The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Creo que jamás he estado tanto tiempo en hospitales como en los últimos meses. Apenas siento los hechizos de la enfermera regordeta que está curando mi piel, tengo los ojos clavados en la pared y mi cerebro está consumido en el eco de las imágenes de las últimas horas. Mi padre ha hecho esto. Mi padre. La misma persona que he estado tratando de convencerme que no podía tocarme. Que estaba lejos, lo suficiente como para no ser real. Y ha vuelto a atentar contra mi seguridad, la de mi familia, una vez más, como si la vulnerabilidad de un niño del pasado ahora volviese a cobrar forma de una manera espantosa, porque mis acciones llevan una mayor carga. Regreso a la realidad cuando la pobre mujer me recuerda que sigo temblando.

Puedo decir que los sanadores me arrancaron a Scott de los brazos en cuanto aparecimos en el hospital. Desde entonces me han hecho chequeos, me pusieron un poco más en la idea de lo que ha pasado y no puedo concebir que he sido yo quien dejó a Lara en ese estado. Levanto las manos y me toco el rostro con un suspiro de agotamiento, la cabeza se me parte y creo que necesito dormir durante una semana. No me han quedado marcas en la piel, pero sé que por dentro estoy abatido — ¿Ya puedo irme o van a revisar si respiro otra vez? — mi queja viene con el movimiento que abotona mi camisa y me bajo de la camilla con una actitud que deja en claro que no voy a seguir perdiendo el tiempo.

Encontrar la habitación de Scott no es difícil, me basta con hacer algunas preguntas en recepción. El problema es que me quedo de pie frente a la puerta, abrazado a mi tapado sucio como si tuviese que pedir permiso de entrar nuevamente en su vida. Sé que está bien, que el bebé ha sobrevivido, pero es lo único que he conseguido de los médicos a los cuales torturé con preguntas en lo que me curaban. Me trago la angustia cuando hago tripas corazón, llamo con un golpeteo suave y abro despacio, asomando primero la cabeza — Hola... — es un saludo escueto. Paso y cierro con cuidado a mis espaldas, pero me quedo de pie sin saber si puedo avanzar o no. Me doy cuenta del silencio que estoy prolongando y meto la mano en el bolsillo del saco, el cual sujeto contra mi pecho en lo que hundo mis dedos entre la tela — No es mucho, pero te traje esto — saco el chocolate con un tirón y se lo enseño, lo que me hace vacilar en primer paso en su dirección — ¿Cómo te encuentras? — creo que no es necesario que responda, pero necesito ver en ella que no me detesta.
Hans M. Powell
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La enfermera responde a todas mis dudas con la paciencia que habrá practicado con las muchas otras embarazadas que vienen a una revisión después de un duelo con su pareja, en medio de lo que fue una distracción con gases tóxicos por parte de un terrorista, que nadie tiene por qué saber que es el abuelo de este bebé por nacer. Y claro que lo saben, Phoebe lo gritó en el escenario, en la mismísima cara de Magnar Aminoff. Tomo todo lo que puedo de la mujer antes de que nos retiren los privilegios de una atención médica en este país. Me confirma por enésima vez que el bebé está bien cómo pudieron verlo en la ecografía, que mis pulmones y los suyos están limpios, que fue mínima la aspiración del alucinógeno y el uso de esta palabra me hace fruncir el ceño en lo que tardo en asimilarla. Lo han visto todo por televisión, eso es lo que me dice, que no paran de llegar otros afectados en el estadio y quiero preguntarle por algunas personas, pero su pregunta sobre si ya sentí las patadas del bebé me distrae. No puedo sostener una charla seria con esta mujer, mi cara cambia al enterarme que eso que creí que eran retorcijones en el estómago era el bebé moviéndose. Mi ignorancia le preocupa así que promete volver en unos minutos con quien sabe qué.

Creo que es ella cuando la puerta se abre y alzo un poco el cuello para mirarla desde mi posición en la cama con mis manos sobre la sábana. Me hicieron poner una de esas horribles batas que no tienen forma para hacerme el chequeo y tuve que dejármela puesta, las mangas son cortas así que puede verse corte en el brazo se va cerrando en una cicatriz que durará poco. —Ah, eres tú— murmuro con clara decepción y una nota ácida que tiene que salir después de la rabia que me estuvo revolviendo por dentro. Recuesto mi cabeza contra la almohada y me vuelvo de perfil, por culpa de la curiosidad duro poco en mi actitud terca de mostrar indiferencia. —¿Chocolate?— pregunto, mirándolo a través de mis ojos entrecerrados y mi voz es hueca en lo que dura mi desplante. —No somos novios de escuela, ni te encontré besándote con una compañera como para que vengas con un chocolate a pedirme perdón y decirme que no volverá a pasar— mascullo.

Como pueda me incorporo en la cama para quedar sentada y con mis hombros hacia adelante, planto las palmas de mi mano sobre la sábana para hacerle frente. —Me apuntaste con tu varita y me atacaste. Me atacaste, Hans. No pudiste reconocerme…— al final la voz me traiciona y muestra lo dolida que estoy. Trato de esconder ese tono roto al aclararme la garganta, al fijarme en las arrugas de la sábana. —Me miraste de una manera… eras tú, pero me mirabas como si fuera… te dije que nunca sería tu enemiga, no podría serlo aunque pensemos diferente, aunque pasen estas cosas que nos recuerdan lo distintos que podemos ser. No sabes lo que me duele que me mires así…— cierro mis ojos, dejo que esas palabras tomen forma entre nosotros. —Y crees que trayendo un chocolate y dándome pena lo vas a poder dejar atrás. ¿Por qué no pudiste reconocerme? ¿Por qué? ¿Por qué no pudiste salir de eso que fuera que te tenía enloquecido? ¡Yo estaba frente a ti! ¡Y tu bebé! ¿Por qué eso no fue suficiente?—. Siempre es más fácil mostrarme enojada, cuando recupero este tono, lo puedo mantener. Se abre la puerta y detengo a la enfermera. —¡Letty, danos unos minutos, por favor!— sueno prepotente, lo sé. Me muerdo la lengua para no hacer alguna referencia mordaz hacia Hans. —Necesito hablar con el padre de mi bebé a solas—. La puerta se cierra con una disculpa vaga y el chasquido de la madera al golpear el marco, el silencio se interrumpe cuando tiendo mi mano hacia adelante. —No considero que un chocolate baste, pero no lo rechazaré tampoco.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Me basta una sola mirada y el tono de su voz para saber que no soy bienvenido. Son sus palabras las que me provocan cerrar la mano alrededor del chocolate con más fuerza de la que deseo, siento el papelito crujir bajo mis dedos y espero no partirlo a la mitad — Solo pensé que te haría bien algo de azúcar — es una respuesta un poco cortante, es obvio que no está de ánimos para que señale los antojos que ha tenido los últimos meses o que en verdad pienso que un dulce podría afectar de manera positiva a su ánimo. Sé que no estamos en edad en la que nuestros problemas se solucionarán de esta manera, pero tampoco lo he considerado. Sé lo que hice, sé dónde estuvo mi error y su brazo al descubierto me lo recuerda casi como si fuese a propósito. Por un segundo, tengo ganas de darme la vuelta y salir de aquí, que ellos estarán mejor sin mí, pero sé que no puedo hacerlo. Es un error que no pienso volver a cometer.

Entonces llega, claro que lo hace. Un planteo que me deja quieto en mi lugar sin poder creer lo que estoy escuchando, reconozco el movimiento de mi cabeza como un meneo que busca negar sus palabras porque cada cosa que suelta se siente fría, cargada de un dolor que no debe estar dejándola pensar con claridad. Porque lo que ella dice refleja una realidad que yo niego y puedo sentir una enorme injusticia en cada bofetada, incluso cuando la culpa me ha carcomido desde que recuperé la consciencia — ¡Porque no te veía a ti, Scott! — reprocho, levantando mis brazos en un momento de indignación — No planeo darte pena ni solucionarlo con un chocolate, pero tú viste lo que sucedió ahí. No podía controlarlo, no tienes idea de lo que vi o sentí en ese momento. ¿Acaso te oyes? — porque todo lo que está soltando suena a un montón de acusaciones de las cuales solo puedo contestar a unas pocas. Me duele el haberla lastimado, me siento débil al no haber podido combatirlo y me muero de vergüenza al recordar cómo es que se dieron las cosas. Pero también admito que no pude luchar contra ello, que fueron cientos de personas las que sufrieron lo mismo que yo y que me acuse de ser algo que no soy me hace preguntarme qué tan bien me conoce después de todo.

La interrupción de la enfermera me regala el segundo que me sirve para inflar mis mejillas, largar el aire con pesadez y dejar el tapado sobre el asiento para las visitas con un movimiento abatido. Apenas miro a la pobre mujer, porque Lara se lleva mi atención y doy los pasos necesarios para llegar hasta ella y poner el envoltorio sobre su palma con algo de brusquedad. Tengo la mirada fija en la suya en cuanto vuelvo a hablar, incluso cuando siento que ha pasado una eternidad desde que abrí la boca y siento la garganta seca — Creo que sabes muy bien que jamás te lastimaría, ni a ti ni al bebé. No soy como… — me trago las palabras, intento que no se me note el ligero temblor que me invade dos segundos. Hago una mueca que desfigura mi rostro un momento, porque ser como mi padre es lo último que pudiese desear ser. Y por un momento, lo fui: me transformó en el monstruo que fue un peligro para su familia y no pude hacer nada para evitarlo — Te amo, Scott — apenas murmuro con un hilo de voz, me siento mucho más pequeño de lo que en realidad soy y soy consciente de que suena a una excusa vaga — Y no tienes idea de lo terrible que me siento por lo que ha pasado, pero no permitiré que me digas que te he visto como a una enemiga cuando eres tú quien ahora me está acusando como si fuese un verdadero peligro. Mis hijos y tú son lo mejor que tengo — me siento patético con una confesión que delata mi incomodidad cuando meto las manos en los bolsillos de mi pantalón, en los cuales puedo sentir los guantes que he guardado para limpiar en cuanto llegue a casa. No quiero ni pensar de quién es la sangre que los ha manchado — Y nunca, jamás, me verás levantar una varita contra ti o ellos, eso es una promesa — una que pienso mantener mientras mi padre deje de intoxicarme en su presencia.
Hans M. Powell
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¡Sé lo que pasó ahí! ¡Sé que todos enloquecieron!— contesto, porque sé que me escucho como la histérica que no fui en ese momento, cuando lo que hice fue devolverle los ataques con la varita con la intención de lastimarlo, porque no había manera en que le permitiera que me hiciera daño a mí o al bebé. No hubiera podido hablarle en ese momento, cuando su locura y mi sorpresa nos tenían enfrente de la varita del otro. —¡Y no pudiste contra eso! ¡No pudiste! ¿Por qué no pudiste?— también sé que le estoy planteando interrogantes para las que no tiene respuestas, pero necesito sacarlas de mi garganta por más que me queme al gritarlas. Porque quiero lo que no puede ser, porque habrá males que nos superarán y no seremos lo fuertes que me gustaría que fuéramos. Porque un día cualquiera podríamos encontrarnos con el otro como desconocidos y no puedo con eso, mi mente está tan cargada de tanto que no puedo chocarme con la nada al final de este camino tan largo que recorrimos. No podría perdonárselo.

Paso el nudo en mi garganta con un poco de saliva, me viene bien para poder murmurar con mis labios un agradecimiento vago cuando coloca el chocolate en mi palma y cierro mi mano sobre éste. Mi mirada tiembla cuando se encuentra con la suya, porque lo que me dice me hace saber lo bajo que le he golpeado. —No quise decir que…— jadeo, pero está dicho. Termino huyendo de sus ojos, bajando los míos al chocolate, pensando en cómo volver sobre mis palabras. Quito el envoltorio al chocolate con cierta torpeza por culpa de que mis dedos también tiemblan y tengo que disimularlo escondiéndolo de su vista, colocando la golosina en el hueco de las sábanas que queda entre mis piernas. Retiro el papel para encontrarme con un par de pedazos rotos y tomo el primero entre mi índice y el pulgar. —No eres como tu padre, Hans— digo de pronto, nuestras voces chocan, pese a que habla en un susurro, es la mía la queda por debajo y cae en el silencio. También cae el pedacito de chocolate, porque no me esperaba que con tres palabras provocara todo lo que no conseguiría con todo el chocolate que pudiera sostener con sus manos.

No quiero ser tan débil como para que las lágrimas tomen el control de la partida, me resisto a dar la impresión de víctima, lo que quiero es que sepa lo que me duele que me desconozca, para que nunca vuelva a hacerlo. Y es que puede que haya situaciones en que eso ocurrirá, en que tendremos que aferrarnos a los que conocimos del otro y poder ver más allá de lo que parece ser. No sé cómo decírselo ahora sin que se sienta como que sigo atacándolo, que a veces no sé si he llegado del todo a él y me valgo de la promesa de confianza absoluta, pero que si la rompe no sabré en que creer y pasaré a no creer en nada. —Hans…— me ahogo en su nombre, el lamento que puja en mi garganta sale como un gemido. —Nunca estaré contra ti, ¿sí? Nunca podría estar contra ti. No creo… no quise decir que fueras un peligro para mí, para nosotros…— me tropiezo con mis palabras, estiro mi mano hacia él para que se acerque. —Pase lo que pase, cambie lo que tenga que cambiar, tienes que saber que estoy contigo, que te elijo a ti. No importa enfrentados a qué o a quién…— pienso rápidamente en todo lo que pasó en esos minutos en que estuvimos de pie en el escenario, en el cruce de palabras con Aminoff y en el rostro de su padre en la pantalla. —Nunca estaré frente a ti, estoy a tu lado. Ese es el lugar que elegí de todos los lugares posibles, sólo no lo olvides, nunca— susurro.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
¡Porque no soy invencible, Scott! Tú misma me lo señalaste varias veces — siento que estallo, quizá con un desespero nuevo frente a la irritación que me provoca ser el centro de sus ataques, cuando puedo culparme por partes pero no por completo — No pude luchar contra ello porque lo único que vi en tu lugar fue a alguien desconocido, que lo único que buscara era lastimar a Meerah. ¿Cómo pretendes que le ponga un alto a una emoción provocada por un factor externo, controlada por una poción ingerida a la fuerza? ¿O ahora también tengo que recordarte que aspiré esa porquería porque estaba muy ocupado en cubrirte el rostro para que tú no lo hagas? — sí, tal vez le estoy echando un poco en cara que no pueda ver la fotografía completa, pero no puedo dejar de pensar que está siendo egoísta.

Apenas y me fijo lo que hace con el chocolate, tengo la atención puesta en el eco de mi cabeza que no deja de basurearme con voces que estoy intentando no reconocer. Hay un brillo apagado en mis ojos cuando los entorno, mis labios se vuelven una delgada línea y siento una vibración en mi garganta por el sonido profundo que se oye como un “mmm” dudoso, más no enteramente por sus palabras, sino porque sé lo que he hecho — Trato de no serlo — no sé si me escucha, tampoco quiero profundizar en el tema. Mi padre no tenía varita, pero sí tenía malos tratos. Me ha tocado escuchar muchos desde mi escondite en la escalera cuando todavía no llegaba al metro y medio de altura. La caída que mató a mamá fue un accidente, también lo fue el respirar esa nube carmesí. Me remuevo en mi sitio como si de ese modo pudiese protegerme, aún no sé bien de qué.

Y no sé si sus palabras son suficiente, no cuando las dice en una cama de hospital a sabiendas de que yo la he puesto ahí. Es contradictorio, lo sé. Quiero su comprensión y perdón, pero no estoy seguro de poder conseguir el mío. Aún así, avanzo para tomar su mano cuando me la regala y tomo asiento a un costado del lecho, la sonrisa que otorgo está cargada de tristeza, muy a pesar de que algunas de sus palabras me producen una sensación agradable de calidez después de tanta helada — Es bueno que lo digas, porque los dos sabemos que todo cambiará ahora y debes estar segura de esto. Quiero decir… lo que ha hecho mi padre… — escondo la expresión de desagrado al besar su mano, mantengo sus dedos cerca de mi boca y respiro en ellos — Aún no puedo comprender cómo lo ha hecho. Me da asco que pueda hacerlo — eso es lo peor. Siento que hemos sido violentados, como si hubiese entrado a mi casa y se hubiera puesto a cagar en la alfombra de la sala — Lara, yo… — mi voz se interrumpe por la puerta abriéndose y ruedo los ojos antes de girar la cabeza, encontrándome con la enfermera temerosa en la entrada — De verdad… ¿Cuesta tanto aguardar cinco minutos? — sé que murmura una disculpa y da un paso hacia atrás, pero no estoy mirándola cuando oigo como la puerta vuelve a cerrarse — Parece que nadie tiene respeto por la privacidad en este lugar.

Y sí, suena como una broma, una que no sé de dónde sale pero que no tiene una pizca de honestidad. Muevo su mano para poner la palma hacia arriba sobre mi regazo, mis dedos acarician el camino de su piel hasta rozar el corte que yo mismo le he causado, como si de ese modo pudiese eliminarlo — No voy a olvidarme nunca de esto, lo prometo. Siento que los estoy poniendo en riesgo y no tengo idea de qué barreras alzar para que no los toquen — lo que me recuerda a un pequeño incidente que me obliga a mirarla, un poco avergonzado de mí mismo — Perdona por no haberte defendido de Magnar esta mañana, pero te he pedido más de una vez que sepas cuándo morderte la lengua. No te lo dejará pasar y lo sabes. No sé cómo limpiar a esta familia, somos un desastre — no solo por lo que ha hecho Hermann, sino porque Phoebe se ha encargado de dejar bien en claro nuestro parentesco y Lara no tuvo mejor idea que prácticamente insultarlo en la cara. Tomo algo de aire, porque creo que confesar lo siguiente me pesa más que cualquier otra cosa — Estoy aterrado. Temo perderlos a todos y por primera vez en años, no tengo idea de cómo se supone que debo actuar. Era fácil cuando juzgar era algo ajeno a mí, pero ahora seré yo el juzgado. ¿Lo entiendes? — sé que lo hace, creo que es una de las pocas personas que conozco que puede seguirme y elegir hacerlo.
Hans M. Powell
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Siento mis ojos arder por las lágrimas y tengo que presionar mis palmas contra mis párpados para no hacerlo, si va a rebatir cada uno de mis planteos tendré que reconocer lo que está claro para ambos. —¡Lo sé! ¡Sé que no podías!— está dicho, lo eximo de toda culpa por lo sucedido de esa manera, acepto que estaba fuera de sus posibilidades prevenirlo y que si aspiró esos alucinógenos fue porque trató de que no me afectaran a mí. La enfermera lo confirmó, mis pulmones no estaban tan contaminados como el resto, el bebé estaba salvo de los efectos secundarios que una droga así pudiera haberle causado si hubiera tapado mis vías respiratorias con el humo. —¡Sé que no querías hacerlo!— en la última palabra cae mi nota alta, desarmo mi postura combativa al caer mis hombros con desgano. —Yo sólo…— murmuro, buscando mi voz para que vuelva a la superficie, inestable por esos pensamientos que no quiero poner en voz alta porque son imposibilidades. —Atacaste para proteger a Meerah y lo que hiciste fue atacarme a mí y a tu otro hijo, yo sólo… quisiera que fuéramos más fuerte que eso…— tengo que cerrar los ojos al decirlo, —no sé si existe magia para eso, no lo creo. Algo que haga posible que puedas escuchar y reconocer mi voz donde sea—. Alzo mis manos en señal de impotencia y las dejo caer pesadamente sobre las sábanas, en un gesto resignado que se refleja en la tristeza de mis ojos.

Estoy cargada de imposibles, en un escenario en que todo se está convulsionando hacia tiempos que desconocemos, todo es tan impreciso que no sé a qué sujetarme porque por un momento ni siquiera pude sostenerme a quien confiaba. Y no falló a esa confianza, hizo lo que pudo hacer. Pero fueron circunstancias ajenas a nosotros que mostraron una de esas benditas lagunas legales a las promesas que hicimos, que nos colocaron en un jaque peligroso. ¿Y si me hacía daño? ¿Y si lastimaba al bebé? No podría perdonarse. Recupero a que agarrarme cuando me da su mano, noto lo frío que tenemos los dedos cuando nuestras pieles se rozan. —Todo está cambiando y necesito que seas quien esté seguro de qué lado estoy y es a tu lado…—. Yo lo estoy, lo tuve claro cuando vi el incendio consumiendo la pantalla del estadio al mostrar lo que queda del mercado. —Tu padre… tu padre liberó a los esclavos…— reúno mi poca valentía para poner entre nosotros una cuestión que sé que es complicada, la esquivamos porque tenemos muchos puntos en los que todavía no coincidimos, aunque sean puntos que también se van moviendo, van cambiando, y quizá en algún momento sí podamos coincidir. —Quiere usarlos…— cuando lo digo me interrumpo, espero a que sigue después de mi nombre. Es cuando la enfermera elige para invadir la habitación otra vez, entrometerse en nuestra conversación y si mi rostro no le dice lo inoportuna que es, las palabras de Hans basta para una retirada rápida.  

Tengo mi pecho cargado de un par de cosas que necesito decirlas, aunque él diga después que no necesita escucharlas. No lo hago porque respeto el momento en que busca una reconciliación consigo mismo al recorrer la herida de mi brazo, para algo sobre lo que nunca volveré a echarle culpas después de este día. Y yo tampoco sé en qué barreras podemos confiar para creernos a salvo, cuando una casa en la playa demostró ser incapaz de contener a visitas indeseadas y un estadio repleto de aurores no detuvo a la locura de su padre. —No tienes que…— estoy a punto de atajarlo en su disculpa, cuando me obliga a poner los ojos en blanco por lo que suelta después. —Primero, no necesito que me defiendas. Tener poco más que un metro enseña a las chicas a saber cómo tratar con chicos que se creen intimidantes. Y segundo, sé que fui una estúpida y que este hombre puede mandarnos al norte con un chasquido de los dedos…—. Me costó mucho llegar al punto en que sé reconocer mis errores, con suerte dentro de otros treinta años sabré prevenirlos y no llegar a cometerlos. —Sabré cómo lidiar con esto, no dejaré que se pase de la raya, pero tampoco dejaré que encuentre algo de dónde tirar— le aseguro, espero poder cumplirlo. Con mi otra mano me sujeto a su cabello para atraerlo y hacer que recueste su cabeza en mi hombro al admitir lo aterrado que está. Paso mis dedos por sus mechones para calmarlo con esa caricia y compruebo lo largos que están algunos de estos. Asiento con mi barbilla cuando pregunta si entiendo la gravedad de esto, en la encrucijada que se ha puesto a los Powell y que estas horas en el hospital son la calma antes de la tormenta. —Nos mantendremos contigo— murmuro al esconder mi rostro en su cuello. —Como sea, nos mantendremos contigo…— porque no sé qué nos espera, divago en posibilidades que van desde despidos hasta el repudio y no sé qué esperar de Aminoff.

Pensar en que podría hacer algo contra Hans y Phoebe por culpa de su padre, castigarlos públicamente… me lleva a incorporarme lo suficiente como para colocar una mano en su mejilla haciendo que me mire. —No respondo ante Aminoff, si me dices que mantengamos el bajo perfil lo haré por la familia…— susurro para nosotros, busco que esté cerca para que nada de lo que diga salga de este espacio íntimo. —Ni seguiría nunca a alguien como tu padre…— musito, deslizo mi pulgar desde su mejilla hasta su mandíbula y mi mirada se hace más profunda, espero que pueda comprenderme. —Pero tal vez lo hubiera hecho hace unos años. Hay cosas en las que creo que no veo en este mundo, hubiera seguido a quien me las prometiera. No es por nuestro hijo, viene desde antes y lo reafirmo en él o en ella… su nacimiento no debería condenarlo o marcar su destino, creo en una libertad que no veo… que no sé si será posible…— trago saliva, no insisto en lo que no tiene sentido porque lo declaré una batalla perdida. —Pero no seguiré a ningún loco. No creo en mártires, ni en ídolos de oro. No seguiré a nadie que me diga que pelea por grandes causas. Me quedaré al lado del hombre que dice que no es invencible, que tiene miedo y no tiene idea de cómo salir de esta…—digo, y lo abrazo porque yo tampoco tengo idea de cómo, esta parece ser una manera que al menos nos hará sentir bien, un poco más valientes y con fuerzas para enfrentar a lo que nos espera fuera de este hospital.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
La sonrisa irónica no tiene una pizca de diversión, se me pinta como si estuviese compadeciéndome de su ingenuidad — No hay magia como esa. Hay cosas más poderosas que cualquier vínculo que podamos crear, no importa cual sea — puedo quererla en su máxima expresión, puedo adorar al niño que tiene dentro, pero sé que al final eso no será suficiente. Alguien puede controlarme y mi magia puede explotar hacia ellos, alguien puede hacerles daño y yo quizá no esté allí para evitarlo. Lo más difícil de amar a las personas es saber que no te pertenecen y no son ajenos a lo que el mundo puede hacerles, por mucho que intentes poner una burbuja a su alrededor. Las cosas se torcieron demasiado, tanto que no dudo cuando asegura que está de mi lado, cuando hace unos meses sospechaba cada uno de sus movimientos. Se lo dejo saber con un asentimiento firme, confío en sus palabras porque me lo ha demostrado con acciones. Esta familia es un proyecto de a dos que incluye a otro par más pequeño, pero tengo la seguridad de que estamos haciendo lo que podemos con lo que conseguimos. Y entonces lo nombra, me vacila un poco el semblante y el agarre de mis dedos se vuelve un poco tenso — Supongo que ahora tendremos que preocuparnos por dos frentes enemigos en lugar de uno — es todo lo que puedo decir. No quiero hacer suposiciones tan pronto, no con el terreno tan frágil y problemas en casa que debo solucionar.

Aunque es un poco más genuina, la risa entre dientes que se me escapa se siente vaga y amarga porque supuse que diría algo así; algo que ha demostrado Scott es que puede con los sujetos, no importa su altura. Mi problema es que esos sujetos pueden más que ella, le guste o no — Mandarnos al norte es lo que menos me preocupa. Puedo apostar que hablaba en serio cuando mencionó lo de enviarte a prisión — hasta puedo apostar a que esa fue su idea más delicada. Se lo he dicho, le dije que no quiero perderla, temo que sea por las malas. Y lo peor de todo es que sé que si quiero hacer desaparecer a mi padre, Magnar es mi mejor opción. En mi amargura la dejo que me consuele, acomodo la cabeza allí donde sus caricias me guían y aprovecho la postura para rodearla con un brazo, acariciando el costado de su cuerpo. Oigo la promesa que ya he escuchado en otra ocasión, me aferro a ella porque sé que es la única certeza que necesito por unos minutos antes de regresar al terreno peligroso. Como la caja de cristal donde todo puede estar en orden mientras que en el exterior el mundo se envuelve en llamas.

Me quedaría así si no fuese porque ella me lo impide. Su caricia me provoca buscar sus ojos tal y como parece ser su intención, pero desearía no estar mirándolos cuando esas palabras salen de su boca. Conozco el terreno que está tocando, es uno que se volvió prohibido en los últimos meses porque se liga demasiado a los conflictos que me han puesto en una batalla mental cuando empecé a notar que las cosas con ella habían cambiado. Puedo amar cada cosa de su ser, pero esa chispa que siempre trae consigo y que choca con mis creencias tambalea mi seguridad. Escojo el escuchar con cuidado, acepto lo que dice y me lo guardo. Ha demostrado que puede acoplarse a mí, le debo lo mismo. Al final, me encuentro observándola con la garganta cerrada y busco su mentón con mis dedos, buscando la cercanía de su boca con la mía — Sabes que de todos modos voy a pelear esta guerra, ¿verdad? — contesto con lentitud, espero que se le guarden esas palabras — No sé si desde un asiento en el tribunal, en el ministerio o dueleando contra quien se atreva a cruzar un límite, pero lo haré. Quizá no con las mismas intenciones que Aminoff, pero no dejaré que nadie toque a mi familia. No sé cómo, pero pretendo que mis hijos tengan un futuro seguro. Espero que entiendas eso cuando llegue el día en el cual tengamos que recordarnos por qué estamos juntos, porque tendré que hacer cosas que a ninguno de los dos van a gustarnos — creo que eso es lo que más me aterra. Obsesionarme con la seguridad al punto de saber que haría lo que sea por conseguirla. Mis labios acarician los suyos y mis dedos se deslizan por su mandíbula hasta jugar con los mechones de su pelo — Solo ruego el tener la oportunidad de hacerlo y que no me odies si fallo. Porque como tú me eliges a mí, yo te elijo a ti. Y si muero en el intento… — contengo un momento el aire, pero lo largo con fuerza en aceptación de que es una posibilidad — Solo toma a los niños y vete lejos, eso es todo lo que pido. No te quedes a luchar batallas perdidas — porque yo no estaría allí para ser un escudo y no confío en los líderes de esta guerra como para que no les hagan daño, no hay bando o ideal que valga.
Hans M. Powell
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Sé que no la hay— susurro, no lo digo con pesar sino como una de las pocas certezas que se puede tener en este mundo en que todo muta, nada es como fue ayer, en que estamos en un constante movimiento que nos obliga a transformarnos y adaptarnos, que hace de lo improbable algo que a la larga se cumple. Salvo cosas así, imposibilidades contra las que no podemos luchar. No son batallas perdidas, porque no es una cuestión de voluntad para siquiera ser considerado una batalla. No somos otra cosa que un par de imprudentes con suerte que se rebelan al sentido en que gira el mundo. Porque no nos encontramos, chocamos. Pedir al universo que también acomode un par de leyes a nuestra conveniencia puede ser demasiado, ni que lo merezcamos. Me inclino más bien a pensar que el universo irá encontrando sus maneras para poner a prueba esas decisiones que tomamos, lo hace al colocar distintos bandos enemigos en un mismo tablero y todo es ajeno a nuestro control.

Se tuerce mi sonrisa al suponer que esos dos que menciona son Aminoff y su padre, entonces entiendo que se refiere a los rebeldes del 14. —Yo contaría más de dos— apunto, porque tengo en cuenta a nuestro presidente como uno, aunque no pretendo darle el trato de tal para no recibir una respuesta similar de su parte. Esa es la promesa que le hago. Pero reconocerlo como una amenaza se me hace más inteligente que confiar en que olvidará mi aporte al episodio con los Powell. Si tengo que pensar en cómo las cosas pueden ir mal, tengo como para hacer hasta un esquema ilustrado con detalles, que imaginación me sobra para suponer calamidades. ¿Que cumpla su advertencia de mandarme presa por boca suelta? Si, bien, se me eriza un poco la piel de saber que es un mal posible y sigue sin ser de los peores. —Sería muy estúpido de su parte, ¿crees que Mohini no haría explotar paredes para sacarme de ahí? — me escudo detrás de ese comentario arrogante, cuando mis ojos son un pozo de inquietud. Sería un escarmiento cruel que Hans como ministro de Justicia no pueda hacer nada para evitar algo así, pero si algo de poder le queda de conservar ese puesto, después de que su padre se declarara como enemigo del Estado, deposito en él mi poca fe. —Si algo así ocurriera, no me importará que se cumpla lo que dijo Aminoff de que nunca conoceré al bebé, si sé que de alguna forma lo tendrás tú o conseguirás que lo cuide Mo— murmuro. —Sería una ironía, ¿no? Que al final de todo acabara en prisión…— la carcajada que suelto es tan vacía de todo sentimiento, que busco el calor reconfortante de su piel al inclinarme sobre su cuello en lo poco que dura ese instante.

Porque cuando me dice que será parte de esta guerra puedo verme en sus ojos, tan cerca que podría callar el resto de sus palabras si saltara la poca distancia con sus labios para tomarlos y tratar de convencerlo así de que no tiene por qué hacerlo, porque esta guerra no nos pertenece, sin embargo no lo hago. Estamos dentro aunque no lo queramos, hay un casillero para cada uno, es hora de elegir bandos. Es el azar otra vez poniéndome en una mesa de apuestas en la que se trata de un todo y nada, en que elijo poner todo lo que tengo sabiendo que perder es una posibilidad real, que algún día podría volver atrás sobre cada una de las cosas dichas para lamentarme por haber sido una estúpida que se cegó, que supo que ganar era la posibilidad más remota y de todas maneras lo intentó. —No importa lo que hagas…— vacilo. Quisiera no haber vacilado, poder continuar enteramente convencida. Pero también creo que dudar es válido y que sobreponerme a la duda para continuar tiene su mérito.

»No te juzgaré, no te miraré con una condena. No te miraré como lo hice hoy, que sí lo hice fue porque sentí que nos lastimaste, es lo único que nunca podría aceptar. Pero… podría amarte también cuando no puedas ni verte a ti mismo. No preguntes cómo lo sé, porque no sé si se puede querer así…— murmuro en un roce con sus labios que es el amago de un beso, con un suspiro de por medio. —Pero me haces romper todos los límites que creía conocer— reconozco, no sé de qué otra manera explicar que un sentimiento que no esperaba que surgiera, fue creciendo de una manera en que no logré contener y que no hace más que extenderse hacia quien sabe qué fin. —¿Es así como crees que acabaremos? ¿En prisión y muertos?— pregunto, con un humor tan negro que me hace reír, antes de besarlo con las pausas necesarias para tomar aire entre cada uno de los asaltos sobre su boca, mis dedos aferrándose a su tapado sucio de la mugre del escenario y mi pecho presionándose contra su torso. Que si luego la suerte que nos acompañó hasta aquí decide patearnos lejos, como la perra traicionera que puede ser y en la que nunca deberíamos haber confiado, ni siquiera una enfermera con vocación de inoportuna va a impedirme que me guarde para mí las respiraciones, los suspiros y los segundos que pueda tomar de él hasta que inevitablemente se cumpla.
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Hans M. Powell
Ministro de Justicia
Me quedo con el comentario que suena a una broma, es el único que no me hace empezar a despotricar contra la mala suerte que cargamos y que posiblemente nos joda el resto de nuestra vida si no hacemos algo para evitarlo — Mo podría derrocar a cualquier presidente si te pone un dedo encima — aseguro con media sonrisa — Nadie va a terminar en prisión — no la convenzo a ella, lo hago conmigo mismo, conozco su mala manía de meterse en problemas y sé que me jugaría en contra el rechazar las peticiones explícitas de condenarla. Porque alguna vez tuve todo el derecho a hacerlo y hasta la predisposición, pero hoy me encuentro en un punto de la línea en la cual no puedo torcerla para perjudicarla. Donde antes existía la seguridad para firmar un papel que la elimine del mapa si era necesario, ahora se encuentra el miedo de tener que cubrir los baches que deje al pasar. Esta mujer va a matarme, lo sé. He firmado mi sentencia el día que decidí que me importaba más de lo que me importa el asiento del ministerio que he ocupado con tanto orgullo y que sigo defendiendo con uñas y dientes.

Me siento desnudo por su confianza ciega, casi con devoción en un sentimiento que jamás consideré que alguien pudiese tener por mí. Agarro su suspiro y me lo guardo para mí, entre los labios que tiemblan al no saber qué decir a pesar de las veces que me ha juzgado de charlatán — Lara… — su nombre me suena a advertencia, como si quisiera ponerle un alto a pesar de que sé que necesito de su confianza para poder seguir con el camino que estoy eligiendo, con la compañía que me ha prometido hace unos minutos. Me muevo lo suficiente como para estar un poco más cerca de ella, tengo miedo de en verdad tener esa posibilidad rondando por mi cabeza y trato de negarlo para no llamar a la desgracia, que ya está empezando a acostumbrarse a estar en nuestra puerta — No. Lo haremos bien. Veremos crecer a Meerah y al bebé. A Mo abriendo su restaurante. Y el resto simplemente pasará, porque las desgracias no duran mil años — y nosotros tampoco. Es una mentira blanca, sé que ella lo sabe. Me aferro a esos segundos que tenemos de felicidad al regresarle el beso, extiendo el contacto de nuestros labios como si los instantes pudiesen ser eternos, congelados en un reloj. Porque hoy estamos aquí, puedo sentirla respirar contra mí, sentir el calor de alguien que sigue con vida y quiere compartirlo conmigo. A pesar de toda la basura, sé que soy afortunado.

Gruño en sus labios cuando la puerta vuelve a abrirse y la enfermera se asoma, esta vez pidiendo disculpas. Con exasperación no tan contenida, me giro poniéndome de pie y le arrebato la hoja que trae consigo con la sonrisa más falsa que soy capaz de demostrarle, apretando mis labios de manera tal que las facciones se me arrugan — Ya, yo se lo daré. Que tenga una buena jornada — creo que eso es suficiente para que se marche y, en cuanto lo hace, regreso junto a Scott para acomodarme a su lado. Le pido algo de espacio con mis movimientos, apoyo mi espalda contra sus almohadas y le tiendo el largo sobre para ser libre de pasar el brazo por encima de sus hombros — ¿Qué es lo que tanto quería? — pregunto, rozando mis labios sobre su frente y los mechones de cabello que tiene despeinados — Me han dicho que el bebé está bien. ¿No sucedió…? — mi voz queda en el aire, un poco dudoso. Solo ruego que no tenga ninguna secuela por mi culpa, porque eso sí que no tengo idea de cómo solucionarlo.
Hans M. Powell
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Quizá si duran mil años…— musito con una sonrisa empañada de toda la amargura que la claridad de estos pensamientos trae consigo, son certezas como golpes necesarios, que un relámpago al romperse entre las nubes cargadas de tormenta también echa luz sobre un horizonte oscuro. —Quizá estamos condenados a puras desgracias—. Y vuelvo a reírme, intercalando otra carcajada entre los besos de asalto, porque puedo reír en los panoramas más pesimistas, más allá de que sea una carcajada carente de regodeo y teñida de resignación. —Pero somos un par de idiotas, los idiotas son los únicos que se enamoran en medio de las desgracias y tienen ratos en los que se creen… ¿felices?— lo digo en un tono tan bajo como si no quisiera que lo escuche nadie más, ni se quede en el aire, como algo que nos pertenece absolutamente y podemos retener entre nuestros dedos sin decirle a nadie qué es. —Todo es por culpa de que me dejaste desarmar tus papeles y tu cama para crear un pequeño caos—, la sonrisa contra su beso se torna más auténtica, acaricio sus labios dejando allí mis respiraciones, —tal vez nos tardamos en chocar o tal vez fuimos demasiado rápido que no pudimos ponerle un freno, pero logramos robarle un poco de su tiempo a las desgracias, ¿no? Los idiotas siempre ganamos…— también le miento, también trato de hacer una broma de la que podamos reírnos con esto, porque el mundo tiene que completar su vuelta y somos un par entre cientos que no haremos la diferencia, que al alargar un beso creen que han detenido el tiempo y el mañana puede esperar.

La que no puede esperar es la enfermera, que por tercera vez tiene que pedir permiso mezclándolo con una disculpa, a la que responde Hans porque yo estoy ocupada bufando por la interrupción. Si es que también tenemos que aprovechar minutos como paréntesis entre una cosa y otra, gente que va y viene, para hacer el esfuerzo de poner en voz alta un par de sentimientos cuando no es materia fácil para ninguno de los dos, tanto esfuerzo para que nos interrumpan cada dos por tres. ¡Pues bien! Si ella cree que hay algo más importante a que mañana yo pueda ir a prisión por tirar un comentario poco bonito al presidente o a él le pese una sentencia de muerte porque su padre hizo un debut espectacular como terrorista, ¡bien! ¡que nos diga lo que tenga para decir de una buena vez! No lo hace, sino que huye de mi cara molesta y la sonrisa igual de intimidante de Hans por muy amable que se quiera mostrar,… y nos deja una carta. —No lo sé, fue a buscar los resultados de la ecografía que me hicieron…— explico, sacando del interior del sobre unas nuevas fotografías de manchitas blancas sobre un fondo negro que sin la ayuda de un sanador no sé decir dónde está la nariz del bebé y cuál es su pie.  —¿Es cosa mía o cada día se pone más guapo…?— digo al tenderle una de las capturas, relajando toda esa preocupación que se asentó en mi estómago hasta hace un momento y me reacomodo en la cama para hacerme un espacio entre su brazo y el costado de su pecho donde recuesto mi mejilla. —¡Espera! ¡Tiene escrito algo!— grito al darme cuenta que Letty con una caligrafía desprolija y apurada escribió algo, supongo que por cansarse de que ninguna de sus interrupciones le dieran la oportunidad de darnos la noticia, demasiado enfrascados en enumerar tragedias posibles. —«Es una niña»— leo, suerte que estamos en una cama si es que Hans se le ocurre desmayarse y es una pena para sus oídos que haya quedado demostrado que a mí los calmantes no me hicieron efecto. —¡ES UNA NIÑA! ¡HANS! ¡Es una niña!— no dejo de repetirlo, con la imagen de la ecografía en medio de los dos para que podamos verla.
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Hans M. Powell
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¿Nos creemos felices o lo somos? No voy a maquillar las cosas, sé muy bien que la felicidad jamás dura pero también es real, hay cierta sensación de plenitud en las banalidades que en otros tiempos ignoraba que no puedo empujar en un aire pesimista que no me pertenece. Soy feliz en nuestros desayunos, en los minutos extra de las mañanas en la cama, en los debates estúpidos sobre la serie que Meerah consume todas las noches y que descubrí que conozco más de su plot de lo que me gustaría admitir. Tal vez es un pequeño caos, pero hoy en día es lo que me mantiene un poco más cuerdo y sereno, a pesar de que eso significa que tengo mucho más que perder de lo que tenía antes — Bueno, brindaré por la idiotez entonces. A veces, uno se aburre de ser lógico y precavido — me burlo de nosotros en contacto con sus besos, porque me he pasado la vida pasando de una ley a otra para acabar aceptando que no todo tiene una constitución.

Mi preocupación disminuye cuando parece que Scott no tiene nada importante que decirme sobre el estado del bebé, lo que tomo como señal de que no debo estar comiéndome la ansiedad porque, de ser algo preocupante, ella ya me lo hubiera dicho. Apoyo mejor mi mentón sobre su cabeza para hacerme con la ecografía que me pasa y le echo un vistazo, sonriéndome de manera socarrona a pesar de que ella no pueda verme — ¿Y qué esperabas? Lo hicimos nosotros. Y con mucho esmero, además — bromeo, sacudiendo un poco la imagen para poder ver mejor la figura de mi futuro bebé, la cual está empezando a mutar de maní cabezón a aguacate con extremidades. Hasta parece un alien humanoide y todo, pero eso no se lo voy a decir, a ver si se me ofende de nuevo y tengo que salir en busca de más chocolate para calmar el ataque que puede llegar darle.

Dejo que se acomode como se le dé la gana y estoy subiendo las piernas a la cama para estirarme en cuanto ella tiene una capacidad de reacción más rápida y me encuentro con un grito que me deja sordo; de verdad, me llevo una mano a la oreja, la aprieto y todo eso, con tal de chequear que mi tímpano sigue en su lugar — ¿Una niña? mi voz repite sus palabras con el tono de alguien que no acaba de hacerse la idea. Tengo que acercarme la ecografía como si de esa manera pudiese confirmarlo por mí mismo, consciente de que hay un calor agradable trepando por mi cuello que no tiene nada que ver con las emociones negativas de esta mañana. Una niña. No suena mal, en lo absoluto. Por un breve segundo, hasta puedo imaginarlo, empezar a darle una identidad un poco más acertada. Otra niña.  — Meerah estará feliz de saber que puede hacer vestidos — es lo primero que atino a decir cuando me doy cuenta de que he estado callado por más tiempo del necesario. Prenso mis labios al notar cómo se encuentran ligeramente tirantes y enderezo un poco mi postura, regresándole la ecografía — Es… bueno, supongo que estoy destinado a estar rodeado de mujeres en casa — antes de que se lo tome a mal o crea que no me hace gracia, le dedico una pequeña sonrisa — Me gusta, de verdad, es fantástico. Y tú que decías que solo nos “creíamos” felices pues, te aviso, tienes una hija que espero que te demuestre lo contrario. ¿No crees que al menos por ella todo esto vale la pena? — porque podríamos no tener nada y estar enfrentando los problemas junto con nuestra soledad. El panorama, aunque preocupante, no es tan gris y eso vale más que todo.
Hans M. Powell
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Puede ser muy aburrido— lo secundo con una media carcajada, que de lógica yo no tengo nada, de precavida bastante en ciertas cuestiones, que así como se me ve avasallante, tengo mis reparos que me hacen colocar un escudo tras otro para que no se me pueda herir. Habrá partes de mí que se pueden dañar y se vuelven a reconstruir, pero también otras que sería imposible volver a repararlas, un miedo del que no tenía que preocuparme cuando no había una persona que me importara lo suficiente como para que fuera consciente de cierta vulnerabilidad. Y que una herida de su parte me hiciera enfrentarlo como hace unos minutos, porque no comprendo que me lastime alguien que tiene esa confianza que he guardado con tanto celo. Pero a eso también se sobrepone esta idiotez que compartimos, porque no sé si fue aburrimiento o fue lo inevitable de tener que ceder a algo que nos resistimos mientras lo disfrutábamos, en una contradicción tan vertiginosa que de a ratos no sé dónde tengo posados los pies y tengo que volver a buscar su mano.

No mentía al decirle que sobrepasó mis límites desde hace tiempo, que sigue encontrando nuevos para romper, que no pasa un día sin que actúe como idiota que se abusa de poder demorarlo para alargar un beso, porque si tengo que pensarlo con la seriedad que exige el que estemos embarcados en esta locura de formar una familia, tal vez me asuste demasiado. No por lo que tenemos, sino por lo que podemos perder. Tenemos en claro que el bebé no es una condición entre nosotros y puede que algún día tendremos que rendirles cuentas de cómo se dio su nacimiento, pero al escucharlo hablar, me río de que lo haga parecer una hazaña de la que sentirnos orgullosos, cuando en su momento fue puro pánico. —Que no se diga que no hubo esmero— lo apaño, que en el ejercicio lo hubo, también en los cuidados hasta que en alguna ocasión nos tuvo que fallar la prudencia. ¿Y ahora? Fijarme en las imágenes en blanco y negro basta para que me olvide de cierto hombre que hace un rato me amenazó con que nunca lo conocería, también de otro que tuvo la cara para irrumpir en lo que tendría que haber sido una cena familiar de la que estaba excluido. El mensaje que dejó la enfermera en tinta fresca hace que simplemente olvide el por qué estamos aquí.

El sentimiento que me inunda como una ola que se desborda en carcajadas y en lo resplandeciente que se ve mi mirada, se estrella con su pregunta vacilante, haciendo que vuelva a encauzarse en una sensación amarga que se instala en mi estómago.  La inspección que hace de la fotografía no hace más que acentuarla. —¿Meerah estará feliz…?— pregunto, que no es que esté poniendo en duda de si la chica estará complacida de tener un modelo más pequeño para sus diseños, sino de que haga de esa felicidad algo ajeno y se lo atribuya a otra persona que no es él. Con lo último que dice, tengo que preguntarlo: —¿Y a ti te hace feliz?—. Podemos tomar a broma que esté rodeado de mujeres, pero tengo un escalofrío bajando por mis brazos que me inquieta. —¿Es porque es una niña y entonces llevará mi apellido?— que no olvido esa competencia de la que hicimos un juego durante la espera, pero me invade la desazón el verlo tan taciturno. No es divertido ganar si la mejor palabra que encuentro para describir su estado es decepción. Presto oído a la aclaración que hace después, trato de que me convenza. —Si digo que creo que somos felices, en vez de decir simplemente que somos felices, es porque tengo miedo de que la suerte nos escuche y se ponga en nuestra contra. Tengo miedos nuevos también, tantos que no le aconsejaría a nadie que se meta en esto de amar a alguien… — acaricio su sonrisa con mi pulgar, respondiéndole en el intento de mostrarse contento con una mía. —¿Hubieras preferido que fuera un niño? Porque yo también me estaba haciendo a la idea de tener un mini tú que me llamara Scott, pero…— me callo lo que sea que cruzo por mi mente como una idea delirante a futuro. —tendrás dos hijas que te mirarán siempre como si fueras el hombre más asombroso. ¿No es genial? ¿No lo es?— procuro convencerlo con este casi halago, aunque no podremos cambiar a capricho el sexo del bebé si tampoco quisiera que fuera niña, ya se decidió por ser lo que es.
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Hans M. Powell
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¿Si me hace feliz? La miro como si no pudiese creer que en verdad me está haciendo esa pregunta, la sonrisa se me va estirando de costado hasta que creo que le enseño los dientes — Será una Powell, ya verás — que no me voy a dar por vencido tan fácil. Sé que mi familia ahora mismo no posee el apellido más respetable del país, pero quiero que mis hijas tengan una identidad medianamente compartida, aunque sea en algo tan pequeño como sus nombres. Tal vez, Scott tiene razón y soy demasiado clásico, aunque en mi cabeza tiene toda la lógica y quizá tiene que ver con mi necesidad de sentir que pertenecemos el uno al otro, cuando para mí esa niña es una persona ajena que no tiene forma física salvo la panza creciente de su madre. Es una completa extraña, alguien que recién ahora pasó a tener siquiera un género y cuyo vínculo tendré que alimentar desde el instante en el cual respire por su cuenta por primera vez. Afirmo que voy a quedarme con ambas con el apretón que le doy a nuestro agarre porque no deseo sus miedos, me gustaría poder eliminarlos con un soplo — Lo bueno de esto es que podemos hacerlo de a dos. Prometo decirte cuando la estés cagando y espero que hagas lo mismo conmigo. De niño le tenía miedo a la oscuridad y ahora me parece una tontería, así que tal vez es cuestión de conseguir una buena lámpara y acostumbrarnos — porque sentiremos pánico miles de veces, me sigue sucediendo con Meerah y sé que no se irá.

Aunque tengo intenciones de darle un mordisco cariñoso al dedo que se desliza por mi boca, me quedo prendido de sus ojos en busca de las dudas que parece tener sobre mis palabras — ¿Para qué quiero eso, si ya te tengo a ti para hacer ese trabajo? — me burlo de ella con un movimiento de las cejas y la sonrisa engreída que recuerdo haberle compartido en tiempos menos complicados y, sobre todo, menos íntimos, cuando mofarme en su presencia era puro protocolo para no bostezar en nuestras reuniones. El beso que dejo sobre su lunar se siente casi como una rápida disculpa — Scott, sea niño, niña o lo que quiera ser, estoy feliz. Al final, es solo un bebé que se encuentra sano. Puedo hacerme la idea de que no tendré que enseñarle a apuntar a ningún mini yo y que, espero, se parezca más a ti — no le digo mi miedo, no señalo que las mujeres de mi familia han tenido vidas complicadas, porque lo recompenso sabiendo que yo jamás permitiría que nada así le suceda. Me ahorro el temer que un niño se parezca a su abuelo, que saque de mí los rasgos que siempre han conseguido que me comparen con mi padre, incluso cuando sé que tengo mucho de mi madre. No. Será una niña, Meerah tendrá una compañera para toda la vida y Mo podrá darle la faldita hawaiana de su hija. Pude haber deseado un hijo varón, pero esto me regala un suspiro de alivio.

Mis dedos bajan hasta rozar el contorno de su vientre, marcando con lentitud la forma que va tomando su barriga, no tan prominente pero sí inconfundible. Mojo mis labios con un movimiento de mi lengua y levanto nuevamente la mirada hacia su rostro, dándole un suave toquecito donde tiene su ombligo, tal y como si se tratase de un timbre — De verdad, estoy deseando conocerla. Ya sabes, para contarle de todas las cosas que le esperan. Nunca pensé que querría tener hijos, pero hoy sí estoy seguro de que no quiero que las cosas sean de otra forma, contigo. Solo prométeme una cosa… — el silencio se llena de seriedad, soy incapaz de parpadear en lo que tomo su mentón en busca de su cercanía y, poco a poco, empiezo a sonreírme con cierta gracia — No le pondremos “Riley”, por favor. Ni tampoco un nombre ridículo como Leonilda. Quiero que sea la niña más feliz del mundo y no podré cumplir con eso si la condeno desde el primer día — la risa se va colando entre mis palabras, las cuales ahogo al presionar nuestras bocas. Solo me basta con saber que seremos un equipo. El resto, se verá con el tiempo y estaremos preparados.
Hans M. Powell
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Puede ser Scott Powell— insisto, para defender la postura que asumí desde un principio más que nada por terquedad en la que mi apellido tiene prioridad, porque en los primeros esbozos de planes a futuro me vi sola con este bebé, compartiéndolo de a ratos con Hans sí así lo quería, pero no como esa extraña familia que estamos formando de a partes, en las que su hermana y su cuñado así como mi madre también se van acoplando. Somos más de un apellido cuando toca hacer el conteo, personalidades contrastantes en las que incluso Meerah se impone con toda su elegancia. Podemos empezar a imaginar cómo será este bebé con esta pista de que será una niña, pero ¿qué pasará si no le gusta usar los vestidos que hace su hermana? ¿Y qué si sale como su madre y se lo ensucia con lo que sea que toque? Y esos son los menores de mis miedos, los más tontos, después están en los que no quiero pensar demasiado como si sabré poner límites o seré de las mamás gruñonas, si podré estar todas las veces que me necesite o en qué fallaré, porque seguro fallaré en un montón de cosas.

Sé que no dudarás en decirme cuándo la esté cagando— lo digo con una sonrisa tan ancha por no poder disimular la gracia que me causa su promesa, si es el primero en decírmelo cada vez que lo hago. —Y yo tampoco tendré pelos en la lengua para decírtelo, te lo prometo— digo, que puedo ser tan chocante con mi franqueza y si en alguna ocasión no lo hago, es porque pesa más darle la comprensión que veo que necesita a veces, porque en los juicios que se inicia a sí misma puede ser más severo que con nadie. —Pero son a otras cosas a las que tengo miedo— aclaro, sintiendo el calor de sus manos. —Defenderé esto de quien sea y a castigo de lo que sea, una cárcel es lo de menos. Porque si lo pierdo… no lo volvería a intentar. Si algo te pasara también, yo…— me encojo de hombros, ni siquiera me muestro pesimista, es una calma diferente la que me invade, una que me hace ver el futuro tan claro después de todas las desgracias posibles. —Me iré lejos, haré lo que dices. Y no volvería a intentarlo, a quien sea le diré que tampoco lo intente. ¿Te acuerdas cuando te decía que no tenía nada que perder? Vivir así daba cierta tranquilidad, aunque fuera una mentira mía que contaba a los demás. Y luego te pusiste a hacer un lío en mi vida…— muerdo mi sonrisa que se ensancha para contenerla, de todas maneras marca mis mejillas. —Da miedo tener algo y ser feliz— y sí, puede que no necesite de sus hijas para tener a alguien que lo mire como si fuera asombroso, pero me desentiendo al poner los ojos en blanco. —Y no te miro de esa manera, te miro como si fueras el hombre casi más sexy de todo Neopanem. Estás mejorando en mi ranking, pero te falta un poco…— bromeo, que si no luego el ego se le pone insoportable.

¿En serio quieres que se parezca a mí?— pregunto, que también tengo mi ego y se regodea cuando se le escapan estas cosas, por las que lo premio ladeando un poco el rostro para que sus labios que están tan cerca de mi boca, caigan sobre esta y poder darle un beso fugaz. —¿Qué te de vueltas hasta marearte y te haga chocarte con un montón de muros por ponerse a la defensiva? ¿Así toda boca suelta y disparatada?— reprimo las ganas de reírme, —¿Qué la primera palabra que diga sea «no» como una pequeña negadora?—. Paso mi pulgar en una caricia lenta por su mejilla, subiéndolo para poder encontrarme con algunos de sus mechones y echarlos hacia atrás. Una ansiedad distinta crece en mi interior, acompañando al crecimiento mismo de la bebé, no puede pensar aún en algo que sea exterior a mi cuerpo, que me cuesta entender su emoción por conocerla porque… siento que ya la conozco. ¿Es que no se quedará aquí por siempre? Por lo visto, no. Pero estoy acostumbrándome tan fuertemente a su compañía, que no sé qué haré cuando no tengo una panza curva a la que darle palmaditas en charlas a solas conmigo mismo. ¿Y si cuando tenga orejitas no quiere escucharme?

Supongo que él lo vive diferente porque en serio depende de verla para sentirla suya, fuera de mi vientre. En el presente es como si yo la acaparara, cuando él también hizo de su parte y con honores. Es de los dos, tan loco como suena, porque nunca nos vimos con hijos y menos teniéndolo con el otro. —Tenemos la suerte de los idiotas, te lo digo. Se nos dio algo así por lo idiotas que podemos ser a veces…— mi risa se interrumpe por lo grave que se ve su semblante, espero a que diga que lo que sea que se le esté pasando por la mente, con una ceja mía curvándose en interrogación. Mi protesta por el descarte de nombres se ahoga por otro beso, tengo que poner una mano en su pecho para apartarlo un poco y que no gane este acuerdo con estos trucos. —No se llamará Leonilda, porque suena a abuela de ochenta años. No le pondré un nombre tan anticuado. Nada de Elladora o Augusta… ¿habíamos dicho Elena, no? Si se llama Jasmine, van a creer que a tus hijas les pones nombres de flores y sabemos que a Meerah ni siquiera le gusta el «Margaret».  Y por mucho que me gusten Liberty y Justice, sufriría por la niña si se llama así… Hope podría ser…— lo pienso dos veces, no suena mal. —Victorie me gusta— pruebo como suena ese nombre en mis labios, —Victorie Scott—. No, hay algo que no me suena.
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Hans M. Powell
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Me basta esa promesa, una que no sé si será capaz de cumplir si tenemos en cuenta lo temperamental que puede ser, pero debo tomarla. Porque no podré hacer esto sin tener la certeza de que al final el resto de mi familia estará a salvo y puedo confiarle, por primera vez desde que nos conocemos, el destino de lo que más me importa, seguro de que tanto ella como yo estamos dispuestos a darlo todo porque un par de niñas tengan un futuro asegurado, sea dónde sea, con la libertad que les corresponde. Le sonrío como si quisiera decirle que yo no fui el único haciendo estragos, me conoce lo suficiente como para saber lo que pasa por mi mente sin ponerlo en palabras, pero rompo la expresión al rodar los ojos tal como acaba de hacerlo — Casi”. Voy a tener que esforzarme un poco más, entonces. O pedir opinión en algún otro sitio — el movimiento de mis hombros es casual y desinteresado.

La risa se me pierde en su boca en lo que asiento, seguro de que prefiero mil veces su genética en una niña que la mía, a pesar de los defectos que tendré que corregir a punta de una firmeza que no sé si tengo conmigo. Meerah no fue criada por mí, hoy me encuentro poniendo los límites que necesita como persona ya crecida — Le enseñaré a decir que “no” solo en los momentos adecuados, ya verás. Si pude contigo, podré con ella — porque a mi modo, he conseguido más de Scott de lo que hubiese creído que podría tener en mis manos, tanto literal como figurativamente hablando. Me prometo a mí mismo que daré lo mejor de mí mismo, que su crianza no será un problema, que sus caprichos no van a calificarla como una niña complicada, que pueda comprender lo que tenemos para darle y lo que esperamos para ella. Es todo lo que pido, que el mundo es grande, complicado y a su vez increíble. Algún día, espero poder mostrárselo.

Me aparto con una mueca falsamente tristona por la mano que me empuja en lo que ella se pone a enumerar una lista de nombres y las razones por las cuales los descarta, lo que me hace mover mi cabeza en acuerdo o no con lo que está diciendo. Es el nombre que alguna vez dije que le quedaría el que resuena, haciendo que lo medite un momento con la mirada perdida en una de las luces blancas de la habitación — ¿Soy ministro de justicia y consideraste esos nombres? — pregunto en tono irónico — Victorie Powell — lo saboreo, a pesar del tono de corrección — Victorie. Me gusta. Porque creo que fue una victoria de su capricho a la existencia estar en este lugar, aunque ya encontraré una “M” que vaya a juego. Para no romper la tradición — ya hemos hablado de eso, en una noche llena de panqueques y murmullos que aún me resultan extraños y lejanos. Porque aquí estamos, creando nuestras propias tradiciones, sobre todos los riegos.
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Tendrás que esforzarte un poco más— contesto, escondiendo una carcajada y apartando los pelos en desorden de su frente con mi mano. —Y otras opiniones no cuentan, que eso a mí no me influye— aclaro, colocando por encima de sus ojos un listón imaginario que podría alcanzar. —Yo el punteo lo hago en base a las experiencias y vas bien, puede que algún día te mire así. Sigue esforzándote…— digo, acariciando con los dedos esas arrugas de preocupación que se le van marcando en la piel y me habla de lo mucho que se esfuerza en general, sosteniendo con sus manos el mundo y lo que se está desbaratando, fuera de una casa que estamos tratando de construir. Rozo con mi boca esa misma ruta que trazaron mis dedos para aliviar un poco de todas las cargas que le pesan, lo que me toca a mí por lo menos, de esa culpa que lo eximo por haberme lastimado, que de ahora en más si eso sucede será responsabilidad mía.

Por culpa de todos esos defectos que le enumero, que me conozco bien, y también ese genio que no puedo controlar, el que hace que me voltee hacia él para descargar mi puño en su pecho. —¡No pudiste conmigo!— lo contradigo, —¿Es que no me escuchaste en el estadio? Ni tu puedes conmigo, ¿por qué un imbécil cualquiera va a creer que puede?— y no espero una respuesta cuando me recuesto contra la almohada otra vez, que se hunde bajo nosotros. —Contigo lo que me pasa es que decido ser menos idiota— veo necesario tener que explicarlo, que no es cosa de él, es mi elección. Lo miro de soslayo con una sonrisa que va trepando por mis labios con picardía. —Si algún día voy presa,— comienzo, aquí voy de nuevo, haciendo una broma de algo tan grave, —quiero que me dejes decirle a Magnar que yo a la justicia de este país me la follé un montón de veces— pido, esto sí se lo pido, con un tono satisfecho como si ya lo hubiera hecho. —Y que valió la pena, por supuesto.

Me entretengo mirando a la manchita que se mueve en la fotografía al escuchar cómo su apellido queda mejor con el nombre que sugiero y porque no me rindo, lo intento una vez más: —¿Victorie Scott Powell?—. Sí, va quedando de una manera que me agrada. Mi recelo se dirige hacia esa M que quiere colocar en lo que es de por sí una combinación complicada, que nuestros apellidos juntos suena extraño y supongo que cuando lo veamos materializado en lo que ahora sabemos que es una niña, terminarán por encajar. —No escandalicemos a las tradiciones, por favor— digo con ese tonito de humor, que viene después de cada tormenta que nos abate, porque no tengo idea de cómo lo hacemos, pero la calma siempre viene después rompiendo con las frases hechas. —No más de lo que ya lo hacemos…— murmuro, arrellanándome en la cama para quedar tendida y poder estudiar la imagen con mis ojos que la recorren de un extremo a otro, mientras con una mano busco su cabello para ir peinándolo hacia atrás con caricias, que no hace falta que lo mire a él para que sepa lo que mis palabras no dicen o vuelven a negar.

Por loco que sea todo esto, en treinta años vi el mundo de una manera tan pesimista, como una seguidilla de males que no acaban, en que la realidad es siempre decepcionante, y desde hace un par de meses lo que hago es mirar este mundo destruido, injusto y en peligro constante, como si no dejara de maravillarme. Porque hay una cara cada día que puedo mirar cuando me despierto y pensar en lo jodidamente afortunada que soy, así como otras caras y una que apenas se distingue en una fotografía para que este sentimiento se me clave en el pecho, que no sé si es que me duele por anticipación a lo que vendrá o es que no sé cómo ser feliz en un tiempo que nos regaló alguien, quien sea que nos vio como el par de tontos que somos y que llevábamos caminos paralelos, que le dio curiosidad ver que salía de hacer chocar esos caminos. Y supongo que hizo falta algo así para que nos miremos de la manera en que lo hacemos ahora, porque la rabia o el pánico que estuvo chispeando en nuestros ojos mientras peleábamos se barren tan fácil, después me quedo mirándolo no como alguien que lo admire y puede llenarle de halagos, sino como alguien que puede amar sus heridas y sus defectos, y todas las malas decisiones que tomará, que para no tener que obligarlo a que verlo reflejado en mis ojos porque sé que asusta, le doy vuelta a las capturas de la ecografía con mis dedos y cuando no encuentro la nariz del bebé, le pido que trate de ver si lo encuentra él.
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