OTOÑO de 247521 de Septiembre — 20 de Diciembre
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.
Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.
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Recuerdo del primer mensaje :
Como una bala cruza en limpio la arena húmeda y se estrella contra la marea agitada que avanza sobre la orilla, se pierde en la profundidad del agua gris hasta que su hocico rompe la superficie, seguido de su cabeza con sus orejas en puntas. Con sus patas empapadas nada de vuelta a la costa, todo su pelo pegado a un cuerpo menudo. Tengo que llamarlo con palmas porque no es obediente al nombre que me dijeron que tiene, el que trataron de inculcarle por un año. Cada vez que se zambulle al agua se me sube el corazón a la boca, me da miedo que sea devorado por un mar que en estos días se ve más feroz, pero como todo perro criado en el distrito cuatro, se mueve tan bien en el agua como lo hace al caminar sobre sus patas. Consigo que venga a mí, lo tengo al alcance cuando de repente se sacude entero para mojarme con gotitas sueltas el abrigo que me puse encima del pijama, tan grande que la redondez de mi vientre pasa desapercibido. Si me quejo de un poco de agua, eso es nada cuando el resto del camino a la casa lo hace metiéndose un par de veces más al mar y después revolcándose en la arena. Para cuando lo hago entrar por la puerta trasera de la cocina, no es la bola blanca que fui a buscar, sino un monstruo mojado y sucio que recorre toda la cocina hurgando con su hocico cada rincón.
El sonido que proviene de arriba de las escaleras hace que levante las orejas y su emoción es visible en su cola que se agita de un lado al otro. Escucha los pasos que van bajando los peldaños, no necesita de otra señal para aventarse fuera de la cocina, tan veloz que su víctima no podría verlo venir. A quien si se lo hubiera dicho por anticipado, quizá tal asalto del animal no habría sido tan inesperado, pero se suponía que era una sorpresa, por eso fui a la casa de mi vecino antes de las siete de la mañana y estoy revolviendo la alacena para encontrar el frasco de café que se me hace tan necesario como el oxígeno a estas horas. No sigo al perro, ¿para qué? Puedo contar hasta diez en voz alta hasta que venga por sus propias patas, siguiendo a un Hans que se habrá sacado el sueño con el sobresalto. —Nueve... ocho...— cuento. Me tomo el trabajo de batir el café en mi taza por el gusto de oír la cuchara contra la porcelana, mientras mi boca se abre para soltar un bostezo. —Siete... seis...— sigo, —cinco...—, y como puedo oír a Hans a unos pasos, apuro el conteo. —Cuatro, tres, dos...—. No puedo llegar a uno, que lo veo en el marco de la puerta a la cocina. —¡Feliz cumpleaños!— le muestro mi mejor sonrisa, pese al sueño con el que cargo y lo despeinados que están mis mechones por el viento de la playa, que todavía no me saco el abrigo porque sigo tiritando del frío.
Como una bala cruza en limpio la arena húmeda y se estrella contra la marea agitada que avanza sobre la orilla, se pierde en la profundidad del agua gris hasta que su hocico rompe la superficie, seguido de su cabeza con sus orejas en puntas. Con sus patas empapadas nada de vuelta a la costa, todo su pelo pegado a un cuerpo menudo. Tengo que llamarlo con palmas porque no es obediente al nombre que me dijeron que tiene, el que trataron de inculcarle por un año. Cada vez que se zambulle al agua se me sube el corazón a la boca, me da miedo que sea devorado por un mar que en estos días se ve más feroz, pero como todo perro criado en el distrito cuatro, se mueve tan bien en el agua como lo hace al caminar sobre sus patas. Consigo que venga a mí, lo tengo al alcance cuando de repente se sacude entero para mojarme con gotitas sueltas el abrigo que me puse encima del pijama, tan grande que la redondez de mi vientre pasa desapercibido. Si me quejo de un poco de agua, eso es nada cuando el resto del camino a la casa lo hace metiéndose un par de veces más al mar y después revolcándose en la arena. Para cuando lo hago entrar por la puerta trasera de la cocina, no es la bola blanca que fui a buscar, sino un monstruo mojado y sucio que recorre toda la cocina hurgando con su hocico cada rincón.
El sonido que proviene de arriba de las escaleras hace que levante las orejas y su emoción es visible en su cola que se agita de un lado al otro. Escucha los pasos que van bajando los peldaños, no necesita de otra señal para aventarse fuera de la cocina, tan veloz que su víctima no podría verlo venir. A quien si se lo hubiera dicho por anticipado, quizá tal asalto del animal no habría sido tan inesperado, pero se suponía que era una sorpresa, por eso fui a la casa de mi vecino antes de las siete de la mañana y estoy revolviendo la alacena para encontrar el frasco de café que se me hace tan necesario como el oxígeno a estas horas. No sigo al perro, ¿para qué? Puedo contar hasta diez en voz alta hasta que venga por sus propias patas, siguiendo a un Hans que se habrá sacado el sueño con el sobresalto. —Nueve... ocho...— cuento. Me tomo el trabajo de batir el café en mi taza por el gusto de oír la cuchara contra la porcelana, mientras mi boca se abre para soltar un bostezo. —Siete... seis...— sigo, —cinco...—, y como puedo oír a Hans a unos pasos, apuro el conteo. —Cuatro, tres, dos...—. No puedo llegar a uno, que lo veo en el marco de la puerta a la cocina. —¡Feliz cumpleaños!— le muestro mi mejor sonrisa, pese al sueño con el que cargo y lo despeinados que están mis mechones por el viento de la playa, que todavía no me saco el abrigo porque sigo tiritando del frío.
Se lo dije en una ocasión, una noche a la que no he querido volver porque dije cosas de las que después me lamenté. Pero repito en mi mente las palabras de ese entonces. En guerra todos perderemos los escrúpulos. Podemos mentirnos para aferrarnos a lo bueno que tenemos, a esa inesperada paz que encontramos en el otro pese a que estamos hechos para una pelea interminable entre su carácter y el mío. Podré mentirme a mí misma también cuando esté a solas conmigo y mis pensamientos en los días que vendrán, en los años que nos esperan si es cierto su pronóstico de que esta resolución se demorará. Y aun así, todos los días estamos traicionando a lo que creímos en un pasado, porque las circunstancias cambian, se nos exige que tomemos decisiones y mi duda es si me mantendré en mis elecciones cuando él pise esos límites. Me asusta conocer la respuesta, que no quiero ponerla en palabras, no sea otra promesa más que se haga para al final no poder cumplirla. —Lo que tienes es algo que ellos no— susurro quedamente, es aire que sale de mis labios para quedar atrapado en su boca, —o que tuvieron, pero lo destruyeron—. No sé, supongo que habrá otros como nosotros, que todos los tiranos enfermos de poder alguna vez también fueron humanos que amaban algo lo suficiente como para justificar una guerra. —No lastimes lo que querías proteger, que ese sea tu límite— pido, espero lo recuerde si llega el día en que no esté para decírselo. —Porque tienes algo que pocas personas en la vida llegan a tener, se te dio a ti. Defiéndelo a costa de lo que sea, si lo crees así, pero no seas quien lo dañe…— musito, es sólo aire que se escapa entre nosotros, que se diluye en el tiempo que se nos va restando.
Mi arrebato sobre él es una revancha que me cobro por anticipado, seré rebelde a lo que podemos asumir que pasará, avasallante con su boca que se abre a la mía y de la que dependo para tomar las respiraciones que llenen mi pecho. Y tomo consciencia de que no podría besarlo en una despedida porque sería una agonía, me quedo con esta atropellada manera que tienen nuestras manos de buscar esa piel que se ha vuelto familiar, en un revuelo que quiebra un momento cualquiera. Quiero que la necesidad del otro nos siga sorprendiendo como para tratar alargar un minuto, postergar lo inevitable, que me contradiga cuando le diga que sólo será una vez más, como lo hizo en un principio diciéndome que habría otras veces. —Necesito que te quedes así para mí, deja siempre abierta la posibilidad de que te encuentre aquí o te vea llegar— musito, mi voz quebrándose en un jadeo que es de angustia. —No voy a aceptar ninguna despedida de tu parte, me niego a asumir que podrías no volver—. Será que todavía no podemos creer que sea real lo que tenemos en las manos, que con la ayuda de un chispazo de luz recorremos con los dedos esos rasgos que podríamos trazar a ojos cerrados, por ese miedo constante a que todo se desvanezca como si hubiera sido un engaño de nuestras mentes, que por una vez nos hizo creer que podíamos tenerlo todo.
—Somos unos principiantes también en esto de compartir cumpleaños, nos saldrá mal las primeras veces— procuro que una broma sea el consuelo para los dos, uso mis dedos para jugar con esas ondas de cabello que se forman sobre su frente al tirarlas hacia atrás en una caricia que va descendiendo a su nuca, donde mi palma se apropia de su calor y estrecho nuestro contacto al apretarme contra su pecho. —Hay un orden en este caos, aunque no te lo creas…— aclaro, echándole un vistazo de refilón a esas cajas que se imponen en el armario. Rompo nuestro abrazo con cierta resistencia, finalmente lo hago para ir hacia una de las pilas más bajas y abrir la tapa de la primera de la cajas para espiar su interior. —Tengo que controlar que no sea nada demasiado escandaloso— se asoma una sonrisa en mi boca al ir recuperando el humor de la situación, —Hay un par de fotografías de las salidas cuando era adolescente que no están en los álbumes de Mohini— advierto, que nunca hice de mi dormitorio una demostración de cursilerías de chica, pero tengo más de un recuerdo guardado en cajas. Saco una instantánea un poco oscura donde soy una figura pequeña en medio de la calle con los brazos en alto y una tira donde me abrazo a un par de chicas en medio de una fiesta, lo corrido del maquillaje y una botella de champagne dan a imaginar nuestro estado, y en la última foto de la tira se me ve besando a una sorprendida Rose. Se las paso ambas a Hans riéndome entre dientes y abro otra de las cajas, una que nunca hubiera dejado en casa de Mo, porque ver los diminutos automóviles de carrera y las escobas deportivas que eran mis juguetes de colección me llena de emoción. Por debajo de eso hay muchos juegos de ensamble, una caja cerrada con todo lo necesario para una carrera de mentes, ¡y un par de minis robots! Se los muestro a Hans, uno en cada mano, moviéndolos. —Mis padres me compraban las piezas y yo los tenía que armar, jugaba que viajaban por el espacio en naves y lograba ir al pasado o al futuro. ¡Pero iban con alguien más!—. Suelto los robots para rebuscar más profundo en la caja hasta dar con un muñeco que coloco frente a los ojos de Hans. —¡Mira! ¡También tengo uno de esos muñecos frikis que a ti te gustaban!— digo con emoción, y se lo quito de su alcance para guardármelo detrás de la espalda. —Me lo regalo una vez un niño que estaba enamorado de mí.
Mi arrebato sobre él es una revancha que me cobro por anticipado, seré rebelde a lo que podemos asumir que pasará, avasallante con su boca que se abre a la mía y de la que dependo para tomar las respiraciones que llenen mi pecho. Y tomo consciencia de que no podría besarlo en una despedida porque sería una agonía, me quedo con esta atropellada manera que tienen nuestras manos de buscar esa piel que se ha vuelto familiar, en un revuelo que quiebra un momento cualquiera. Quiero que la necesidad del otro nos siga sorprendiendo como para tratar alargar un minuto, postergar lo inevitable, que me contradiga cuando le diga que sólo será una vez más, como lo hizo en un principio diciéndome que habría otras veces. —Necesito que te quedes así para mí, deja siempre abierta la posibilidad de que te encuentre aquí o te vea llegar— musito, mi voz quebrándose en un jadeo que es de angustia. —No voy a aceptar ninguna despedida de tu parte, me niego a asumir que podrías no volver—. Será que todavía no podemos creer que sea real lo que tenemos en las manos, que con la ayuda de un chispazo de luz recorremos con los dedos esos rasgos que podríamos trazar a ojos cerrados, por ese miedo constante a que todo se desvanezca como si hubiera sido un engaño de nuestras mentes, que por una vez nos hizo creer que podíamos tenerlo todo.
—Somos unos principiantes también en esto de compartir cumpleaños, nos saldrá mal las primeras veces— procuro que una broma sea el consuelo para los dos, uso mis dedos para jugar con esas ondas de cabello que se forman sobre su frente al tirarlas hacia atrás en una caricia que va descendiendo a su nuca, donde mi palma se apropia de su calor y estrecho nuestro contacto al apretarme contra su pecho. —Hay un orden en este caos, aunque no te lo creas…— aclaro, echándole un vistazo de refilón a esas cajas que se imponen en el armario. Rompo nuestro abrazo con cierta resistencia, finalmente lo hago para ir hacia una de las pilas más bajas y abrir la tapa de la primera de la cajas para espiar su interior. —Tengo que controlar que no sea nada demasiado escandaloso— se asoma una sonrisa en mi boca al ir recuperando el humor de la situación, —Hay un par de fotografías de las salidas cuando era adolescente que no están en los álbumes de Mohini— advierto, que nunca hice de mi dormitorio una demostración de cursilerías de chica, pero tengo más de un recuerdo guardado en cajas. Saco una instantánea un poco oscura donde soy una figura pequeña en medio de la calle con los brazos en alto y una tira donde me abrazo a un par de chicas en medio de una fiesta, lo corrido del maquillaje y una botella de champagne dan a imaginar nuestro estado, y en la última foto de la tira se me ve besando a una sorprendida Rose. Se las paso ambas a Hans riéndome entre dientes y abro otra de las cajas, una que nunca hubiera dejado en casa de Mo, porque ver los diminutos automóviles de carrera y las escobas deportivas que eran mis juguetes de colección me llena de emoción. Por debajo de eso hay muchos juegos de ensamble, una caja cerrada con todo lo necesario para una carrera de mentes, ¡y un par de minis robots! Se los muestro a Hans, uno en cada mano, moviéndolos. —Mis padres me compraban las piezas y yo los tenía que armar, jugaba que viajaban por el espacio en naves y lograba ir al pasado o al futuro. ¡Pero iban con alguien más!—. Suelto los robots para rebuscar más profundo en la caja hasta dar con un muñeco que coloco frente a los ojos de Hans. —¡Mira! ¡También tengo uno de esos muñecos frikis que a ti te gustaban!— digo con emoción, y se lo quito de su alcance para guardármelo detrás de la espalda. —Me lo regalo una vez un niño que estaba enamorado de mí.
Me gustaría decir que soy incapaz de dañarlos, pero sé que estaría pisando un terreno inestable y prefiero callar. No sé qué es lo que va a suceder, no pude detenerlo en el estadio el otro día y estoy seguro de que tendremos otros momentos difíciles que atravesar con todo lo que nos queda por delante. Y sí, podría no regresar, como también puede sucederle a ella en las idas y venidas del destino, que por casualidad nos ubicó a los dos en el desespero de nuestros brazos por mantenernos juntos cinco minutos más — No lo asumas, pero… tampoco entres en negación. Sabes lo que sucede en las guerras — nada es seguro, mucho menos para aquellos que estamos al frente del peligro, entre las locuras de los líderes que necesitan de nosotros para salir adelante. Sé que estoy decidiendo entre Magnar, los Black y mi propio padre y, a su vez, no me sorprende el saber qué es lo que estoy eligiendo al final del día.
— Espero que tengamos una idea mejor cuando tengamos que festejar cumpleaños infantiles, porque eso sí que será un desastre — acabo por darme cuenta de que no había reparado en ese detalle y trato, por un breve segundo, el imaginarlo. La idea de tener la sala repleta de niños con bonetes no se me hace tentadora, pero creo que disimulo un poco mi cara de terror en la poca luz y en el hecho de que ella no me está mirando para ir a revolver las cajas. Mantengo mi postura cómoda contra la puerta, hasta que la seguridad provoca que me adelante un poco con el torso — A veces creo que haces un enorme esfuerzo por dejar mal parada a tu versión adolescente — bromeo con una ligera sonrisa, estiro el brazo y me hago con las fotografías que apenas puedo ver. Tengo que mover un poco el papel para que la luz le dé de lleno y me encuentro con un tirón involuntario de los labios, sonriendo con gracia por culpa de la juventud y tontería en actos tan simples como beber alcohol y besar amigas — Tienes que mostrarle esto a Jack — murmuro, sacudiendo la foto instantánea de Rose, justo a tiempo para ver lo que sostiene entre sus dedos — Nos habríamos llevado bien — decirlo me hace notar que, quizá, habría sido cierto. Mi yo de diez años adoraba esas tonterías, incluso tenía una pequeña obsesión con una serie televisiva sobre viajes en el tiempo y mis libros favoritos eran todos clásicos de la ciencia ficción. Esas cosas ahora se perdieron, reemplazadas por una cultura mágica de la cual no me quejo, pero que sí me hace extrañar un poco la infancia perdida.
Es la aparición de ese juguete lo que me lleva a esos años de una patada algo violenta. Dejo las fotos a un lado en el suelo y me apoyo para arrastrarme a su lado, quitándoselo para verlo mejor — Tenía uno igual a este. Es el capitán Kesibi, la versión oficial de la Odisea del Cosmos capítulo seis — se siente extraño pronunciar esas palabras en mi voz adulta, cuando creí haber olvidado cómo sonaban esos nombres — Lo perdí, creo que en el parque, no puedo recordarlo. Lo usaba tanto que también tenía la pintura descolorida y le había hecho una marca para que Phoebe no lo agarre, justo en… — giro la figura para señalarle la parte posterior de la bota y mi dedo, mucho más grande de lo que solía ser, presiona mis iniciales en rojo, grabadas con un marcador en manos de un niño posesivo y no muy prolijo para ese entonces. La sorpresa y la incredulidad me duran poco, porque intento hacer memoria y no puedo ver con claridad a la niña con quien peleé hace años en medio de una plaza, pero sí recuerdo el enfado — ¡Me robaste mi juguete! ¡Tú! — y la señalo con el mismo con toda la indignación y sorpresa que me cargo.
— Espero que tengamos una idea mejor cuando tengamos que festejar cumpleaños infantiles, porque eso sí que será un desastre — acabo por darme cuenta de que no había reparado en ese detalle y trato, por un breve segundo, el imaginarlo. La idea de tener la sala repleta de niños con bonetes no se me hace tentadora, pero creo que disimulo un poco mi cara de terror en la poca luz y en el hecho de que ella no me está mirando para ir a revolver las cajas. Mantengo mi postura cómoda contra la puerta, hasta que la seguridad provoca que me adelante un poco con el torso — A veces creo que haces un enorme esfuerzo por dejar mal parada a tu versión adolescente — bromeo con una ligera sonrisa, estiro el brazo y me hago con las fotografías que apenas puedo ver. Tengo que mover un poco el papel para que la luz le dé de lleno y me encuentro con un tirón involuntario de los labios, sonriendo con gracia por culpa de la juventud y tontería en actos tan simples como beber alcohol y besar amigas — Tienes que mostrarle esto a Jack — murmuro, sacudiendo la foto instantánea de Rose, justo a tiempo para ver lo que sostiene entre sus dedos — Nos habríamos llevado bien — decirlo me hace notar que, quizá, habría sido cierto. Mi yo de diez años adoraba esas tonterías, incluso tenía una pequeña obsesión con una serie televisiva sobre viajes en el tiempo y mis libros favoritos eran todos clásicos de la ciencia ficción. Esas cosas ahora se perdieron, reemplazadas por una cultura mágica de la cual no me quejo, pero que sí me hace extrañar un poco la infancia perdida.
Es la aparición de ese juguete lo que me lleva a esos años de una patada algo violenta. Dejo las fotos a un lado en el suelo y me apoyo para arrastrarme a su lado, quitándoselo para verlo mejor — Tenía uno igual a este. Es el capitán Kesibi, la versión oficial de la Odisea del Cosmos capítulo seis — se siente extraño pronunciar esas palabras en mi voz adulta, cuando creí haber olvidado cómo sonaban esos nombres — Lo perdí, creo que en el parque, no puedo recordarlo. Lo usaba tanto que también tenía la pintura descolorida y le había hecho una marca para que Phoebe no lo agarre, justo en… — giro la figura para señalarle la parte posterior de la bota y mi dedo, mucho más grande de lo que solía ser, presiona mis iniciales en rojo, grabadas con un marcador en manos de un niño posesivo y no muy prolijo para ese entonces. La sorpresa y la incredulidad me duran poco, porque intento hacer memoria y no puedo ver con claridad a la niña con quien peleé hace años en medio de una plaza, pero sí recuerdo el enfado — ¡Me robaste mi juguete! ¡Tú! — y la señalo con el mismo con toda la indignación y sorpresa que me cargo.
Es demasiado angustiante la realidad que me presenta, como para reírme con humor seco de que me pida que no niegue lo que puede pasar, si me ha reconocido como negadora en otra ocasión, tan testaruda en mi rechazo a lo que no quiero admitir que temo que su miedo sea real. Y sin embargo, una voz me dice que no caeré en un engaño a mí misma, no seré alguien que espera lo que no podrá ser, sino más bien alguien que se quedó con lo bueno, cotidiano y accidentado de estos momentos que compartimos. Seré más fuerte de lo que soy hoy para hacerle frente. Hay algo más que se parece a un presentimiento o será otro espejismo de mis miedos, que me dice en cambio que puede ser él quien acuda luego a los recuerdos y me alivia la certeza de que es más fuerte de lo que cree. Es imposible que las guerras tengan un final que pueda decirse feliz, como mucho es la paz a la que se aspira, que siempre es breve. No tiene sentido esperar al final de nada, conquistaremos victorias que nadie luego podrá robarnos. —Te amo, Hans. Puedo ser quien te ame en esta guerra— susurro es la oscuridad en la que no podemos vernos las cara, pero nos sentimos al estar aferrados al otro con nuestras manos donde sea. Será todo lo que pueda decir para hacerle frente a esta guerra que arrasará sobre una casa que estamos tratando de construir, sobre nosotros. Estos minutos, este refugio nos pertenecen. También el pequeño triunfo que se siente poder amarlo.
Y es un desafío a la suerte que tratemos de pensar qué pueden depararnos los años que vienen, vernos en el lío de un cumpleaños en que una niña se parará para llamarnos, hay una sombra oscura en esa escena que es un destello en mi imaginación, en el que nos veo uno al lado del otro con alguien que con celebrar cada año de vida, estará reafirmando nuestra victoria. Si es que llega a pasar, si esa niña no es quien revolverá estas mismas cajas para encontrar algo de nosotros, y sonrío porque me acusa de mi supuesta intención difamatoria hacia un yo adolescente que no está para defenderse y decir que estaba demasiado enojada y asustada en ese entonces, estaba tratando de ser una chica dura porque se va daba cuenta con terror de que las cosas le dolían demasiado, que necesitaba de alguna manera anular esas sensaciones. —Ella hizo su propio mérito— es todo lo que murmuro, quiero apartarme de esa melancolía a la que parece que tendemos, la reemplazo con una carcajada. —¿Quieres que tenga problemas con mi vecino? ¡No, gracias! ¡Mide tres metros! Y mi límite para meterme con los hombres es que no pasen los dos metros…
La sonrisa que me llena la cara no puede verse, es tan raro pensar que podríamos llevarnos bien alguna vez, que siendo niños hubiéramos compartido un juego en el que ninguno terminara llorando. ¿Por qué se me hace tan fácil imaginarnos peleando en el arenero en vez de estar armando apaciblemente un par de castillos? Muevo la cabeza, no tenemos manera de saberlo. Estamos demasiado lejos de esos niños. —No creo, no me gustaba prestar mis cosas— digo, para reírnos de nosotros, porque las coincidencias son extrañas. También en este momento en que amaga comparar el muñeco con el que tenía, no quiero soltarlo. Es mío, él habrá tenido los suyos. Si lo perdió, mala suerte la suya. Estamos a punto de forcejear por el muñeco porque lo hace girar para comprobar lo que no puede ser, ¡si habrá mil muñecos como este en todo Neopanem juntando polvo en los baúles de juguetes! —¡No! ¡No te lo robé!— me defiendo, mi mano cubriendo el muñeco para atraerlo a mi pecho y no soltarlo. — ¡Me lo regaló un niño en el parque!— insisto en versión de los hechos, porque esa es la historia oficial que le conté a Mohini para justificar que hubiera una novedad entre mis posesiones. —Lo defendí de unos niños que lo estaban molestando y me regaló su muñeco como agradecimiento. ¡Eso es lo que te digo que pasó!—. Me volteo para darle la espalda así puedo esconder el juguete de su alcance, me niego a soltarlo como si volviera a tener seis años y esta vez no puedo escapar corriendo porque se interpone en la puerta. —¡Bien! ¡Lo admito! Puede ser que yo decidí tomarlo como una muestra de agradecimiento, porque este niño fue un maleducado conmigo. ¡Porque era altanero y dijo que era una pulga!— así es como lo recuerdo.
Y es un desafío a la suerte que tratemos de pensar qué pueden depararnos los años que vienen, vernos en el lío de un cumpleaños en que una niña se parará para llamarnos, hay una sombra oscura en esa escena que es un destello en mi imaginación, en el que nos veo uno al lado del otro con alguien que con celebrar cada año de vida, estará reafirmando nuestra victoria. Si es que llega a pasar, si esa niña no es quien revolverá estas mismas cajas para encontrar algo de nosotros, y sonrío porque me acusa de mi supuesta intención difamatoria hacia un yo adolescente que no está para defenderse y decir que estaba demasiado enojada y asustada en ese entonces, estaba tratando de ser una chica dura porque se va daba cuenta con terror de que las cosas le dolían demasiado, que necesitaba de alguna manera anular esas sensaciones. —Ella hizo su propio mérito— es todo lo que murmuro, quiero apartarme de esa melancolía a la que parece que tendemos, la reemplazo con una carcajada. —¿Quieres que tenga problemas con mi vecino? ¡No, gracias! ¡Mide tres metros! Y mi límite para meterme con los hombres es que no pasen los dos metros…
La sonrisa que me llena la cara no puede verse, es tan raro pensar que podríamos llevarnos bien alguna vez, que siendo niños hubiéramos compartido un juego en el que ninguno terminara llorando. ¿Por qué se me hace tan fácil imaginarnos peleando en el arenero en vez de estar armando apaciblemente un par de castillos? Muevo la cabeza, no tenemos manera de saberlo. Estamos demasiado lejos de esos niños. —No creo, no me gustaba prestar mis cosas— digo, para reírnos de nosotros, porque las coincidencias son extrañas. También en este momento en que amaga comparar el muñeco con el que tenía, no quiero soltarlo. Es mío, él habrá tenido los suyos. Si lo perdió, mala suerte la suya. Estamos a punto de forcejear por el muñeco porque lo hace girar para comprobar lo que no puede ser, ¡si habrá mil muñecos como este en todo Neopanem juntando polvo en los baúles de juguetes! —¡No! ¡No te lo robé!— me defiendo, mi mano cubriendo el muñeco para atraerlo a mi pecho y no soltarlo. — ¡Me lo regaló un niño en el parque!— insisto en versión de los hechos, porque esa es la historia oficial que le conté a Mohini para justificar que hubiera una novedad entre mis posesiones. —Lo defendí de unos niños que lo estaban molestando y me regaló su muñeco como agradecimiento. ¡Eso es lo que te digo que pasó!—. Me volteo para darle la espalda así puedo esconder el juguete de su alcance, me niego a soltarlo como si volviera a tener seis años y esta vez no puedo escapar corriendo porque se interpone en la puerta. —¡Bien! ¡Lo admito! Puede ser que yo decidí tomarlo como una muestra de agradecimiento, porque este niño fue un maleducado conmigo. ¡Porque era altanero y dijo que era una pulga!— así es como lo recuerdo.
No sé si alguna vez les ha pasado. Les cuentan una historia que creían haber olvidado y, palabra por palabra, la misma va cobrando vida en su memoria hasta que pueden recordar los detalles que habían quedado en algún punto lejano de las neuronas. Fue hace mucho tiempo, no recuerdo con claridad sus facciones pero sí su cabello negro. Recuerdo un parque en verano donde la banda fastidiosa del colegio tuvo la desgracia de aparecer donde yo jugaba, como si quisieran recordarme que no podría escaparme de sus estupideces incluso cuando no estábamos en épocas de clase. Fue una pelea estúpida, claro, ni recuerdo cómo fue que inició. Sí tengo bien en claro que las burlas que recibí porque me estaba defendiendo una niña pequeña no dejaron de perseguirme por un buen tiempo — ¡Jamás lo hubiese regalado, era edición limitada! — y ahí se me va, el tono de voz indignado que ni recordaba que tenía, porque se asemeja al que utilizaba para acusar a otros niños o a mi hermana cuando hacían algo para fastidiarme.
Obvio que cuando se mueve yo hago lo mismo y trato de imponerme del mejor modo que sé con gente como ella: la altura. Lo malo es que me pongo de pie y mi coronilla se da contra el techo del armario, por lo que se me escapa un quejido y algo de polvo me cae en la nariz. Tras un estornudo y una frotadita en la cabeza con mi mano, abro mi boca con el mismo gesto indignado que buscaría enseñarle a alguien lo descarada que está siendo — ¡Porque eras una pulga y jamás, jamás, debes ayudar a un niño frente a sus compañeros de clase! ¿Sabes cuántas burlas recibí de su parte por el resto del año? ¡Arruinaste mi orgullo! — que para haber tenido un cuerpo tan flacucho, era bastante grande.
Cometo la tontería infantil de asomarme por encima de su hombro y, como tengo la contextura necesaria, la rodeo con los brazos en un intento de llegar al muñeco que está tratando de ocultar de mí — ¡No seas egoísta y dámelo, Scott! Si lo robaste hace veinte años, no quiere decir que ha dejado de ser mío. ¿Así planeas educar a tu hija? — vale, que quizá estoy apelando a un golpe algo bajo. Fastidioso como puedo ser, le pico las costillas para que el cosquilleo la deje más vulnerable y pueda hacerme con mi juguete — Dámelo o romperé nuestro acuerdo de cero ropa durante las noches. Y pasarás días sin que te toque ni un pelo. ¡Y sabes que hablo en serio!
Obvio que cuando se mueve yo hago lo mismo y trato de imponerme del mejor modo que sé con gente como ella: la altura. Lo malo es que me pongo de pie y mi coronilla se da contra el techo del armario, por lo que se me escapa un quejido y algo de polvo me cae en la nariz. Tras un estornudo y una frotadita en la cabeza con mi mano, abro mi boca con el mismo gesto indignado que buscaría enseñarle a alguien lo descarada que está siendo — ¡Porque eras una pulga y jamás, jamás, debes ayudar a un niño frente a sus compañeros de clase! ¿Sabes cuántas burlas recibí de su parte por el resto del año? ¡Arruinaste mi orgullo! — que para haber tenido un cuerpo tan flacucho, era bastante grande.
Cometo la tontería infantil de asomarme por encima de su hombro y, como tengo la contextura necesaria, la rodeo con los brazos en un intento de llegar al muñeco que está tratando de ocultar de mí — ¡No seas egoísta y dámelo, Scott! Si lo robaste hace veinte años, no quiere decir que ha dejado de ser mío. ¿Así planeas educar a tu hija? — vale, que quizá estoy apelando a un golpe algo bajo. Fastidioso como puedo ser, le pico las costillas para que el cosquilleo la deje más vulnerable y pueda hacerme con mi juguete — Dámelo o romperé nuestro acuerdo de cero ropa durante las noches. Y pasarás días sin que te toque ni un pelo. ¡Y sabes que hablo en serio!
Mi rostro se gira hacia él para echarle una mirada furiosa por encima de mi hombro, por lo brusco del gesto algunos mechones se quedan prendidos de mi boca y al gritar los escupo. —¡Sólo traté de ayudar! ¡Se estaban metiendo contigo! ¡Eran varios y estabas solo!— elevo mi tono de voz para imponerme a su altura que abarca todo el armario, mientras mi postura se encorva sobre el muñeco para que no pueda quitármelo, haciéndome mucho más pequeña en contraste con él. —Ni siquiera sabías como dar una patada decente— apunto, recordando que no sólo lo superan en número, sino que también eran más diestros al esquivar golpes, como es típico en todos los bravucones de escuela. —¡Yo no le hice nada a tu orgullo! ¡Estaba tratando de que no te arruinen la cara!— boqueo por la falta de aire, que el pecho se me sacude por estar discutiendo alterada. —¡Habré sido una pulga, sí! ¡Pero esta pulga mordió una mano que trataba de golpearte y estuve toda la tarde cepillándome los dientes para que me saliera el gusto asqueroso!
Forcejeo cuando trata de atraparme con sus brazos, muy valiente de su parte cuando acabo de decirle que no tengo reparos en usar mis dientes para atacar. —¡Sí! ¡Así la voy a educar!— chillo, pataleando con fuerza y dándole a la pared para que me suelte. —¡Y le diré que a todos los niños que defienda y sean groseros, además les tire del pelo!— grito, tratando de esquivar sus dedos que se meten con mi cintura para sacarme una carcajada involuntaria y debilitarme en mi agarre al muñeco. — ¡No, Hans! ¡No me hagas cosquillas!— me quejo, retorciéndome para poder apartarme de él y girarme, así mi espalda choca con la pared. Estiro una de mis piernas con el pie en alto para mantenerlo a distancia, que dentro del armario se ve como una sombra alta. —¡ESO NO SE VALE! ¡¿Es así como quieres que te lo devuelva?!— pregunto, mi cara acompañando toda la indignación que se trasluce en mi voz. —¡No te voy a devolver nada! ¡Nunca!—. Me pongo de pie como puedo, que con la panza me cuesta y tengo que seguir usando a la pared de soporte. —¡Es mío por haberte defendido esa tarde! ¡Tú, idiota!— suelto, tan ofuscada que me cae pelo por la cara y la aparto de un manotazo así tengo la mirada limpia al embestir hacia adelante para sacarlo de mi camino a la puerta. Choco contra su cuerpo y es verdad que es lo suficientemente alto como para que no pueda tumbarlo.
Forcejeo cuando trata de atraparme con sus brazos, muy valiente de su parte cuando acabo de decirle que no tengo reparos en usar mis dientes para atacar. —¡Sí! ¡Así la voy a educar!— chillo, pataleando con fuerza y dándole a la pared para que me suelte. —¡Y le diré que a todos los niños que defienda y sean groseros, además les tire del pelo!— grito, tratando de esquivar sus dedos que se meten con mi cintura para sacarme una carcajada involuntaria y debilitarme en mi agarre al muñeco. — ¡No, Hans! ¡No me hagas cosquillas!— me quejo, retorciéndome para poder apartarme de él y girarme, así mi espalda choca con la pared. Estiro una de mis piernas con el pie en alto para mantenerlo a distancia, que dentro del armario se ve como una sombra alta. —¡ESO NO SE VALE! ¡¿Es así como quieres que te lo devuelva?!— pregunto, mi cara acompañando toda la indignación que se trasluce en mi voz. —¡No te voy a devolver nada! ¡Nunca!—. Me pongo de pie como puedo, que con la panza me cuesta y tengo que seguir usando a la pared de soporte. —¡Es mío por haberte defendido esa tarde! ¡Tú, idiota!— suelto, tan ofuscada que me cae pelo por la cara y la aparto de un manotazo así tengo la mirada limpia al embestir hacia adelante para sacarlo de mi camino a la puerta. Choco contra su cuerpo y es verdad que es lo suficientemente alto como para que no pueda tumbarlo.
¿Una patada decente? ¿Por qué tiene tanta memoria? Hay algo que se pone rojo en mí, creo que es mi nuca, porque no puedo creer que tenga esa memoria del niño que fui y que ahora no es un completo extraño para ella. No, nunca fui el mejor luchador físico, además mis brazos y piernas eran palitos y eso no era de ayuda; lo único que tenía a favor era la altura, siempre básicamente decente. ¿Si he soportado golpes a montones? Pues claro, pero ahí andan. Muchos de ellos hoy en día no son nadie, Ronald Perkins está calvo en una tienda de repuestos y Bernard, que resultó ser un mago de sangre mestiza, ahora es vigilante de una de las plantas más aburridas del ministerio. Siempre es divertido pasar por delante de su enorme barriga manchada de grasa y decirle que se ate los cordones o se arregle la camisa, sólo para oírle pedir disculpas con un “señor” de por medio — ¿Ves que mi cara tenga algún problema? Pues no y eso que me han golpeado varias veces luego. Tú mordiste sin que nadie te llame — ¿Por qué no me sorprende en lo absoluto esa actitud viniendo de ella?
— ¡Mi hija no será una bárbara maleducada! — me cuesta hablar porque trato de sostenerla a pesar de que se retuerce para todos lados, hasta temo que se haya roto un dedo por la patada que da a la pared y siento que se parece a un pequinés rabioso e inflado. Obvio que hago caso omiso a sus peticiones/órdenes y sigo picoteando, a sabiendas de que se reirá en algún momento y podré dar un manotazo final que, para variar, no llega — ¡Vamos, Scott! ¡No seas caprichosa! — ahí va, la palabra clave que le he dicho hace meses y que sigue en una lista que nunca se borra de su cabeza. Mi instinto me obliga a dejarme quieto en mi sitio, pongo los pies más firmes para poder atajarla en cuanto intenta taclearme y acabo estrechándola entre mis brazos, aunque mi espalda choca contra la pared — ¿Vas a quitarme todo lo que creas que te pertenece por haber hecho algo por mí? Eso explica por qué siempre me quitas la ropa, la paciencia, el desayuno… — a pesar del tono enfurruñado de mi voz, se me asoma una sonrisa burlona cuando aprieto sus brazos, cruzándoselos con fuerza por delante del pecho para que no se mueva y, de paso, dejo el juguete a la vista — Hagamos una cosa, Scott. Primero, respira… — tomo aire y lo largo con exageración en su cara, sin pestañear — Segundo, pensemos un poquito. ¿Te das cuenta de que, por alguna razón, siempre nos cruzamos a lo largo de la vida en situaciones similares? Tú me cubriste cuando éramos niños y yo te cubrí cuando fuiste una adulta. Los dos tuvimos un pago, yo quemé el tuyo. Ahora es momento de que me devuelvas el favor en forma de muñeco, porque así funciona el honor — ese que no todo el mundo piensa que tengo.
Se me empieza a bajar el calor, aunque el corazón sigue latiendo con fuerza. Ver de soslayo las iniciales grabadas en ese juguete me hace pensar que esto es una cruel broma del destino, porque de todos los caminos que hemos recorrido, estamos aquí. Como dos fuerzas magnéticas que no hacen más que atraerse a pesar del caos que explota en todo el cosmos. Aprieto un poco más el agarre, más lo hago con cuidado para que mis dedos no se marquen en su piel — ¿Vas a calmarte o tendré que hacerlo yo? Los dos sabemos que se me da muy bien hacerlo — y, con mucho cuidado, empiezo a soltarla.
— ¡Mi hija no será una bárbara maleducada! — me cuesta hablar porque trato de sostenerla a pesar de que se retuerce para todos lados, hasta temo que se haya roto un dedo por la patada que da a la pared y siento que se parece a un pequinés rabioso e inflado. Obvio que hago caso omiso a sus peticiones/órdenes y sigo picoteando, a sabiendas de que se reirá en algún momento y podré dar un manotazo final que, para variar, no llega — ¡Vamos, Scott! ¡No seas caprichosa! — ahí va, la palabra clave que le he dicho hace meses y que sigue en una lista que nunca se borra de su cabeza. Mi instinto me obliga a dejarme quieto en mi sitio, pongo los pies más firmes para poder atajarla en cuanto intenta taclearme y acabo estrechándola entre mis brazos, aunque mi espalda choca contra la pared — ¿Vas a quitarme todo lo que creas que te pertenece por haber hecho algo por mí? Eso explica por qué siempre me quitas la ropa, la paciencia, el desayuno… — a pesar del tono enfurruñado de mi voz, se me asoma una sonrisa burlona cuando aprieto sus brazos, cruzándoselos con fuerza por delante del pecho para que no se mueva y, de paso, dejo el juguete a la vista — Hagamos una cosa, Scott. Primero, respira… — tomo aire y lo largo con exageración en su cara, sin pestañear — Segundo, pensemos un poquito. ¿Te das cuenta de que, por alguna razón, siempre nos cruzamos a lo largo de la vida en situaciones similares? Tú me cubriste cuando éramos niños y yo te cubrí cuando fuiste una adulta. Los dos tuvimos un pago, yo quemé el tuyo. Ahora es momento de que me devuelvas el favor en forma de muñeco, porque así funciona el honor — ese que no todo el mundo piensa que tengo.
Se me empieza a bajar el calor, aunque el corazón sigue latiendo con fuerza. Ver de soslayo las iniciales grabadas en ese juguete me hace pensar que esto es una cruel broma del destino, porque de todos los caminos que hemos recorrido, estamos aquí. Como dos fuerzas magnéticas que no hacen más que atraerse a pesar del caos que explota en todo el cosmos. Aprieto un poco más el agarre, más lo hago con cuidado para que mis dedos no se marquen en su piel — ¿Vas a calmarte o tendré que hacerlo yo? Los dos sabemos que se me da muy bien hacerlo — y, con mucho cuidado, empiezo a soltarla.
—¡Si lo será! ¡La criaré para que vaya por la vida haciendo justicia y muerda a bravucones! No importa que el niño en apuros al que salve sea luego un desagradecido, ¡ella será maleducada y se parará en sus cincuenta centímetros de altura con toda autoridad! ¡Nadie podrá con ella!— le anticipo lo que le espera por habérsele ocurrido tener una hija con alguien como yo, ¡una pulga mordedora! —¡Y seré lo caprichosa que quiero!— suelto como grito de batalla al lanzarme hacia la puerta, con la intención de empujarlo con todas mis fuerzas y no queda más que en un intento, porque pronto me veo aprisionada por mis propios brazos que él dobla a su conveniencia para retenerme. —¡Suéltame, suéltame!— no ceso en mis chillidos, que quedan atrapados en el poco espacio del armario, me sacudo pese a que me tiene bien sujeta. Escucho lo que dice, creo que se está yendo un poco de tema, no puede traer a colación por segunda vez algo que alude a mi incapacidad de tener mis manos alejadas de su cuerpo, ahora adulto, cuando estamos peleando por un juguete. —No siento culpa de hacerlo, si quieres saber— es mi respuesta petulante, que tal vez es un abuso de mi parte tomar de más, reconocer que fue un robo lo que sucedió hace veinticinco años, pero lo enfrento con la barbilla en alto, así gano unos centímetros en el duelo de miradas que se buscan en la oscuridad.
La tensión en mis brazos se va diluyendo, en parte por las respiraciones que me obligo a imitar, que se escuchan más como bufidos que como exhalaciones. Y en parte porque trata de convencerme con su planteamiento de que estamos a mano por haber salvado el pellejo del otro. —¿Qué honor?— pregunto con una sonrisa burlona, en un nuevo intento por abalanzarme fuera del armario, que no prospera porque sus manos me tienen inmóvil como si estuviera bajo un fuerte encantamiento. Mi frustración se trasluce en una patada al suelo, tengo que empezar a hacer concesiones porque no me veo saliendo triunfal de esta. —¡De acuerdo! ¡Te devolveré tu muñeco!— cedo, aun con la esperanza de encontrar un hueco para escapar. Basta con poder definir parte de su rostro por la luz de mi varita que en el lío que causamos dentro, fue pateada entre nuestros pies y chocó con una de las cajas, para que la calma que invoque vaya bajando por mi cuerpo. Respiro por mi boca entreabierta para que se me pasen las ganas de retorcerme o de huir.
—Te lo daré sólo porque es tu cumpleaños, no porque te lo merezcas. ¡No te costaba nada darme las gracias!— digo con mi frente fruncida y lo empujo hacia atrás, estrellando el muñeco en su pecho. —¿Por qué tenías que ser tan altanero? Si una niña te defiende delante de los malos de la escuela, todo lo que tienes que hacer es darle las gracias— se lo tengo que decir, aunque llegue casi treinta años tarde. Sé bien lo que pensé entonces, el recuerdo es tan preciso en todos sus detalles en mi mente, repitiéndose una y otra vez como una cinta de película, esa plaza, ese niño que empiezo a reconocerlo a él, esa niña que fue tan arrogante, pensé que era un niño idiota. Uno con el que nunca jugaría, al que menos que menos besaría. —Nunca saldría con un niño así de idiota— mascullo, echándome en el suelo para sentarme delante de las cajas de juguetes viejos, dándole la espalda para dejarle en claro mi enfado. —¿Y quieres saber algo? Tenía tu muñeco unos días después, cuando Mohini aceptó llevarme a esa plaza una vez más. Pero no sabía distinguir todavía los días de la semana y no tenía idea de que no ibas a estar, te lo iba a devolver y decir que eras un tonto, y no estabas— le entrego parte de su culpa por el hecho de que el juguete se demoró tanto en volver a él, y lo extraño de todo es eso, de que acabó volviendo a él.
La tensión en mis brazos se va diluyendo, en parte por las respiraciones que me obligo a imitar, que se escuchan más como bufidos que como exhalaciones. Y en parte porque trata de convencerme con su planteamiento de que estamos a mano por haber salvado el pellejo del otro. —¿Qué honor?— pregunto con una sonrisa burlona, en un nuevo intento por abalanzarme fuera del armario, que no prospera porque sus manos me tienen inmóvil como si estuviera bajo un fuerte encantamiento. Mi frustración se trasluce en una patada al suelo, tengo que empezar a hacer concesiones porque no me veo saliendo triunfal de esta. —¡De acuerdo! ¡Te devolveré tu muñeco!— cedo, aun con la esperanza de encontrar un hueco para escapar. Basta con poder definir parte de su rostro por la luz de mi varita que en el lío que causamos dentro, fue pateada entre nuestros pies y chocó con una de las cajas, para que la calma que invoque vaya bajando por mi cuerpo. Respiro por mi boca entreabierta para que se me pasen las ganas de retorcerme o de huir.
—Te lo daré sólo porque es tu cumpleaños, no porque te lo merezcas. ¡No te costaba nada darme las gracias!— digo con mi frente fruncida y lo empujo hacia atrás, estrellando el muñeco en su pecho. —¿Por qué tenías que ser tan altanero? Si una niña te defiende delante de los malos de la escuela, todo lo que tienes que hacer es darle las gracias— se lo tengo que decir, aunque llegue casi treinta años tarde. Sé bien lo que pensé entonces, el recuerdo es tan preciso en todos sus detalles en mi mente, repitiéndose una y otra vez como una cinta de película, esa plaza, ese niño que empiezo a reconocerlo a él, esa niña que fue tan arrogante, pensé que era un niño idiota. Uno con el que nunca jugaría, al que menos que menos besaría. —Nunca saldría con un niño así de idiota— mascullo, echándome en el suelo para sentarme delante de las cajas de juguetes viejos, dándole la espalda para dejarle en claro mi enfado. —¿Y quieres saber algo? Tenía tu muñeco unos días después, cuando Mohini aceptó llevarme a esa plaza una vez más. Pero no sabía distinguir todavía los días de la semana y no tenía idea de que no ibas a estar, te lo iba a devolver y decir que eras un tonto, y no estabas— le entrego parte de su culpa por el hecho de que el juguete se demoró tanto en volver a él, y lo extraño de todo es eso, de que acabó volviendo a él.
¿Cómo es que acabé así, en primer lugar? ¿Por qué estoy enamorado de una mujer que no hace otra cosa que gritar, patalear y sacarme de las casillas, mientras peleamos por un muñeco tan viejo que había olvidado hasta el día de hoy? No puedo evitar hacer otra cosa que rodar los ojos hasta ponerlos en blanco a causa de sus respuestas, una tras otra como una metralleta de caprichos y excusas que me recuerdan que no somos tan diferentes a los niños de hace tanto tiempo atrás. Las cosas cambian, pero las esencias siempre son las mismas — El honor de favor por favor. ¿Por qué yo tengo que hacer cosas por ti, si no voy a recibir lo mismo a cambio? — intento usar un tono sensato, uno muy similar al que puse la vez que di una charla especial en el Royal sobre leyes el año pasado, justo antes de haber sido nombrado ministro. Creo que debería haber una enorme diferencia entre explicar a alumnos o a ella, pero me encuentro con que se asemeja bastante. Al menos, los estudiantes parecían escucharme un poco más y no me gritaban en la cara.
— ¿Vas a seguir con los reclamos de hace décadas? ¿De verdad? — atajo el muñeco contra mi pecho, no puedo evitar preguntarme si alguna vez recibiré quejas cuando tenga cincuenta años sobre algo que ha pasado hace una semana — ¡Era un niño, Scott! Y obvio que me molestó que se burlaran de mí porque una enana ojona vino a salvarme, fue un poco humillante. ¿Quieres que te agradezca ahora, cuando ya ni tiene sentido? — por el modo de hablar, creo que el exagerado sarcasmo queda bastante en evidencia. La veo echarse en el suelo como la pequeña bolita morena que es últimamente y me recuerda a un corcho, lo que afloja un poco mi irritación — Lamento informarte que sales con ese niño idiota. Mucho peor: convives con ese niño idiota. Tienes al hijo de ese niño idiota — lo hago sonar como un tenebroso cuento de terror y, sin poder contenerme, me pongo de cuclillas a su lado para asomarme por el costado de su hombro con una sonrisa maliciosa — ¿Vas a decírmelo ahora? ¿Que soy un tonto? Porque estoy justo aquí. Y el capitán Kesibi volvió a ser mío, lástima que ya se perdió todas las batallas importantes en mi nave espacial — estiro el brazo para sacudirle el muñeco delante de la nariz. A la luz de la varita, puedo ver la figura como si estuviera una vez más escondido bajo las sábanas de mi casa, allí donde armaba las mejores aventuras galácticas.
El silencio me gana por un minuto. Al final, la risa brota con suavidad dentro de mi boca, incluso cuando trato el reprimirla con los labios apretados — No puedo creerlo — digo, más para mí que para ella — Tú eras la niña que mordió a Bernard Owens. ¿Sabías que es el vigilante del piso dos, sección H? El que no le alcanzan las piernas para correr — por la manera en la cual se me pierde la mirada, hasta parece que estoy recordando un momento maravilloso de mi vida hasta que aprieto el juguete entre mis manos — Es tan extraño. ¿No te parece? — porque de entre todas las locuras que nos han pasado, los hilos que hemos movido, este es el más incoherente e inesperado.
— ¿Vas a seguir con los reclamos de hace décadas? ¿De verdad? — atajo el muñeco contra mi pecho, no puedo evitar preguntarme si alguna vez recibiré quejas cuando tenga cincuenta años sobre algo que ha pasado hace una semana — ¡Era un niño, Scott! Y obvio que me molestó que se burlaran de mí porque una enana ojona vino a salvarme, fue un poco humillante. ¿Quieres que te agradezca ahora, cuando ya ni tiene sentido? — por el modo de hablar, creo que el exagerado sarcasmo queda bastante en evidencia. La veo echarse en el suelo como la pequeña bolita morena que es últimamente y me recuerda a un corcho, lo que afloja un poco mi irritación — Lamento informarte que sales con ese niño idiota. Mucho peor: convives con ese niño idiota. Tienes al hijo de ese niño idiota — lo hago sonar como un tenebroso cuento de terror y, sin poder contenerme, me pongo de cuclillas a su lado para asomarme por el costado de su hombro con una sonrisa maliciosa — ¿Vas a decírmelo ahora? ¿Que soy un tonto? Porque estoy justo aquí. Y el capitán Kesibi volvió a ser mío, lástima que ya se perdió todas las batallas importantes en mi nave espacial — estiro el brazo para sacudirle el muñeco delante de la nariz. A la luz de la varita, puedo ver la figura como si estuviera una vez más escondido bajo las sábanas de mi casa, allí donde armaba las mejores aventuras galácticas.
El silencio me gana por un minuto. Al final, la risa brota con suavidad dentro de mi boca, incluso cuando trato el reprimirla con los labios apretados — No puedo creerlo — digo, más para mí que para ella — Tú eras la niña que mordió a Bernard Owens. ¿Sabías que es el vigilante del piso dos, sección H? El que no le alcanzan las piernas para correr — por la manera en la cual se me pierde la mirada, hasta parece que estoy recordando un momento maravilloso de mi vida hasta que aprieto el juguete entre mis manos — Es tan extraño. ¿No te parece? — porque de entre todas las locuras que nos han pasado, los hilos que hemos movido, este es el más incoherente e inesperado.
Si va a soltarme toda su indignación de adulto por mis reclamos de un agradecimiento que nunca llegó, para encubrir sus propias quejas de niño avergonzado porque una niña más pequeña se cargó a los niños que lo molestaban, que lo haga hablándole a mi espalda. Recojo con mis manos los dos mini robots que quedaron tirados en el suelo para devolverlos a la caja, y aprieto los labios para no poder a hacer ruidos de propulsores con la sola intención de molestarle con mi indiferencia. —No, no necesito que me agradezcas nada— contesto, tan rabiosa en respuesta a su sarcasmo que parece que estoy diciéndole exactamente lo contrario. —No quiero que te atragantes con un «gracias» y luego tenga que darte respiración boca a boca para que seas quien salga ganando en todo esto—. Y bien, puede que «ganar» no sea la palabra adecuada, porque insinúa que estamos metidos en otra competencia donde uno pierde y otro gana, que en este caso sería él porque tiene el muñeco de vuelta en su posesión. No se trata de eso, en serio sentía que ese juguete me pertenecía, me lo cobré por mi noble acto de defensa y por su mala educación. ¡Se lo merecía!
Mi niña de hace treinta años puede hacer un berrinche por culpa de ese niño, pero es con quien hablamos de los años que vendrán y de los nuevos recuerdos que formaremos si seguimos juntos. Y ahí están, en algún lugar del pasado, forcejeando por el mismo juguete y ella quitándoselo para echar a correr a toda prisa, robándose sin saber una mínima parte del niño que fue. —A ti te toca andar con una pulga enana ojona, así que la tienes peor— mascullo, girándome en mi posición de bola enfadada del rincón para estirar mi brazo y hacer chocar mi puño en su estómago, apenas si lo rozo porque cuando se acuclilla, lo enfrento con mi espalda de nuevo. —Eres un tonto, Hans Powell. Porque una niña fue valiente por ti y sólo te sentiste humillado. ¡Y el capitán Kesibi tuvo muchas expediciones fantásticas con mis minirobots!— le aclaro, hablándole por encima de mi hombro, entonces me rindo y me giro hacia él. —Te lo devuelvo como tu regalo de cumpleaños y para saldar todas las deudas. No digas que haces cosas por mí y en cambio no hago nada por ti. Porque con seis años expuse mi medio metro de altura y mis dientes de leche por ti, no volveré a mencionarlo si te avergüenza, pero es lo que pasó…— digo, mis brazos sobre las rodillas para tener donde apoyar mi cabeza.
Mi episodio con esos niños más grandes fue cosa de una vez, no sabía sus nombres, si los volví a ver de adultos no los habré reconocido. Si no pude hacerlo con Hans, el resto habrá pasado desapercibido. Sí sé quién es Bernard que trabaja como vigilante, mis cejas se disparan hacia arriba por la sorpresa de que fuera a quien marqué mis diminutos dientes de rata, como diría Mo. —¿Bernard? ¿Es en serio? ¡Pero si me cae bien!— suelto, es cierto que no corre más allá de la puerta, pero sabe muchas estadísticas de deportes y alguna vez fuimos a tomar algo con él, creo que hace un par de años, cuando su panza y la mía no existían. ¿Es extraño? ¡Sí! ¡Es el mismo niño al que mordí una vez! Tardo en caer que nos e refiere a eso, sino a algo más. ¿O no? ¿O soy yo que le doy un segundo sentido a todo? —¿Hablas de que nos cruzamos siendo niños una única vez?— o creemos que fue una única vez, —¿y nos tardamos casi treinta años en poder encontrarnos? ¿En qué fue un guiño del destino por todo lo que vendría o tal vez… quizá…?— lo pienso detenidamente, abrazada a mis rodillas. —¿Quizá fuimos tantas coincidencias que nos impusimos a lo que suponía que debía ser? ¿Somos eso? Tantas veces encontrándonos hasta que un día… ¿canjeamos destino por un poco de suerte? ¿Y nos aferramos a eso?
Mi niña de hace treinta años puede hacer un berrinche por culpa de ese niño, pero es con quien hablamos de los años que vendrán y de los nuevos recuerdos que formaremos si seguimos juntos. Y ahí están, en algún lugar del pasado, forcejeando por el mismo juguete y ella quitándoselo para echar a correr a toda prisa, robándose sin saber una mínima parte del niño que fue. —A ti te toca andar con una pulga enana ojona, así que la tienes peor— mascullo, girándome en mi posición de bola enfadada del rincón para estirar mi brazo y hacer chocar mi puño en su estómago, apenas si lo rozo porque cuando se acuclilla, lo enfrento con mi espalda de nuevo. —Eres un tonto, Hans Powell. Porque una niña fue valiente por ti y sólo te sentiste humillado. ¡Y el capitán Kesibi tuvo muchas expediciones fantásticas con mis minirobots!— le aclaro, hablándole por encima de mi hombro, entonces me rindo y me giro hacia él. —Te lo devuelvo como tu regalo de cumpleaños y para saldar todas las deudas. No digas que haces cosas por mí y en cambio no hago nada por ti. Porque con seis años expuse mi medio metro de altura y mis dientes de leche por ti, no volveré a mencionarlo si te avergüenza, pero es lo que pasó…— digo, mis brazos sobre las rodillas para tener donde apoyar mi cabeza.
Mi episodio con esos niños más grandes fue cosa de una vez, no sabía sus nombres, si los volví a ver de adultos no los habré reconocido. Si no pude hacerlo con Hans, el resto habrá pasado desapercibido. Sí sé quién es Bernard que trabaja como vigilante, mis cejas se disparan hacia arriba por la sorpresa de que fuera a quien marqué mis diminutos dientes de rata, como diría Mo. —¿Bernard? ¿Es en serio? ¡Pero si me cae bien!— suelto, es cierto que no corre más allá de la puerta, pero sabe muchas estadísticas de deportes y alguna vez fuimos a tomar algo con él, creo que hace un par de años, cuando su panza y la mía no existían. ¿Es extraño? ¡Sí! ¡Es el mismo niño al que mordí una vez! Tardo en caer que nos e refiere a eso, sino a algo más. ¿O no? ¿O soy yo que le doy un segundo sentido a todo? —¿Hablas de que nos cruzamos siendo niños una única vez?— o creemos que fue una única vez, —¿y nos tardamos casi treinta años en poder encontrarnos? ¿En qué fue un guiño del destino por todo lo que vendría o tal vez… quizá…?— lo pienso detenidamente, abrazada a mis rodillas. —¿Quizá fuimos tantas coincidencias que nos impusimos a lo que suponía que debía ser? ¿Somos eso? Tantas veces encontrándonos hasta que un día… ¿canjeamos destino por un poco de suerte? ¿Y nos aferramos a eso?
Estoy seguro de que sus expediciones con los minirobots no tenían ni una pizca de la misma intensidad que las historias que me montaba con mis naves, pero tampoco me voy a poner a discutir algo así en esta altura del partido. Solo me sonrío y asiento como si le diera la razón a una demente, encuentro cierta comicidad en su enojo y alzo ambas manos en señal de paz, doblando algunos dedos para seguir sosteniendo el muñeco — A mí no me molesta, ya lo he superado. Fue vergonzoso en ese entonces, así que olvídalo — que si seguimos girando alrededor del asunto, acabaremos con una nueva ronda de gritos destinados a nunca acabar.
No me sorprende que Bernard le caiga bien, tengo entendido que ha bajado sus humos después de salir de la escuela. Aún así, el resentimiento de años hace que resople con un ruedo de ojos tan exagerado que parece que se me van a salir de las cuencas — Si te hubieras pasado toda tu vida escolar siendo acosada por su puño, no te agradaría. Ese tipo se debe saber toda mi fisonomía — como si pudiese recordar la sensación de sus nudillos, me froto algunos dedos por la mandíbula — Aunque dejó de meterse conmigo cuando tuve una varita y podía vencerlo fácil, nunca se le dio bien la magia. Una vez le lancé un maleficio de mocomuerciégalos tan potente que se pasó el día en la enfermería y, desde entonces, no volvió a fastidiar — creo que lo sigue recordando, porque en más de una ocasión vi cómo se frotaba la nariz en mi presencia.
Pone en palabras cosas que no había pensado con exactitud, pero que se asemejan demasiado. La peino con dedos cansados, quizá porque fue una mañana demasiado larga y el café ha quedado frío y olvidado, le quito los mechones de la cara hasta sentir que sus rasgos vuelven a quedar expuestos — Solo me hace pensar en las casualidades y como todo se da vuelta. No voy a decir que te conocí ese día, apenas e intercambiamos un par de gritos — lo que me hace sonreír con gracia a causa de las ironías — De todas las mujeres con las que pude terminar, fue la niña del parque. Tal vez es verdad lo que dicen y el mundo es un pañuelo — no veo por qué no, nuestro grupo de amigos lo demuestra.
Es una señal de paz, el modo en el cual mi boca busca la suya para robarle un beso pequeño, como si la discusión de los últimos minutos no hubiese sucedido. Acomodo el muñeco delante de nosotros y pego nuestras mejillas para que podamos verlo a contraluz, como si hubiese algo que analizar — ¿Crees que a Mathilda le guste para jugar? Deberíamos salvarlo de los perros, pero… — le pregunto — Victorie Mathilda Powell. O Scott. O ambos — es una mezcla extraña, pero fueron dos elecciones y me parece un trato justo. Como cada día que elegimos pasar por esto, incluso cuando han pasado siglos desde que fuimos dos niños que peleaban en el parque en minutos de incertidumbre, sin saber que, de alguna manera, seguiríamos haciendo un buen equipo.
No me sorprende que Bernard le caiga bien, tengo entendido que ha bajado sus humos después de salir de la escuela. Aún así, el resentimiento de años hace que resople con un ruedo de ojos tan exagerado que parece que se me van a salir de las cuencas — Si te hubieras pasado toda tu vida escolar siendo acosada por su puño, no te agradaría. Ese tipo se debe saber toda mi fisonomía — como si pudiese recordar la sensación de sus nudillos, me froto algunos dedos por la mandíbula — Aunque dejó de meterse conmigo cuando tuve una varita y podía vencerlo fácil, nunca se le dio bien la magia. Una vez le lancé un maleficio de mocomuerciégalos tan potente que se pasó el día en la enfermería y, desde entonces, no volvió a fastidiar — creo que lo sigue recordando, porque en más de una ocasión vi cómo se frotaba la nariz en mi presencia.
Pone en palabras cosas que no había pensado con exactitud, pero que se asemejan demasiado. La peino con dedos cansados, quizá porque fue una mañana demasiado larga y el café ha quedado frío y olvidado, le quito los mechones de la cara hasta sentir que sus rasgos vuelven a quedar expuestos — Solo me hace pensar en las casualidades y como todo se da vuelta. No voy a decir que te conocí ese día, apenas e intercambiamos un par de gritos — lo que me hace sonreír con gracia a causa de las ironías — De todas las mujeres con las que pude terminar, fue la niña del parque. Tal vez es verdad lo que dicen y el mundo es un pañuelo — no veo por qué no, nuestro grupo de amigos lo demuestra.
Es una señal de paz, el modo en el cual mi boca busca la suya para robarle un beso pequeño, como si la discusión de los últimos minutos no hubiese sucedido. Acomodo el muñeco delante de nosotros y pego nuestras mejillas para que podamos verlo a contraluz, como si hubiese algo que analizar — ¿Crees que a Mathilda le guste para jugar? Deberíamos salvarlo de los perros, pero… — le pregunto — Victorie Mathilda Powell. O Scott. O ambos — es una mezcla extraña, pero fueron dos elecciones y me parece un trato justo. Como cada día que elegimos pasar por esto, incluso cuando han pasado siglos desde que fuimos dos niños que peleaban en el parque en minutos de incertidumbre, sin saber que, de alguna manera, seguiríamos haciendo un buen equipo.
—¿Ya lo superaste?— me tomo todo el atrevimiento de poner en duda sus palabras, porque alguien que usó todas las tácticas para hacerse con su juguete de la infancia, no parece ser del tipo que haya superado nada. Yo lo tomo como una sorpresa que las personas con las que nos cruzamos en el ministerio sean esos mismos niños con los que peleábamos en la plaza, que después de todos estos años, tengamos que buscar algún tipo de reconocimiento de lo que conocimos de ellos y a veces siguen siendo los mismos, con un par de arrugas alrededor de los ojos y un carácter que disimula mejor sus temperamentos. Sigo a sus dedos en ese camino de mandíbula por donde se frota al quejarse de Bernard y sus abusos en la escuela, para dejar un beso allí donde le habrán durado los moretones por días. —¡Oh, bien hecho! ¡Así se hace!— lo felicito al saber que tuvo su revancha después y que acabó definitivamente con las agresiones de ese niño. — Como tu pulga salvadora me siento muy, pero muy orgullosa de ti—. Se me pasa el enfado por la plena satisfacción que siento de que ese niño de patas finas que no sabía cómo frenar los golpes, encontrara luego la manera de darle su merecido a los malos. —Entonces, ¿recuperaste el orgullo que me dijiste que perdiste por mi culpa?— inquiero, para no dejárselo pasar y me regodeo un poco a su costa. —Si te das cuenta, atento contra tu orgullo desde el 2444, casi toda una vida. Me siento muy orgullosa de mí también— bromeo a punto de soltar una carcajada.
Permito que se encargue de la tarea de dar un orden a mis cabellos que quedaron revueltos, así mis ojos quedan limpios para encontrarse con los suyos, la sonrisa se va ensanchando en mis labios de que le encuentren un sentido a nuestra pelea infantil, como un presagio de algo. —Podría haber sido cualquiera, Hans…— murmuro. Mi pulgar raspa su mandíbula en una caricia cuando mi manos se posa en el cuello al tenerlo cerca otra vez. —Nunca suelo medir el tiempo de un punto al futuro, sino del punto en el que nos encontramos hacia el pasado. No creo que ese encuentro de niños nos haya marcado estar destinados a nada. Pero sí creo que desde este momento hacia atrás, en que elegirnos pesa más que el destino, todos los recuerdos que podamos tener y armar entre los dos sólo me confirman que…— me interrumpo, alzo mis hombros como si no pudiera explicarme porque mi boca aún no encuentra palabras para abarcar lo que somos. —Tenemos algo que no volveremos a encontrar. Tal vez haya por ahí algo distinto o algo mejor, pero no será como esto— concluyo. Para no detenernos en esto, pregunto de inmediato. —Tenía razón, ¿te diste cuenta?— la sonrisa no me cabe en la cara. —Este armario es una cápsula del tiempo— me arrimo para presionar su boca con la mía, haciéndolo parte de mis ganas de reírme, porque del pasado saltamos al presente y luego a un pasado un poco más lejano, y pasaron tantas cosas, sin salir de este armario.
Con el muñeco frente a nosotros, me gana el impulso de hacer girar esa bota para comprobar que efectivamente ahí están sus iniciales que puedo leer forzando mis ojos por la falta de luz, como un mensaje en clave que nunca pude descifrar. —Claro que le gustará, habrá muchas expediciones y viajes en el tiempo para ellos también. El capitán Kesibi estará a cargo de cuidarla— dejo de hablar de pronto porque algo muy estúpido me está pasando y es que mi voz se pone más ronca, como si estuviera a punto de llorar. Me aclaro la garganta para poder pelear por mi derecho a que también lleve mi apellido. —Será Scott Powell o en su defecto Powell Scott— voy cediendo territorio, pero no me rindo todavía. —Entonces… ¿Mathilda?— pregunto, recargándome en su hombro para recuperar mi anterior posición cómoda. —Será Victorie, necesito que se llame Victorie. Por todo esto que está pasando, por todo… todo lo que no podemos evitar que pase— callo, tomo una nueva inspiración de aire. —Necesito un nombre muy fuerte para ella así podrá imponerse al mundo… pero puede llamarse Mathilda, aunque me niego que luego lo vuelvas una M de adorno. Si tiene segundo nombre también deberá ser usado—, le aclaro, que tanta pelea sirva para algo. —Y como nosotros elegimos los nombres… ¿puedo preguntarle a Meerah qué apodo le gustaría?
Permito que se encargue de la tarea de dar un orden a mis cabellos que quedaron revueltos, así mis ojos quedan limpios para encontrarse con los suyos, la sonrisa se va ensanchando en mis labios de que le encuentren un sentido a nuestra pelea infantil, como un presagio de algo. —Podría haber sido cualquiera, Hans…— murmuro. Mi pulgar raspa su mandíbula en una caricia cuando mi manos se posa en el cuello al tenerlo cerca otra vez. —Nunca suelo medir el tiempo de un punto al futuro, sino del punto en el que nos encontramos hacia el pasado. No creo que ese encuentro de niños nos haya marcado estar destinados a nada. Pero sí creo que desde este momento hacia atrás, en que elegirnos pesa más que el destino, todos los recuerdos que podamos tener y armar entre los dos sólo me confirman que…— me interrumpo, alzo mis hombros como si no pudiera explicarme porque mi boca aún no encuentra palabras para abarcar lo que somos. —Tenemos algo que no volveremos a encontrar. Tal vez haya por ahí algo distinto o algo mejor, pero no será como esto— concluyo. Para no detenernos en esto, pregunto de inmediato. —Tenía razón, ¿te diste cuenta?— la sonrisa no me cabe en la cara. —Este armario es una cápsula del tiempo— me arrimo para presionar su boca con la mía, haciéndolo parte de mis ganas de reírme, porque del pasado saltamos al presente y luego a un pasado un poco más lejano, y pasaron tantas cosas, sin salir de este armario.
Con el muñeco frente a nosotros, me gana el impulso de hacer girar esa bota para comprobar que efectivamente ahí están sus iniciales que puedo leer forzando mis ojos por la falta de luz, como un mensaje en clave que nunca pude descifrar. —Claro que le gustará, habrá muchas expediciones y viajes en el tiempo para ellos también. El capitán Kesibi estará a cargo de cuidarla— dejo de hablar de pronto porque algo muy estúpido me está pasando y es que mi voz se pone más ronca, como si estuviera a punto de llorar. Me aclaro la garganta para poder pelear por mi derecho a que también lleve mi apellido. —Será Scott Powell o en su defecto Powell Scott— voy cediendo territorio, pero no me rindo todavía. —Entonces… ¿Mathilda?— pregunto, recargándome en su hombro para recuperar mi anterior posición cómoda. —Será Victorie, necesito que se llame Victorie. Por todo esto que está pasando, por todo… todo lo que no podemos evitar que pase— callo, tomo una nueva inspiración de aire. —Necesito un nombre muy fuerte para ella así podrá imponerse al mundo… pero puede llamarse Mathilda, aunque me niego que luego lo vuelvas una M de adorno. Si tiene segundo nombre también deberá ser usado—, le aclaro, que tanta pelea sirva para algo. —Y como nosotros elegimos los nombres… ¿puedo preguntarle a Meerah qué apodo le gustaría?
Puede que hayan pasado muchos años, pero tomo ese beso como un consuelo por todas las veces que un puño terminó ahí, además de los libros que leía y alguna mano más pesada que la mía hacía que me estampe contra ellos al pasar por detrás de mí. No, la primaria fue desagradable en ese aspecto, gané un mayor respeto cuando me mostré como un adolescente capaz de pisotear a aquellos que se atrevían a abrirme la boca. ¿Que si recuperé el orgullo? Le sonrío de lado, como si ese gesto bastase para contarle los secretos de mis años de pubertad — ¿No dijimos que podía invitar a Ophelia Hamilton al baile? — doy por mera respuesta, sonando hasta divertido. Su orgullo y nuestra diversión se mezclan en el choque de nuestras risas, esa que doy por simple respuesta como si el forcejeo de hace cinco minutos no hubiese existido. Porque entiendo lo que me dice, me permito sonreír en su boca cuando me besa y presiono su nuca en un intento de demorar ese gesto dos segundos más — Deberíamos encerrarnos aquí más seguido — musito, quebrando nuestro contacto de muy mala gana — Porque puede que haya algo diferente o mejor allá afuera, pero eso no es lo que quiero — porque al final, esto es lo que hemos escogido. Me lo recuerdo todos los días.
Sí, puedo ver a una niña nueva con mis viejos juguetes; estoy seguro de que hay una caja de lo poco que he rescatado de mi antigua casa, en el loft que poseo en el Capitolio y que solía ser mi hogar antes de la isla. Asiento distraídamente ante sus promesas de nuevos viajes espaciales porque estoy muy entretenido viendo el juguete y rememorando sus detalles, hasta que me obligo a mirarla de soslayo — Llevará ambos, ya lo dijimos. No puedo prometerte el orden — intento picarla, una vez más. No me espero que ceda al nombre que parece detestar, pero lo que más demuestra mi silencio es respeto por su necesidad de un nombre fuerte que, a decir verdad, no sé si es necesario porque dudo mucho que una persona nacida de nosotros dos pueda llegar a tener un carácter sumiso — Victorie Mathilda será — lo comento como si fuese un trato cerrado, por más extraño que se me haga la mezcla. ¿Qué apodos tienen esos nombres? Dudo mucho que “Vicky” sea de su agrado — Siempre creí que los sobrenombres se ganan, pero Meerah puede inventarlo — cedo eso, que a veces siento que no estamos haciéndola partícipe tanto como nos gustaría, porque nos enfrascamos demasiado en lo que es un embarazo primerizo para ambos.
Las pisadas sobre nuestras cabezas me indica que el perro o Meerah han decidido bajar, aunque por el peso sospecho que han sido ambas. Como si quisiera retener este momento un poco más, estiro los dedos para tomar su varita y apagarla. En la oscuridad, siento que tenemos un poco más de secretismo y puedo respirar cerca de ella con los sentidos alerta — ¿Podemos besarnos por cinco minutos antes de ir a responder por qué dejamos dos tazas flotando en la escalera? Recuerda que es mi cumpleaños — se siente, una vez más, como la travesura de esos niños que alguna vez robaron besos a escondidas. Y ya no necesitamos escondernos, pero aún así es necesario el saber que esto nos pertenece, por tan solo unos segundos más.
Sí, puedo ver a una niña nueva con mis viejos juguetes; estoy seguro de que hay una caja de lo poco que he rescatado de mi antigua casa, en el loft que poseo en el Capitolio y que solía ser mi hogar antes de la isla. Asiento distraídamente ante sus promesas de nuevos viajes espaciales porque estoy muy entretenido viendo el juguete y rememorando sus detalles, hasta que me obligo a mirarla de soslayo — Llevará ambos, ya lo dijimos. No puedo prometerte el orden — intento picarla, una vez más. No me espero que ceda al nombre que parece detestar, pero lo que más demuestra mi silencio es respeto por su necesidad de un nombre fuerte que, a decir verdad, no sé si es necesario porque dudo mucho que una persona nacida de nosotros dos pueda llegar a tener un carácter sumiso — Victorie Mathilda será — lo comento como si fuese un trato cerrado, por más extraño que se me haga la mezcla. ¿Qué apodos tienen esos nombres? Dudo mucho que “Vicky” sea de su agrado — Siempre creí que los sobrenombres se ganan, pero Meerah puede inventarlo — cedo eso, que a veces siento que no estamos haciéndola partícipe tanto como nos gustaría, porque nos enfrascamos demasiado en lo que es un embarazo primerizo para ambos.
Las pisadas sobre nuestras cabezas me indica que el perro o Meerah han decidido bajar, aunque por el peso sospecho que han sido ambas. Como si quisiera retener este momento un poco más, estiro los dedos para tomar su varita y apagarla. En la oscuridad, siento que tenemos un poco más de secretismo y puedo respirar cerca de ella con los sentidos alerta — ¿Podemos besarnos por cinco minutos antes de ir a responder por qué dejamos dos tazas flotando en la escalera? Recuerda que es mi cumpleaños — se siente, una vez más, como la travesura de esos niños que alguna vez robaron besos a escondidas. Y ya no necesitamos escondernos, pero aún así es necesario el saber que esto nos pertenece, por tan solo unos segundos más.
Ruedo mis ojos aunque no pueda verlo, se me escapa un resoplido por los labios al contestarlo lo primero que se me pasa por la mente. —Si, todos sabemos que pudiste ir con la chica de oro al baile. ¿Contento? ¿Hace falta que nos pasemos todo el día hablando de esa Ophelia Hamilton?— exagero, que no habremos llegado aún a las ocho de la mañana como para querer abarcar todo el día y es que por la falta de luz por un momento me confundí pensando que era de noche. Si todavía nos quedan horas de su cumpleaños en las que puedo asegurar que la puerta de entrada se volverá giratoria por la gente que vive cerca y de la que no podrá escapar ni aunque lo quiera, lo malo de cumplir un domingo. Está obligado a permanecer aquí con su mejor cara y un bonete en la cabeza. —Si tanto te gusta ese nombre, ¿por qué no llamas así a la perra?— pregunto de mala manera, porque al parecer soy incapaz de sólo dejar correr el comentario inocente.
Pero no vuelvo a dar de patadas a la pared, sino que me río con él por haber dado tantos saltos en este espacio reducido y por un momento pienso en la guerra que se está desatando cuando hablamos de lo que está fuera del armario, que viene como herencia de hace años y de ratos se caldea, en el peligro que representa salir de este lugar. Sobre todo para él. Y a la vez, elige estar aquí, con alguien con talento para los problemas y que se ensaña con su orgullo. Me prendo a su camiseta para retenerlo cerca, en este armario que es refugio dentro de otro refugio que es esta casa. Y sus brazos que son el último de los escondites, donde puedo sentir que estamos a salvo por el tiempo que podamos robar para nosotros. —Te enamoraste de la pulga maleducada, ¿eh?— me río contra su pecho. —No vas a encontrar otra en ninguno de los saltos temporales que puedas hacer, así, que te quiera de esta manera, que no es la mejor, pero… al parecer nos funciona— murmuro, porque sabemos pasar de las peleas a las carcajadas y a besarnos de improviso como si nada.
—Todavía quedan unos meses para decidirlo— contesto. Ese día en que esta niña que se hace un hueco entre nosotros metida en mi vientre, se haga real como un bulto débil que tendremos que aprender a sostener en brazos, ese día me da un miedo que me deja fría. Lo tomo de la muñeca para hacer que su palma se pose sobre mi camiseta una vez más, así puedo poner en voz alta el nombre que elegimos para ella y aunque no suene como la combinación más bonita, tiene un significado, sirve para llamarla, si es que se digna a obedecer a su padre y darle una patadita como regalo de cumpleaños. Sopeso su opinión sobre los apodos y apunto estoy de preguntarle cuál es el suyo, cuando caigo en la cuenta de algo. —¿Te diste cuenta, no? Ni tu nombre ni el mío pueden tener apodos. Si sacamos los horribles diminutivos, claro— pongo mis ojos en blanco. Como sea, Meerah tiene una nueva misión para con su hermana menor, aparte de armarle un ajuar y sombreritos para su cabecita pelada que nacerá justo para el verano, si no me equivoco con los cálculos. Falta tanto…
Y tan poco para que nos descubran, que aprieto mis labios para no decir palabra, si el silencio forzado sirve para que sigan de largo. ¿En serio estoy haciendo esto? Como si temiera escandalizarla por encontrarme en un armario con su padre, cuando compartimos dormitorio, y en general, nos comportamos decentemente en su presencia. ¡Qué ni siquiera lo estoy manoseando! Sólo estamos hablando y jugando con un muñeco en su cumpleaños, que nos consagra como el chiste que somos. —Que bueno que lo sugieres porque habría considerado imperdonable arrastrarte a un armario y no aprovecharme de la situación— le enseño la sonrisa provocadora que va ladeando mi boca, hasta que me muevo del campo de su poca visión en estas penumbras para silenciar con el choque de nuestros labios, cualquier sonido que pueda salir de nuestras gargantas y delatar el escondite. ¿Este maldito armario tiene llave? Porque si nos volveremos visitantes frecuentes necesitaremos que tenga cerradura. Recorro su espalda con mis manos y hago que asciendan por sus hombros hasta sostener su mandíbula de manera en que nuestras miradas quedan entrelazadas. —Feliz cumpleaños, Hans— murmuro. —Prometo como regalo en compensación por la perra, hacer de cada uno de esos cinco minutos que siempre me pides, una pequeña eternidad. Para tu próximo cumpleaños tendrás un montón…— me sonrío al acariciar su mejilla y lo beso para callarme, que si no me pondré a hablar de teorías insólitas, de cómo al demorarnos en la boca del otro hace que le tiempo se detenga, sometido a nuestro capricho, y que todo aquello que debería acabar pronto, se hace más lento, supera ciertos límites y roza casi en lo infinito, si existiera.
Pero no vuelvo a dar de patadas a la pared, sino que me río con él por haber dado tantos saltos en este espacio reducido y por un momento pienso en la guerra que se está desatando cuando hablamos de lo que está fuera del armario, que viene como herencia de hace años y de ratos se caldea, en el peligro que representa salir de este lugar. Sobre todo para él. Y a la vez, elige estar aquí, con alguien con talento para los problemas y que se ensaña con su orgullo. Me prendo a su camiseta para retenerlo cerca, en este armario que es refugio dentro de otro refugio que es esta casa. Y sus brazos que son el último de los escondites, donde puedo sentir que estamos a salvo por el tiempo que podamos robar para nosotros. —Te enamoraste de la pulga maleducada, ¿eh?— me río contra su pecho. —No vas a encontrar otra en ninguno de los saltos temporales que puedas hacer, así, que te quiera de esta manera, que no es la mejor, pero… al parecer nos funciona— murmuro, porque sabemos pasar de las peleas a las carcajadas y a besarnos de improviso como si nada.
—Todavía quedan unos meses para decidirlo— contesto. Ese día en que esta niña que se hace un hueco entre nosotros metida en mi vientre, se haga real como un bulto débil que tendremos que aprender a sostener en brazos, ese día me da un miedo que me deja fría. Lo tomo de la muñeca para hacer que su palma se pose sobre mi camiseta una vez más, así puedo poner en voz alta el nombre que elegimos para ella y aunque no suene como la combinación más bonita, tiene un significado, sirve para llamarla, si es que se digna a obedecer a su padre y darle una patadita como regalo de cumpleaños. Sopeso su opinión sobre los apodos y apunto estoy de preguntarle cuál es el suyo, cuando caigo en la cuenta de algo. —¿Te diste cuenta, no? Ni tu nombre ni el mío pueden tener apodos. Si sacamos los horribles diminutivos, claro— pongo mis ojos en blanco. Como sea, Meerah tiene una nueva misión para con su hermana menor, aparte de armarle un ajuar y sombreritos para su cabecita pelada que nacerá justo para el verano, si no me equivoco con los cálculos. Falta tanto…
Y tan poco para que nos descubran, que aprieto mis labios para no decir palabra, si el silencio forzado sirve para que sigan de largo. ¿En serio estoy haciendo esto? Como si temiera escandalizarla por encontrarme en un armario con su padre, cuando compartimos dormitorio, y en general, nos comportamos decentemente en su presencia. ¡Qué ni siquiera lo estoy manoseando! Sólo estamos hablando y jugando con un muñeco en su cumpleaños, que nos consagra como el chiste que somos. —Que bueno que lo sugieres porque habría considerado imperdonable arrastrarte a un armario y no aprovecharme de la situación— le enseño la sonrisa provocadora que va ladeando mi boca, hasta que me muevo del campo de su poca visión en estas penumbras para silenciar con el choque de nuestros labios, cualquier sonido que pueda salir de nuestras gargantas y delatar el escondite. ¿Este maldito armario tiene llave? Porque si nos volveremos visitantes frecuentes necesitaremos que tenga cerradura. Recorro su espalda con mis manos y hago que asciendan por sus hombros hasta sostener su mandíbula de manera en que nuestras miradas quedan entrelazadas. —Feliz cumpleaños, Hans— murmuro. —Prometo como regalo en compensación por la perra, hacer de cada uno de esos cinco minutos que siempre me pides, una pequeña eternidad. Para tu próximo cumpleaños tendrás un montón…— me sonrío al acariciar su mejilla y lo beso para callarme, que si no me pondré a hablar de teorías insólitas, de cómo al demorarnos en la boca del otro hace que le tiempo se detenga, sometido a nuestro capricho, y que todo aquello que debería acabar pronto, se hace más lento, supera ciertos límites y roza casi en lo infinito, si existiera.
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