The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Sigrid M. Helmuth
Para la suerte del negocio, el fin de los disturbios de los últimos días han dado paso a una nueva, pero falsa, tranquilidad, a la espera de que más gente se una al grito de la revolución que está empezando a arder en las calles, bastante literal además. De no ser porque yo tengo una familia que cuidar, probablemente también me hubiera juntado a esas voces, pero es por mis hijos que debo rebajar mi grano de arena con la revolución desde un punto menos visible. Para eso la farmacia es estupenda, en especial cuando la normalidad se vuelve a notar en las grandes avenidas del capitolio y ya no debo preocuparme porque alguien lance una piedra volando contra el cristal de la tienda, sin querer o a propósito vaya, que estos días nunca se sabe. Es una suerte que no haya querido llamar el negocio con un nombre tan llamativo como podría ser Helmuth, no sería raro que alguien pusiera de encabezado su propio apellido para atraer las ventas, pero tampoco soluciona mucho porque creo que a estas alturas creo que la mayoría sabe que mi familia está metida en el entorno farmacéutico.

No, señora, para llevarse eso va a necesitar usted de una receta médica, me temo. — le advierto desde el mostrador a una mujer anciana que anda bastante interesada en unos antídotos que no tengo mucha intención de entregarle si no es por receta, por mucho que me mire con ojos de pena porque las personas mayores últimamente se creen que pueden conseguir todo solo por haber vivido un par de años más que los demás. Al final, debe de ser mi sonrisa amarga la que le indica que no voy a cambiar de opinión, por lo que termina marchándose cargando con su perro de diminuto tamaño a cuestas, por si acaso el animal se tropieza con sus propias patas, debe de ser, porque no entiendo cual sería la razón para no dejarle suelto. Creo que ayuda a su imagen de indignación mientras me dedica una mirada de profundo odio.

Es la única persona en el establecimiento, de modo que cuando sale por la puerta puedo dedicarme a revisar los papeles que debo entregar dentro de unos días para confirmar que todo lo que entra y sale de este lugar está registrado y no hay ningún problema de cargas. Se me da bien, he aprendido alguna que otra cosa en los últimos años como para saber qué cosas debo camuflar y cuales hasta queda bien que queden escritas para no levantar sospechas. Solo tengo que firmar en las últimas hojas con mi nombre completo cuando la puerta mecánica se abre y deja pasar a la figura de una mujer morena con profundos ojos azules. Diría que me suena de algo, pero reconozco que tengo mala memoria para las caras. — Si viene por los registros, se supone que no debían pasar hasta la semana que viene. — le recuerdo tan pronto como descubro su uniforme, con las cejas bastante alzadas fruto de la sorpresa que me produce el no reconocer su rostro cuando acostumbro a encontrarme con la de Klaus, que es quien viene a por el papeleo.
Sigrid M. Helmuth
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Invitado
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La última vez que pisé el polvo de esta misma calle, el hombre que conocí como padre me dio la espalda y cerró una puerta que no volvió a abrirse para mí. En parte fue así porque imité su gesto, le di la espalda al desprecio que me mostró y hubiera llorado en la acera rogando que me perdonara si no fuera porque el orgullo me mantuvo erguida, ese maldito orgullo que fue lo único a lo que pudo aferrarme para sobrevivir al rechazo que se repitió en cada persona. Demasiado orgullo para alguien tan joven, que apenas si pasaba los diecisiete años, estúpida y leal con personas que no hicieron más que usarla, que la descartaron porque al final de cuentas era prescindible, olvidable. Me quema la sangre en las venas cuando, desde el otro lado de la calle, me detengo delante de esa puerta. Clavo las uñas en la carne de mis palmas, así el dolor remite a la rabia que me impulsa a dar los pasos que faltan, para descubrir en esa casa lo que ya sé, que no queda nada, ni nadie que conozca. Un borzoi aparece por un lado de la casa, siendo perseguido por un niño que trata de recuperar el balón que el perro lleva entre sus dientes. Presencio el tironeo del niño y sus órdenes que caen en oídos sordas, desde mi sitio puedo tratar de escuchar lo que dice, lo hago por un minuto, entonces me retiro por donde vine.  

Detenerme en la casa donde alguna vez fue la botica de la familia Ruehl fue una parada obligatoria, antes de ir a donde sé que los Helmuth prosiguieron con un negocio que rivalizaba con el nuestro. Si hay algo que puedo degustar a esta edad, es de la paciencia que acompaña al paso del tiempo, han pasado meses desde la noche en que crucé palabras con Nicholas y tengo grabadas a fuego cada una de ellas, las promesas se cumplen tarde o temprano. Por un lado, se trató de conseguir la información más actual sobre sus hermanas, y por el otro, de volver a al norte donde el uniforme no le importa a los viejos aliados, menos si te lo quitas o si tienes una mano cerrada como garra alrededor de sus gargantas, porque a esos rastreros les conviene que los siga considerando aliados. No me hubiera molestado descubrir que era Ingrid la que tenía un par de cadáveres pudriéndose en el armario, siendo vecinas hacíamos honor a la hostilidad de nuestras familias en nuestro trato y hay un par de episodios que los recuerdo con especialmente resentimiento. Lamento que sea la menor de los Helmouth la que esté escondiendo trapos sucios en su cajón, trato de ver en la mujer rubia que me atiende algo de esa niña con la cual solía coincidir a veces y recibía de mi parte una simpatía que ninguno de sus hermanos conoció, ni se merecía. Ni en ese entonces Nicholas me agradaba aun a falta de una verdadera razón, no dejaba de ser el estirado hijo de los vecinos.

Sigrid— saludo con una sonrisa auténtica, lo único honesto que podré ofrecerle en esta oportunidad. El color de mis rasgos sigue siendo el mismo que hace veinte años, pero lo cambiado de mis rasgos no creo que la ayude a reconocerme. El apellido en la chapa que está puesta en el bolsillo de mi chaqueta no hará más que confundirla. —Así que… continuaste con el negocio familiar,— digo, en una apreciación que mis propios ojos hacen del mostrador y los estantes que están por detrás de ella, —no podía pasar por el barrio de los recuerdos sin acercarme a saludar—. Me detengo cuando llego hasta el mostrador, mis manos se sostienen en el borde y de cerca mi sonrisa se ve más como una línea amable, pero hace mucho que perdió el tono radiante que debería tener el gesto. —¿Te acuerdas de mí? Soy Anne, fuimos vecinas— al decirlo bajo mi mirada a la chapa que dice «Hasselbach», —Antes era Annie, ahora soy Rebecca. Tu hermano…— entonces si la miro, quiero tantear si le he hablado de nuestro encuentro, —me crucé con él hace un tiempo en el ministerio.
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Sigrid M. Helmuth
He de admitir que me produce cierta sorpresa en el cuerpo que mi nombre salga directo de los labios de la mujer, cuando mis cejas se elevan en un intento de ponerle un nombre al rostro que se adelanta por el espacio del establecimiento. No pierdo la sonrisa cuando se dirige hacia mí como si nos conociéramos de antes, a pesar de que mis labios vacilan un segundo con esa intención. No me da mucha opción a preguntarle por qué tendría que pasarse a saludar, y casi estoy por asumir que se trata de una antigua cliente de cuando mis padres llevaban el negocio, pero esa no es una posibilidad cuando aparenta tener mi edad o como mucho, un par de años más. Es ella misma la que se encarga de hacer las presentaciones igualmente, o más bien, de reencuentros, porque ahora sí que no soy capaz a ocultar la sorpresa que pronto acude a mi rostro cuando pronuncia ese nombre tan reconocido para mí. — ¿Anne Ruehl? ¿De veras que eres tú? ¡Pues claro que te recuerdo! Tienes que disculparme, tantos años han pasado… veo tantas caras nuevas cada día, es difícil reconocer aquellas que guardan recuerdos hoy en día. — ¿me sorprendo de verla? ¡efectivamente! ¿de que esté aquí? Probablemente debería haberlo previsto hace tiempo.

Mis ojos vacilan un instante en el que me permito recorrer sus facciones, apenas ha cambiado nada desde que no era más que una niña y yo su vecina. Siento el no haberla reconocido antes, más después de la visita que recibí de mi hermano advirtiéndome de que este encuentro pasaría tarde o temprano. Veréis, resulta que los Helmuth y los Ruehl nunca han tenido una amistad comprometedora, más bien todo lo contrario, es sabido en el distrito dos de las disputas en las que ambas familias se han visto envueltas fruto de la rivalidad entre ellas. Bien, también se conoce que yo nunca fui de seguir las normas de mi familia, verme detrás de la mujer que tengo en frente, seguirla por las calles y aprender de sus mañas de manera inconsciente es algo que a mi yo de ocho años le parecía muy entretenido, mucho más que atender a las charlas extensivas de mis hermanos de como los Ruehl eran escoria y debían ser extinguidos. Lo diré, Anne siempre me cayó bien, no veía en ella lo que Ingrid me repetía en las comidas cuando regresaba y sabía que la había seguido a la salida del colegio, y no sé si la mujer que tengo en frente ahora es la misma que esa chica, pero mi sonrisa tiene nada de falso cuando le muestro mis dientes.

Mmmmm… Rebecca, suena bien, te pega con los ojos. — digo alegremente. Ya sabía de su encontronazo con mi hermano, pero aun así no puedo evitar el bromear. — ¿Le dijiste lo estirado que parece desde que cambió la bata por la corbata? — muevo las cejas con picardía, riéndome después en lo que bajo la mirada hacia la carpeta para apartarla del mostrador y apoyarme sobre él con los codos. — Pues ya ves, de algo tenía que ganarme la vida y, ya que estamos en confianza, alguien tenía que encargarse de seguir con la historia. — mi hermano, por ejemplo, prefirió la medicina antes que seguir con el negocio de la familia. — ¿Puedo hacer algo por ti? De veras que te ves genial, espero que no vengas a por una poción rejuvenecedora. — le guiño el ojo con gracia, abriendo mis palmas como si estuviera ofreciéndole todo el local para escoger.
Sigrid M. Helmuth
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Hemos cambiado— murmuro, todos lo hicimos. —No tienes que pedirme disculpas por no haberme reconocido, yo no lo hubiera hecho contigo de haberte visto por la calle y no en el negocio de tu familia. También te ves distinta…— sin los rasgos de niña que recuerdo que podía ver si me daba la vuelta, una cabeza un poco más baja que la mía si nos sentábamos a compartir algunos bombones de chocolate, en ese entonces me gustaban. El chocolate siempre fue bueno para combatir a los recuerdos amargos, supongo que abusé de sus beneficios que ahora también he perdido para mí lo bueno de su sabor. Sigrid es, por un momento, un bálsamo agridulce pese a lo mayor que se ve, la contradicción que me provoca una tierna nostalgia y la punzada de agonía de los dolores que todavía no remiten, me obliga a apartar la mirada de ella para posarla al estante de muestras que tiene a su espalda.

No había muchos niños en la familia Ruehl que me acompañaran al crecer, solo fantasmas de ausencias, mi única simpatía había sido la hija menor de una casa rival con principios opuestos y la ironía de esto, es que la razón que me devuelve a Sigrid sea que tal vez tomó para ella algunos códigos más propios de los criminales de mi casa que de la suya. Basta con ver a su hermano que se erigió como la personificación de la decencia, con todo el desprecio que personas así reservan a los que consideran en falta. —No fueron esas, pero compartimos otras palabras poco amables— respondo a la sonrisa de Sigrid con la mía, —aunque sea por la fuerza de la tradición familiar, no podía ser de otra manera…— tuerzo mis labios en una mueca. Historia, tradiciones, apellidos, pero el mío no es el mismo de hace veinte años. No está más limpio que el otro, también tiene sus mierdas y es que al parecer eso es lo que se encuentra en todos lados, también detrás del mostrador de la misma Sigrid. —La juventud sería de las últimas cosas que me gustaría conservar, he hecho todo lo posible por dejarla atrás. Es una poción distinta la que busco y lo hablé con tu hermano, tal vez fallé en las formas de pedirle el favor. ¿Me ayudarías, Sigrid?— pregunto, mostrándole las palmas de mi mano y un semblante inocente, cuando hace mucho que mis manos dejaron de serlo.

Esas palmas cruzadas de líneas profundas, más de una vez atravesadas por cortes que sí se cerraron en cicatrices invisibles que llegué a olvidar, y que rozaron más de un objeto maldito y alguna que otra persona despreciable, son las que muestro ante ella en un ruego tentativo. —Estoy buscando un antídoto a la mordida de licántropo— le cuento, y guardo una de mis manos en el bolsillo de la chaqueta de mi uniforme, con la otra me sujeto al borde del mostrador. —Me enteré que has incursionado un poco más lejos que el resto de tu familia y pensé que podrías ser más solidaria que tu hermano en ayudar a una vieja amiga. ¿No te gustaría intentarlo? Hacer la poción matalobos de por sí es complicada, intenté esto por mi cuenta un par de años, pero si tengo la ayuda de alguien que sabe sobre ello… y con menos respeto a los límites, la moral de tu hermano es su principal barrera…— vuelvo a abrir mi palma hacia ella para ofrecérsela.
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Sigrid M. Helmuth
¿Me veo distinta? Supongo que sí. Al igual que ella, no soy la mujer que una vez fui, o la niña que fui, para el caso. Esa misma que se dedicaba muchas veces a seguirla con la intención de aprender algo que ella conociera. Siempre dicen que la curiosidad mata al gato, pero nadie nunca cuenta con que los gatos tienen siete vidas. Mientras que mis hermanos se dedicaban a ser los hijos correctos que mis padres siempre quisieron tener, la menor de ellos se dedicaba a cosas desleales con la hija de los vecinos. Pensar en esos tiempos me hace suspirar como respuesta, por lo ingenua que fui y por lo mucho que tenía por aprender de la vida. No conocía nada, y aun así estaba dispuesta a arriesgarlo todo por un simple acto de rebeldía. Solo por eso, sacudo una mano como si con ese gesto pudiera barrer todas las malas palabras que una vez nuestras familias se intercambiaron. — ¿Qué te voy a decir, si continúo con lo que mis padres dejaron atrás? Muchas veces pienso en derrochar esa tradición familiar, cerrar el negocio y dedicarme a buscar mi propio camino, pero como dices, la fuerza de por medio… — explico, como si fuera eso lo que me ha traído hasta aquí y no la otra clase de negocios que me llevo trayendo entre manos desde hace ya bastante tiempo.

Nicholas siempre tuvo problemas con dar favores a los que cree enemigos. Pero tú y yo no somos enemigas, ¿cierto? — quiero saber, como afirmación es mucho más fácil de conseguir una respuesta, así quedamos con las cosas claras desde el principio, pues fue hace mucho tiempo ya cuando la consideraba una confidente. Me jacto de ser más abierta que mi hermano mayor, quien solo puede ver de un lado ahora que se encuentra en la cumbre de un país que está empezando a desmoronarse poco a poco. Puedo ser lo que quiera ser para la gente que me busca, incluso para los que no lo hacen también, solo se trata de jugar la careta correcta dependiendo de quien esté presente. Con mi amiga Ruehl, Rebecca Hasselbach ahora, todavía estoy tratando de adivinar cuál de las máscaras me tocará jugar.

Ella ofrece sus palmas, del mismo modo que yo lo hago con las mías, a la espera de que sea ella la que ponga en palabras a lo que se debe su visita. El punto importante es que ya sé a lo que viene, lo conozco de antemano gracias a la información de Nicholas cuando se vio demasiado preocupado por un fantasma molesto del pasado. No obstante, no me hago la sorprendida, tampoco quiero mostrar un falso carácter cuando las dos sabemos que no tenemos por qué serlo entre nosotras, no al menos en lo que a la primera capa de nuestra personalidad se refiere. — No te equivoques, Rebecca, respeto los límites, al menos hasta que pueden llegar a ser un inconveniente para conseguir lo que quiero. — aclaro, aunque la sonrisa ladina que muestro después deja claro que no voy a ser igual de estúpida que mi hermano en rechazar su oferta. — No sé muy bien a qué te refieres con que he incursionado un poco más lejos, asumo que tienes tus contactos y que si has terminado aquí es porque no conoces de nadie más que pueda cumplir tu petición. — hasta donde aprendí de ella, ha pasado la vida en el norte, probablemente conozca a alguna u otra persona que haya escuchado de mí. Me conviene tenerla de mi lado si ese es el caso. — ¿Quieres mi ayuda? Conozco de morales, pero son algo más abiertas que las de mi hermano, podría… tratar de ayudarte con tu problema. — ¿una poción matalobos? No suena tan complicado, por mucho que ella lo muestre de ese modo. — Claro que todo favor conlleva un precio, ¿no es así?
Sigrid M. Helmuth
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Invitado
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El legado de las familias encuentra su manera de concretarse, a veces con vueltas de las más rebuscadas, a todos acaba por devolvernos o mantenernos en el sitio que debe ser— comento, que si me exiliaron de una casa de criminales fue para descubrir que mi apellido de origen también estaba manchado con el mismo pasado ruin, y el carácter con el que crecemos importa poco, las circunstancias nos obligan a vestir el destino que estaba fijado para nosotros. Se ve distinta, no miento al decirlo, es un buen espejo para reconocerme distinta yo también. Esa imagen que tengo de una adolescente solitaria que fue hija única y encontró en una vecina varios años menor una amiga con la que compartir lo que leía en sus libros, como si la niña tuviera algún tipo de interés en esas historias, cuando solo era una excusa para sentir lo que era tener una hermana menor, se va desvaneciendo como si fuera una figura hecha de humo que en realidad nunca existió, pura ficción como la que le contaba. Creí saber quién era y qué era en ese entonces, pero no era real. —Tú nunca fuiste mi enemiga, no lo serás ahora— la tranquilizo, es cierto que las condiciones de mi trato con ella difieren demasiado de mi relación o falta de relación con su hermano. Ni hablar de las otras Helmuth. —¿Verdad que no, Sigrid?— espero que este sea un acuerdo de dos.

Mi sonrisa es cada vez más ancha, más bien orgullosa con cada respuesta que me da, nunca nada que me provocaba nostalgia me embargó de un aprecio cálido como sucede con la menor de las Helmuth, y sí, que sea el cordero descarriado animándose a hacer tratos con el lobo es la principal razón de esa sensación que me cuesta reconocer en mí. Sé que le dije a Nicholas que encontraría la mancha en su impoluta familiar por la que tendría que ceder a mi favor, lamentaría tanto que Sigrid haya llegado a ser tan pretenciosa como para obligarme a que así sea. Por eso, intento por las buenas a llegar a un acuerdo con ella y que podamos dejar a su remilgado hermano en paz, acariciando con mimo su conciencia por las noches si así prefiere dormir. —He aprendido que el silencio tiene un valor alto y es lo que puedo ofrecerte como pago—  contesto a sus ánimos de negociar, no obstante puedo hacer una excepción. —¿O hay algo en especial que te gustaría obtener?— puedo escucharla, eso no quiere decir que vaya a cumplirlo. —Como sabrás, los licántropos tenemos la carta de permiso para movernos entre los ciudadanos de Neopanem, y mientras sea su líder también haré respetar ciertos límites, esos que nosotras bien sabemos que en ocasiones hay que mover un poco… pero necesito control, sobre lo que somos y lo que podemos hacer, y no quiero que nuevas víctimas se transformen en el enemigo dentro de la manada poniendo en riesgo— abarco el uniforme que llevo puesto con una mano, —el estatus que gozamos ahora. Sigrid, tú lo viste en primera fila, no me arriesgaré a perder de nuevo todo lo que ya perdí una vez.
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Sigrid M. Helmuth
Muevo las cejas hacia arriba así como mis labios se tuercen en un mohín ante lo que dice, que alude más bien al destino antes que a nuestra propia suerte. Supongo que son la misma cosa, después de todo. — No pensé que fueras del tipo que cree tanto en el destino, ¿qué fue de la chica que pensaba forjar el suyo propio, indistintamente del camino que se esperaba para ella? — pregunto, nada más que con la curiosidad de la niña que le hacía esas mismas preguntas, con el fin de volverse un poco más inteligente acerca de temas que con sus hermanos prefería no contar. La vida nos ha tratado diferente, puedo verlo en su semblante casi tanto como en las marcas de su rostro que no me cuesta creer que se deben a lo crudo de su pasado y no al paso del tiempo en sí, pero busco en su mirada algo que me lleve a descubrir en sus ojos azules lo que quedó de esa mujer a la que un día echaron de casa por mostrarse como es. — Siempre que busquemos lo mismo, no veo el por qué deba darte esa categoría. — sonrío, abriendo mis palmas para mostrárselas en el más sincero recibimiento que puedo darle.

Me acomodo ligeramente hacia atrás, coloco mis manos sobre el extremo contrario del recibidor, ese que nos separa como vendedor y cliente, cuando la realidad es que ninguna estamos aquí con ese motivo. — ¿Silencio? El silencio solo lo pueden asegurar los muertos. — es un poco amarga mi respuesta, pero que con su humor y personalidad, creo que no hace falta que le aclare mi punto. Por el contrario, juntos mis manos, entrelazando mis dedos con la calma de ser la que está en posición de exigir y no de pedir. — Actualmente, no hay mucho que ansíe que no pueda conseguir con un par de galeones o una respuesta justa, pero eso no significa que en el futuro… — no llego a terminar la frase, la miro antes de poder hacerlo e imagino que ya sabe hacia donde pueden ir los tiros. — Un favor es un favor, no eres alguien al que le guste tener deudas abiertas, ¿verdad? — podría necesitarla en el futuro. Puede que ella haya dictado nuestro encuentro como fruto del destino, pero no es nada de lo que yo no pueda sacarle provecho.

Dejo que exponga el motivo de su visita con mayor explicación, mentiría si dijera que no hay un momento en el que me planteo qué situación desagradable la llevó a convertirse en un lobo por las noches, pero no me es complicado deducir que a nadie le gusta contar esa historia. — El control tiene un precio, asumo que lo sabes, y que también sabes que no hay nadie que pueda tener control sobre todas las cosas, más que el de allá arriba si es que crees en esas cosas. — señalo con el dedo hacia el techo para señalarle al señor que se supone está sentado sobre un trono de nubes y que se ríe a nuestra costa. No, no se ríe, tiene un plan para cada uno de nosotros, en teoría, pero vamos, que es quién elige con la batuta quién ya ha hecho suficiente por ese mundo y de quién puede rascar algo más. Por la ironía del asunto, suelto una carcajada, sacudiendo la cabeza de un lado a otro en un meneo que pretende agotarme la risa. — Pero a quién le importa eso, si nosotros estamos aquí, con la vida jodida, ¿no es cierto? — suelto un suspiro, tan grande que me miro un segundo las manos antes de soltarlas para pasar a apoyar los antebrazos en el mostrador. — ¿Qué es lo que necesitas de mí, exactamente? — que de charlas sobre no querer perder lo que se tiene ya conozco algunas.
Sigrid M. Helmuth
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Evoco a esa chica que menciona, la veo sentada en su cama con un conejo marrón sobre sus rodillas al que peina las orejas, su vestido oscuro y sus borcegos, el cabello cayéndole en ondas sobre los hombros, el brillo de sus aretes porque entonces era una chica que leía novelas de drama y romance, todas apiladas en un estante por encima de su cabeza, un mural de mapas de rutas cubriendo parte de la pared, con un camino marcado que sería el camino propio, que la llevaría lejos del distrito dos a una nueva ciudad, donde podría ser otra persona y nadie sabría su nombre, tomaría otro, sería otra persona. —Ya no soy ella— es la respuesta más honesta que puedo darle a la mujer que una vez fue la niña que se sentó a darle su compañía a esa chica, fue un gesto que pocos tuvieron, diría que la única que tuvo ese gesto de manera desinteresada, pero en el presente ella también me confirma que es una más de las muchas personas que no hacen nada sin una recompensa a cambio y estoy tan acostumbrada a eso, que su viejo desinterés hubiera sido lo que provocaría mi asombro de mostrármelo.

No somos las mismas de ese entonces y a la vez somos tan parecidas en este presente, que aguardo a escuchar la petición de su favor. Doblo mis labios en una sonrisa tensa porque no, no me gustan las deudas abiertas. —Hagamos esto— propongo, —te daré todo el verano para pensar en lo que me pedirás a cambio y en otoño me lo dirás. Tal vez para entonces las circunstancias mismas te indiquen qué pedir— muevo mi mano para apuntar a la nada, a lo que podría ser todo y sigue siendo aire, eso nos dará tiempo para trabajar en un antídoto. Con lo que podía obtener en el mercado negro traté de elaborar una pócima que limpiara la sangre contaminada de una víctima de la mordida de un licántropo, pero tras unas lamentables pruebas fallidas no me quedó de otra que asesinar a esos vagabundos si no quería seguir engrosando las filas de esa entonces salvaje comunidad dispersa por el norte, que no fue hasta que se colocaron un uniforme que pasamos a ser un grupo.

Siempre habrá alguien superior, también en la tierra— clavo mi dedo en el mostrador, no hace falta buscar poderosos entre las nubes, reconozco estar dentro de una jerarquía de poderes en esta sociedad y escalé un par de puestos, tampoco he llegado tan alto. —Pero me gusta tener el control de todo lo que pueda tener, así no vendrá nadie con ínfulas ni aureola sobre la frente a querer barajar mi suerte otra vez— explico. No me echaré hacia atrás si ya llevo un camino hecho, las advertencias las hago a un lado, no serán lo que me detenga. —Lo que quiero es trabajar contigo, quiero tener acceso a tu botica y yo te dejaré entrar a mi taller privado, quiero poder traerte mis recetas y me digas a partir de tus propios conocimientos qué hay que cambiar y qué hay que mejorar. Y lo más importante de todo— me inclino sobre el mostrador, —si te traigo a alguien con una mordida no quiero que arrugues la nariz como seguramente haría tu hermano— musito, mis ojos puestos en su rostro para que no me aparte la mirada, que me haga saber que cuento plenamente con ella. —No tienes de qué preocuparte, serán vagabundos del norte, nadie lamenta la falta de ninguno de esos miserables— digo, en su mayoría están drogados, han perdido a toda su familia o su propia familia los ha rechazado, son basura descartada a la que nadie le interesa.
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Sigrid M. Helmuth
Mis labios se tuercen en una sonrisa amarga cuando afirma no ser ella, no me ha costado mucho comprobarlo al entrar por la puerta. Es lo que me provoca hacerme la pregunta a mí misma de si queda algo de nosotros, de quiénes fuimos cuando creíamos que podíamos comernos el mundo. Muchas de esas ilusiones se ven consumidas por el tiempo, bien porque aparecen otras responsabilidades que cumplir o precisamente porque esas mismas tareas se vuelven tan pesadas que te acabas olvidando de lo que una vez te hizo querer ser una persona diferente, alguien que haría un cambio, de una vez por todas. La vuelta a la realidad no es más que esta, dos mujeres que, si bien parece que el destino ha hecho la obra de cruzar sus caminos, han perdido todo afán de seguir siendo como las chiquillas que una vez fueron. Ambas sabemos que debemos concentrarnos en esto, hay cosas mucho más importantes ahora que viejas fantasías de niña sobre planes y futuros grandiosos. La normalidad puede llegar a ser agotadora, sobre todo cuando te esfuerzas tanto en tratar de aparentar que lo eres. — ¿De qué circunstancias hablas? ¿Ha pasado algo en el ministerio que ni siquiera mi hermano ha tenido la decencia de informarme sobre ello? — pregunto curiosa, pues no me meteré en asuntos del ministerio, pero algo en su tono de voz puede llegar a percibirse como amenaza por las personas equivocadas.

Asiento con la cabeza, confirmando lentamente con ella, pues parece que las dos estamos de acuerdo en que no somos más que peones en un juego al que se dedican a jugar otros. Llámalo Dios, o presidente, para él seguro que las dos cosas son lo mismo. — Mmmm… Comprenderás que esto no es un kiosko dónde puedas entrar y salir cuando te plazca, hay un horario preestablecido y me gustaría que lo cumplieras si es que vas a pasar tiempo por aquí. — por no decir directamente que hay ciertos días en los que aparecerán personas con encargos especiales dirigidos al norte que no me interesa que la mujer alfa de los lobos empiece a husmearles el trasero. — Y tendrás que tener en cuenta que hay gente trabajando para mí, también, espero que no resulten un inconveniente para tu… ¿experimento? — como quiera llamarlo, la verdad. No quiero tener que escuchar que mis trabajadores más jóvenes salieron asustados porque una loca les atacó con una poción robada. Hago un gesto desinteresado con mi mano cuando habla sobre mi hermano. — No tengo problema en echarle un vistazo a tus recetas y ver en qué punto fallan, quizás entre las dos lleguemos a dar con el error que arrastran. ¿Qué les harás? A ellos digo. — pregunto, más para saciar mi curiosidad que otra cosa, creo que consigo mantener un tono neutral en mi voz bastante bien, de hecho.
Sigrid M. Helmuth
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Afino mi mirada al entrecerrar mis ojos, dudo de la intención curiosa de su interrogante. —Espera a que ocurran, como el resto de los mortales— es mi respuesta sardónica, es la espera a la que todos estamos sometidos, sepamos o no algo de información parcial sobre lo impredecible del destino que le depara a Neopanem. No hace falta detenerse a mirar los recortes de los noticieros para saber que estamos en tiempos en que se toman elecciones importantes en el acto, entre alternativas limitadas y faltas a la moral, esa inocencia que ambas sabemos que se ha extinguido en nosotras, es reflejo también del mundo en el que vivimos. Inocentes son los asesinados antes de que pudieran cargar sus manos con un arma, no conozco a nadie que pueda llamarse inocente al ser atravesado por esta guerra que nos obliga a todos a ser parte, y de la que participo, respondiendo a mis propias batallas personales. Esta es una de ellas, necesito a Sigrid porque quizá la aliada ideal para encontrar una manera de revertir esto, no para mí, nunca se ha tratado de mí, sino de otros.

Me molesta, claro que me molesta, que me ponga horarios con la presunción de ser a quien piden ayuda. Mis cejas se arquean para remarcar mi expresión que pone en duda esa supuesta autoridad en su tono de decir cómo se harán las cosas. —Vendré cuando se termine el horario de atención regular a los clientes, así no me cruzaré con ellos, ni con tus empleados— tiro de mi sonrisa para hacerla más amplia, no voy a ceder como si estuviera arrastrándome para que me preste un mísero espacio de su tienda, tengo mi orgullo y ha sido mi defecto de toda la vida, el que de hecho me llevó a las calles y a tener que mendigar. El orgullo es una maldita cosa que nos tiene alzando la barbilla también en vertederos y tabernas. Tamborileo el borde de su mostrador con mis dedos como si marcara un punto final a nuestra conversación, no le daré más tiempo para que haga una lista larga de condiciones a un contrato invisible. Puedo consentir que sea un acuerdo a medias, no que quiera ser quien marque las pautas. —Tratar de sanarlos— respondo, es la verdad. Mi sonrisa se curva con ese sesgo de malicia, el de absoluto desinterés por la vida de quien a nadie importa. Para probar el antídoto, primero hay que introducir el veneno en el cuerpo de los padecientes. —Y si no es posible, darles una muerte que les ahorre la agonía— lo digo al darme la vuelta para salir por la puerta de un sitio en el que no habría esperado tener que poner un pie en la vida al ser territorio de enemigos, y sin embargo, puede que sea el lugar de todas mis búsquedas.
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