tú mismo? Pues eso. — refunfuño, más para mí que para él porque me doy cuenta de que lo estoy diciendo tan bajo que apenas me escucho a mí misma. Siempre me enseñaron a hacer las cosas por mi cuenta, a no depender que alguien haga las cosas por ti porque al final de todo, uno nunca sabe quién va a estar ahí para echarte una mano. La experiencia me ha dicho que si algo te importa, hazlo tú mismo y acabarás decepcionándote menos que de esperar a que alguien lo haga por ti. — No existe Santa Claus. — es mi única defensa ante por qué no me gusta el color rojo, me encojo de hombros como si fuera la excusa más válida y todavía me atrevo a criticar más. — Las manzanas envenenadas solo aparecen en los cuentos. — gruño. Solo espero que ese comentario no me haga parecer tan infantil como la niña que nunca leyó historias de princesas. — ¡No tengo ningún problema con el color rojo! ¡Solo es caótico, anárquico, nada que ver con el negro o el blanco, que se asemejan al orden y a la pulcritud! Incita al error y, por si todavía fuera poco, es demasiado chillón. Ni siquiera es un buen color. — ahí va, sin siquiera meditarlo una explicación completa de por qué el rojo es el peor de todos los colores. Tampoco me parece que esté montando un drama. A su comentario de que no pediría ayuda, no obstante, no objeto nada porque estoy demasiado ocupada en volver a bufar por lo bajo, de forma que puede darse por satisfecho con esa respuesta.

Bien, lastimar sus sentimientos era mi intención. Entretengo su discurso de por qué no podemos solucionar esto como los adultos que se supone que somos lanzando más de la ropa que queda en el cubo hasta que mi mano toca fondo y tengo que bajar la cabeza para comprobar que todas las prendas han terminado entre la cocina y el salón. ¿Qué importa ya? ¡Si ya está destrozada por culpa del rojo! Que se haya caído al suelo me da la opción de colocarme desde una perspectiva más alta que me proporciona una superioridad notable, porque me encuentro con las piernas entre su cuerpo de modo que puedo cruzar los brazos y observarle desde arriba. — Es una suerte para ti entonces que no lleve puesto un tanga rojo que demuestre actitud. — replico, como si eso me diera todo el derecho a asesinarle en caso de querer hacerlo. Sus insultos a mi persona me la traen al fresco, a pesar de que escupo aire por la boca y eso me remueve algunos pelos que se han escapado de mi coleta a causa de todo el revuelo y la lucha de prendas mojadas. Con ese mismo resoplido levanto una de mis piernas alrededor de su cuerpo para dejarme caer en el sofá que tenemos al lado, dando tregua a mi enfado en lo que dejo reposar mi espalda contra el respaldo. — No soy pulcra, o estricta. Solo me gusta tener las cosas bajo control, seguir un orden y llevar una vida organizada, ¿es eso tan malo? — se lo pregunto para hacerle partícipe de la conversación, no porque crea que es malo. — Soy muy perfeccionista, ¿de acuerdo? Me he criado en una casa donde se toma el té a las cinco de la tarde todos los días, se ponen más cubiertos de los que puedes llegar a usar en una comida y en donde los criados no confunden la ropa blanca con la de color. — no que le considere un criado, pero se supone que me estoy explicando. — Me enseñaron a hacer las cosas por mi cuenta y a no buscar la ayuda de otros, porque al final del día nadie va a venir a rescatarte. — ni siquiera para poner una colada, aunque quizás sí esté montando un drama por algo minúsculo. Le miro de reojo, creo que resignada, pero también se refleja algo de compasión. — Lamento haberte atizado con la ropa. — sí, eso suena más o menos a una disculpa.
Alecto L. Lancaster
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Keep calm and kill me in your mind · Alecto IqWaPzg
Invitado
Invitado
No, nunca me lo dijeron. A diferencia de ti, yo sí vivo en sociedad y aunque te parezca increíble, la gente se ayuda la una a la otra— contesto, si es que yo no sé porque no me muerdo la lengua para callarme de una buena vez, no hago más que seguir cavando metros y metros de mi propia tumba para que mi cuerpo atacado por su histeria sea enterrado si es que logran encontrar todos los pedacitos, porque cada respuesta mordaz de ella va con la furia de una puñalada al aire. —¡El blanco y el negro NO SON COLORES! Así como Santa Claus, ¡NO SON COLORES DE VERDAD! Has vivido en una mentira toda tu vida— es lo que respondo en el punto más alto de mi exasperación, que según ella el rojo es… ¡anárquico! He traído la anarquía a su pulcra casa de auror. ¡Que me condenen y me manden a la guillotina entonces! No, mejor no, soy demasiado joven para morir. Que me conceda veinticuatro horas de gracia para poder convencerla de que merezcooo viviiiir.

Tengo el ruego en mis labios cuando creo que se viene un puñetazo desde la altura en la que se encuentra y uso los brazos como escudo de mi cara adelantándome al golpe, los voy bajando lentamente para mirarla desde mi lamentable posición sobre la alfombra. Se me sale todo el aire en un único suspiro de alivio inmenso cuando se aparta y tiro mis brazos hacia atrás, por encima de mi cabeza. —¿Estoy vivo? ¡Estoy vivo!— grito, que ella ya se hizo a un lado tirándose sobre el sillón y desde mi lugar solo alcanzo a ver los mechones oscuros de su pelo. Palpo mi cuerpo como si no pudiera creerme mi suerte, mi brazo sigue en su lugar, también mi rodilla, mi estómago no ha sido rebanado como pavo de Navidad. Todos los cuchillos siguen en los cajones y estoy vivo un día más. —Así como lo describes, eso es precisamente una persona pulcra y estricta— se lo tengo que señalar, no todo puede respetar el orden perfecto si el universo está lleno de accidentes que ocurren todo el tiempo.

Se me pasan los ánimos de seguir replicándole todo cuando creo que lo intenta hacer es explicar por qué hace lo que hace y, esto es lo más increíble de todo, tanto que giro mi rostro de golpe hacia el sillón, aunque no alcance a ver más que las patas. Creo que acaba de disculparse. Coloco mis manos entrelazadas sobre mi pecho, mi tono de voz se suaviza bastante en comparación a los gritos de hace unos minutos. —Y yo lamento haber teñido la ropa— no derrocho saliva en repetir que no fue mi intención, si bien no lo fue, es cierto que fui un descuidado y me lo tomé a la ligera porque sinceramente hay muchas otras cosas que pueden llegar a preocuparme más que un montón de ropa que de pronto es roja. —Es cierto— musito, mis ojos puestos en el techo. —Es cierto que al final del día estás solo, en todo. Hay cosas que no puedes compartir con tus padres, hay cosas que tus hermanos no entenderán, tus amigos no recorrerán todas las distancias que hagan falta para llegar a ti. Si tienes un problema o simplemente te sientes mal por algo, lo resuelves por tu cuenta porque compartirlo… solo haces mal a la otra persona, tus padres se angustian, tus hermanos se hacen a un lado y tus amigos te ofrecen soluciones mágicas que no funcionan. Todo el tiempo decimos esto de querer ayudar al otro, lo hacemos, nos metemos en cosas que nos superan, queremos salvar al mundo y no sé por qué… Alec, ¿por qué queremos salvar el mundo si la gente apesta? ¿Si luego tu compañera de piso te quiere asesinar por culpa de la colada?— pregunto, aunque eso no es lo importante. —Nunca las cosas son como deben ser, Alec. Nada es seguro, nada respeta un orden, todas esas cosas que se supone que deben estar en un lugar un buen día desaparecen y todo, todo se rompe todo el tiempo. Solo te afligirás si insistes en tu perfección de las cosas.
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Alecto L. Lancaster
Personal de Defensa
Ruedo los ojos porque me estoy replanteando el haberle dejado con vida, además de por ese remarque de lo que se supone que es una persona estricta y pulcra. Al menos, puedo decir que los gritos cesan y eso no solo es una liberación para las paredes de esta casa, sino también para los vecinos que ya deben de estar llamando a los números de emergencias para prevenir un asesinato. Me tomo su disculpa con un movimiento de cabeza y un suspiro que pretendía ser una risa y que si no llega a salir del todo es porque me coloco uno de los mechones de pelos que se han caído de la coleta detrás de la oreja. No sé como tomarme que se quede en el suelo para cuando vuelve a abrir la boca, creo que tiene miedo de que cambie de opinión y decida que es mejor prevenir antes que se repita lo de esta tarde. Aunque por su parte creo que esa parte ya ha quedado descartada. Quizás sí que estaba exagerando un poco, después de todo. — Y luego dicen que soy yo la fatalista… — comento en mitad de su discurso, que ni siquiera creo que me escuche porque sigue con su conferencia particular y filosófica sobre lo triste que es que todos nos creemos solos. — Supongo que porque somos lo suficientemente idiotas como para creer que la gente puede cambiar, incluso cuando llega el fin del mundo y todos seguimos apestando de la misma manera. — ah, sí, ahora entiendo lo de fatalista. — No lo sé, dímelo tú, eres el de la esperanza aquí, no creo que te dediques a llevarle café al ministro si no tuvieras un mínimo de esperanza de que te va a ascender en algún momento. — que no es como si yo no le hubiera dicho ya que ese plan de servir café y llevar carpetas a diestro y siniestro fuera a tener futuro…

Ni siquiera me he estado dando cuenta de que se ha tomado la libertad de acortar mi nombre, cuando si hubiera sido en otro momento una mirada fulminante hubiera sido suficiente para recordarle que no debe volver a hacerlo. Me sorprendo a mí misma con que tampoco me molesta que lo haga, es más, me recuerda a otras épocas en las que mi padre solía llamarme Lily o Lils, por mi segundo nombre, ya sabemos que lo del primero fue cosa de mi madre. — Por mucho que tu discurso tenga sentido, Meyer, eso no significa que a partir de ahora puedas ser un desastre desorganizado. — digo, como para declarar que no estoy tan de acuerdo con lo que dice como lo asegura mi silencio y expresión seria. Con un suspiro de resignación, me hundo todavía más en el respaldo y tiro de mi cabeza hacia atrás, contemplando el techo de la misma manera que él lo está haciendo. — No comparto muchas cosas con mis padres, nunca hemos tenido una relación demasiado cercana y tampoco se me da bien coleccionar amigos. — reconozco, hablando con pausa para frenarme a mí misma de llegar a terreno personal. — Diría que es por su culpa, pero la verdad es que es lo que llevo haciendo desde que tengo uso de memoria, construir este muro frente a las personas. — espero que no pregunte el por qué, ni siquiera yo misma tengo idea de eso. Supongo que es cosa de mi propia personalidad, mezclada con mi genética y de haber tenido una infancia con más modales que cariños. — Sé que hay muchas cosas que no podemos controlar, más incluso de las que me gustaría reconocer, pero todo lo que yo soy es eso: orden. Si me lo quitas, no soy nadie. — es triste admitirlo y ni sé por qué lo estoy haciendo con mi compañero de piso, pero ahí va igualmente.
Alecto L. Lancaster
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Invitado
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Dramático, sentimentalista, también fatalista, supongo que me lo merezco por hacer de una disputa doméstica una ocasión para filosofar por qué el mundo se merece o no ser salvado. Debe ser la experiencia cercana a la muerte, inspira estos pensamientos en mí después de ver ante mis ojos cómo se deslizaban escenas y recuerdos de mi vida, y caer en la cuenta de lo triste que sería morir en esta circunstancia, de forma tan estúpida para cualquiera de nosotros dos. Y no quiero morir, entre tanta gente que muere, que también lo veo con mis propios, está esa fe ciega de que es algo que le ocurre a otras personas, no a mí, que cada día habrá algo parecido a la suerte cuidando mis pasos y que es por esto que no debo preocuparme de tener una rutina de secretario, que la muerte no me encontrará sirviendo un café a mi jefe. ¿Y sí así es como ocurre? Un día simplemente puedo no estar, encontrarán a alguien más en la oficina y Alecto tendrá que pagar sola la renta a fin de mes, si no consigue cómo, tendrá que volver con la cabeza gacha a su casa y seguramente insultará mi nombre entre dientes por haber muerto de estúpido. —¿Soy el de la esperanza? ¿Quién crees que soy? ¿Lucky Skywolker?— bromeo, alzando un poco mi nuca así puedo verla y como se ve cómoda en el sillón, yo busco mi propia comodidad sentándome en la alfombra, mi espalda contra el borde del sillón y mi rostro ladeado hacia ella así puedo hablarle por sobre mi hombro, sin tener que sostenerle la mirada. — Casi todos los días tengo esperanza, me mueve la esperanza. Y a veces también la pierdo, cuando te tiras en el suelo a mirar el techo y te das cuenta que todo es más de lo mismo, pierdes la esperanza— murmuro, ya la recuperaré luego, dentro de un rato.

Una carcajada raspa mi garganta por su conclusión de mi discurso cargado de profundas cavilaciones existenciales. —Bueno, al menos lo intenté…— digo a chiste, mi pellejo sigue a salvo y es lo que importa, mañana procuraré hacer las cosas de una mejor manera, eso sí se puede decir de mí, a la primera puede que sea un desastre, pero trato de mejorar. Estoy a millas a distancia de su expectativa del orden y de la pulcritud, pero un paso más cerca que ayer. Mi vida está en juego, así que me andaré con cuidado. Levanto una de mis rodillas hasta mi pecho para poder apoyar ahí mis brazos, haciéndome de almohada para mi mentón, no está diciendo nada sobre sus padres y posibles amigos que no haya podido deducir por mi cuenta. Ella no llamó a ningún amigo para compartir su piso, sino que puso un clasificado buscando a alguien que pudiera pagar la mitad de la renta, eso lo dice casi todo. Casi. De todo lo que podemos suponer de una persona, es necesario escuchar lo que cuenta y qué causa eso que suponemos. —Tal vez no seas la única con muros— comento, —habrá quienes se muestren más simpáticos o más desagradables, creo que construir muros es parte del instinto de protección. Vivimos en sociedad, relacionarnos con otras personas es lo normal y siempre que te relacionas… bueno, está la posibilidad de ser lastimado, así que nos ponemos un escudo— levanto mi mano en el aire como para ilustrar esa postura a la defensiva que está tan clara en mi mente, —«Te dejo que te acerques, pero no me lastimes»— lo digo como si fuera la línea bien aprendida de un guión.

»Para eso se construyen muros, ¿no? Para protegerse, para no ser lastimados. ¿Te digo que es lo malo de los muros altos?— pregunto, girándome un poco hacia ella, mi codo apoyándose en el borde del sillón. —Que te quedas atrapado entre ellos, y no importa lo mucho que andes, ni las muchas personas que conozcas, si no te animas a salir de esos muros, te quedas allí— y se lo digo porque es lo que sé. —Y eres mucho más que «orden»,— pienso en cómo continuar y creo que me demoro más de unos pocos segundos, lo que vuelve el momento un tanto incómodo. —También sabes tocar el violín. Y pensándolo bien, el orden no está tan mal. No todo puede ser un desastre descontrolado, alguien tiene que colocar cada cosa en su sitio, cada uno de nosotros tiene algo que aportar.
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Alecto L. Lancaster
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¿Y dices que no eres Lucky Skywolker? Por favor, si poco más y apareces en un anuncio de Navidad. — me río a su costa con la intención profunda de ofenderle aunque sea algo, pero me doy cuenta de que en realidad solo estoy poniendo hechos en voz alta y, sorprendentemente para mí, tener esperanza no me parece un defecto. Para ser sincera, me resulta más un signo de admiración que otra cosa, porque no hay mucha gente estos días que rebose confianza en los días por venir. — ¿Puedo hacerte una pregunta personal? No tienes por qué responder si no quieres, entiendo que pueda tocar donde duele. — comienzo, antes siquiera de poner mi duda en palabras. Es una buena cosa que no nos estemos mirando, que cada uno preste su atención al techo blanco libre de imperfecciones, algo que me gustaría decir sobre mi vida. — ¿Cómo murió tu amigo? — no diré que soy la persona que más tacto tiene en este mundo, pero cuando hago esa pregunta procuro que mi voz suene pausada, para hacerle comprender que no es una obligación que responda, que no tiene por qué saciar una curiosidad que ha venido como fruto de alguien que sigue teniendo esperanza pese a haber perdido personas a las que en su día ha querido. Quizás los siga queriendo, la muerte conoce de muchas cosas, pero creo que amor no es una de ellas, sino, no existiría el morir en primer lugar. No creo que haya cosa peor que la muerte de un ser querido.

Suelto un largo suspiro que me deja pensando en cuál es la altitud que estoy dispuesta a alcanzar con tal de mantener mis muros en pie. Soy consciente de que nada se mantiene por sí solo, que llegará el día en que tendré que hacer frente a la realidad de que cuantos más ladrillos coloque, por mucho que el cemento sea resistente, hay fuerzas superiores contra las que no puedo luchar. — No me gusta sentirme vulnerable, en cualquier aspecto, es por eso que construyo muros a mi alrededor. Se trata de precaución, de poner una distancia con aquellos que pueden llegar a importarte. — reconozco, puesto en palabras distintas, pero al final es lo mismo que él acaba de explicar dicho de otra manera. Él parece entender. — Es cruel, pero a veces las personas que más te importan o dicen que les importas, son las primeras en hacerte daño. — quizás sea esa la razón por la que soy de esta forma, porque es algo que aprendí hace un tiempo y ahora que soy lo suficientemente madura como para reconocerlo, es que tengo temor a que vuelva a repetirse. Aunque técnicamente me equivoco, no es algo que había reconocido hasta ahora. — Supongo que todo el mundo tiene que hacer un esfuerzo por cambiar un poco, de vez en cuando… Podría intentarlo con un perro, primero. — le echo un vistazo, la sonrisa que muestro es más guasona que otra cosa, que se supone que los chuchos son los animales más leales al ser humano, ¿cierto?

Oh, me encanta ser la chica del violín. — es sarcasmo lo que me lleva a rodar los ojos por ser la única ocurrencia que se le ha aparecido por la mente, aunque casi prefiero que sea esa y no otra más ofensiva como podría ser la chica que casi me asfixia con lencería roja. — No eres un mal tipo, Meyer, quizás algo despistado y sin mucho talento en la cocina más que para hacer café, pero no eres una mala persona. — no podría decir lo mismo de mí, desgraciadamente. — Si Powell no te da un ascenso pronto quizás deberías replantearte lo de estudiar abogacía. — bueno, que en teoría ya se ha graduado de la carrera, ¿cómo es que aun sigue siendo el chico del café? — ¿Por qué abogado? ¿Por qué leyes y no… qué sé yo, profesor de filosofía? — esas materias que ya no se dan en el colegio, pero que he visto anunciar clases privadas a grupos por ahí. Ah, la moral, qué haríamos sin ella.
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No aparecería en un anuncio de Navidad— si la contradigo es porque me incomoda que me vea así, como una postal de buenos deseos o frases inspiradoras, luego la gente se acostumbra que seas así y un día de pronto apareces mostrándole el dedo del medio, no entienden qué es lo que está mal, es solo que no todos los días te despiertas con el humor para ser así, a veces da ganas de tirarse en el suelo a descansar sobre la alfombra porque acabas de salvar tu cuello de un asesinato doméstico en el que ibas a ser la víctima. —La barba blanca me da picazón— esa es mi excusa dicha con una sonrisa bromista, y sigo sonriendo cuando alzo mi brazo para hacer un ademán que la invita a saciar su curiosidad sobre lo que la intriga. —Adelante— digo. Algo de nerviosismo me cosquillea en la espalda por su intención de querer indagar en lo personal, pero sigo considerando que puedo ser sincero en algunos aspectos, a veces de una misma cosa hay cosas que omito y comparto un poco, a veces lo que omito es demasiado, y bien, puede que algunas veces lo que comparto ni siquiera es verdad, me sudan las manos aguardando a escuchar lo que quiere saber. El silencio sigue a su pregunta es expande por toda la sala como si alguien hubiera echado un gas que puede verse negro, que sume la habitación en un estado lacónico. Me tomo los segundos de mutismo para pensar cómo le voy a contar a mi compañera de piso que es auror, que mi mejor amigo murió porque estar con su padre, uno de los criminales de la lista negra del gobierno, un tipo con el que trabajé por años. —Lo mataron agentes de seguridad del ministerio, por estar acompañando a alguien que consideraron peligroso. Fue una víctima colateral, digamos. Todo se ha puesto tan violento que al que sea que no está al lado, sino enfrente se lo considera en contra, así que se dispara— hago el gesto de estar sosteniendo una varita y la sacudo en un golpe seco de la muñeca.

La ironía de los muros, es que pretenden proteger algo vulnerable que guardan dentro. Así que esa vulnerabilidad sigue ahí, queda confiar en la fortaleza de los muros, y a veces…— murmuro, me giro para hablarle a ella y no al techo, por más que no la vea. —Viene sobre los muros lo que sea con la suficiente fuerza como para convertirlos en escombros, tanto muro para nada, lo que más desespera es eso. ¿Mis muros? ¿Dónde están mis muros? Todo lo que te costó construirlos, lo fácil que se derrumbaron, lo mucho que duele. Porque lo que está destinado a ser siempre encuentra su modo de ser, haya los muros que haya...— divago, como confiar en una persona, tomarla como un amigo, enamorarse en ocasiones, encontrar algo que te apasiona lo suficiente como para volcarte de lleno, poner todas tus energías y expectativas en algo que burla todos tus muros, que te hace sentir tan estúpidamente fuerte el tiempo que duran y luego te demuestra lo miserable que puedes ser cuando ese tiempo se acaba. Ninguno de estos pensamientos desesperanzadores alcanza a la verdad de Alecto que es el golpe de gracia que acaba con cualquiera, los que te importan y a quienes les importas son los que te lastiman de la peor manera, cubro mis ojos con un brazo porque recuerdo todas esas fotografías de quienes fueron mi familia y nunca conocí. —En conclusión— digo, echando mi brazo hacia atrás, apoyándolo sobre mi frente, —de que habrá daño, lo habrá. Todo nos puede causar un daño. ¿No has pensado que tal vez se trate de eso?— pregunto, creo que esto lo asumí hace un tiempo, estaba recuperándome como para poder a llegar a ser un adulto con las ideas más centradas, cuando todo volvió a sacudirse y la vida subió las apuestas para demostrarme que tan jodida podía ser, así a cualquiera se le vuelven a trastrabillar las ideas y corre a refugiarse al miedo infantil. —De que habrá daño, pero eso… no quiere decir nada. No es como si un daño fuera a matarte. Solo es un daño, sigues adelante, luego son tres, cinco daños, pero sigues adelante…— básicamente porque no queda más que seguir, mientras la vida siga corriendo, es una línea recta hacia adelante. —Alec, eres más fuerte de lo que crees. Todos somos más fuertes de lo que creemos. No es hasta que superamos lo que creíamos imposible, que nos damos cuenta que era posible, y que sobrevivimos al daño, que nos damos cuenta que podemos hacerlo…— musito.

Tendría que haber ido por ese lado, en vez de decir que era «la chica del violín», al parecer no le agrada como mote si me guio por su tonito sarcástico. En vez de darme un mote que me ofenda como desquite, hace algo así como… para, ¿halagarme? Suerte que estoy tirado en el suelo porque no sé si es sorpresa lo que siento, pero tengo que tocarme la cara disimuladamente con el dorso de la mano para comprobar que no me esté sonrojando. Ha dicho que no soy una mala persona, no sé el resto de las personas normales, pero que eso me diga mi compañera de piso es como… ¡vaya! Me lo guardaré de recuerdo cuando me sienta una mierda en la oficina. —No me veo como profesor de filosofía, en mi imaginación siempre son octogenarios con gafas y chalecos a cuadro. Dame sesenta años más…— contesto, como si me lo tomara a chiste, así no suena tan trascendente lo que diré después y me cuesta una punzada en el pecho. —Lo que siempre me gustó fue entender a las personas, a los lugares, en base a lo que contaban. Por eso hacía fotografías…— cuento, inclino mi cuerpo hacia delante para sentarme. —Pero las leyes era algo que, no sé, se me daba natural. Abogar por una persona, tratar de explicar al menos su punto de vista y que se le tenga en cuenta, y que… se tome una decisión después de escuchar todas las voces— me encojo de hombros, estoy bastante lejos de hacer algo así.
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Alecto L. Lancaster
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Mis labios se mueven para formar una mueca silenciosa, que me lleva también a mover la cabeza en un movimiento a medias de asentimiento, porque solo llego a elevar la barbilla hacia arriba y la dejo ahí, dejando que mi cabeza repose con vehemencia en el respaldo. — Lo lamento, como auror solo puedo decirte que allá fuera, es muy difícil saber con certeza quién es amigo y quién es enemigo. — no estoy tratando de excusar las acciones de mis compañeros, como haría si se trata de cualquier otra persona, pero siendo mi compañero de piso y… la otra persona que paga el alquiler, tengo que tener un poco de tacto. Nada tiene que ver con que el pobre Meyer está empezando a parecérseme más a un bollo tierno con ganas de ponerle un poco de azúcar a todo el mundo. Si no fuera porque le he dicho mil veces que tomo el café sin azúcar, creo que a mí también me hubiera puesto dos o tres terrones sin querer. — Tan solo estoy empezando y… bueno, he visto algunas cosas de las que preferiría no tener que pensar por las noches. — no soy de las personas con un ciclo de sueño maravilloso, desde niña he tenido problemas para mantenerme dormida por las noches, mi mal humor es algo que mis padres terminaron asociando a eso, en lugar de buscar alguna clase de ayuda. — Es lo que tiene la guerra, nos hace desconfiar hasta de nuestra propia sombra, hoy en día no puedes fiarte de nadie. — ni siquiera de tus compañeros de piso, estoy por añadir, pero eso llevaría la conversación por el carril del humor y no sé si están los ánimos como para eso. Quizás no es tan mala idea, después de todo.

Otra de las cosas de las que me he percatado conviviendo con otra persona ajena a mi familia es que, lo que viene es así: bien he encontrado a una de las personas más charlatanas y reflexivas del planeta o, esta opción la veo también muy probable, dentro del 99% la estadística dice que es la correcta, yo no tiendo a hablar mucho y David simplemente se está dedicando a hablar por los dos. Para colmo, lo que dice llega a abrirse en mi interior como si me hubieran lanzado una llaga y eso provoca que tenga la única reacción de la que conozco. Es decir, me auto defiendo con insultos, o lo que es algo parecido si tenemos en cuenta que estoy tratando de dejar ese hábito. — No me creo una persona débil, Meyer. No tengo miedo a que me hagan daño, pueden hacerlo si quieren, que si lo hacen, nadie lo va a saber, es lo bueno de los muros. ¿No crees que quién quiera lastimarte, es consciente de que lo hace? No hay cosa que duela más que el hecho de que al otro le resulte indiferente. Si me lastiman, si consiguen hacerme daño, y eso es confiar muy poco en mis capacidades, lo único que tendrán para recibir es esta cara. — como si fuera necesario, me señalo con el dedo índice el rostro, manteniendo una expresión fría y seria que me dura dos segundos, para explicar mi punto. — La indiferencia es lo que más duele, Meyer, nunca lo olvides. — lo digo como si fuera un consejo que aplicar a su rutina diaria.

Mis labios se tuercen en una sonrisa amarga al cruzar los brazos sobre mi pecho, por esa imagen esteriotipada que tiene acerca de los profesores de filosofía y que yo, por alguna razón extraña, también comparto en mi cabeza. — No sabía que hacías fotografías. — comento de pasada, aunque mentiría si en mi comentario no dejo connotación a que está obligado a enseñármelas en algún momento de nuestra convivencia. Sigo su mirada, me remuevo un poco en el sofá para hacerle algo de espacio en caso de que quiera tomar asiento de mejor forma. — Bueno, si es lo que quieres hacer de verdad, algún día llegarás a conseguirlo, si pones tu corazón y mente en ello. No se puede decir que tienes malos maestros… — no tengo una mala opinión de Powell. Sí bueno, su padre es un lunático y ha cometido errores, pero también ha hecho cosas efectivas que han beneficiado a los magos, así que de alguna forma… siempre hay que quedarse con lo positivo, ¿no? Eso es lo que me ha enseñado un tiempo de convivencia con David.
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Lo sé— digo sobre lo difícil que es diferenciar a un amigo o a un enemigo, que eso es lo que me ha dejado la muerte de mi mejor, el entendimiento de muchas cosas y entre estas, que aquel que dispara con su arma o su varita no es el asesino, sino el dedo que está apuntando desde atrás diciendo quién es amigo o enemigo desde su convivencia. Por eso no puedo mirarla como un auror, sabiendo que ese es el uniforme que debe llevar todos los días, vivir con alguien que se dedica a eso no me ha parecido el acto más estúpido de mi vida rayando en lo suicida, porque no la veo como una enemiga. Ella es solo… mi compañera de mi piso obsesiva y neurótica, a la que le gusta el color blanco porque es pulcro. —Y lo sé— ella no debería confiar en mí para empezar, le estoy engañando en toda su cara, esa que abarca con su mano cuando me da una respuesta un tanto sulfurada sobre lo que ocurriría si alguien lastimara su vulnerabilidad y no hago más que arquear mi ceja, porque eso que está diciendo es algo que ella necesita escuchar para sí misma, no es para mí. —Si la indiferencia es lo que más duele, ¿por qué me seguiste por toda la casa casi lanzándome el tacho de la ropa?— pregunto, la sonrisa que se insinúa en mis labios deja ver que tomo la oportunidad de hacer la broma, pero capto la diferencia. Estaba enojada, no dolida.

Me incorporo de la alfombra sacudiendo un poco mi ropa, así no ensucio de polvo el sillón al acomodarme en el espacio que deja para mí, supongo que ya estamos en una tregua de paz y a punto de firmar el tratado del fin de la rencilla. —¿Y qué hay de las personas que después de causar la herida, simplemente se van? De esas personas que no se quedan ni a ver cuánto te desangras, se van conformes con el daño causado, y no te dan la oportunidad de la revancha de la indiferencia. Simplemente desaparecen— planteo, que me ha parecido que tiene un plan de prevención para casi todo, como no podía ser diferente en una chica que lo tiene todo ordenado, incluso cómo responder a cuando la lastiman. —Y lo peor, lo peor de los muros, será siempre que no dejan entrar a personas que pueden hacerte bien. Y habrá muchas, muchas personas que te harán daño y también… mucho bien— lo digo así tan simple como es, —que no podrás separar una cosa de la otra, es lo que tiene relacionarse con la gente supongo.

Sigo dando vueltas sobre el tema anterior, para no tener que dar una respuesta sobre sí conseguiré o no lo que propongo, una justicia que permita que se escuchen todas las voces antes de dictar una sentencia. De todo lo que dice, lo realmente importante no está en la referencia a las fotografías o a lo que puedo lograr como abogado. Estiro mi brazo por el respaldo del sillón y estiro mis piernas con comodidad, lanzándole de lado una mirada sonriente. —Sonaste como un anuncio de Navidad, ¿te diste cuenta? Yo puedo vestirme de Santa Claus y tú puedes ser la estrella de nieve si quieres— bromeo, no hago más que seguir postergando lo de las fotografías, lo reconozco, me provoca un nudo de ansiedad en el estómago. Decir algo tan simple como que puedo mostrárselas es ir a traer una caja bien cerrada de alguien que traté de dejar atrás, para poder concentrarme en esto que soy, alguien con una corbata que se atoró en el lavarropas. Pero es posible que se lo deba, si le hablo de muros y tantas metáforas, siendo el mayor de los hipócritas, lo menos que puedo hacer es traerle algunas. —Alec, haremos algo— digo de pronto, separando mi espalda del sillón y girándome hacia ella. —Un ejercicio filosófico sobre muros— que fue ella quien mencionó la filosofía, me valgo de eso. —Ven— tiendo mi mano para sujetar su brazo sobre su codo y la acerco para envolver sus hombros con mis brazos. —Solo tienes que contar hasta sesenta.
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Alecto L. Lancaster
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Porque nunca hay que desperdiciar la ocasión para insultar la falta de inteligencia del resto. — trato de devolverle la broma de un modo que no hiera sus sentimientos, alzando una de mis cejas con falsa, pero no tanta, superioridad. Qué va, creo que es consciente de que no estoy hablando en serio, a pesar de que yo quiera creer que lo hago. Se trata de eso, al fin y al cabo, de lo que uno crea sobre sí mismo más que de lo que se llegue a hacer en realidad. Puede que no me considere la mejor persona del mundo, sé que irrito a la gente y mis comentarios pasados de rosca no suelen agradar a más que mi padre, como mucho. Pero también conozco la diferencia que hay entre saberse mala persona y actuar con mala intención a propósito. — Supongo que ahí tienes la respuesta a tu pregunta. Si se van, si desaparecen aun cuando estás sufriendo, ¿realmente le importaste en un primer lugar? No quieres tener a esa clase de persona en tu vida, quizás es mejor que se vayan por su cuenta, incluso cuando eso pueda significar que te termines desangrando. — me encojo de hombros como resolución a mi planteamiento, no mucho más negativo que el resto del pesimismo con el que suelo ver estas cosas. — Las personas son simples, por mucho que puedan aparentar ser enrevesadas, siempre tienen una disculpa para su accionar, una excusa que pueda absolverles de lo que sea. Pero al final todo el mundo actúa en base a su propio egoísmo. — y lo único que nos queda a nosotros por hacer es aceptarlo, asumir que hay cosas que nunca cambian, la supervivencia es una de ellas.

Vuelvo a repetir la acción de elevar mis hombros, porque la verdad es que no tengo una respuesta para eso, no una que no me coloque como una antisocial, y creo que esa imagen ya la tiene de mí misma sin que yo haga ninguna aportación extra. Tampoco es algo que me preocupe. — Las decepciones también vienen de la mano de las relaciones. Si por demás de egoístas, las personas también son mentirosas, no importa el bien que te hicieron porque todo terminaría siendo fruto de un engaño. ¿Tú podrías, vivir de eso? — cuestiono. En mi familia se valora la honestidad por encima de todas las cosas, no nos venimos con mentiras piadosas. Aprendí desde niña a que la verdad fuera puesta sobre la mesa, porque ocultarla hace más daño que el afrontarla por lo que es. Aun así, hago un ruedo de ojos bastante exagerado, una respuesta que se está haciendo habitual con los comentarios de David, esos que también me producen una mueca en los labios que podría, si la analizas bien, asemejarse a una sonrisa.

Paseo mi mirada por el desastre del salón, tratando de que no se me acelere el pulso por la desorganización del lugar, cuando a mi lado Meyer parece tener una idea que requiere de mi atención. Muevo un poco las cejas en su dirección antes de tener que llevar la barbilla hacia él, así como tira de mi brazo también tengo que acomodar mi cuerpo a sus demandas y me encuentro alzando una ceja tratando de descubrir sus intenciones. Casi estoy por quejarme cuando sus brazos rodean mis hombros y por un momento lo único que puedo hacer es quedarme completamente estática ante la presencia repentina de un cuerpo sobre el mío, como si se le hubiera olvidado que existe algo llamado espacio personal, y se lo está saltando con todas las de la ley. Válgame la ironía. — Me estás agobiando. — protesto sobre su oído antes siquiera de ponerme a contar como pide, por la incomodidad de tener que mantener mi espalda erguida. Como sospecho que no se va a apartar hasta que cumpla con su petición, suelto un suspiro bastante notorio sobre su hombro, en lo que trato de ponerme a contar dentro de mi cabeza, con otro ruedo de ojos. Creo que no llego al final antes de darme por vencida y relajar mi cuerpo contra el suyo, apoyando mi barbilla sobre su hombro. — Si necesitabas un abrazo solo tenías que pedirlo, ¿sabes? — que no es como si fuera a dárselo, pero tampoco hacía falta que se las hiciera de director espiritual filosófico.
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Estamos hablando de las personas en general, egoístas, mentirosas, que decepcionan, que lastiman, que aceptamos en nuestras vidas porque algo bueno también nos ofrecen, porque hay algo bueno en buscar al otro y en lo que podemos recibir, en formar relaciones porque no podemos hacer otra que no sea vincularnos para sentir que somos con alguien más, para poder ayudarnos y también estar para el otro en los momentos en que una charla raya lo deprimente. No caemos solos en ese pozo, sino que vamos de a dos, si está oscuro al menos tenemos la voz del otro para escuchar. Por eso se siente como recibir un golpe directo en el pecho cuando me pregunta que si todo parte de un engaño podemos tomar lo bueno que viene después como algo realmente bueno. Pestañeo, me desprecio por ser capaz de mirarla a la cara y que no haya más que un pestañeo como el mínimo gesto delator de mi hipocresía. —No, no podría. Si descubro que alguien que considero un amigo me ha mentido, no podría creer en ninguna otra cosa que tenga relación con esa persona— contesto con toda honestidad, si acaso yo fuera quien lo sufriera, cuando tal como ella dice tengo una muy buena razón que explica por qué hago lo que hago y eso incluye mentirle en la cara. Me convenzo de que así es, es lo que me permite sonreírle con una broma.

Aun así hay mucho de un arrepentimiento que no llego a poner en mis labios cuando la rodeo con mis brazos, casi esperando que me empuje de regreso a la alfombra por el atrevimiento. No puedo pedirles disculpas por adelantado, no creo que haya un momento para pedirlas luego. Coloco mi mentón sobre su hombro, mi postura es la de alguien que tiene miedo de romper lo que abraza, me preocupa estar presionándola y es tan inflexible la mayoría de las veces, que en serio me inquieta que un día pueda romperse bajo la presión de otros. Así que mantengo mi cuerpo en un peso ligero, no la estrecho con fuerza, sino con la intención de que vaya acostumbrándose al contacto con otro ser humano terrestre de su misma especie mágica. Me río de ella cuando dice que la estoy agobiando. —Ya solo falta cuarenta segundos— trato de tranquilizarla, —piensa en nubes blancas, en sábanas blancas, en perros peludos blancos, en la nieve y en la leche— lo digo como si fuera un mantra necesario para esta sesión terapéutica, que se siente como tal hasta que se relaja y puedo reacomodarme con mis manos entrelazándose en su espalda. — Estoy llorando en este momento. Si no quieres pasar el momento incómodo de verme cómo tengo la cara llena de lágrimas, mantente así— bromeo en respuesta a su mofa de que soy quien necesita un abrazo, tal vez sí, tal vez lo hice porque creí que ella lo necesitaba, pero es posible que también me hiciera falta a mí. —Lo siento, Alec— y quizá no haya otro momento más que este para decirlo.
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Alecto L. Lancaster
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No es nada como yo, pero alcanzo a reírme por lo bajo cuando asegura que solo faltan cuarenta segundos para que se termine esta especie de tortura que inventó el ser humano para hacerse sentir… ¿cómo lo describiría? Digamos que me cuesta admitir que se siente bien, aunque extraño, quizás tenga que ver con que en serio estoy tratando de pensar en nubecitas blancas y perros peludos, lo cual es todavía más patético de lo que hubiera creído. — Esa es la culpa hablando, Meyer, sabía que tarde o temprano llegaría este momento lúcido de sentido de la responsabilidad. — declaro que solo estoy picándole a él y a su humor con la palmpadita que le dedico en la espalda, esa que me hace ir más lento a cada poco y que al final me deja entrelazando mis dedos. No quiero tener que reconocer que tiene razón, principalmente porque se trata de una de las pocas veces en las que eso me pasa y creo que tiene que ver con la vulnerabilidad de la que estábamos hablando hace un rato. También siento la necesidad de compartirlo, pero no lo hago porque todavía me guardo cierto respeto a mí misma y el hecho de estar compartiendo espacio personal con otro individuo es manifiesto de que ya ha bajado como dos puntos de mi autoestima.

Quizás es por esa razón, por mi orgullo mal pisado, que no balbuceo una disculpa como lo hace él, aunque mentiría si  dijera que no me quedo con las ganas de preguntarle acerca de su perdón. Puedo notar cuando el tono de voz de una persona cambia de un momento para otro, también lo percibo en su expresión corporal a pesar de no estar observando su rostro para confirmar ese dato. — Ya, ya, lo arreglaré, usamos varita por una razón. — ese consuelo que le doy se siente algo inapropiado después de casi asesinarlo por haber desteñido la ropa. Será que ya no es solo su comportamiento de cachorro abandonado lo que me hace darme cuenta de que estaba exagerando, sino que por un momento también se me olvida que siquiera ha tenido algo que ver. Soy consciente de que permanezco en la misma postura por más tiempo del que se consideraría natural teniendo en cuenta esos datos, pero dado que tampoco he sido yo por los últimos diez minutos, es algo que podemos dejar a un lado. Mientras que pueda mantener mi orden dentro del desorden de Dave, ese que al parecer solo puedo ver yo, creo que me daré con un canto en los dientes.
Alecto L. Lancaster
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