The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
Me sorprende que después de haber pasado ya unas semanas del incidente en el estadio, aún se puedan seguir publicando esta clase de basura que me tienen hasta a mí leyendo los párrafos de una revista, una que ha decidido escribir en su sección de morbo semanal teorías acerca del pasado que compartimos mi hermano y yo, el mismo con el que el ámbito propagandístico del país se ha cebado a partir de lo que resurgió aquel sábado. Sé que toda la culpa de esta mierda que leen mis ojos es mía, y no debería siquiera extrañarme del aprovechamiento de los medios a nuestra costa, pero aun así, no puedo evitar que el enfado se acumule en mi mirada cuando proceso estas historias que nada tienen que ver con la realidad. Si es que hay hasta una fotografía de cuando éramos niños impresa al lado de un recuadro en el que la mención de mi madre y su suerte agrava mi malestar, preguntándome de quién narices habrán podido sacar esa información y esa vieja imagen que ni yo recordaba tener.

La repulsión que siento hacia quién haya podido publicar esto es lo que me hace arrancar la hoja de la revista y volverla a dejar posada de mala manera sobre el montón de periódicos que hay debajo, haciendo una bola con el papel bien estrujado entre mis dedos. Me encantaría poder hacer lo mismo con el resto, pero sé que será en vano además de que me metería en problemas de estar observándome el vendedor, de modo que tengo que conformarme con el minúsculo poder que me da el haber destrozado aunque sea una de las invenciones con las que la gente se entretiene leyendo estos días. No me importa tanto que lo hagan como el hecho de que estén consumiendo una mentira distorsionada de lo que es la verdad en realidad, porque acepto que algunas hayan acertado con datos que se salen de mi conocimiento de dónde los han podido sacar, pero me enerva más la forma que tienen de tergiversar lo que ocurrió como si hubieran estado allí, cuando nadie más que mi hermano y yo sabemos lo que realmente pasó dentro de las paredes de esa casa. Está claro que ni Hans ni yo hemos ofrecido nuestra voz para alimentar las mentes curiosas y acaparadoras de los periodistas.

Estoy dispuesta a acomodarme el abrigo sobre el cuerpo y marcharme cuando la ventisca de febrero se levanta sobre las pequeñas calles del cuatro, más cuando levanto la vista me encuentro con que hay un hombre que me mira con más detenimiento de lo que sería una observación cualquiera. — ¿Qué estás mirando? — comento con algo de desdén al pasar por delante para acercarme a tirar a la papelera que tiene al lado el papel que aun tengo apretado en la palma. Voy a pasar de largo ahora que me he acostumbrado a las miradas indiscretas de la gente por la calle, cuando creo reconocer esos ojos de antes, que no es la primera vez que me observan de ese modo acusador. Y es que me tienen que estar gastando una broma, que cuando más quiero dejar el pasado a un lado para centrarme en mi presente, el eco de los fantasmas del ayer me persiguen como niebla espesa en una noche de otoño.
Phoebe M. Powell
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Invitado
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El fresco de febrero se siente en el puerto del distrito cuatro, tengo que levantar el cuello de mi chaqueta para protegerme y meto las manos en los bolsillos para que no se me congelen mientras espero. Los minutos siguen pasando, me digo a mi mismo que me equivoqué de sitio. No veo ninguna embarcación cerca que se parezca remotamente a la del folleto que Rose me pasó hace unos días, quedé con ella en esperarla aquí. Será mi madrina en esto y si se lo toma tan en serio como al instruirme en consejos de crianza, no me irá tan mal. Puede que no sea un fracaso. Echo a andar por el muelle para mover las piernas y espantar un poco el frío, el olor a pescado es lo de menos, pero no me quejo cuando va quedando un par de metros detrás de mi espalda. Tomo una bocanada de aire limpio cuando pongo distancia con los botes para entrar a las calles de un distrito concurrido a pesar de las fechas, creía que nadie vivía en el Cuatro fuera de la temporada de verano cuando se llenaba de turistas. No es que lo sepa, creo que lo más cerca que estuve de la playa en estos años fue para buscar unas criaturas que nos pidieron que capturáramos porque asustaban a unos bañistas.  

De pronto me encuentro caminando detrás de una mujer que no es más que una espalda anónima a la que no prestó más atención que al resto del paisaje, entonces se detiene en un puesto de revistas. Paso de largo para entrar a la cafetería que está enfrente. Es en ese segundo que veo su perfil de soslayo, la sensación de familiaridad me sacude, y hago lo que debo hacer, lo ignoro. Mientras espero a que me entreguen mi café para llevar es que tengo tiempo para sentarme en una banqueta a mirar lo que está fuera de la vidriera del local, vuelven mis ojos a esa mujer porque mi mente la ha reconocido antes de poder darle un nombre. Finalmente lo hago, la chica de las profecías baratas con la cual me crucé en el norte. Con el vaso sellado de mi café en una mano, uso la otra para fingir interés en los periódicos que están a la vista, parándome cerca de esta mujer así puedo seguir echándole un vistazo de lado. Disimulo mi sonrisa cuando la veo arrancar una hoja, creo que encontré en el diario que estoy husmeando la publicación que le desagrada tanto. Doblo el periódico para alzarlo entre nosotros cuando me enfrenta. —Estoy mirando lo diferente que te ves— contesto, haciendo girar el diario para que se fije en la fotografía en la que se ve a una niña. Ella. —También de la chica que se moría de hambre en el norte— no puedo evitar apuntarlo, que poco y nada puedo decir sobre lo que se cuenta de su infancia. En ese entonces estaba a kilómetros como para conocer casos como estos, un drama familiar más de los muchos que llenan las casas de Neopanem. —¿Así que Powell?— inquiero, es una mala broma. Nuestros hermanos trabajan juntos como ministros. Es el más inofensivo de los chistes que puede hacernos la suerte, si pienso que su padre es quien se atrevió a desafiar a Magnar y prender fuego el mercado de esclavos que fue la base de poder de Jamie Niniadis. Ha quemado la herencia que le dejó a su hijo pródigo. —¿Quién eres al final de todo?— le pregunto, porque tengo auténtico interés en ello. —¿La hermana de nuestro ministro de Justicia? ¿O la hija de un criminal escondido que quiere aterrorizar a los magos? Porque pareces ser capaz de moverte de dos lugares tan distintos de un momento a otro.
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Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
Por supuesto, de todos los lugares que hay en el mundo, tengo que toparme con este tipo en mi distrito de residencia, y no precisamente por segunda vez, sino que tengo la suerte de haberme encontrado con esta cara familiar en otra ocasión anterior, una que no terminó bien para mi familia. Muevo las cejas con desdén, gesto al que acompañan mis ojos en lo que ruedan para posarse sobre el periódico que levanta entre nosotros. — Te dije que mi suerte cambiaría. — me limito a decir, respondiendo a su alusión sobre mi aspecto con nada más que palabras cortantes. No creo que me sea necesario mencionar que en ese momento ni siquiera yo pensaba que realmente mi fortuna fuera a tomar algún giro favorecedor, pero el hecho de que esté aquí ahora mismo y no en una zanja en el distrito once recalca que, si bien tardó diez años en llegar, mi suerte se decidió por aparecer. — ¿Quieres que te devuelva la chocolatina? — es un atrevimiento bastante forzado el que me sale cuando abro la boca, pero no puedo evitar recordar sus comentarios despectivos de cuando nos conocimos. Muerta de hambre es de lo más halagador que pudo decirme esa noche, que su gesto de bondad al tenderme algo que llevarme a la boca fue camuflado por sus ofensivas palabras, una excepción donde las palabras dicen más que las acciones.

Aparto la mirada del periódico con una mueca en los labios, como si con eso pudiera expresar lo mucho que me apetece dar por finalizada esta conversación, pero que siga con sus preguntas me impide seguir mi camino, y aunque ahora sí tengo el poder para pasar de largo, mi orgullo no me lo permite, ese por el que también tuvo oportunidad de regodearse en su día. — Powell, tú Weynart, ¿no te dije también que las cosas nunca son lo que parecen? Hubieras hecho bien en seguir mi consejo, así quizás prestarías más atención a lo que de verdad merece la pena escuchar y no a llenar tu cabeza de basura como esa. — me basta un movimiento suave de mi cabeza para señalar con la barbilla el diario que continúa entre sus dedos. Le estará encantando la situación, como ahora tiene una autoridad distinta de la que tuvo aquella vez. Cuando nos conocimos, yo no era nadie, una sombra, una chica sin futuro y con nada más que un pasado oculto que cargar sobre la espalda. Él, por otro lado, no era mucho más que un miembro de seguridad recién comenzado, y eso ya le daba bastante poder sobre mí. No obstante, ahora no puedo resguardarme bajo lo invisible de mi identidad, y creo que esa información es mucho más poderosa de lo que puede llegar a ser cualquier privilegio que le ofrezca su posición sobre los civiles corrientes.

Su insistencia me molesta, porque sigue colocándose en figura con derecho a hacer preguntas que no lo competen, las mismas que me gustaría ignorar pero que al mismo tiempo sé que no puedo porque eso me dejaría en una posición complicada. Me limito a apretar mis uñas sobre las palmas de mis manos dentro de los bolsillos del abrigo, uno que nada tiene que ver con las ropas con las que él me conoció en primer lugar. — No soy la hermana de nadie, ni la hija de nadie como categoría, tengo un nombre que me reconoce como una persona, lejos de ser la hermana de un ministro o la hija de un terrorista. — replico en voz pesada. No tengo problema en reconocer a mi padre como tal, lo cual espero que deje claro la posición que tomo en todo esto al verse el moreno en la necesidad de sacarlo a relucir. — No son tan distintos a mis ojos, en cualquier lugar hay que guardarse las espaldas de algo, es así como se sobrevive. — si en el norte tuve que resistir a base de comer una vez al día con suerte en las épocas más malas, vivir siendo el foco de interés de medio país por lo ocurrido con mi padre es otra forma distinta de supervivencia, también peligrosa. Y no sé cual de las dos prefiero.
Phoebe M. Powell
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Invitado
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No creo en imposibles, pero estoy frente a uno. Digamos que es suerte, esto que hace que el universo reacomode a cada quien a su antojo, sacándolo de su terreno para arrojarlo a otro. —¿Bien por ti?— se lo planteo como una pregunta, no sé qué tan abrupto fue para ella la transición. Y como es natural, nos reacomodamos a las nuevas posiciones que se nos otorgan, ella no se ve distinta a las otras mujeres que viven en el distrito cuatro. La chica que una vez leyó las líneas de mi mano sobre un contenedor de basura, que ardía con un fuego necesario en diciembre para espantar el frío, desentonaría con este paisaje en que abunda la comida y las casas tienen sus paredes intactas. Pero esa chica no está, los años pasaron para ella, la movieron de su sitio y en mí no puedo ver más cambios que aquella sorpresa que me predijo, que desprecié ese día como un engaño. —No, no hace falta que me devuelvas nada. Te lo di ese día sabiendo que no tenías nada para darme a cambio, así que mi intención no era recibir algo— le aclaro, tan brusco como fui en ese momento y que anula toda amabilidad en el gesto.

Esta vez las presentaciones son hechas como corresponden, asiento a mi apellido y la reconozco a ella como parte de esa familia que pese al trabajo que ha hecho Hans Powell en el ministerio, quedó con una mancha después del espectáculo en el estadio. Una mancha que costará demasiado sacar. —Juzgo por lo que veo, no por lo que leo. Y sigues siendo tan impertinente como cuando eras una mocosa con frío…— respondo, devolviéndole las impresiones que nos deja este nuevo encuentro, con un tono que se pasa un poco de la raya, porque reacciono a lo que percibo como una actitud atacante por parte de ella pese a la falta de insultos directos. —No leí nada del artículo— aclaro, —y conozco a tu hermano, no de manera cercana, pero lo suficiente como para tener una opinión hecha, que noticias amarillistas no van a cambiar—. Lo he visto cercano a Annie en su momento, así como a Riorden, quien tiene mi confianza absoluta, como para colocarnos a todos en un mismo bando, irónico cuando se supone que todos los magos somos partes del mismo, pero no. Yo mismo a veces piso esa delgada línea, pensamiento que me hace fruncir el ceño al recordar otras cosas que me dijo entonces y callé en el fondo de mi mente. Me golpean al volver a verla, su advertencia de que debo prestar atención a lo que en verdad debo escuchar.

Su respuesta alienta mi viejo recelo hacia ella, que no diga de inmediato que es más afín a su hermano, me llevan a verla como alguien impredecible. Puedo tener un nombre y una apellido para identificarla, sigue siendo una sombra merodeando. — ¿También aquí? ¿También en estos distritos crees que se debe cuidar uno la espalda?— persisto en mi indagación, miro hacia atrás a la calle como si buscara comprobar lo que me dice. Vuelvo mi mirada hacia ella para posarla con un atisbo de desconfianza. —Las personas que constantemente se cuidan las espaldas, debe ser porque algo oculta o porque están escapando de alguien que sabe que los acecha— dejo la insinuación en el aire. —Hablar dos minutos contigo rompe el espejismo que te hace ver como una ciudadana más de Neopanem— concluyo para mí, — sigues teniendo los instintos de una repudiada.
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Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
Trato de reprimir la sonrisa sarcástica que asoma por mis labios, pues su forma de hablar no se distingue mucho de la última vez, casi sugiriendo que la severidad en su voz se ha vuelto más firme con el paso de los años. Esos que, a pesar de no ser muy evidentes, se van notando en sus rasgos como las de un hombre que ha crecido al joven de palabras hoscas y miradas indiscretas, aunque no puede decir que el trato haya cambiado. No conmigo al menos. — ¿Así es cómo justificas a una persona? ¿Por cómo se ve? Suena demasiado superficial, pero imagino que nunca te dijeron que las apariencias engañan si es que piensas de ese modo con todo aquel con quién te cruzas. — puede que esté hablando con demasiada soltura de lengua, pero no hay nada de falta en mis palabras, y mi posición ahora no es como la de antes, esa en la que cualquier cosa que dijera podría ser utilizada en mi contra porque todos sabemos que los rechazados sociales no gozan de los mismos derechos que un ciudadano corriente. — No es impertinencia si lo siento como una verdad, y aunque no lo hayas leído sigues mirándome como si no fuera más que una chica de calle. — suelto, repitiéndome en la certeza de sus ojos críticos y llenos de recelo, que secundan mis palabras como un ejemplo más de que no estoy diciendo nada que no pase por su cabeza ahora mismo. Lo adivino, pero no necesito de la videncia para hacerlo.

Pues ya que lo tienes, no desaproveches la oportunidad, quizás ayude a consolidar tu opinión sobre mí. — comento con ironía, instándole a que lea el artículo como sé que va a hacer en cuanto llegue a su casa a pesar de habérmelo negado en un principio. Me cruzo de brazos, escondiendo mis manos heladas alrededor de ellos, pero estoy lejos de moverme del sitio. — Todos conocen a mi hermano. — sí sueno algo insolente con el comentario, pero se me hace que quiere gozarse de conocerlo cuando lo más probable es que lo haga igual que cualquier otro ciudadano con un televisor en su casa y un periódico en la mano. Hans goza de la opinión del público para reafirmarse sobre una sociedad que cada vez tiene más miedo de las caras desconocidas, como la de mi padre, mientras que yo, por mi cuenta, soy poco más que la de Hermann, y que si no fuera por mi nombre seguido de un apellido que ganó su fama en el último año, lo más probable es que también estaría rebajada a su nivel.

Sigo su gesto con la mirada, aunque no con mucho interés puesto que ese lo centro más bien en sus rasgos generales cuando vuelve a posar la vista sobre mí. Sonrío, quizás con algo de nerviosismo, pero que no se nota cuando elevo la voz. — No te confundas, todos ocultamos algo, no importa si son secretos insignificantes o si se arrastran problemas de mayor gravedad, al final siempre tratamos de encubrir nuestras faltas a los demás. — no es una característica exclusiva de la gente exiliada al norte, es una respuesta innata del ser humano como respuesta a una sociedad crítica, y eso se lo hago saber sin problema. La sonrisa se me borra del rostro con lo siguiente, tengo que apretar los labios para no escupir un comentario que me coloque en una mala postura, a pesar de merecérselo. — Inconvenientes de haber vivido como una prácticamente toda mi vida. — respondo en su lugar, y es que en el fondo, no sé si alguna vez me pensaré en mí misma como alguien que no ha sobrevivido a base de errores callejeros y desgracias cantosas.
Phoebe M. Powell
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Invitado
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No, todo lo contrario, hay una voz muy insistente que no deja de repetirme que no puedo fiarme de las apariencias— le echo una mirada significativa para que sepa que estoy, claramente, hablando de ella. En las dos únicas ocasiones que coincidimos con una diferencia de casi una década en el tiempo, el mensaje en sus labios ha sido el mismo, con la excusa de una predicción o por afán de mostrarse ofensiva conmigo. No cuento con las amenazas, que nunca pensé en cumplir, para remarcarle una posición que la ponía en desventaja, porque esa jerarquía imaginaria se derrumbó como una torre de maderas por capricho de un niño. Mi recelo persiste, no sé si es alguien en quien se puede confiar o es otra enemiga más que se camufla entre los ciudadanos de Neopanem, donde las lealtades son débiles. ¿Acaso la mía no vaciló también? —Te miro preguntándome qué tipo de peligro suelto eres en estas calles— aclaro, no sé si en mis ojos ve la etiqueta de una mendiga, si mi boca que no hace más que poner énfasis en esa chica que conocí, la llevan a asumir que es como la veo y para mí se trata de preguntarme si se puede confiar en alguien que ha conocido la vida en el norte.

Echo una mirada indiferente al periódico, a ese artículo que no leería porque los anuncios que me importan son los reportes que se pasan en la base de seguridad, y lo que puedan decir las noticias es relleno. Mi curiosidad por una adivina del norte tampoco llega a tanto como para querer escasear en su pasado, después de este día sólo volveremos a tomar caminos separados y con mala suerte volveremos a encontrarnos dentro de otros diez años. Muevo mis manos para mostrar mis palmas por su comentario obvio de que todos conocen a su hermano. —Y también al mío, nuestros apellidos no son parte del montón— continúo con las obviedades. No diré que me importa algo que a su hermano pueda molestarle que le hable en el tono que le hago, por más que los mencionemos, no estamos obligados a nada por nuestra familia, ni a una amabilidad forzada, si la presencia de esta mujer siendo provocándome un cosquilleo de desconfianza en la piel, seguiré respondiendo a ese presentimiento.

Tengo un fugaz momento en que me veo en un espejo al oír sus palabras, mi boca se tuerce en una mueca porque pareciera que me señalara las faltas que yo encubro, tengo el impulso de apartar la mirada como para confirmar esto, y en cambio, lo que hago es mirarla con una intensidad mayor. —¿Sigues dedicándote a eso?— pregunto, puesto que me da la razón de que sigue actuando como una marginada, aunque sea un sarcasmo de su parte. —¿Ahora vendes tus predicciones más caras que puedes pagarte los lujos de una vida en el cuatro?— inquiero, como si tuviera derecho de hacerle estas preguntas personales, y todo por haber tenido un gesto de supuesta amabilidad, que falló como tal, al recubrirlo de tal hosquedad por la que nunca pediría disculpas. No porque crea que ella no se lo merece. Sino porque no pido disculpas por mi manera de ser, es un trato que a la larga siempre me permite elegir a los pocos que quiero tener cerca y aparta a los que es mejor tener lejos.
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Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
Una vez más, siento como sus ojos me examinan de arriba a abajo, de la misma manera que hicieron con Charlie cuando nos instalamos en el cuatro, y como estoy segura de que también hicieron cuando andaba buscando trabajo. Esas miradas de discriminación de las que nunca nos vamos a librar si personas con un comportamiento como el de este tipo siguen existiendo en una sociedad que debería de haber dejado los prejuicios hace ya bastante tiempo. En esta ocasión sí que no puedo ocultar la risa de incredulidad que se empieza a acumular en mi garganta, la dejo salir con un meneo de cabeza como si de verdad no pudiera creer su descaro. — ¿Peligro suelto? ¿Qué te hace pensar que soy un peligro? — aparte de lo obvio y eso es ser la hija del hombre que ha amenazado a la nación entera, y viendo que estamos muy lejos de juzgar a alguien por la sangre con que se nace, no me sorprendería que esa fuese su motivo con más peso. — Me da lástima ver cómo se sigue juzgando a aquellos que no han gozado de las mismas oportunidades que otros, especialmente siendo alguien que forma parte de una familia que tampoco la ha tenido fácil en el pasado. — declaro, recorriéndole con la mirada de la misma forma que él hace unos segundos, pudiéndose decir que le observo casi con una mueca de disgusto y hasta repugnancia. — No te aferres mucho a tu posición, cualquier día podrías perderlo todo y ser tú quien esté al otro lado. — bueno, suena como amenaza, pero en realidad no va con esa intención, sino más bien a recordarle que su lugar en esta pirámide es tan inestable como los tiempos que corren.

Dejo caer mis brazos con pesadez, solo para después meter mis manos en los bolsillos en busca de darles algo de calor ahora que el viento empieza a soplar con algo de más fuerza. Que también me recuerda que no estoy haciendo otra cosa que perder el tiempo con esta conversación, pudiendo estar en mi casa en la comodidad de su calor. No obstante, lejos de largarme en esa dirección, chasqueo la lengua, dando un ruedo de ojos bastante evidente. — Sí, pero tu hermano no está siendo juzgado por ser hijo de un terrorista. — le recuerdo, como si con eso pudiera explicar que no estamos en posición de hacer comparaciones. Tengo entendido  que su familia ha estado en la línea de los rebeldes que lucharon por liberar a los magos de la opresión en que nos veíamos obligados a vivir con los Black, su reputación les precede, tenían el apoyo de Jamie Niniadis, uno que ahora sigue manteniendo el pueblo. Mi hermano es mestizo, hijo de una bruja asesinada por su propio esposo, humano, curiosamente una de las mayores amenazas a las que se enfrenta el gobierno ahora mismo. No, definitivamente no nos encontramos en el mismo nivel.

Alzo las cejas ante su entrometimiento en temas que ni le van ni le vienen, sintiéndome por un segundo ofendida porque siquiera insinúe cosas cuando no tiene ni la más remota idea de lo que se cuece en mi vida. No al menos de manera oficial, soy consciente de lo que anda rulando por ahí sobre mí. — No es que sea de tu incumbencia, pero te interesará saber que trabajo en el colegio Royal. — sí, estoy segura de que eso va a sorprenderle, en especial porque creo que recuerdo el modo en que se burló aquella noche sobre algo parecido a tener un título como maestra. Que puede que ese no lo tenga, básicamente porque me obligaron a tomar el puesto, pero eso no tiene por qué saberlo. Así que sí, podría decirse que me dedico a lo mismo que antes, la única diferencia es que esta vez lo hago con una legalidad bastante mayor de cuando vivía en el norte.
Phoebe M. Powell
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Invitado
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Tu actitud, tus modos, tu reacción a la defensiva en todo momento— apunto a cada una de esas cosas con un movimiento de mi barbilla. —Claro que puedes decir que son apariencias y que no es así—. No lo digo en un tono burlón, más bien uno que se resignó a que desestime cada una de mis palabras con la premisa de que juzgo sin saber. Y sin embargo, años como cazador me han enseñado algo tan real que no se puede negar. —Todos somos un peligro encubierto, variamos en el tipo, y es lo que procuro reconocer en ti— digo. Quien se dice ser el más noble también tomaría un arma para atacar si debe serlo o convierte su cuerpo en un arma. ¿Ella? Puede seguir marcando nuestras distancias como una necesidad instintiva que tiene de sentirme a salvo, en una posición en la que retiene un poco de poder, el que usa para ir señalándome faltas como si así me mantuviera apartado. No sólo entre los ministros se distribuyen poder, es tan natural en nosotros como respirar y alimentarnos. El escenario pudo haber cambiado, pero una sonrisa vacía se desliza en mi boca al reconocer que estamos en una disputa similar a la de esa noche hace diez años.

¿Sigues insistiendo en eso?— pregunto, me da como un golpe en la nuca recordar que según sus predicciones, mi suerte cambiará tan rotundamente que me veré en una realidad distinta a la mía. Me provoca un cosquilleo nervioso que trato de disimular. —¿Es la arrogancia que te da el cambio de tu propia suerte? Ten cuidado, que la suerte de todos cambia todo el tiempo, se trata de saber tener los pies bien plantados y los tengo. Sé dónde debo estar—. He tenido mis momentos de vacilación que de saberse podrían ponerme en un aprieto, pero han pasado. A la larga quedarán como vagos arrepentimientos que apenas si recordaré, nunca olvido al final del día de qué lado del tablero debo pararme. Eso es lo que me digo para darme cierta tranquilidad, así el vaticinio mi suerte es algo que olvidaré después de esta charla. Mi boca se ensancha en lo que es una sonrisa hueca y sardónica. —¿En el Royal?— sueno tan despectivo por la sorpresa de que quien acusé de no tener modales, esté enseñando en la escuela prestigiosa a la que asisten mis sobrinos y también mi hija. —¿Y puedo preguntar qué materia?—. Prefiero preguntar a hacer suposiciones en voz alta que se escuchen ofensivas a sus oídos, lo otro que me queda es preguntárselo a Hanna como al pasar y, otra vez, sería darle demasiada importancia a la chica del callejón. Es cierto que verla aquí me hace plantearme, como nunca, lo impredecible que es la suerte y tira más fuerte de mí, ese presentimiento que me acompaña desde poco antes de nuestro primer encuentro, que tal vez este también marque cómo mi suerte está a punto de girar bruscamente. Aprieto mi mandíbula para no caer en preguntarle si será así. —Te pareces un poco a un gato negro— murmuro, en una explicación que me sirve más a mí que a ella para entender mi respuesta. —El aire se llena de una sensación de calamidad al cruzarse contigo y no haces otra cosa que tratar de espantar a alguien que se acerca.
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Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
A veces echo en falta el once exclusivamente por lo cómodo que resultaba que nadie se metiera en tus asuntos. La gente del norte no tiene interés alguno en meter la nariz donde no se les llama, saben lo que les conviene para no terminar con un labio partido o un navajazo en el estómago. No como aquí, que cuanto más critiques al vecino más posibilidades tienes de convertirte en la compañía favorita del pueblo. Este hombre no se comporta de forma diferente, resguardado bajo esa placa de poder que hoy se intercambia por ropas de calle, pero que su postura dice mucho de la persona que es cuando debe regresar al trabajo. — Mi comportamiento no tiene nada que ver con lo que tú creas o no creas que es una amenaza, tiene que ver con como me he criado y dónde, dudo mucho que alguien que ha vivido bajo la protección del capitolio toda su vida tenga la misma actitud que un vagabundo del norte. —  que lo llame como quiera, peligrosidad u similares, yo lo considero más bien un aprendizaje para la supervivencia. Que se crea a sí mismo un peligro me hace mirarlo con los párpados un poco entrecerrados, esos mis ojos que pretenden analizar lo que va entre líneas. — Si piensas que todos somos un peligro, quizás deberías mirarte en el espejo primero antes de centrarte en cómo se ven los demás. — bufo en molestia, porque sigue tachándome de riesgo para la sociedad cuando formamos parte de la misma.

No se trata de tener los pies plantados, sino de aprender a pisar en los lugares dónde el suelo no se hunda. — que sigue creyendo que por tener la seguridad de un tallo fijo esa planta no va a caer, cuando lo más probable es que él caiga primero por no poder aguantar el equilibrio con sus propios pies. Reconozco la incredulidad en su voz, la he escuchado antes y no precisamente por ese tema en particular, sino por el simple hecho de que tenga un trabajo, prestigioso o no. Lo cierto es que si no fuera por mi habilidad, ni siquiera estaría aquí, nada de esto hubiera pasado y es eso lo que me tiene observándole como si todos esos pensamientos hubieran pasado por mi cabeza en la milésima de un segundo. — ¿Por qué no pruebas a adivinar? — me atrevo a sonreír con algo de burla, ya solo por el hecho de estar dándole una pista que sé que no va a tardar en ligar en forma de respuesta. Es lo siguiente que dice lo que produce que esa misma curvatura se tuerza en una mueca apenas visible, porque esa pequeña comparación me llena de un sentimiento mucho más doloroso que cualquier insulto que pudo haberme soltado con anterioridad, hace más de diez años. — ¿Qué sabes tú de nada? Una vez más, te equivocas al criticar a quién no ha pedido de tu opinión. — bueno, ahí va, otra vez mi comportamiento defensivo, pero que yo también puedo ponerme a hacer comparaciones y no precisamente de animales de compañía. — Es un poco hipócrita por tu parte el decir que yo trato de espantar al que se acerca cuando tú llevas media vida alejándote de tu familia por propia elección. ¿Cómo te ha ido eso hasta ahora? — porque sí, eso puedo adivinarlo sin que siquiera me haga falta la videncia, si es que no hay más que observarle.
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Cuadro fuerte mi mandíbula porque a cada cosa que digo, me responde con la misma contundencia que tendría una bofetada bien dada. Muevo mi lengua por mis dientes sin abrir la boca, me trago todas las palabras que podría aportar a esta conversación en la que no llegamos a ningún punto de coincidencia. Pretende una superioridad sobre mis afirmaciones, mostrarse más entendida de todo por haber sido educada en la escuela de la miseria, la arrogancia del pobre como bien suelen decirle, que arrastran cuando su vida cambia a mejor. Nada supera lo que ella pueda afirmar, porque cree tener todas las respuestas y mis privilegios me quitan el derecho a réplica. Tengo el impulso de corregirle, decirle que yo no viví bajo el resguardo del Capitolio toda la vida, pero lo sabe y no es una indirecta hacia mí. No le hacen falta indirectas para atacarme, lo hace de una manera en que no puedo hacerme el desentendido, me saca una carcajada seca su invitación a mirarme a mí mismo, no cesa en su empeño de marcarme como una amenaza de algo y siento mi nuca erizarse.

Créeme que lo sé, me he movido por terrenos peligrosos. Conozco el norte tan bien como seguro tú lo conoces, por razones distintas, pero mis pies también pisaron muchos sitios que no recomendaría a nadie…— y eso a la larga, también deja una enseñanza. Ser cazador es toda mi ambición, que puede parecer poca en comparación al resto de mi familia, pero siempre tuve claro que no quería un puesto que me confinara detrás de papeles, lo que quiero es estar en terreno y avanzar por donde falte explorar. No le temo a lo desconocido, pero tampoco sus juegos de adivinanzas. Viniendo de ella me hacen actuar con más prudencia. —No vendes lecturas en este distrito, las enseñas en la escuela— digo, arriesgándome a esa respuesta por el tonito en su voz. Y ahí viene otra vez, sus palabras siendo arrojadas a mi cara para golpearme de ello. No es eso, sin embargo, sino lo que dice después lo que queda ardiéndome como si su mano hubiera marcado la piel de mi rostro. —¿A qué te refieres?— pregunto sin vueltas, de una vez, con la nota seria que espero que le haga notar que perdí la paciencia. —Puesto que te empeñas en decir que el cielo es rojo cuando yo digo que es azul, que me mandas a guardar cuando te fallan las frases rebuscadas de adivina, hablemos claro. ¿Qué quieres decir con lo de mi familia?— ese será siempre un punto de debilidad que acaba con el juego.
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Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
Cada cosa que dice me hace comprender que no tiene ningún motivo por el cual creer que soy una amenaza para el ciudadano de este país, ¿por qué entonces se dedica a puntuar cada falta que cree ver en mí cuando él mismo reconoce el haber pisado las arenas movedizas en que se ve inmerso el norte? — ¿Cuál es tu problema entonces? ¿Es por lo que te dije aquella noche que me miras como si fuera a lanzarte un maleficio? Lo retiraré si eso te hace sentir mejor. — me encojo de hombros, porque no es como si fuera a hacer una diferencia de gran calibre dado el tiempo que ha pasado, aunque realmente poco hubiera importado de haber transcurrido dos días también. — Si crees conocer el norte entonces tienes que saber que hay un porcentaje de la población que no decide terminar ahí por gusto, por mucho que el gobierno trate de meternos a todos en el mismo saco. — ¿que ahora es lugar de traidores, humanos que han escapado y criaturas que aún se sienten rechazadas? Pues también, pero eso no quita que haya personas que se vean en la situación de no tener elección. — En serio, ¿te has movido por el norte y tienes miedo de una adivina? — ¿qué es lo que le produce tanta desconfianza? ¿el hecho de que haya acertado en, por su actitud, al menos dos de las cosas que le dije? Por no decir tres.

No era difícil de adivinar, lo demuestro con una sonrisa irónica que pronto elimino solo para pasar a responder a su incredulidad con algo más de seriedad. — Creo que no he tenido el placer de darle clase a tu hija todavía, aun le quedan un par de años para que empiece a tomar clases de adivinación, ¿no? — formulo con la intención de que suene dudoso, cuando en realidad tengo la certeza de que esa niña que llevaba a su lado en el estadio es su hija, no solo por lo evidente de la situación, aunque bien podría ser su sobrina, ahijada, o… bueno, lo que sea, pero sé que no me equivoco al dotarla de esa etiqueta. Me encantaría decirle que el cielo también puede llegar a teñirse de rojo cuando el tiempo lo amerita, que cuando el sol cae hay muchos que refieren al naranja como un desteñimiento de ese mismo color, pero estaría afirmando su punto de que soy una enrevesada, de modo que me limito a hacer lo que procede. — No es lo que yo digo, sino lo que se ve cuando pasas por delante. Del mismo modo que tú dices que la desgracia se siente cuando yo paso, lo tuyo no es muy diferente. — arrugo un poco la nariz en mi explicación, que no tarda en volverse un poco más extensa cuando la pide. — Es obvio que tienes problemas con tu familia, puede que hayas alisado la superficie por dónde pisas porque no quieres que las decisiones que ellos tomaron se eleven sobre tu camino, pero sigues resentido y el tiempo no te está haciendo ningún favor. Buscas una solución fácil ahora que caes con otra responsabilidad y aunque parece que lo estás haciendo bien, sientes que nada de lo que haces es suficiente para saciar con tus ansias de cumplir con lo que se espera de ti, ¿me equivoco? — vuelvo a cruzarme de brazos, alzando un poco la barbilla en mirada escrutadora, pero con la calma de que mis afirmaciones no se alejan mucho de la realidad. Si es que no hay más que verle, y por eso precisamente sé que no va a tardar en negarlo todo incluso antes de que lo haga verbalmente.
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Separo mis labios para contestarle, ese gesto queda en nada, no tengo una réplica válida o alguna prueba de que es el problema que presiento que puede llegar a ser, es débil insistir con lo me dicta el instinto, que en mi entorno puedo percibir más de una amenaza, atrapado en una paranoia constante. Una en la que también puedo verme como un peligro, así que rehúyo a sus palabras como si me hubiera lanzado un sablazo, la esquivo dando un paso hacia atrás, no encuentro palabras para contestarle y negarlo es mi primera reacción. —Es cautela, no miedo— es un murmullo tan vulnerable, que debo reconocer para mí que si estuviéramos parados en un precipicio, está consiguiendo que camine de espaldas hacia el borde con cada paso imponente que da. ¿Si me dan miedo las adivinas? Podría empezar a evitarlas de ahora en más, pese a que nunca fui supersticioso.

La mención a Hanna me eriza la piel de la nuca como si un viento oscuro acabara de rozarnos. —Le diré que se mantenga lejos de esa materia— contesto enfurruñado, no me gusta que la traiga a colación con no sé qué intención, carezco de evidencias para decir que tiene una mala intención, y no obstante, usa estos comentarios para incomodar que me hacen saber que no estoy tratando tampoco con alguien que está despojada de esas intenciones. Tiene un sesgo que previene de lo capciosa que puede ser, como si ya no lo supiera. Y de todas maneras, impacta de lleno en mí, a todo su discurso podría encontrarle pegas y es el final lo que me deja inmóvil, detenido en el tiempo, no se altera nada en mi rostro y mis manos siguen colgando a los lados de mi cuerpo, lo único que me señala con vida es mi respiración constante. De a poco un ceño furioso se forma entre mi cara y la tiene a ella como objetivo.

¿Es cosa mía o también experimentas algo así?— pregunto, dejando que el aire se espese y tome la forma de esta afirmación que pesa sobre ambos, lo hago con toda la intención de que lo piense por tres segundos, hasta revelar donde he encontrado su treta. —Entonces, esto es lo que haces. Un poco de psicología para dar trasfondo a tus profecías truchas— que me condenen por escéptico, de alguna manera tengo que escapar del efecto que tiene la parla de esta mujer sobre mi cordura. —Gracias por ahorrarme la terapia, aunque esta vez no tengo nada para darte como canje— y de algo tengo toda la seguridad, no habrá una siguiente. Porque puede decir la tontería que quiera con su excusa de la videncia, que tal vez sea cierta, pero me remueve incómodo lo que me dice con toda impunidad y así como hace diez años, detesto la certeza de que tendré rondando en mi cabeza esa afirmación de que estoy cayendo en decisiones fáciles otra vez para acabar sintiendo que no cumplo con lo que se espera de mí, y esa insatisfacción sigue siendo, sobre todo, conmigo mismo. —De acuerdo, dejaré de meterme contigo. Puedes seguir con lo tuyo, ¿estas rompiendo diarios, no? No te distraeré más, pero— levanto el diario que estuve mirando, —este me lo llevo yo—. Nunca se sabe, me gustaría estar al menos un poco de información sobre una mujer que al parecer consigue la nuestra con una mirada y preocupa, en serio. Me quedo con la horrible sensación de cruzarme con una criatura de mal augurio.
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Phoebe M. Powell
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Me sale reírme por debajo a lo que dice, meneando la cabeza hacia un lado porque lleva todo este tiempo fardando de no ser una persona supersticiosa, y sin embargo, aquí está siendo el primero en no querer que su hija tome mis clases por temores condicionados. Me hace especial gracia que crea que puedo llegar a ser un peligro para su educación, pero si lo dejo estar es porque no quiero perder mi tiempo dándome golpes contra una pared si me pusiera a explicar las razones por las que no supongo ningún problema. Creo que si hemos podido llegar a la conclusión de algo es que la percepción que tenemos de alguien no cambia por mucho que su aspecto se modifique, lo que me lleva a pensar que no importa lo que diga, para él siempre seré la chica de mejillas ahuecadas y ropas holgadas y viejas del norte.

A mi parecer, no nos parecemos en absolutamente ningún aspecto, más lo que dice me tiene apretando un labio contra otro al tiempo que me muerdo el interior de la mejilla. — No sabes de lo que estás hablando. — puede que, como dije, yo también tenga problemas familiares, válgame que son lo único que tengo estos días y la razón por la que estoy hablando con este hombre en primer lugar, pero nuestras situaciones son completamente distintas, al menos a mis ojos. Otra cosa es que se pueda aplicar en el mismo sentido, pero en lo que a mí respecta, si busco la aprobación de mi hermano es única y exclusivamente porque mantener la imagen que tiene de mí, o de la idea que tiene, es mi trabajo después de haber pasado tanto tiempo separados. — Como prefieras llamarlo, pero no cambia los hechos. — aclaro, porque parece que su único recurso de defensa es utilizar mis palabras como foco de burla, probablemente porque presiento que algo de lo que dije sí es cierto, y eso le molesta mucho más de lo que podría hacer el hecho de haber herido su orgullo.

No, no me estaba dedicando a romper periódicos, pero si voy a ponerme a leer alguno por seguro voy a hacer lo que se me plazca con la información distorsionada que encuentro. Eso me recuerda que he reconocido el nombre de la persona que escribió el artículo y eso me produce una sensación amarga en el estómago de la que me deshago solo para hacer frente a responder. — Creía que no te hacía falta leer esa clase de información. — me defiendo con la única estrategia que encuentro, recordando lo que momentos antes me ha dicho. No obstante, reconozco en mi voz un tono chirriante que indica lo poco que me interesa que otra persona lea esas cosas sobre mí, o sobre mi familia. — Como quieras, no diré que no nos volveremos a ver porque ha quedado demostrado que podría no ser así, pero si ocurre espero que no te hayan lavado el cerebro. — y eso va por lo que pueda leer sobre nosotros tanto como el hecho de que ya se está tambaleando sobre una placa de madera. Sin más dilación, me doy la vuelta a pesar de seguir un camino que no lleva directamente a la calle de casa, pero solo por no tener que cruzar su camino merece la pena el llegar veinte minutos más tarde.
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