The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Invitado
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Manoteo la mesa con la lámpara apagada que está al lado de la cama y alcanzo mi teléfono para encender la pantalla, los números que me indican que son las dos de la mañana brillan con luz opaca en la habitación que está a oscuras. Llevo dos horas durmiendo apenas, revolviéndome entre las sábanas. Salgo de estas con el cuidado de no despertar a Hans, a quien también escuché moverse entre sueños y espero que tengas unas horas de descanso para que mañana no acabe con un moretón en la frente por golpearse contra el escritorio. ¿Cómo puede dormir alguien cuando tiene una cuenta regresiva pendiendo sobre su cabeza? Hans no estaba tan errado al compararlo con una bomba que amenaza con explotar en cualquier momento, pero tener una fecha fijado hace de la ansiedad algo peor. Estaremos avanzando hacia ese día, los nervios nos jugarán en contra, temo estar histérica para cuando llegue la mañana en la que debamos preparar todo para recibir a la bebe, y sospecho que no llegaré, no puedo, no está en mí esperar con toda paciencia que esto se resuelva.

Uso el teléfono para iluminar mi camino por la escalera así como el pasillo que lleva a la cocina, donde la luz de la nevera se encarga de darle nitidez a todas las cosas cuando abro la puerta. Estaría necesitando de una de esas botellas de vino o de un licor más fuerte de los que guardamos, pero tendré que conformarme con mi reserva de helado de chocolate. Tomo uno de los potes aun cerrados y revuelvo los cubiertos hasta dar con una cuchara que uso para servirme una primera probada necesaria, podría quedarme parada aquí engullendo todo el chocolate para matar los nervios, pero el frío que sale del interior de la helada me eriza la piel y es que con los días un poco más cálidos volvimos a la ropa más ligera, en mi caso una camiseta donde hubieran tres Laras hace unos meses. Hago el camino de vuelto con el conocimiento que tengo del lugar de cada mueble, así no tengo que ayudarme del teléfono y puedo servirme un par de cucharadas más antes de llegar al primer escalón. El ruido en la sala me detiene, por un momento creo que son los perros, si es que Ophelia me siguió desde la cocina y Hunter aprendió a atravesar paredes, porque la última vez que lo vi estaba despatarrado en el patio. Meerah no usaría la sala para hacer sus maratones a trasnoche de series, ninguna adolescente haría eso si tener las tres felicidades en un mismo sitio: una cama, una serie y una “cajita feliz” de golosinas.

Bordeo el sillón para encontrarme con Hans, ¿y yo a este hombre no lo había dejado en la cama? Entonces recuerdo que me salí sin fijarme si él estaba en su lado de la cama, ¡y así lo quería pillar! ¡Se baja él solo una botella de lo que sea! ¿Y qué es eso que tiene ahí? Por poco creo que es uno de los peluches que le compramos a la bebé, lo que habría sido comprensible porque creo que a los dos nos está perturbando la inminencia de convertirnos en padres de una cosa que será real en días. ¡En días! Cruzo un brazo por encima de su cuerpo que se recuesta en el respaldo del sillón para tomar al peluche de las orejas y colocarlo en su regazo, hago equilibrio entre el pote y mi teléfono para hacer una captura de ambos. ¡Evidencia! Me entretengo haciendo que se abrace a la botella y al peluche, y doy un brinco que casi hace caer mi helado cuando se mueve. Muerdo mis labios para reprimir las carcajadas y me tumbo a su lado en el sillón tratando de subir como puedo mis piernas para cruzarlas debajo de mi cuerpo en una postura india que es más cómoda para la panza gigante que necesita de su espacio. —Hans, ¿estás bien?— finjo inocencia al presionar su hombro, en realidad estoy comprobando en qué estado se encuentra, que no se sí si la botella estaba llena o rebajada, así que lo vacía que pueda estar es una pista engañosa. —¿Cuántos dedos ves?— pregunto con una sonrisa contenida al colocar dos dedos frente a su nariz, y como no puedo con mi genio, busco otra vez mi teléfono para filmarlo, atrapando el pote de helado entre mis pies. —Ahora sí, ¿cuántos dedos ves?
Anonymous
Hans M. Powell
Ministro de Justicia
La última vez que me puse ebrio por algo que me causaba tantos nervios como para ahogarlos en alcohol, fue cuando encabecé mi primer juicio en solitario en el Wizengamot. Nadie podía juzgarme demasiado, era joven y sabía que me estaba jugando mi lugar, uno que podría hacer de mi carrera un fiasco o un éxito inefable. Habíamos ido con algunos amigos a beber a uno de los bares más costosos del Capitolio y la noche acabó con Kenna echándome el flequillo hacia atrás en uno de los inodoros con mejor aroma de la ciudad, lo cual me llevó a una resaca que duró hasta casi el momento del juicio. Suerte para mí, la poción indicada me ayudó a llegar fresco como una lechuga y nadie que no estuviese presente puede decir mucho sobre mi estado de ese día. Bueno, siempre y cuando a Jack no se le ocurra decir que tiene viejas grabaciones y las coloque en el ministerio, pero confío en él lo suficiente como para no hacerme algo así. Esta noche parece ser una en la cual puedo revivir la experiencia, pero desde la seguridad de mi hogar y no en un bar repleto de bestias borrachas que se hacen llamar mis amigos.

Pelusa se ha quedado conmigo, para variar, aunque las cosas han cambiado mucho y ya no estoy bebiendo una mamadera como cuando nos conocimos. Las ironías es que temo porque en algunas semanas tendré a mi propio bebé con un biberón que no sabré preparar en mis manos y, tal vez, la vida habrá cambiado para siempre. No para mal, no para bien, sino de manera definitiva y eso, la imposibilidad de volver hacia atrás, me causa un enorme vértigo. Es como estar en el borde de un precipicio cuando sabes que tienes que saltar porque no te queda de otra, pero temes que la caída duela demasiado. Me muero por conocerla, no voy a decir que no, pero… ¿En qué términos? ¿Por qué no hago otra cosa que estar preocupado? Que me estoy arrugando, lo sé. ¡Y el otro día me encontré una cana! Bueno, no era una cana, era un cabello más rubio que los otros, aunque todavía no sé si era cierto o fue lo que me dijo Josephine para calmarme cuando me escuchó chillar desde la oficina y tuvo que entrar a las corridas pensando que alguien se había colado para asesinarme. Que son dramáticos, por favor.

Creo que estoy más dormido que despierto y abrazo whisky con algo de fuerza contra mi pecho en busca de una posición cómoda, siento el calor de un cuerpo ajeno pero lo ignoro porque tengo la cabeza tan revuelta que no me creo capaz de molestarme por ello. Tengo la sensación de que si me duermo por completo voy a vomitar, pero tampoco puede ser tan malo… quizá si me ahogo en mi propio vómito voy a ahorrarle a mi hija el tenerme como padre — ¿Qué? — respiro con tanta fuerza al verme sobresaltado que creo que ronco, tengo que parpadear varias veces en un intento de enfocar un par de dedos que tengo frente a la nariz — ¿Dedos... ? Pues los que tengas — me paso una mano por la cara para tratar de aclararme, aunque creo que se me patina la saliva que cayó por el costado de mi boca. Cierro los párpados con fuerza y vuelvo a abrirlos, reconociendo los ojos inmensos de Lara — Hola, bebé. Y te lo digo a ti, no a la pelota que tienes encima. ¿Te das cuenta de que siempre tenemos una cosa inmensa entre nosotros cada vez que nos acercamos? Es una invasiva — sacudo la botella frente a mí para chequear la cantidad que le queda y olfateo el pico, ignorando el factor que siempre detesté los apodos melosos y que ahora mismo lo siento más como una burla — ¿Te gusta Pelusa? Phoebe cree que será una buena compañía para Mathilda — como si tuviese que convencerla de que el conejo se quede, me lo pongo junto a la cara y doblo mi boca en un puchero, abriendo mis ojos lo más grandes que puedo. Debo estar borracho como una cuba.
Hans M. Powell
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Invitado
Invitado
Si alguien me hubiera dicho que iba a reírme tanto de Hans teniéndolo bajo el mismo techo, lo hubiera secuestrado el verano pasado. Creía haberlo visto pasado de copas, en más de una ocasión, en la sala de su casa la primera vez que lo acompañé en la isla ministerial o en la mía cuando le dije que me iba a ir al norte y a la mañana siguiente pudimos hacer como que esa conversación nunca existió, la deuda siguió allí, tal como yo. Pero la cara que puedo verle en este momento, cuando mis ojos se acostumbran a la oscuridad y es que la única luz que tengo para apreciar lo ido que está es la que entra por la ventana. Me hace pensar en cómo puedo aprovecharme de esto y tener material en mi teléfono mañana para hacer que se atragante con el desayuno, y si no lo consigo, tendré que inventarlo que de todos modos no lo recordará, está bañado en olor a whisky como puedo apreciar al acercarme para que pase la prueba de los dedos. La carcajada que raspa mi garganta hace temblar mis labios por el esfuerzo en contenerla. —Hace mucho que dejé los pañales— acoto, por si sirve de algo, —y Mohini podrá contarte también de la manía que tenía de quitármelos— añado, que no viene al caso. Se me escapa otra risa al bajar el teléfono para colocar un codo en el respaldo de sillón y doblar ese brazo para que mi barbilla quede apoyada en mi mano, de frente a su perfil. —Esta no es la idea que habías tenido de un par de chicas acosándote en un sillón, ¿eh?— me burlo, que también hay helado y un conejo de peluche para mostrar el contraste con cualquier otro bar donde se podría haber bajado esa misma botella.

Tengo que morder mi labio inferior con mucha fuerza para no romperme en una carcajada por su puchero, si el conejo hace otra cosa que tentarme para que ceda a las risas, y de alguna manera consigo que mi voz salga bastante formal cuando lo reconozco por las anécdotas que contaba su hermana. —Así que este es el famoso Pelusa—. No recuerdo bien si es un chico o una chica, supongo que dependerá del niño que lo tenga en manos y en este caso regresó a las de Hans. —¿Para Mathilda o para ti?— pregunto, mis cejas alzándose a la espera de una respuesta honesta, porque si fuera para la niña estaría en la cuna y no acompañándolo a él a bajarse una botella. —Y así que estás aquí, poniéndote al día con tu amigo de la infancia…—, no hay nada serio en mi voz al reacomodarme en el sillón y tirar fuera un cojín, con el teléfono cayendo en los huecos entre nosotros. —No les importa que una chica los acompañe, ¿verdad? También vine a este sitio por algo fuerte— digo, alzando el pote con ambas manos y moviendo mis cejas en su dirección con cierta insinuación, —y por las vistas, claro— susurro. Sirvo otra cuchara cargada de chocolate para acercarla a mi boca y se me va una sonrisa hacía ellos. —¿De qué hablaban? ¿De conejitas?— bromeo, zampándome el helado y con la cuchara atrapada en la sonrisa de mis labios. Por lo que contaba Phoebe, no hay criatura más pura en el mundo que Pelusa, no tengo por qué suponer que ha seguido el mismo camino que su dueño original, pero que los encuentre a ambos con whisky de por medio, hace claro lo lejos que ha quedado el tiempo en que Hans se abrazaba a él para tomar su biberón, aunque -patéticamente- la escena se preste a ese recuerdo.
Anonymous
Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Mis labios vibran exageradamente con mi resoplido de caballo, rompiendo el sonido en una risa ahogada que me sacude los hombros — No, jamás. Las chicas que me acosaban en los sillones no tenían nada que ver con peluches o embarazos — ahí va el pensamiento de nuevo, no puedo verla bien pero sé que su barriga de sandía está por ahí, con un tic toc insoportable saliendo de su ombligo. Es una imagen algo grotesca, pero es imposible apartarla de mi retina ahora que la he creado. Porque claro, hay una enorme diferencia entre mujeres en minifalda en un bar nocturno y la mujer que está embarazada de una niña que te volverá loco durante el resto de tu vida. ¡Que no me arrepiento he dicho! Pero no deja de ser un poco extraño. ¿A dónde se fue mi juventud?

Tengo bastante orgullo para asentir cuando reconoce a Pelusa y coloco el peluche delante de mí para verlo mejor, aunque solo atino a diferenciar sus orejas — Para los dos. Mathilda será su dueña legítima, pero también creo que fue un regalo para mí. Un cierre de ciclo — que ahora mismo no tiene ningún sentido, pero así fue como Phoebe lo planteó y no tengo una mejor idea que imitar las palabras de mi hermana menor — Por supuesto. Tenía que contarle todo lo que se ha perdido, como que me volví exitoso, tenía fiestas privadas en un bote y terminé con una casa familiar en la playa. Nadie puede decir que tuve una vida aburrida — porque es verdad, no la tuve, incluso puedo compararla con una montaña rusa no apta para todo público. Creo que no puede ver cómo le muevo las cejas pícaramente — Estás más que invitada a sumarte, aunque creo que voy a tener que pedirle a Pelusa que se retire en algún momento. No pienso compartirte — pongo la boca hacia delante en una trompa y acabo tirando un beso que no sé a dónde apunta, pero que culmina en una vaga risa que hace eco en el pico de la botella — De conejitas de Halloween. Ya sabes, las sexys, no las peludas — ¿Ah?

Creo que bebo demasiado rápido, porque se me chorrea el líquido por los costados de la boca y tengo que limpiarme con el dorso de la mano, tosiendo un poco. No siento demasiado ardor, aunque creo que se me ha dormido la lengua por un segundo — Scott… perdón por hacerte una bebé gorda — no sé de dónde me sale eso, pero creo que estoy por ponerme a llorar. Al menos, eso es lo que indica mi voz temblorosa, pero es que… ¡La bebé es tan pesada que no quieren que nazca por parto natural! Y ya sé que ella es bajita y yo tengo piernas largas, así que es mi culpa, por no considerar tamaños cuando se me ocurrió acostarme con ella. Que desconsiderado — Ahora van a tener que drogarte y abrirte para que nuestra hija nazca y es todo culpa de mi genética. Y vas a estar ahí y yo voy a tener que estar ahí y los dos estaremos ahí mientras te abren la panza porque nuestra bebé… ¡Es gorda! — que ya lo dije, solo que lo vuelvo a aclarar. Otro traguito me da tiempo a callarme, pero no a respirar — También lamento que tengas más cachetes y que tu culo se parezca al televisor, y yo siga igual que siempre. Bueno, no tanto, me gusta que tu culo sea grande porque hay más para agarrar, pero que he visto cómo tienes que modificar tu guardarropa y es todo mi culpa. Porque no podías resistirte y yo tengo la carne débil, solo... no me odies por eso — Que deprimente, quizá debería robarle helado y mezclarlo con el alcohol.
Hans M. Powell
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Invitado
Invitado
Casi que podría jurar que alguna vez me habré cruzado con él en uno de esos bares que evocamos y yo me habré dado la vuelta nada más reconocerlo a la distancia en alguna mesa. Si aceptaba nuestras reuniones de intercambio a regañadientes, no iría a buscarlo por mis propios pies para aprovecharme de que el alcohol lo hubiera dejado embotado. No había manera de imaginar que acabaríamos así y el escenario sería la sala de una casa que compartimos, que un embarazo y un peluche fuera parte de todo, si hasta me saca una sonrisa que aproveche para un repaso rápido en tres puntos de lo que ha sido su vida y la que nos toca a nosotros sea la de “casa familiar”. —Yo creo que estás siendo un presumido con Pelusa, sólo tratas de impresionarlo— digo, más que nada para reírme de él. Doy vueltas en mi mente a lo que dice y si esta charla alcohólica con su muñeco de la infancia es parte de ese proceso de cerrar una etapa para dar la bienvenida a otra, marcada por un nacimiento que es un hecho tan rotundo que creo que para todos significará un antes y un después. Provoca miedo pensar en ese «después», así que me distraigo con este momento presente en que lo tengo besuqueado a la nada y uso la cuchara de mi helado para apoyarla en su boca, así lo empujo de vuelta hacia atrás. —¿Las conejitas de tu mansión?— bromeo, que es tentador hacerlo con un ronroneo en la oscuridad y puedo sentir en la piel de mis brazos el calor que emana su cuerpo al estar casi rozándolo, así como el vaho a whisky.  —Sólo pensaba quedarme a conversar con ustedes, no hace falta despedir a Pelusa. Aunque podría ser una charla bastante inadecuada para sus orejas inocentes… ¿Dónde tienes tu varita? La mágica— aclaro a propósito, —será mejor que lo devolvamos a la cuna.

Su disculpa me llega por sorpresa, con el helado cargado en mi cuchara y a medio camino de mi boca que la tengo entreabierta, la sorpresa no hace más que definir la «O» que forman mis labios. Por suerte no he tragado nada, podría atragantarme con las carcajadas que vienen después, sueltas en un tono más bajo que pasan desapercibidas por su voz que suena alta en la sala por la declaración que viene sobre lo gorda que es nuestra bebé. —Siempre es un placer escucharte cuando te pones romántico—, me río. Si a mí me ofendía la observación, creo que tendré a la niña pataleando dentro de poco. Me guardo lo que sé sobre que las cesáreas, que son parte del control de natalidad porque el límite de cesáreas son tres y con una espera obligada de dos años entre cada una, es una imposición a las familias a pensar en los hijos que desean tener, ya casi ningún sanador quiere practicar un parto natural. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene con toda la tecnología que hay? Acabo otro poco del helado y agito la cuchara delante de su nariz para reprenderlo, con mis cejas uniéndose en un ceño fruncido. —¡Es muy injusto! ¡Siempre lo digo!— exagero mi enfado, creo que se nota porque no tiene la misma intensidad de fondo como otras veces. —¿Cómo puedes andar por ahí tan tranquilo y sensual cuando yo ando cargando con una bola gigantesca? Que no le hubieras metido tanto empeño, hombre. ¡Mira lo grande que es!—. Golpeo el borde de mi pote con la cuchara y lo hago parecer como que tomé una resolución, la uso para señalarlo. —Tienes que compensármelo de alguna forma, ¿qué te parece ser mi elfo doméstico?—, puedo abusar de esto por una noche, lo que preocupa es que si lo pongo a hacer cosas acabe desmayado por culpa del alcohol. —También, claro…— agrego con un toque arrogante y aliso el frente de mi camiseta con una mano, —podrías improvisar una oda a mis muchas virtudes. Cuando quieras, puedes empezar— mueve mi mano hacia él para darle la palabra. —Si lo haces cantando sería aún mejor.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
El empujón en mis labios hace que me lance hacia atrás, hay cierta travesura en mis ojos pero no estoy seguro de que ella quiera saber las respuestas que se me vienen a la cabeza. Creo que es automático el factor que me llevo la mano hacia la entrepierna como si fuese a tantear, aunque no me tardo en seguir buscando en mis costados, a pesar de que no doy con mi varita — Parece que va a tener que taparse los ojos si queremos propasarnos. Lo lamento, Pelusa. Las prioridades cambian con los años — hasta le palmeo la cabeza al conejo como si de verdad tuviera que darle un consuelo por mis obvias preferencias. Que me perdone Phoebe, pero si tengo que traumar a su peluche, no voy a perder la oportunidad.

Me río con ella, pero se me escapa un "shhhhh" porque no tengo intenciones de que Meerah se despierte con todo nuestro escándalo. Lo único que me falta es que mi hija mayor me encuentre en este estado, más que ebrio, con un juguete como aliado en el sofá que mañana probablemente huela a whisky — Lo sé, todos los días agradeces despertar con alguien como yo al lado — me mofo sin demasiada seriedad que digamos, la voz temblorosa por ese intento de llanto que se asomó hace unos segundos — ¿Y cómo planeabas que no le ponga empeño? ¡Me engatusaste lo suficiente como para que lo haga! No podía resistirme a tus tretas, Scott. Tienes ese imán que me pone ansioso y que no se me da bien controlar — porque es lo que nos puso en esta situación al fin de cuentas. Si hubiese mantenido las manos quietas y los pantalones puestos, nada de esto estaría ocurriendo. Esto es lo que el karma me da por haber sido un baboso, aunque a veces creo que no le pondría freno y que sea lo que tenga que ser. Si merezco una sentencia por pasarla bien con ella, todo lo que conseguimos me parece más que justo, a pesar de que me colme de nervios.

No seré tu elfo doméstico, pero puedo obedecerte en otros aspectos por una noche — creo que estoy utilizando el mismo tono que usaba cuando buscaba llevarme a una mujer desconocida a la cama en un bar, pero el alcohol hace que mi voz se vuelva más arrastrada y mucho menos seductora. Hasta me río de mí mismo por lo bajo, así que ahí se me va la seriedad. Es lo otro que me pide lo que me deja mudo, en un estado de meditación como si de verdad yo fuese capaz de componer algo así siquiera en un estado de sobriedad — Yo no canto. La ducha se lleva ese bonus — aunque ella me ha acompañado en la bañera y no recuerdo improvisar ningún concierto. Aún así, me aclaro la garganta y llevo la botella a mi boca como si se tratase de un micrófono El tamaño de tu barriga es tan grande, como las manías que tienes para enojarme. Y a pesar de que con números ves el mundo, me quedaría contigo, no dudaré ni un segundo… ni siquiera sé que ritmo estoy cantando, es más una recitada que busca agravar mi voz sin mucha música en su haber — Momento, no estoy hablando precisamente de tus virtudes. Déjame pensar — con mi voz haciendo eco en la botella, me vuelvo a aclarar la garganta y me siento más derecho — De tus defectos veo tus virtudes, y de tus virtudes veo tus deseos, porque entre sus risas, llantos y desconciertos podría quedarme con… tu incapacidad para cocinar y hacerme reír de tus.. de mí mismo… ya, eso ya no rima — me quiebro en una risa, esa que me hace caer hacia delante y apoyo mi frente contra su hombro — Soy un triste intento de hombre de familia, tan solo mírame. Ni siquiera puedo componer una oda sobre la mujer con la cual quiero estar. Ahora Pelusa quedará traumado por mi poco talento — o traumada, que según Phoebe era niña. Me da igual, me concentro más en dejar pequeños besos en el cuello de Scott, considerando que finalmente lo tengo más a mano — Podemos traumarlo con cosas mejores, ¿no crees? Si la bebé nos deja algo de espacio — que la botella de whisky y el helado de por medio le quita cualquier sensualidad a la situación, pero que va. No me queda otra que romper en una risa que no sé si ella va a comprender y yo tampoco sé de dónde viene.
Hans M. Powell
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Invitado
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Sigo con mi mirada la búsqueda de su varita en sus pantalones tragándome una carcajada que tiñe mi voz al volver a hablar. —¿Y cómo va a taparse las orejas si tiene las manos ocupadas tapándose los ojos?— pregunto, esperando a que conteste a mi lógica en su ebriedad, que si no es el conejo, es una adolescente en la habitación de arriba o una bebé todavía como obstáculo físico entre nosotros, los tiempos en que sólo saltábamos sobre el otro por la urgencia de cinco minutos concedidos en el trabajo o incluso cuando no había relojes marcándonos la hora, están quedando cada vez más atrás. —Me da un poco de morbo que nos manoseemos delante del peluche que te devolvió tu hermana, si ella se entera va a matarnos. Por más que sea con Pelusa con quien te encontré en este estado y podría acusarle su mala influencia, me haces sentir que soy quien te pervierte— digo con mis cejas moviéndose en una ligera insinuación, que a la hora de la verdad ni el peluche ni yo le enseñamos ese camino que supo encontrar por sí mismo.

Quien va a matarnos antes que su hermana será su hija, si alzamos la voz en la sala y ruego que siga con los auriculares puestos si está despierta, para no escuchar como de repente levanto mi tono para culparlo de mantenerse tan atractivo, que si hasta las arrugas en sus ojos le quedan bien, maldita sea, y sea yo quien está rodando cuesta debajo de lo que físicamente fui hace unos meses, ¡si mis mejillas apenas me entran en las manos! Todo en mí se ha vuelto redondo, salvo mi trasero que es cuadrado a sus ojos, y es que no sé cómo evitar que esto pase, no tengo idea, me llevo otra cucharada de helado a la boca renunciando a hallar el modo. —Tengo que reconocerte que le has dado una re significación a los «buenos días» y siempre tengo una buena vista a pesar del clima— digo, con la cuchara en la boca y mis ojos barriéndolo entero como si fuera casi tan bueno como el chocolate, que de hecho lo es y un poco más. Mi espalda se apoya en el respaldo del sillón y escarbo en mi pote al contestarle con una mueca socarrona. —Yo lo veo más bien como que fuiste quien me engatusó. Te acercabas, me rondabas y me ponías nerviosa adrede, te colocabas a mi alcance y criticabas lo orgullosa que para luego apartarte. Jugabas con mis nervios, mi voluntad y mi orgullo, y todo terminó con un resultado inesperado— marco la curva de mi panza con una mano y lo miro de costado, —una rara victoria.

Y también tenerlo tirado en el sillón con tanto alcohol encima que cualquiera diría que estamos festejando el Año Nuevo una vez más, conmigo haciéndome un espacio a su lado para reírme a su costa, que el día que deje de hacerlo voy a preguntarme en verdad que tan lejos quedamos de las personas que fuimos hasta hace unos meses. Claro que no iba aceptar a ser mi elfo doméstico, pero tenía que intentarlo, ¿no? Recuesto mi cabeza en su hombro para susurrarle cerca de su oído con un tonito de coqueteo que se aprovecha de su estado: —Pero si eso ya lo haces todas las noches, bebé—, me retiro con una carcajada que sale quedamente de mis labios, pero apenas se escucha. Estoy raspando los bordes de mi pote así que no puede ver como mis cejas chocan con mi cabello y yo no lo veo a él al referirme a sus hábitos en la ducha. —Ese talento sigue siendo uno de los pocos que no te conozco—. Lamento, en verdad, que su peluche esté escuchando todo esto y es que encima tenía que ser un conejo, con esas orejas tan grandes. Lo que no me esperaba escuchar yo, ni el conejo en sus sueños más delirantes, es que se lance a improvisar la oda que le pedí y mi rostro se queda estupefacto a mitad de una carcajada que abre mis ojos más grandes de los que son de por sí.

Esto no es algo que cualquiera espere escuchar y lo único que estoy rogando es que el teléfono no haya dejado de grabar, porque necesito escuchar su intento de cantar mis virtudes todos los días. Me sacudo en el sillón de la risa cuando acaba con su lamento tan penoso y estoy entre divertida y con ganas de tirarle el pote de helado a la cabeza. —¡Por favor! ¡No puedo creer que lo hiciste! Hans, ninguno hombre de ninguna familia canta una oda de nada— chillo con mi voz aguda, tengo razón al decir que este sujeto siempre se está cargando de las más cosas de las que debe y no soy tan cruel para atosigarlo después de su intento, cuando yo no sé qué demonios podría rimar con “ego” que es lo primero que pienso si tengo que recitarle lo que sea. —Te odio y te admiro por ser capaz de meter mi inutilidad en la cocina en medio de tu oda— es en serio, me río contra su cabello que tomo entre mis dedos cuando se acerca y huele a whisky por encima del chocolate al besarme, que por poco me siento igual de embriagada, pero me recuerdo que soy la sobria aquí para aprovecharme de él. —Pero no fue una oda a mis virtudes, hiciste mucho hincapié en mis defectos y no era la consigna, así que para compensar eso que compensa lo anterior, necesito que te pongas de pie y lo cantes de nuevo con todo sentimiento, si quieres bailarlo no me quejo…—, ¿y dónde ha quedado el teléfono?
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
A pesar de que lo primero que sale de ella me hace sonreír con cierto ego, es lo siguiente lo que más me llama la atención y me deja pensativo, hundido en los recuerdos de lo que parece que sucedió hace eones, cuando en realidad recién nos estamos acercando al año. Y mierda que han cambiado cosas, la manera que tiene de redondear su vientre lo demuestra — Eran buenas épocas. No puedes negarme que era entretenido. Aún te pones nerviosa… a veces — la reto a que me lo niegue con un arqueamiento de mis cejas, no sigo por ese camino porque Pelusa no se merece soportar un discurso sobre lo hábil que soy para poder con ella y… vaya, no sabía que se me aumentaba la seguridad con el whisky.

Se me escapa un “pfff” burlesco que me hace vibrar toda la boca y deja mis labios fruncidos cuando me aparto de ella como si estuviese loca — Yo no te obedezco todas las noches, a veces esa eres tú. Es un tire y afloje — aunque tampoco me molestaría hacerlo, a pesar de que últimamente obedecerla se reduce a dejar un poco más de espacio para que podamos dormir con mayor comodidad. Abro la boca para enumerarle los talentos de mí que no conoce, cuando sé que no son tantos porque siempre he puesto todo mi potencial en las mismas actividades, pero la cierro cuando me doy cuenta de que mi cerebro no puede procesar información a estas horas y con esta cantidad de alcohol en la sangre. Se me va toda la concentración en una composición salida de la nada, esa que le arrebata una carcajada y que me contagia la diversión, haciendo que acomode mi cabeza para poder mirarla desde su hombro — ¿Crees que podré dedicarme a ser un compositor famoso de odas y abandonar el ministerio? Podríamos intentarlo. Seríamos unos hippies roñosos que le compran un ukelele a su hija para que combine con sus pies descalzos y gorro de paja — por mucho que me guste mi trabajo y esto sea solo una broma, me pregunto cómo será el vivir sin las preocupaciones que me acarrean todos los días. Sé que no es mi estilo, pero disfrutarlo por cinco minutos debería ser algo bueno.

Creo que me disculpo entre las risitas que muerden su cuello, estoy pensando en meter un poco de mano cuando llegan los reclamos y eso provoca que mis dedos se queden en el borde de su camiseta, haciendo que suspire con pesadez — Pero si soy un pésimo bailarín, Scott. ¿O me estás pidiendo un streaptease sin música? Al menos podrías… — me separo, de muy mala gana para variar, y busco crear algunos sonidos con mi boca que tratan de imitar a la música insoportable de los raperos que veo, de vez en cuando, por las calles. En serio, creo que alguien debería decirle a esos sujetos que lo que hacen es un poco insoportable. Me llevo la botella a los labios y bebo un largo trago hasta que las últimas gotas me tocan la lengua, así que ponerme de pie tan rápido provoca que me tambalee y amenace con caer de culo al suelo. Mantengo el equilibrio con los brazos estirados y, cuando me aseguro de que no voy a caer, le paso la botella para que la sostenga por mí — No recuerdo lo que canté hace dos segundos, pero… — creo que mis palmas suenan más fuerte de lo que deseaba cuando empiezo a tararear algo sin mucho sentido, moviendo mis hombros de manera que mi torso se deslice de un lado al otro, manteniendo mis puños en alto hasta que, en un envión, tiro de su brazo para ponerla de pie con mucha más dificultad que hace tiempo atrás. Se me escapa una risa porque mi baile improvisado no se detiene, aunque choco contra su barriga en mi intento de acercarnos y miro hacia abajo como si tuviese que culpar a mi hija de que está arruinando el momento — Te lo he dicho, tenemos algo entre nosotros que impide mi romanticismo — aunque sea una broma, la suelto para obligarla a poner sus manos en mis hombros y coloco las mías en su deformada cintura, balanceando nuestros cuerpos a causa de un ritmo inexistente — Y aunque me hagas bailar en la noche y sin un bar, no dejaré de cantar las virtudes que no puedo enumerar porque teeee aaaaaaaaaaamo taaaaaaaaaaaanto… — creo que estoy agudizando la voz en alza, lo que me echa un momento la cabeza hacia atrás con el rostro fruncido de una pasión artística de la cual carezco Porque eres lista y compañera, dulce y comprensiva y hueles a… melocotón… ¿Es un nuevo shampoo? — el ritmo se va perdiendo hasta que vuelvo a hablar, dejando caer la cabeza hacia delante a pesar de no dejar de movernos — ¿Por qué me torturas de esta manera? No has dejado de torturarme desde que todo empezó. Me volviste un ser patético y… ¿Por qué me haces esto? ¿Qué es lo que ganas?— como si en verdad esperase una respuesta a la condena de todos los días, me detengo y la miro con seriedad, buscando alguna pizca de diversión o burla hacia mi persona. Momento… ¿No hay más licor en algún lado?
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No te obedezco— digo, regodeándome un poco en ello, —sucede que a veces es lo que quiero yo— aclaro con una mirada limpia de todas las intenciones que me hicieron encontrarle lo bueno a despertar por las mañanas con alguien, cuando antes fui tan mezquina de mi propio espacio, y a abusar de cada una de esas mañanas cuando no había aún un obstáculo tan redondo entre nosotros como lo es mi vientre en estas semanas. No lo miro con la intensidad de ese deseo que conocemos y para el cual nada parecía ser suficiente, que nos tuvo buscándonos y causando un alboroto a escondidas en nuestras vidas, pero está ahí y sigo deseándolo, pese a los cincuenta kilos de más que cargo por ese algo que resultó de tantos encuentros desordenados. Trato de imaginarlo como un hippie roñoso y arrugo un poco mi nariz, lo peor de todo es saber que seguiría jugando con su cabello incluso si lo tiene largo como para hacerle trenzas y colocarle coronas de margaritas, y que no me molestaría desprolijo y sucio, que estoy acostumbrada a eso por haber trabajado en talleres toda la vida, pero echaría de menos sus trajes, su neurosis por el trabajo, que su lado del ropero sea tan ordenado en contraste a mi revuelo, y que se le frunza la frente por preocupaciones de las que no habla cuando suspira como si se fuera a quedar sin aire. —No, no te dejaría hacerte famoso por tus odas— contesto, tan segura y con una sonrisa que suaviza mis palabras. —¿Por qué dejaría que le cantes odas a alguien más? No soy tan idiota — resoplo. —Así que tendrás que seguir siendo un ministro— decido por los dos, nada de ser hippies, aunque lo del ukelele para la bebé lo podemos hablar después cuando sepa usar sus manitos para algo más que sostener su biberón.

Por el bien de la inocencia de Pelusa, sus manos se detienen en el límite de lo seguro, y porque quedan otras maneras de escandalizar al conejo, me sujeto a sus hombros con un brillo intenso y pícaro en la mirada que lo busca para encontrarse con sus ojos. — ¿Cómo puedes adivinar lo que no termino de pensar? ¿Harías un streaptease para mí?— se lo pregunto por si las dudas, si conseguí una oda también podría conseguir algo como esto, que parece vano por la cantidad de veces que lo he visto sacándose la ropa y en serio, la música nunca hizo falta, no tendría que ser un impedimento esta vez tampoco. Pero lo que obtengo es algo muy distinto, porque siempre se sentirá como que son dos cosas opuestas tener a alguien haciendo una demostración de un baile sexy, a tener a alguien que improvisa un baile lento en un intento de abrazo. Y hubiera pagado con gusto una buena suma de galeones por ver lo primero, puedo imaginarlo tan claro haciéndolo, no por los pasos que seguramente serían terribles y tan torpes, sino porque tiene el cariz para hacer que batir huevos sea sexy. No me había esperado que también tuviera carisma para lo otro, que le siente tan bien ser un borracho romántico que procura encontrar mi cintura para apoyar sus manos.

Y sigue cantando, haciéndome reír con tantas carcajadas que no puedo bailar, sólo dejarme mecer por sus movimientos. No contesto a su duda sobre el shampoo porque no puedo parar de reírme, no creo que pueda hacerlo algún día, y ojalá nada de esto haya quedado grabado, es tan ridículo todo. Me lagrimean los ojos y tengo que limpiarlos con mis dedos cuando lo miro, encogiéndome de hombros al tomarme tan en serio su pregunta, porque me pregunto lo mismo, todos los días. —No lo sé— reconozco con toda la honestidad que soy capaz de hallar en mí. —No sé por qué te pido que hagas tantas estupideces. No sé por qué pierdes tu orgullo cuando el mío está a salvo, ¿por qué lo haces?—, y la respuesta es fácil esta vez, porque tiene la mente bañada en alcohol y no recordará nada de esto, porque puedo aprovecharme y lo hago, ¿por qué lo hago? Diría que está seguro conmigo, que no le pediría nunca nada que exceda a un streaptease en nuestra sala, pero sé que haría cosas, sobrio y fuera de esta casa, sin que le pidiera, que excede todo. —Quizá porque me gustas también así, borracho y patético— digo, y en serio que la panza es un molesto obstáculo cuando quiero acercarme a él para besar un lado de su mandíbula, lo consigo de alguna forma. —Te pido que hagas todas estas cosas y cuando las haces no hago más que decirme lo estúpidamente que me gustas, me gustas mucho. Creo que me gustas un poco más que eso. No quiero asustarte, ni que salgas corriendo, pero…— susurro, rozando su cuello con mi nariz y respirando su olor por debajo del whisky. Pruebo con mis labios la piel donde percibo sus latidos y es mejor que el chocolate, definitivamente. —Creo que estoy enamorada de ti, muy enamorada. Que haré lo que me pidas, sólo esta vez… de todas formas, lo olvidarás mañana.
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Ni siquiera tengo que pensarlo demasiado, aunque parece unos segundos que lo estoy meditando porque se me frunce la trompa en un gesto pensativo — Si me lo pides bien y con cariño, puede que lo haga alguna vez. No prometo que sea un buen espectáculo y, la verdad, siempre prefiero que me ayudes a quitarme la ropa a que te quedes mirando — por un momento trato de imaginarlo, me pregunto si alguna vez existió la ocasión donde desnudarnos fuese algo que pudiésemos hacer en totalidad sin ponernos las manos encima antes. Ella ya lo ha dicho, toda esa locura acabó con un embarazo que ninguno habría pensado, pero supongo que son cosas que pasan cuando tienes tanta piel con alguien. ¿Me había pasado antes? No, no de esta manera. He conocido mujeres que me resultaron atractivas, muchas de ellas tuvieron química conmigo, puedo hacer una lista de buenos momentos íntimos que he tenido a lo largo de mi vida y, aún así, jamás podría compararlo con esto. Es como quemarse y disfrutarlo.

Tal vez es porque esos encuentros fortuitos no terminaban en bailes lentos y risas a carcajadas en un salón, mientras nos mecemos en una danza a oscuras que me hacen desear que Meerah esté profundamente dormida. Me devuelve la pregunta y no tengo la más pálida idea de una respuesta, me encojo de hombros con la sonrisa pintada divertidamente en un rostro que debe estar enrojecido e hinchado por la cantidad de alcohol que hace que la habitación me dé vueltas, así que doy gracias por estar sosteniéndome de su cuerpo — Quizá porque ya no tiene caso cuidar el orgullo, cuando los dos lo perdimos cuando decidimos dejar de fingir que no pasaba nada. Y era mentira. Te encaaantaba me acerco de ella modulando mucho la última palabra en actitud burlona, como si fuésemos niños de primaria una vez más, mofándonos de que a “Mengano le gusta Sultana”. Me gustaría sentirme herido porque me llame patético, más de todos modos solo puedo reírme y darle la razón, con un asentimiento lento que busca hacerle fácil ese beso que siento en mi piel. Ladeo la cabeza en una búsqueda involuntaria de su boca, pero ella ya se ha ocultado en mi cuello y me encuentro recibiendo sus palabras, haciendo que mi baile sea cada vez más lento hasta que apenas nos movemos, mientras mis brazos se cierran alrededor de ella como un capullo. Puedo estar ebrio, pero el calor se siente muy latente.

¿Lo que yo quiera? ¿Incluye un encuentro pasional contra la chimenea? Siempre pensé que tiene un marco muy cómodo para sujetarse — muevo la mano para colarla entre los mechones de su cabello, buscando así sujetar su nuca y consigo mirarla a los ojos, a pesar de que apenas son un brillo en la penumbra — No le digas a Meerah, pero eres lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo, hasta mataría por ti. Píiideme que mate por ti — hago una voz arrastrada que sé que he oído en algún dibujo animado, pero no me doy chance a reír porque mi boca presiona la suya mientras retengo el suspiro que acaba muriendo en ella — He sido una terrible persona, Scott. Y tu mamá quería que te cases con el hijo del panadero… ¡Y te quedaste conmigo! ¿Por qué te enamoraste de mí? Estoy seguro de que fue la peor decisión de tu vida — me río de ella, tan bajo que mi torso tiembla cuando tomo su rostro entre mis manos. ¿Sus cachetes están más suaves o es que se hincharon? — Cada vez que firmo una nueva petición de Magnar, sé que fruncirías más el ceño hasta volverte un acordeón. Cada vez que Abbey me llama a su despacho, tengo que recordarme que hago todo porque tú y las niñas estén a salvo. ¿Dije que mataría por ti? Porque creo que también moriría por ti. Y hay veces en las que quiero pedirte que nos vayamos bien lejos, más que nada cuando me recuerdo que esa no es una opción de verdad. ¿Recuerdas cuando me dijiste que yo nunca sería tuyo y tú no serías mía? ¿Lo recuerdas, Scott? — ni siquiera sé si así había sido la conversación, pero creo que era algo parecido. Pruebo sus labios una vez más hasta que me arrodillo frente a ella, pero como no tengo equilibrio me quedo en ambas rodillas, sujetándome a sus muslos para poder verla y no irme hacia atrás — Pues eso es pura mierda, porque soy tuyo. Soy una pobre y patética imitación de mí mismo y es todo tu culpa. Tu culpa y la de la bebé gorda y la de Meerah. Así que… vayamos a la playa, así nos casamos con un apretón de manos como en los viejos tiempos y que el mundo se joda, siempre y cuando pueda joder contigo. ¿No crees que esa sería una buena oda? — y me reiría, juro que si, si no fuera porque me encorvo hacia delante porque el sonido de mi garganta indica que voy a vomitar. No lo hago, suerte para sus pies.
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De acuerdo— acepto de inmediato, que no voy a dejar pasar el ofrecimiento, —te lo pediré con cariño y también te ayudaré a quitarte la ropa como parte del espectáculo— digo, con ese tono meloso que entre nosotros siempre tiene un trasfondo de humor que podemos reconocer, porque alguna vez dijimos que no éramos de este tipo de personas, para empezar que no éramos de las que se enamoraban como me lo aseguró él en su casa, en su cama. Una vez me reí de él porque me dijo que me dedicara a la poesía y ahora resulta que es quien hace rimas para formar una oda, quien me pone a bailar siguiendo un tarareo sin sentido en el que sigue ensayando líneas. ¿Esas son mis virtudes en serio o las está tomando prestadas porque quedan bien dichas en voz alta? Podría creérmelas todas, podría creer cualquier tontería que salga de su boca, como que me ama porque sé lo que dice de verdad, pese a ese tonito agudo que me hace reír tanto. Para ser las mismas personas a las que el orgullo les impedía decir lo mucho que se deseaban y poner en palabras que el sexo no bastaba porque querían más del otro, podemos hablar ahora tan a la ligera de eso. —A ti te encantaba— le llevo la contraria porque puedo. No sé si todo era culpa del orgullo, también estaba el miedo, el mismo que sigue estando en cada centímetro de mi piel que se roza con su cuerpo al mecernos, que hace que me cueste decirle lo que amo de todo su «yo», ese que no me provocaba nada cuando era sólo un rostro que veía cada tanto y que me fue atrayendo con cada faceta que conocía, en una caída lenta que me tiene en este momento buscando su olor, en una intimidad que me permite encontrarme también con esas facetas que nadie más ve, las más estúpidas.

¿En serio eso es lo que me pedirías?— pregunto con sorpresa, ladeando mi cabeza hacia él para poder ver sus ojos tan cerca. —Porque me parece generoso de tu parte y le veo muchos inconvenientes a hacerlo posible que tienen que ver con un conejo y una adolescente presentes, pero ninguna objeción de mi parte— contesto con la curva pronunciada de mi sonrisa acariciando su barbilla y mis brazos trepando por su cuello para entrelazar las manos detrás, acercándome todo lo posible a él, haciendo parte a la bola que me acompaña a todos lados y obliga a un abrazo entre tres. Logro verme en su mirada cuando sigue hablando, mientras me pregunto cómo se puede amar tanto a alguien que cruzando la puerta de esta casa y sentándose en un sillón ministerial, es la persona que firma los actos a los que me opuse alguna vez. Y cómo esa persona puede amarme, al punto de saber que no es broma que mataría por cualquiera de nosotras, sus hijas o por mí. ¿La peor decisión de mi vida? Seguramente, la única que podía tomar y al demonio el hijo del panadero. Lo imito al tomar su cara con mis manos, repasando sus mejillas con mis pulgares. —Eres idiota, no iba a conformarme con el pan si podía tener todo, todo este pastel— me río contra su boca sin llegar a besarlo, sé por qué me enamoré de él y por qué me quedé con él, pero dudo en decírselo. Ese segundo de vacilación pasa cuando continúa, sé que en su discurso de borracho se están colando algunas verdades de las que no pondríamos en la mesa si estuviera sobrio y no pienso abusarme de su estado, no sé si quiero escuchar todo lo que podría revelar. —¿Esa vez en la que me diste la espalda en la cama?— inquiero, tomándolo con gracia y recordándoselo como si siguiera siendo una falta de su parte, pese a la opresión que siento en mi pecho porque está pasando de los límites de lo patético a ser tan absolutamente honesto que siento pena y culpa por haber pensado en un principio tomar provecho de esta situación para, no sé, sacarle algunos secretos escabrosos como si ya no los conociera.

Me río, claro que me río, una vez más rompo con mi carcajada la quietud de esta casa que debería estar durmiendo. —Todo lo que quiero mientras este mundo se jode, es joder contigo y mostrarle que lo hacemos mejor— hago eco de sus palabras, mis manos tomando mechones de su cabello al tenerlo de rodillas en el suelo, en esta inesperada proposición de lo más simple para nosotros, lo que nos queda bien, porque siendo la que está libre de alcohol entre los dos también me veo cometiendo la locura de hacer promesas en una playa a oscuras. Y me doblo en una carcajada más profunda, que me hace doler el pecho, mi vientre también se sacude por la risa al verlo casi ahogándose con una arcada. —Eres tan idiota, Hans. Tan idiota. Hablas de casarte y te dan ganas de vomitar, maldición, me gustas tanto— mi voz tiembla, se rompe, trato de tomarlo por los hombros y me cuesta siquiera hacer el amago de inclinarme. —¡Ven! Ponte de pie, ¡que no puedo agacharme!— le recuerdo con otra carcajada, tiro de él para que se levante y pueda besarlo, no me importa que el whisky le haya dado vuelta el estómago, que sea todo lo que puedo saborear de él al sobrepasar sus labios, probando lo cálido y lo embriagador que sigue siendo para mí. Me separo para poder respirar, espero que si el beso le provoca otra nausea, pueda terminar de escucharme primero. —No puedo casarme contigo esta noche en la que eres una pobre imitación según tú, porque en Noche Vieja le dije a otro hombre que le daría mi confianza absoluta y le hice otras promesas que me comprometen con él— reprimo las ganas de reírme así mi voz suena tan seria como pretendo que sea mi declaración, —Podría ir contigo a donde quieras y que Pelusa sea nuestro testigo, si quieres puedo quitarle a Meerah uno de sus anillos, colocártelo mientras duermes para que mañana te des un susto de muerte y sepas del peligro de bromear con esto, pero… no hace falta. Solo iríamos a la playa a decir lo que ya está dicho, a quedar como el par de idiotas que somos y echarnos la fama en este distrito. Pero todo lo que soy y toda mi vida ya la enlacé con la tuya, haciendo leyes en tu oficina— murmuro, y agradezco que esté borracho, que no recuerde nada de esto ni mañana, ni en los días siguientes, porque será de esos recuerdos que dolerán, que dolerán mucho algún día.
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Hans M. Powell
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Obvio que jodemos mejor, creo que eso no hace falta ni aclararlo. Porque la vida nos golpea y nosotros seguimos aquí, compartiendo risas robadas en un salón a oscuras, como si no hubiera ningún peligro o amenaza allá afuera, en el mundo que es ajeno a nuestra burbuja de felicidad. Porque sí, soy estúpidamente feliz, tanto que a veces duele el pecho y me encuentro preguntándome qué hice para estar en este sitio que me aterra más que nada, pero que sé que no tendría nada si me lo arrebatan. Solo puedo reírme a pesar del sudor de mi frente por la pequeña arcada, me recargo en sus rodillas en lo que ella juega con mi pelo y me encuentro suspendido, como si el tiempo se hubiera detenido en este suelo que podría volverse el infinito si me suelto. Dios, estoy tan ebrio, soy tan idiota, me gusta tanto — Lo siento — es lo único que puedo decir, no sé por causarle todas estas cosas o porque me he olvidado que no puede agacharse. Doy gracias a que ella me ayude, porque lo único que puedo hacer es arrastrarme por su cuerpo hasta ponerme de pie con un tambaleo que culmina en sus labios, esos que conozco de memoria pero que jamás podría cansarme de besar. ¿En qué momento pasó esto? ¿Por qué es tan adictiva? ¿Cuándo me volví un idiota? Es la clásica historia que escuché mil veces: ¿Cómo es que un hombre pierde su orgullo y su entereza? Pues claro, por una mujer.

¿A quién le andas prometiendo esas cosas, Lara Scott? ¿Me vas a cambiar por una versión mucho mejor de mí mismo? — me burlo de ella, de los dos, creo que voy a hipar y… ahí está, el hipo me sacude y me hace reír a borbotones. Estoy muy ocupado en acariciar su rostro con mis manos, marco sus pómulos, su nariz, su boca, su barbilla, pero ella sigue hablando y, de vez en cuando, mis ojos van hacia los suyos para demostrarle que tiene toda mi atención, que no me he perdido del todo en su hermosura, aunque a veces lo hago, incluso cuando hay veces que dice tonterías que no tienen sentido y yo sigo pensando que se lo perdonaría porque para mí es la persona más bella que pudo meterse en mi cama. Sí, incluso con ese carácter de mierda que tiene a veces. ¿Y por qué no se lo digo? Porque es imposible poner esas cosas en mi voz, creo que no son suficientes, debe ser por eso que vivo buscando cómo besarla. Creo que me demoro en responder, quizá porque estoy muy ocupado procesando lo que dijo para tratar de entenderlo. Abro la boca una vez, la cierro, suspiro y vuelvo a tratar — Entonces cásate conmigo — sé que el alcohol estaba fuera de nuestros tratos, pero es lo único que sale de mí en la oscuridad y de seguro mañana lo habré olvidado. Debe ser ese el propulsor de mi coraje, incluso cuando sé que es innecesario — No hoy, no mañana, pero algún día. No necesitamos testigos, estoy lleno de papeles que podemos firmar y no hay ninguna ley que diga que no puedo ser el mismo juez que lo autorice. No tienen por qué saberlo siquiera, aunque Mo se volvería loca si nos unimos en un matrimonio clandestino que ella no pueda organizar — la sola idea me hace reír, pero me rindo con mi frente contra la suya.

Hay un mechón de mi flequillo que me pica, debe estar aplastado contra mi piel. Tengo que cerrar los ojos porque siento que me caeré de culo al suelo, por eso también me sujeto mejor a ella — Una vez te dije que te odiaba — no sé por qué lo recuerdo, debe ser solo una reflexión que ha brotado de la nada — ¿Lo recuerdas? Creo que es porque en ese momento supe que te deseaba más que a cualquier otra cosa, porque tenía que odiarte así sentía algo tan fuerte por ti como en verdad lo siento. Era lo único que se asemejaba a lo que me hacía tan vulnerable. Perdona las veces que te lastimé, no siempre fue intencional — fuimos más enemigos que amigos durante muchos años, aunque no fuesen las palabras adecuadas. Mis yemas rozan sus nudillos, mi cuerpo se apega al suyo que aún se sigue sintiendo pequeño, incluso con su vientre hinchado — ¿Sabes lo que más me agrada de ti? Que me haces sentir como un adolescente. Y por todos los cielos, es bueno saber que hay una segunda adolescencia que será mejor que la primera. Es sentirse completo, incluso cuando sabes que… — me muerdo la lengua, saboreo las palabras amargas y me atrevo a mirarla una vez más. La realidad es una mentira bella, una vez me lo han dicho. Solo existimos y un día, ya no somos — Nunca me dejes, Scott — susurro, se siente como un secreto — Porque no puedo hacer esto solo. — no cuando sé que hay una mano que quiero que sostenga la mía antes de golpear el suelo.
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No puedes culparme de haber cedido a esas promesas, era una versión de ti muy persuasiva— contesto a su burla, como si no fuera persuasivo en todas sus maneras, si no es con sus palabras lo hace con sus caricias que siempre me retuvieron cuando todos mis instintos me gritaban que escapara, porque este hombre sabría joderme como nadie y en todos los sentidos implicaba un riesgo al que mejor abstenerme, yo que sólo cierro los ojos al choque inminente, porque si los cierro puedo sentir sus caricias como si estuviera descubriéndome, como si ya no lo hubiera hecho tantas veces. Sostengo mi voz a pesar de su roce, lo hago parte de mi discurso, busco las palmas de sus manos con mis labios al explicarle por qué es una locura en la que nos superaríamos si vamos a la playa para hacer una promesa carecería de sentido, en principio porque una de las partes está con la sangre llena de alcohol. Se lo escucha tan claro, tan lúcido, que me arrebata otra sonrisa en su modo tan simple de ver algo que por la trascendencia que le dan todos, creo que nos asusta, como asustaría a cualquiera que hace poco más de un año estaba demasiado lejos de esta casa, de este bebé por nacer, del intento de una familia, de reconocer que se había enamorado a pesar de la realidad pesimista de la adultez y de no tener la excusa de la ingenuidad de la juventud. —Mo nos odiaría por no estar a cargo de un pastel de bodas y Meerah no nos volvería a hablar por privarla de diseñar el vestido más bello posible— digo en un susurro tan quedo, que tomo prestada un poco de risa para continuar: —Pero un día puedes dejar los papeles en un sobre sobre la cama, los firmaré y pasaré a dejárselos a Josephine en tu oficina. Y otro día, que no tiene por qué ser este año, ni tampoco el siguiente, si no hemos gritado pidiendo el divorcio y ninguno ha matado al otro por una pelea boba, podemos pedirle que organicen una boda que a ellas les guste y le dejaremos creer que es la primera—, de todos modos, que lo olvidará mañana.

Mis manos encuentran sus hombros para sostenerlo, que lo siento inestable contra mí, con una sonrisa disimulada bajo por sus brazos para guiarlos de vuelta a mi cintura, haciendo lento ese trayecto en que los voy moldeando con mi tacto. —Estabas borracho. Esa noche dijiste tantas cosas… que me odiabas y luego que no querías que me fuera…— lo recuerdo, con toda la nitidez que me da tener la mente despejada y esta buena memoria para las cosas será de la que me lamente luego, en que cada cosa que diga se quedara en mí cada día a partir de este día, esta noche. —Perdona las veces que no te comprendí, en las que te abandoné a solas con lo que te estaba atormentando, no supe cómo…— susurro, mis dedos perdiéndose en su cabello al peinarlo, me abrazo a él como puedo, recostando mi mejilla contra el calor que encuentro en su cuello, aunque nunca he sentido una temperatura distinta en el contacto de nuestras pieles. —No te dejaré solo— prometo. Le muestro mi sonrisa auténtica al tirar de su muñeca para sacarlo de la sala con la precaución de no ir tan brusco, no sea que se me desmaye en medio del pasillo. —Quiero que vengas conmigo, Pelusa entenderá— es todo lo que digo, se acabó el espectáculo para el conejo. —¿No crees que irá a contarle a tu hermana todo el chisme, verdad?— pregunto como si me preocupara la posibilidad y lo haría si no fuera porque los peluches siguen sin poder hablar. Golpeo la pared de la cocina donde sé que está el interruptor para que la luz se encienda y sin soltarlo, porque si lo suelto se cae, lo hago cruzar toda la habitación hacia la puerta trasera con los ojitos dormilones de Ophelia siguiéndonos.

Me eriza los brazos el viento frío y salado de la madrugada al salir fuera, y sigo caminando hasta que mis pies se hunden en el inicio de la arena tostada de la playa, que todavía conserva algo del calor del sol diurno. —No volvería a dejarte solo, nunca— prometo cuando nos detenemos, colocándome de frente a él, poniendo en palabras lo que yo sabía desde el momento en que me tomó de las manos para preguntarme si me gustaría quedarme en su casa, en su vida, en esta locura de criar una hija juntos y ser una familia para la que ya tiene. —Haces estupideces más serias cuando estas solo que estando borracho y tengo que quedarme contigo para que sepas que— enmudezco por un momento, creo poder escuchar sus latidos pero son los míos que van marcando un ritmo, —te mereces amor— suspiro, por lo difícil que es expresarlo, y me reconforta en todo momento que son dichos que se perderán en su memoria de esta noche. —Y mientras lo sepas, mientras lo recibas, hay una parte de ti que se mantiene, que también puede amar. No sólo a mí, a tu familia, a lo bueno en ti— me guardo otra sonrisa, de todos modos se me escapa una carcajada hueca. —Perdóname por entrometerme así en tu vida—. Todo hubiera sido diferente de no haber sido puestos en circunstancias en que las que caí como torbellino y él consiguió no sé cómo abarcar todo ese desastre en sus brazos para atraparlo.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Me parece un trato justo, se lo dejo saber con un movimiento afirmativo y sereno de mi cabeza. Nadie tiene que saber de los papeles de casamiento, como tampoco nadie supo en su momento del trato que nos ligó durante años y que ahora es un montón de cenizas que hemos tirado, para darle paso a otro tipo de fuego. Siempre tuvimos cierta intimidad en cualquier tipo de relación que desarrollamos uno con el otro, Scott es muy parecida a un placer culpable al cual me he aferrado durante mucho tiempo, aunque con diferentes intenciones. Es gracioso que esa noche también hubiese bebido alcohol, jamás he sido muy resistente al mismo, pero recuerdo la desesperación que sentía por alejarla de mí, porque sus manos no me toquen más de lo que podrían. ¿Me atormentaba? A su manera, podría apostar que yo hacía lo mismo con ella — No tengo nada que perdonar — le resto importancia, lo tomo como poca cosa porque, a estas alturas, ya me he perdido en ella. Lo dejo en claro por como correspondo a su abrazo, nos vuelvo un montón de extremidades que se buscan en la oscuridad como si tuviésemos que ocupar el menor espacio posible. Me sonrío porque eso sí puedo tomarlo como promesa, no le digo que lo sospechaba, me basta con que salga de sus labios — Depende. ¿Planeas hacer alguna maldad conmigo? Tal vez sea muy importante y mi hermana se termine enterando al ser el único testigo que queda — lo digo como si estuviese hablando de una trama de misterios, creo que no he empleado ese tono desde que era un niño y tenía que asustar a Phoebe de alguna manera.

Me dejo guiar, pero tengo que tener cuidado de no tropezar y estoy seguro de que mi mano libre golpea contra el marco de la puerta cuando trato de comprender a dónde vamos usando mi brazo estirado de guía. Es el frío de la brisa lo que me despierta un poco, me hace arrugar la cara y el aroma del mar me golpea tan fuerte que me olvido del whisky. Me detengo solo cuando ella lo hace, tengo los ojos fijos sobre su cabeza, en la oscuridad que me indica que estamos cerca del mar. Aún así, su voz suena sobre las olas y me obligo a mirarla, mucho más visible bajo la luz de la luna; tomo lo que me dice, a pesar de que me cause una extraña mezcla de felicidad y tristeza que me hace dudar de cómo es posible que ambas cosas puedan ser una — Lara… — pero sigue hablando, yo solo puedo tomar sus manos y desear que ningún dementor tenga intenciones de venir a molestar en la parte trasera de nuestra casa. Se me contagia su risa, al menos un poco — Estoy muy cómodo contigo metiéndote en mi vida, de verdad. Ya no lo veo de esa forma — por el modo que tengo de hablar, es obvio que no voy a detenerme aquí — Pero… no sé si me merezco amor. No sé si me merezco el tuyo. Soy una persona terrible — sí, suena a que me estoy lamentando, es el alcohol hablando sobre los remordimientos — Soy más terrible porque no me arrepiento de casi nada. Hay cosas que me pesan, a veces, pero sé que correría el mismo camino para llegar a ti y seguiría así para mantenerte conmigo. Quiero que seamos intocables juntos — porque, si va a quedarse conmigo, tendrá que sentarse a mi lado. Es algo que nunca supe si ella haría por mí.

Busco callar mi vómito verbal y doy el paso necesario para tomar uno de sus pómulos y besar sus labios. En la calma que nos arrulla con el movimiento de las olas se siente como la promesa que necesitaba, estoy lo suficientemente ido como para que mi boca disfrute con lentitud de la suya, pendiente de su completa textura. Incluso, cuando el beso se detiene, me siento suspirar en ella y tengo que tomarme unos segundos antes de reaccionar — Quítate la ropa — sé que suena a una orden inesperada, pero tengo un punto — ¿Alguna vez te metiste al mar de noche? No tan profundo, no quiero que salgas flotando. Pero si vamos a vivir juntos lo que sea que es esto, nos merecemos nuestras propias locuras, a ver que tanto harías por mí. ¿Y crees que podremos cumplir con nuestro ritual si no cambiamos un poco las normas? — no me separo mucho cuando empiezo a tironear de mi propia camisa, no sé por qué busco sacarla por mi cabeza hasta que consigo arrojarla a la arena con mucha más dificultad que de costumbre — Además… Pelusa ya no está para acusarnos — le muevo las cejas como si fuese la idea más traviesa que he dicho en mucho tiempo en lo que busco desnudarme, con algunos saltos ridículos de por medio, hasta que (por razones inexplicables) coloco mis bóxers en mi cabeza y acomodo los mechones sobresalientes dentro, cuál gorro de cocinero — Veamos que tan dispuesta estás a seguirme, Scott — y sin pensar que somos un ebrio y una embarazada, mis piernas casi que corren en dirección a las olas. Si voy a perder la dignidad, que valga la pena.
Hans M. Powell
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Si lo pienso bien, Pelusa podrá luego ser el único testigo que quede para decir que como los estúpidos que somos salimos a la madrugada de la casa para ir a la playa y cualquiera que sea el desastre en el que acabemos metidos por fidelidad a nuestras costumbres, estará el peluche para colaborar con su testimonio. Pero si quería una promesa en la playa y que lo tome de la mano es lo que pienso hacer, no sé y no creo que en su estado pueda entender lo que quiero decirle al decirle que me quedaré con él, que no lo dejaré solo, tiene más trascendencia para mí que cualquier «sí» dicho delante de otras personas y la razón por la que lo amo de esta manera caótica en que he descubierto que es la manera en que sé amar, nunca a nadie como lo amo a él, es lo más honesto que tengo para darle en vez de gritarle en medio de una multitud que lo hago, que lo amo, creo que a ambos se nos daría por bajarnos otra botella de whisky si eso ocurre. —¿Cómodo? Hago que te tires de los pelos todos los días, te robo las mantas cuando hace frío y sé que quieres matarme al menos tres veces al día, yo quiero matarte al menos dos veces al día— intento bromear, es lo que hacemos para quitarle hierro a lo que nos duele cuando lo ponemos en voz alta, como que no merecemos nada de esto. ¿Verdad que no? ¿Por qué lo hacemos? ¿Cómo es posible que tengamos el descaro?

Y es todo esto lo que abarco cuando le digo que no lo dejaré, que no estaba hecha para enamorarme, en ninguno de los casos improbables de alguien como él, que hace cosas y sigue haciendo cosas, por las que tendría que estar cruzando la frontera de Neopanem poniendo toda la distancia que se pueda, y ¿para qué engañarnos? —No podría apartarme de tí aunque quisiera, eso lo sabemos— susurro, me faltan palabras para explicar la manera en que nos hemos ligado al otro, con el inconveniente que trajo a nuestra moral haber cedido más de una vez a lo equivocado, y nos rendimos a esto, cuando él podría estar con alguien que respete sus estructuras, más cómodo a sus costumbres, y yo podría estar a mi aire en cualquier otro lugar, encontrando con mi mala suerte algo o alguien que me destruya, en vez de darme una casa en la playa. Pero estamos atados por algo que no necesitamos materializar en nada, lo sentiría donde fuera y me encontraría con él a lo largo de todo este camino que estamos recorriendo, chocando como el accidente que somos. —Haría lo que fuera por ti, Hans— se lo digo porque está borracho. Mis dedos vuelven a buscar su cabello, retirando los mechones que le caen. —Quedarme— musito, dejando que esa palabra se pierda entre sus labios al acariciarlos, tan lento que podría quedarme meciéndonos por el ir y venir de las olas en un susurro.

Pero no lo traje a la orilla solamente para promesas que olvidará. —¡Que coincidencia! Estaba a punto de pedirte que te desnudes— digo, mis manos descendiendo por sus hombros. Por una razón distinta a la suya, que consistía en mandarlo al agua para robarme su ropa y correr lo más rápido que se pudiera con mis habilidades de pato embarazado a través de la playa, para que luego tenga que ir a golpear desnudo a la puerta de la cocina que lo deje entrar. ¡Está borracho! ¿Cómo privarme de algo así si tengo la oportunidad al alcance de mi mano? Puedo dejar de lado mi maravilloso plan porque me convence con su propuesta. —¿Qué ritual?— pregunto, siento que me quedé un poco atrás. Tiro de mi camiseta amplia por encima de mi cabeza dejando a la vista y  al frío mi pecho que creció varias tallas en este tiempo, que no hace falta que me lo pida dos veces, y como puedo también me desprendo de los pantalones cortos pese a la dificultad de tener que bajarlos por mis piernas con la panza en medio. No es justo para mí que su cuerpo siga siendo el mismo y me siga provocando el mismo calor en la piel pese al golpe de fresco de la noche, por ridículo que se vea con sus bóxers como gorro. Espero en el borde en que sea el primero en echarse a correr sin pensar en lo helada que puede estar el agua para poder reírme de él, los días pueden salir más cálidos, pero es de madrugada. Tomo ventaja de ese momento para agacharme, porque si puedo agacharme pese a todo, y escondo su ropa entre la arena al no dar con su varita, que entonces las hubiera hecho desaparecer, pequeñas variaciones del plan original. Me lanzó al agua para seguirlo por muy insensato que sea, porque si le da un calambre así de borracho, o en el peor de los casos, entro en trabajo de parto aquí mismo, ¿qué carajos haremos? Tendrá que salir corriendo en bolas, borracho, a pedir ayuda a nuestros vecinos. Llego hasta él dando brazadas para atraerlo hacia mí y buscar su boca, siempre buscándola con una ansiedad que es arder lento, en medio de este mar nocturno y oscuro que quiere también abatirnos, tirar de nosotros para hundirnos, y yo sólo sé que me pierdo en él, me encuentro en él, mientras mis manos se enredan con su cabello mojado. —¿Pasé la prueba?— pregunto, faltándome el aire al separarme. —¿Qué me he ganado?— mi sonrisa es ladina al ir besando las gotas de agua salada en su rostro.
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Hans M. Powell
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A pesar de la picazón iniciada por la culpa, la parte más egoísta de mi persona se aferra a ella con la gratitud causada por su promesa, una que espero que jamás quiera romper. Es lo único que necesito ahora mismo, está lejos del contrato que podríamos firmar sin que nadie se entere en abuso de mi propio poder, porque sus palabras en mi boca tienen más peso que cualquier otro juramento. Que se joda el resto del mundo, las costumbres que no somos capaces de seguir, las inseguridades que nos empujaron porque no queríamos saber nada con meternos en la vida del otro. Ahora, en este preciso momento y por muy ebrio que esté, sé que la estoy escogiendo, que quiero quedarme aquí y que eso es lo único que en verdad tiene un peso. Lo demás son solo detalles en los cuales ya pensaré en la mañana.

No hay ninguna respuesta que darle, creo que todo queda dicho en hechos. Mis pies barren la arena con mi lenta carrera al mar mientras echo la mirada sobre mi hombro para chequear que me sigue, así que muevo mis brazos para incitarla a hacerlo más rápido — Vamos, Scott. Que no quieres que Meerah se asome por la ventana y vea tu culo en la playa — lo cual sería muy penoso de excusar, considerando que mi hija no tiene un pelo de tonta y tampoco está en una edad en la cual pueda camuflar un poco una situación como esta. No le presto mucha atención cuando mis pies se van hundiendo en el agua y el alcohol me obliga a ignorar la temperatura, a pesar del ligero escalofrío que me indica que mi piel la sufre por un momento. Cuanto más me hundo más me cuesta mover los pies, de modo que me ayudo de mis brazos hasta que estoy cubierto hasta los hombros. El movimiento de las ligeras olas me salpica, tengo que manotear el bóxer para que no se me vaya con el agua y me hundo solo dos segundos en la oscuridad, hasta que ella llega hasta mí. Ni siquiera pongo en duda el corresponder su beso, me centro en rodearla en un abrazo que nos enrosca en la fragilidad que nos permite el estar flotando, a pesar de que siento los mechones de mi pelo como una cortina que cubre gran parte de mi rostro — Creí que te quedarías en la orilla — admito en un murmullo divertido, la aprieto un poco más fuerte con un brazo porque utilizo la mano contraria para apartarme el cabello de los ojos y así puedo verla. No estoy seguro de que ella sea capaz de ver mi sonrisa, aunque algo me dice que mis dientes deben sobresalir en la oscuridad — Pues… ¿Qué quieres ganarte? No había pensado en un premio, además de mí mismo — bufo como si estuviese siendo obvio, alzando el mentón para darle más espacio a los besos que van caminando por mi cara.

Ese gesto me permite el fijarme en lo estrellado de la noche, en lo clara de la luna, en lo silencioso que nos rodea y me pregunto, honestamente, si alguna vez hice algo así de simple. Mis dedos juegan con la tela que aprieto contra su espalda para no perder mi ropa interior en el mar, pero los contrarios tiran de su pierna para enroscarla en mi cintura — Este es el momento en el cual somos devorados por un tiburón gigante — mi referencia a las clásicas y patéticas películas de terror muere ahí, porque me estiro para besar la gota gorda que resbala por su mentón — ¿Alguna vez tuviste sexo en el agua? — muevo un poco mis piernas, me doy cuenta de que apenas rozo el fondo con la punta de mis pies, lo cual es suficiente para mí. Nos muevo un poco, así tengo la seguridad de enroscarnos de manera tal que la corriente no nos arrastre… ¿O nos estamos moviendo sin que me dé cuenta? — No en la ducha, eso lo hemos hecho. Hablo de así, en el mar o una piscina. ¿Por qué no probamos esas cosas? ¿El libro no dice nada de eso? Quizá debería preparar el ambiente con una nueva oda — lo último lo agrego en un susurro dudoso, hasta que me risa entre dientes quiebra el ambiente y estoy seguro de que el beso que le robo es bastante sonoro — ¿Cómo crees que sería? El poder estar aquí todos los días sin la necesidad de ir a un trabajo como el ministerio. No me malinterpretes, me gusta mi trabajo, solo que a veces es como demasiado… Ven, pon la pierna aquí — coloco la otra alrededor de mí, me siento suspirar cuando escondo el rostro en el hueco de su cuello — Prometo estar cuando me necesites, no importa lo mucho que me demande la oficina. Y podemos hacer los baños nocturnos nuestra tradición cuando no tenga tanto alcohol encima. Creo que debes… — por mucho que me quiera apegar a ella, me doy cuenta de que la forma redondeada de su panza me complica un poco la cercanía de nuestras caderas, así que me acomodo para poder empujar un poco su torso hacia atrás como si de esa manera pudiésemos ser compatibles — ¿Por qué no podemos hacerlo como en los viejos tiempos? ¡No puedo creer que tener sexo sin condón una vez haga que pase meses tratando de encontrar el modo de hacerlo de nuevo! Es tan injusto — por el tono de mi voz, estoy delatando que estoy en medio de un berrinche muy poco erótico.
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No sé cómo, después de todo lo que ha pasado, puedes creer que me hubiera quedado en la orilla— se lo digo con franqueza, tratando de entender que un pensamiento así sobre mi persona pudiera haber cabido en su mente. No he hecho más que arrojarme a él, zambullirme en nuestro océano personal de emociones inciertas, incluso cuando parecía querer escapar en la dirección contraria, lo más rápido que se pudiera. Volvía hacia atrás, con la misma cadencia de esta marea que es real, fría al envolver nuestra desnudez, haciendo que me estrelle contra su cuerpo como si fuera una roca a la que puedo aferrarme, lo hago al abrazarme a sus hombros y acariciar su espalda, joder, que todo esto es lo que está por debajo de los trajes de todos los días. Nunca entenderá por qué lo prefiero con trajes, cuando ese atuendo siempre se me hizo un disfraz soso de los hombres de tribunales, hasta que descubrí lo que había debajo y desvestirlo se ha vuelto lo más interesante para ver, para descubrir el contorno de sus brazos, lo duro que se siente al recorrerlo con mis dedos y duro en todas partes, que podrá quejarse de los efectos que en el alcohol tiene en él en otros aspectos, pero nunca le ha dado problemas en lo importante al parecer. —El hombre es el premio, entonces— me sonrío, y yo también le había dicho que la chica era el trofeo, ¿no? Ganamos ambos después de tanta pelea. —Es un buen premio, lo reconozco— digo, mi voz ronroneante en su oído al tratar de acomodarme como me guían sus manos y siempre con mi panza de embarazada complicandonos la tarea, que es más grande de lo que debería en consideración a mi estatura, tan grande que nos impone una distancia que queremos salvar a toda costa y confío en que podrá sujetarme cuando trato de rodearlo, perdiendo el contacto del fondo con mis pies. Tengo el cabello mojado y pegado a mi cuello, y retiro los pocos mechones que cruzan mi rostro para que quede despejado, así puedo besar una y otra vez lo salado de su boca que va lavando el gusto a whisky, no sé decir cuál me gusta más.

Si llegamos a ser víctimas de un tiburón, el destino de los idiotas se cumpliría en nosotros como debe ser, es lo único que nos falta. No le digo que más terrorífico sería que en este momento la bebé quiera nacer, como ya lo pensé, porque no se me hace que haya cosa dicha entre nosotros que pueda matar tanto el clima como eso. Mejor no decirlo. Estoy que me muero de ansiedad por pensarlo a todas horas, con la fecha marcada a rojo, que simplemente no quiero pensarlo, y suele ser bueno en esto de hacer que mi mente que piensa a mil por horas, se calme un poco. El sexo se ha tratado siempre de esto, de no pensar, de anular todo. Pero con él pienso, enloquezco, encuentro una inesperada calma que no parecía poder ser capaz de hallar en mí, y mi respiración sigue a la suya, acomodo mis latidos a los que percibo en su pecho que cruzo con mis manos tratando de abarcarlo todo, con lo lentos que se vuelven mis movimientos por el agua. —Estaba por decir que lo hicimos muchas veces en la ducha— digo con una carcajada, que somos respetuosos de su ley ecologista y también nos permite ahorrar tiempo al prepararnos para ir a trabajar. Nadie me hubiera podido convencer que el sexo matutino y habitual sería tan necesario como el café de todas las mañanas. —Pero el miedo de que un tiburón pueda devorarnos lo hace más excitante, ¿no?— le doy una nota traviesa a mi voz al tratar sostenerme de su nuca, que lo difícil de encajar hace que la marea quiera arrastrarme lejos y no, aprovecho cada aventón que viene después para ir subiendo con mis manos desde su nuca a su cabello, mis piernas atrayéndolo sin conseguir más que un roce impaciente, frustrante para él, que vuelve a quejarse y despotricar por los impedimentos del embarazo.

¿Nos quedará algún lugar en este mundo que no jodamos? ¿Qué nos falta? ¿Dónde te gustaría?— pregunto en un susurro a su oído y, en verdad, que bien le sienta el agua salada porque beber ese gusto en su piel me hace querer devolverlo a la playa, tirarlo en la arena y hacerme cargo del trabajo. Maldición, detesto tanto a este hombre, esto no debería estar pasando. No debería estar después de nueve meses llevando a su bebé, de todas las nauseas, los nervios y las hormonas, de vivir con él y verlo cepillarse los dientes, de tener que soportar toda su maldita obsesión por el trabajo y que las cosas tienen un orden, no debería desearlo así. —¿Sabes que hace un año que estamos jodiendo, verdad? Tengo una pregunta que hacerte, chico de las odas...— lo prevengo, mis dedos soltando su pelo para romper la superficie y seguir descendiendo, sumergiendo mis manos para comprobar lo que ya sé. —¿A tí lo que te excita es lo romántico? Sigues haciéndolo conmigo porque te puede, más que nada, que cada vez que follábamos me enamoraba más de ti. ¿Te gustaría que te cante una oda?— con esto último me río, vuelvo a mecerme por las olas para atrapar sus labios y me prendo a ellos para tener de donde respirar, como si estuviéramos ahogándonos a metros de profundidad.
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Hans M. Powell
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Estoy seguro de que los estremecimientos que inundan mi piel no tienen nada que ver con la diferencia de temperaturas entre el aire marino y el calor del agua. Incluso con la enorme dosis de alcohol que tengo en las venas, me reconozco buscando su cuerpo como la estufa necesaria para pasar la noche y no hundirme en el intento, cada uno de sus toques es una invitación y una provocación a la experiencia de disfrutar del otro, incluso cuando a veces creo que nos conocemos de memoria. Y aún así… ¿Por qué me gusta tanto volver a descubrirla? Me río con ella como si esto fuese el juego de dos niños inexpertos que buscan coquetear a pesar de no necesitarlo de veras, cuando sé que a pesar del correr de los meses cualquier intento de conquista es bienvenido, tal y como si fuese la primera vez que nos tocamos. Si vamos a pasar una vida juntos, o lo que podamos de ella, será bueno ponerle cierta emoción a lo que otros llaman rutina — Tiburones, medusas, peces desagradables, ojos curiosos… Cualquier cosa puede pasar y tendremos que ser más rápidos que ellos — imito su tono pícaro, aunque la broma queda perdida no solo por nuestros besos sino también por mis quejas. Tan cerca pero tan lejos y uno aquí, tan seguro de que su cuerpo está fundido en excitación. Esto es el karma, algo malo habré hecho para merecerlo.

Mis ojos se pierden en las estrellas en lo que intento recordar algún sitio disponible en el cual no hayamos dejado nuestra marca, en especial durante ese verano en el cual no pudimos quitarnos las manos de encima. Momento… ¿No empeoró cuando comenzamos a vivir juntos? Cuando descubrimos que nos teníamos al alcance en una mayor franja de tiempo, como si jamás pudiésemos calmar la sed que ahora mismo nos tiene besando nuestras pieles como si la noche fuese eterna y nosotros tuviésemos que ir más rápido — Aún creo que me debes un asalto en tu dormitorio de adolescente — murmuro en tono guasón, no puedo pensar en otros sitios cuando lo único que está ocupando mi mente es que en el aquí y ahora, no puedo estar dentro de ella. Entorno la mirada, no solo presa de la curiosidad sino también de los cálculos que me hacen dudar si hemos comenzado hace ya un año, cuando no puedo decir mucho porque el camino que siguen sus manos me arrebata un jadeo que muere cerca de su boca.

Me cuesta encontrar un hilo lógico en mi pensamiento que seguir, pero cuando lo consigo, estoy perdido en su boca y alzando su cuerpo en desespero, que la ayuda del agua me permite que nos enrosquemos sin importar el peso en lo que muevo nuestras caderas para buscar esa conexión tan ansiada — Me excita saber que te tengo, que te enloqueces por mí tanto como yo pierdo la cabeza por ti —  no sé cómo lo consigo, pero hay un gemido que raspa mi garganta cuando nos fundo, asegurando mi lugar entre sus muslos — Siempre me ha vuelto loco el saber que nos podemos quemar juntos, porque es divertido jugar con fuego. Aún así… —  me acomodo en ella, sí, pero me detengo con firmeza en lo que sonrío contra su boca, como si estuviese buscando medir su capacidad de autocontrol —  Quiero que me cantes una oda. Ahora, así. No me importa si tienes que hacer otros sonidos en el medio…  — añado, parte de mi ronroneo se pierde por culpa de una risita — Pero si no puedes recitar al menos la misma cantidad de versos que yo he hecho, perderás otra apuesta y serás quien limpie el cordón umbilical de la bebé hasta que se le caiga — que es la excusa perfecta para zafarme de una tarea que de solo pensarlo me da asco, así que bien por mí. Afirmo el agarre en sus glúteos para hacerla saltar y acomodarnos un poco mejor, lo que me provoca respirar pesadamente contra su mentón — Puedes iniciar y no te preocupes por mí, que estoy bien entretenido — como si nada de esto no hubiese empezado, justamente, por nuestro bendito orgullo y una tonta apuesta.
Hans M. Powell
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El peligro, la prisa, lo que otras personas pudieran ver, nos hemos servido de este coctel con un poco de alcohol en más de una ocasión, cerramos nuestros ojos a lo que pudiera pasar y nos ha pegado más fuerte que todo el whisky que corre en vena por Hans. Sacudió las sábanas que bien conocíamos, nos dio un verano frenético en el que perdimos la cordura cada vez que nos tocamos, nunca olvidábamos quienes éramos salvo que estuviéramos haciendo un desastre en la cama, entonces no éramos nadie, y perder la consciencia así, que por algo surgió un embarazo que no estaba en nuestros planes, no es algo que debería seguir pasando con un hombre al que conozco al punto de creer que podría resistirme a él y es que no quiero hacerlo. Quiero poder encontrármelo también en medio de un mar, de cualquier mar, sea este o el deseo en el que podría estar ahogándome hasta que la noche termine, maldiciéndolo por ser él, que ya me da lugar para un próximo asalto y lo quiero ahí, lo imagino ahí, en esa habitación a la que no arrastré a nadie más y me puede la ansiedad de meter mano en sus pantalones donde mis recuerdos de ser alguien que comenzaba a experimentar con el sexo son tan patentes, quiero tenerlo donde comenzaron todas mis fantasías que fueron tomando forma en él con cada prenda que le iba sacando. —Cuando quieras— musito, —usaré la copia que me dio de las llaves para que vayamos, pero si la escuchamos llegar tendrás que saltar por la ventana— digo, como otra broma, que tal vez no lo sea.

Descarto todos los pensamientos que tengan que ver con que deba salir del lugar que sea, cuando lo recibo con un gemido que no llego a contener en mis labios que palpitan por culpa de su beso y debo apresarlos con fuerza con mis dientes, después de ofrecerme a cantar una oda para la que no tengo voz, porque en mi garganta están pujando los jadeos que me provoca su fricción, y podríamos llegar a despertar a los vecinos de este lado de la orilla. Somos una maldita chispa prendiéndose fuego en el mar y si este el juego que le gusta jugar, puedo darle más. Deslizo mis manos por sus caderas manteniéndolas bajo el agua, sigo la curva de su trasero y cuando se detiene para atormentarme y enloquecerme como sabe que puede hacerlo, clavo mis dedos en su carne para obligarlo a que siga. —Estás haciendo trampa— mi voz se arrastra en medio de otro gemido más íntimo. Yo me abusé de su borrachera, él me la devuelve pidiéndome con mi falta de habilidad en hacer rimas, que lo haga cuando no tengo cabeza para pensar en dos líneas coherentes, si mi cuerpo tiene todos los nervios concentrados donde lo siento.

Será una oda desastrosa— le advierto, la garganta ardiéndome al forzarle a hablar con una naturalidad imposible. —Deseo tu cuerpo y tus gemidos… mucho más deseo tu locura, tus suspiros. Deseo todos los días verte llegar, arder contigo… — en vez de seguir una melodía imaginaria, es un susurro jadeante dicho en su oído que tiene altibajos acordes a los movimientos de nuestras caderas. —Y arder, enloquecer, quemarme contigo, perderme contigo, consumirme contigo. Deseo amarte, tanto…— se desvanece mi voz, otro jadeo trepa hasta mis labios y me quedo suspendida por un momento, la noche sobre nosotros, atreviéndonos a meternos en estas aguas de las que nos podemos salir, nunca pudimos. —Deseo poder besar, amar todo de ti. Desearía poder detener el tiempo por ti y besarte aquí, besar tus dudas y tus miedos, amarte entero…— una risa por mi esmero romántico se cuela entre nosotros y doy por acabado mi fatal intento. —Y si ardemos, si nos consumimos, no habrá ningún mañana que deba preocuparnos… no hará falta olvidarnos…— murmuro, y con mi mente libre de la obligación de tener que pensar, mis dedos pueden volver a retomar su tarea de ir marcando toda su espalda. —Siempre fui mejor haciéndolo que diciéndolo, lo sabemos— recalco, —pero, ¿qué te pareció? No la oda— aclaro, y no creo que el mar tenga punto de comparación con lo azul que es su mirada cuando lo busco, en los segundos en los que el placer late persistente entre nosotros. —¿Qué se siente cuando la mujer de la que estás enamorado te dice que te ama mientras la follas? ¿Es excitante? ¿Cómo un tiburón?— se me escapa una sonrisa por tener que preguntar esto último.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Es obvio que la trampa no me carcome la conciencia. Siempre he tenido debilidad por la manera en la cual nuestras anatomías tienen la manía de rozarse, nos demuestran que nos pertenecemos, que somos parte del otro no solo física sino también mentalmente, porque las emociones fueron nuestras enemigas y aliadas desde que esto dio inicio. Así que le confirmo mi trampa, me dejo guiar por la invitación de sus manos al moverme en su cuerpo, a pesar de que el agua transforme nuestros movimientos en algo lento, que impone un mayor esfuerzo en nuestra tarea de ser nosotros por al menos unos minutos. Me siento suspirar una y otra vez en lo que ella recita una oda que apenas consigue mi atención, tengo que encontrar el modo de oírla por encima de las respiraciones que se me van acelerando en la tensión de mi cuerpo, junto con el choque del mar contra nuestras pieles al ir acelerando un ritmo ansioso, cada vez más deseoso de alcanzar lo que siempre hemos buscado, un éxtasis que se siente infinitamente glorioso a pesar de ser efímero. Y nos sonrío, con una boca temblorosa que no sabe si besarla o hurgar su piel, algo en lo que fallo porque estoy más concentrado en mirar su rostro placentero, que va tan bien con lo que me dice, cómo lo dice, cómo lo piensa. Quiero decirle que no es una oda hacia mí sino a nuestra locura y nuestro deseo, pero cuando abro la boca, solo se me escapa una risa que se pierde en algo similar a un gemido. Vuelvo a reírme, claro, en muestra de un pequeño regocijo. Cuando pongo una mano sobre su cuello, rodeado de pequeñas gotas, sé que nunca había estado tan enamorado de ella. Y no es el whisky hablando.

No estuvo para nada mal… — la consuelo con un hilo de voz a pesar de que ella no está buscando una aprobación creativa, eso no quiere decir que no se la concedo a pesar de mi ignorancia en la materia. Debe ver mi sonrisa en la oscuridad, una que se ensancha tanto que enseño los dientes y arrugo los ojos a pesar de que mi cuerpo sigue temblando en su busca — No, no como un tiburón — apenas me oigo cuando hablo, creo que estoy musitando por culpa de la intimidad en la cual nos envolvemos, porque esto es solo nuestro a pesar de que el océano sea inmenso — Como una tormenta eléctrica en un mar nocturno — una que sabríamos que nos mataría si no fuese una noche clara. Ella puede matarme, lo ha hecho de mil maneras y luego consigue hacerme sentir vivo, con un nuevo choque de electricidad. Deslizo mis dedos por su cuello para atraerla hacia mí, estoy seguro de que le susurro que la amo antes de besarla, aunque tengo la ligera sensación de que apenas he modulado el sonido con mis labios. Si no me ha escuchado no importa, creo que eso ya lo sabe, se lo he dejado claro desde el primer momento en el cual decidí que mi orgullo valía menos que su compañía. Si hay algo que puedo prometerle a la hija que está por nacer, es que ella ha salido de una unión revoltosa, pero no podrá decir jamás que sus padres no supieron amarse con locura.

Una suficientemente grande como para sumirse en medio del agua oscura en lugar de elegir la seguridad de la arena, esa que se mete entre mis dedos cada vez que apoyo los pies en busca de estabilidad, aunque es fastidioso el moverse sobre ella. Si algún pez nos ha rozado no le presto atención, estoy más concentrado en la persona que he capturado entre mis brazos, hasta que éstos pierden fuerza por culpa del embeleso que me ahoga por dos segundos, cuando la estrujo contra mí como si el temblor pudiese con nosotros hasta consumirnos. Jadeo con fuerza en su boca, una y otra vez, buscando el ritmo normal de mis pálpitos y respiraciones. Creo que hasta escupo un poco de agua porque me he hundido unos centímetros sin darme cuenta, abro los ojos y me encuentro con ella, a quien no puedo decirle nada porque me sobran las palabras. Estoy estirando mi cuello para dejar pequeños besos por las gotas de su rostro cuando percibo la tela flotando a mi lado, arrastrada por las pequeñas olas, por lo que mi atención se desvía hacia la prenda que ni recuerdo haber soltado — ¡Mis calzoncillos! — vuelvo a la realidad cuando me lanzo hacia atrás, soltándola en lo que doy algunas brazadas para llegar hasta los bóxers, que se hunden con mi manotazo y me obligan a meterme en lo negro del mar. Pasan unos segundos hasta que mi brazo triunfante se asoma primero antes de que rompa la superficie con mi cabeza, riendo a carcajada limpia y dejando que ese sea el sonido que conquiste la playa. Este es nuestro lugar en el mundo y puedo firmar con odas, sal y piedras que acabamos de hacerlo propio.
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