OTOÑO de 247521 de Septiembre — 20 de Diciembre
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.
Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.
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Finales de agosto
Giro la manecilla escondida en uno de los lados de la tortuga mecánica para comprobar que los engranajes funcionaran correctamente ahora que los he reemplazado. El artefacto cabe en mi mano y no tiene un peso tan ligero, dentro del caparazón metálico está todo lo que hace posible que mueva sus patas y levite en el aire, envolviéndolo en un hilo de niebla que se hace invisible cuando las manijas dan la hora en punto. Pero este reloj no está a la vista, a menos que de vuelta la tortuga, es lo que hago y checo que las agujas avancen. Las detengo con mi varita. Sobre el mostrador están otros relojes que examiné con el vendedor y mientras él atiende a alguien que viene en busca de unos repuestos para un instrumento mágico de música, me quedo mirando las piezas dentadas de diferentes tamaño y grosor que me serven como engranajes para las piezas coleccionables que tengo en casa y toman las formas más diversas, desde una tortuga y un escarabajo hasta una jaula, todos con el mismo sistema a cuerda.
Salgo de la tienda con una caja envuelta en papel madera, un detalle rudimentario del vendedor, pero me detengo en la vidriera cuando algo más llama mi atención, en lo que no había reparado cuando estaba dentro. Un muñeco de esos articulados que había visto alguna vez que usaban los dibujantes, pero hecho con piezas de metal y cables a la vista, reproduciendo movimientos que alguien configuró. Muy básico, tan perturbador como siempre me han parecido. La teoría del Valle Inquietante se cumple conmigo, no soporto ver una cara tan humana en un pedazo metálico. Me quedo con mis viejos y confiables tornillos que no inquietan a nadie, que las cosas sigan pareciendo cosas. Veo mi reflejo en el vidrio así como otra cara que no es de otra figura humanoide, sino de un humano real. Basta con un repaso rápido por su vestimenta y las bolsas que carga para saber qué es, más allá de quien es. Tengo una vieja y conocida sensación de familiaridad, porque no es la primera que me giro hacia un esclavo para hablarle, pero como cada vez que reconozco un rostro demasiado joven, me remueve la incomodidad. —Este lugar es una verdadera juguetería— le comento, aunque ninguno de los dos estemos ya en una edad en la que podamos quedarnos embobados frente a una vidriera. —¿Quieres entrar?— pregunto, porque no sé bien cómo funcionan las reglas de amos y esclavos, pero supongo que no puede salirse de su rato, a menos que tenga el carácter desobediente de otro chico que también conozco.
Giro la manecilla escondida en uno de los lados de la tortuga mecánica para comprobar que los engranajes funcionaran correctamente ahora que los he reemplazado. El artefacto cabe en mi mano y no tiene un peso tan ligero, dentro del caparazón metálico está todo lo que hace posible que mueva sus patas y levite en el aire, envolviéndolo en un hilo de niebla que se hace invisible cuando las manijas dan la hora en punto. Pero este reloj no está a la vista, a menos que de vuelta la tortuga, es lo que hago y checo que las agujas avancen. Las detengo con mi varita. Sobre el mostrador están otros relojes que examiné con el vendedor y mientras él atiende a alguien que viene en busca de unos repuestos para un instrumento mágico de música, me quedo mirando las piezas dentadas de diferentes tamaño y grosor que me serven como engranajes para las piezas coleccionables que tengo en casa y toman las formas más diversas, desde una tortuga y un escarabajo hasta una jaula, todos con el mismo sistema a cuerda.
Salgo de la tienda con una caja envuelta en papel madera, un detalle rudimentario del vendedor, pero me detengo en la vidriera cuando algo más llama mi atención, en lo que no había reparado cuando estaba dentro. Un muñeco de esos articulados que había visto alguna vez que usaban los dibujantes, pero hecho con piezas de metal y cables a la vista, reproduciendo movimientos que alguien configuró. Muy básico, tan perturbador como siempre me han parecido. La teoría del Valle Inquietante se cumple conmigo, no soporto ver una cara tan humana en un pedazo metálico. Me quedo con mis viejos y confiables tornillos que no inquietan a nadie, que las cosas sigan pareciendo cosas. Veo mi reflejo en el vidrio así como otra cara que no es de otra figura humanoide, sino de un humano real. Basta con un repaso rápido por su vestimenta y las bolsas que carga para saber qué es, más allá de quien es. Tengo una vieja y conocida sensación de familiaridad, porque no es la primera que me giro hacia un esclavo para hablarle, pero como cada vez que reconozco un rostro demasiado joven, me remueve la incomodidad. —Este lugar es una verdadera juguetería— le comento, aunque ninguno de los dos estemos ya en una edad en la que podamos quedarnos embobados frente a una vidriera. —¿Quieres entrar?— pregunto, porque no sé bien cómo funcionan las reglas de amos y esclavos, pero supongo que no puede salirse de su rato, a menos que tenga el carácter desobediente de otro chico que también conozco.
Ir de compras es algo que nunca ha sido de mi agrado, incluso aunque haya crecido haciéndolo obligado. Pero supongo que en esta ocasión no debería quejarme porque, al menos, puedo venir solo. No tengo una hora de llegada estipulada porque la casa está bastante vacía estos días de verano, lo cual es otro punto a mi favor. No es que quiera tardar en llegar a la Isla, pero al menos, puedo tomarme mi tiempo en mirar cosas que nunca podré comprar porque los galeones que llevo encima ni siquiera me pertenecen. ¿El problema de venir a estas alturas de mes? Bueno, las calles están abarrotadas de gente comprando tonterías para celebrar ese estúpido día de Nimue. Sé lo que hacen y por qué, pero por obvias razones y dadas las circunstancias de mi vida, no podría importarme menos ni podría encontrarlo más inútil.
Voy cargado de bolsas por las calles del Capitolio, unas calles que no había visto hasta hace escasas semanas porque he pasado toda mi vida encerrado en el distrito 3 y en el Mercado de Esclavos. Tengo que recordar bien por dónde he caminado para no acabar perdido en un sitio completamente distinto, pues lo cierto es que todos los lugares que voy viendo, todos los edificios y todos los escaparates, son demasiado llamativos. Pero son llamativos de una manera en la cual todos me parecen iguales, así que cuando paso por una calle para adentrarme en otra, tengo que mirar hasta el mínimo detalle para comprobar que no siga en la misma. En el 3 todo era más sencillo, aunque supongo que el factor de haber crecido ahí era lo que lo hacía parecer tan fácil de recordar pero, al menos, los edificios no parecían tener una guerra los unos contra los otros para ver cuál es el más excéntrico.
Es revisando los detalles de la nueva calle en la que me encuentro cuando termino embobado mirando el escaparate de una tienda tecnológica. Lo primero que me llama la atención es un pequeño androide con aspecto de cactus que no sé para qué servirá, pero asumo que debe de tratarse para tareas relacionadas con la jardinería. No parece demasiado útil, pero no voy a negar que llamativo es. Después, inspecciono el resto de cosas hasta que la voz de una mujer irrumpe en mis pensamientos e intentos pésimos de analizar para qué servirá cada cosa, o con qué estarán fabricados. — Yo... — ¿Qué respondes cuando alguien te pregunta algo así? No estoy acostumbrado a que los magos me traten de esta manera. — Me gustaría, sí — respondo seguido de un asentimiento rápido con la cabeza. Me muerdo ligeramente el labio, no muy seguro de no meter la pata por decir que sí. Tampoco es como si tuviera otra cosa que hacer mientras no hay nadie en casa, y ya he terminado todo lo que tenía que hacer...
Voy cargado de bolsas por las calles del Capitolio, unas calles que no había visto hasta hace escasas semanas porque he pasado toda mi vida encerrado en el distrito 3 y en el Mercado de Esclavos. Tengo que recordar bien por dónde he caminado para no acabar perdido en un sitio completamente distinto, pues lo cierto es que todos los lugares que voy viendo, todos los edificios y todos los escaparates, son demasiado llamativos. Pero son llamativos de una manera en la cual todos me parecen iguales, así que cuando paso por una calle para adentrarme en otra, tengo que mirar hasta el mínimo detalle para comprobar que no siga en la misma. En el 3 todo era más sencillo, aunque supongo que el factor de haber crecido ahí era lo que lo hacía parecer tan fácil de recordar pero, al menos, los edificios no parecían tener una guerra los unos contra los otros para ver cuál es el más excéntrico.
Es revisando los detalles de la nueva calle en la que me encuentro cuando termino embobado mirando el escaparate de una tienda tecnológica. Lo primero que me llama la atención es un pequeño androide con aspecto de cactus que no sé para qué servirá, pero asumo que debe de tratarse para tareas relacionadas con la jardinería. No parece demasiado útil, pero no voy a negar que llamativo es. Después, inspecciono el resto de cosas hasta que la voz de una mujer irrumpe en mis pensamientos e intentos pésimos de analizar para qué servirá cada cosa, o con qué estarán fabricados. — Yo... — ¿Qué respondes cuando alguien te pregunta algo así? No estoy acostumbrado a que los magos me traten de esta manera. — Me gustaría, sí — respondo seguido de un asentimiento rápido con la cabeza. Me muerdo ligeramente el labio, no muy seguro de no meter la pata por decir que sí. Tampoco es como si tuviera otra cosa que hacer mientras no hay nadie en casa, y ya he terminado todo lo que tenía que hacer...
Nunca podré decir que me he metido en un problema porque no me di cuenta a tiempo de lo que estaba haciendo, muchas veces lo que he hecho fue mirar a los ojos a eso que sabía que sería uno y le he sonreído porque me ha dicho que quiere entrar a una tienda que llama su atención, tanto como ha tenido cautivada la mía desde hace unos meses cuando la descubrí en esta calle. Las compras suelo hacerlas en el distrito seis, los principales proveedores están ahí, pero a la salida del ministerio, alguna veces he decidido pasear por las calles comerciales para ver cómo exponen a la venta ciertos objetos que salen de nuestro distrito. Así encontré este lugar, ¿cómo no compartirlo? Es decir, no conozco muchas personas que se emocionen como yo por la magia que puede surgir de dos cables que al unirse provocan una chispa de energía o que al ver un artefacto viejo en el terreno baldío de desechos del seis, lo haya pensado como una mejor versión de sí mismo. No puedo contenerme cuando encuentro personas con ese algo en la mirada.
Echo un vistazo hacia atrás por encima de mi hombro para comprobar que no haya nadie especialmente interesado en nosotros, que se haya percatado de que acabamos de encontrarnos. —Ven— le susurro, llamándolo con mi mano para que se acomode a mi lado y cuando lo tengo cerca puedo susurrarle cerca de su oído. —Si preguntan, eres mi esclavo. ¿De acuerdo?—. Sus ropas no las podemos disimular, el maldito uniforme que los amos obligan a los esclavos a usar me indigna, pero no hay nada que pueda hacer con eso. Siempre me he dicho que es porque si los visten con ropas normales, le hará recordar con cierta vergüenza que en realidad no somos muy distintos los muggles y los magos, que hasta podemos confundirnos y Merlín no quiera que eso pase, que tratemos a un muggle con la cortesía de un mago, por favor. Por algo entre los primeros artículos se prohíbe tan tajantemente que sintamos aprecio hacia ellos, una mínima simpatía, porque es demasiado fácil que esa norma se rompa. Las leyes están para romperse, y sé de alguien a quien no le gustaría este pensamiento, pero están hechas para regular algo que por instinto acabaríamos haciéndolo. Y por eso al entreabrir la puerta, pregunto: —¿Cómo te llamas?—. Necesito un nombre para no pisarnos entre nosotros ahí dentro. —Yo soy Lara—. No podrá llamarme por mi nombre de pila, pero necesita saberlo también.
Acabo por abrir la puerta y se escucha un sonido de algún artefacto, para que el vendedor se percate de nuestra llegada, y de mi regreso en este caso. —¡He vuelto!— anuncio, con una sonrisa que enmascara la mentira que somos. —Mi esclavo acabó con las compras que le encomendé y podrá ayudarme a llevar esas cosas que él me recordó que faltan…— tal vez no estoy siendo tan buena en esto, porque el viejo enarca una ceja y se reacomoda las gafas al deslizar la mirada a las bolsas de compras. Es un chismoso al final de cuentas. Cuando la sigo descubro una que tiene la marca identificadora de una tienda de ropa masculina. —¡Genial! ¡Encontraste el regalo para el tío Trevor! Pobre, desde que la tía Eunice lo abandonó por el herbológo que le vendía las pócimas para el reuma se ha sentido tan triste…— hago mi pequeño acto innecesario y antes de ponerme en evidencia por mi patetismo, empujo al chico a la sala donde se apiñan en estantes o en el suelo, o simplemente levitan en el aire, todas las cosas que pocas mentes alcanzan a imaginar. —Vayamos a por lo que nos interesa— lo sigo lejos de la mirada del vendedor, que vuelve a lo suyo con una supuesta indiferencia a lo que podamos hacer.
Echo un vistazo hacia atrás por encima de mi hombro para comprobar que no haya nadie especialmente interesado en nosotros, que se haya percatado de que acabamos de encontrarnos. —Ven— le susurro, llamándolo con mi mano para que se acomode a mi lado y cuando lo tengo cerca puedo susurrarle cerca de su oído. —Si preguntan, eres mi esclavo. ¿De acuerdo?—. Sus ropas no las podemos disimular, el maldito uniforme que los amos obligan a los esclavos a usar me indigna, pero no hay nada que pueda hacer con eso. Siempre me he dicho que es porque si los visten con ropas normales, le hará recordar con cierta vergüenza que en realidad no somos muy distintos los muggles y los magos, que hasta podemos confundirnos y Merlín no quiera que eso pase, que tratemos a un muggle con la cortesía de un mago, por favor. Por algo entre los primeros artículos se prohíbe tan tajantemente que sintamos aprecio hacia ellos, una mínima simpatía, porque es demasiado fácil que esa norma se rompa. Las leyes están para romperse, y sé de alguien a quien no le gustaría este pensamiento, pero están hechas para regular algo que por instinto acabaríamos haciéndolo. Y por eso al entreabrir la puerta, pregunto: —¿Cómo te llamas?—. Necesito un nombre para no pisarnos entre nosotros ahí dentro. —Yo soy Lara—. No podrá llamarme por mi nombre de pila, pero necesita saberlo también.
Acabo por abrir la puerta y se escucha un sonido de algún artefacto, para que el vendedor se percate de nuestra llegada, y de mi regreso en este caso. —¡He vuelto!— anuncio, con una sonrisa que enmascara la mentira que somos. —Mi esclavo acabó con las compras que le encomendé y podrá ayudarme a llevar esas cosas que él me recordó que faltan…— tal vez no estoy siendo tan buena en esto, porque el viejo enarca una ceja y se reacomoda las gafas al deslizar la mirada a las bolsas de compras. Es un chismoso al final de cuentas. Cuando la sigo descubro una que tiene la marca identificadora de una tienda de ropa masculina. —¡Genial! ¡Encontraste el regalo para el tío Trevor! Pobre, desde que la tía Eunice lo abandonó por el herbológo que le vendía las pócimas para el reuma se ha sentido tan triste…— hago mi pequeño acto innecesario y antes de ponerme en evidencia por mi patetismo, empujo al chico a la sala donde se apiñan en estantes o en el suelo, o simplemente levitan en el aire, todas las cosas que pocas mentes alcanzan a imaginar. —Vayamos a por lo que nos interesa— lo sigo lejos de la mirada del vendedor, que vuelve a lo suyo con una supuesta indiferencia a lo que podamos hacer.
Obedecer órdenes es algo sencillo, especialmente si se trata de casos como este en los que asentir basta para dejar claro que harás caso. Obviamente si me dijeran que matara a alguien con mis propias manos me opondría, pero no estoy hablando de esa clase de órdenes drásticas, sino de algo del día a día. Y si a eso le añades que encima en este caso es algo que quiero hacer, pues todavía es más fácil. No es típico un ofrecimiento como este; digamos que es algo así como que te toque la lotería. O como ver a un cerdo volar, pero eso últimamente no es tan inusual, si tenemos en cuenta algunos magos asquerosos que van a sus anchas volando con sus escobas. Yo también tengo una, pero es para barrer la suciedad del jardín. Así que no, no le encuentro lo atractivo a utilizar ese trasto para desplazarte habiendo cosas mucho mejores.
Con las bolsas bien agarradas, la sigo hasta la puerta, dudando por primera vez de si esto es buena idea o no. Pero a la mierda, ¿quién va a chivarse? Porque ella también se metería en un lío si lo hiciera y dudo que alguien descubra nuestra mentira si lo hacemos bien. — Me llamo Jordan. — El apellido lo omito por dos razones, una más obvia que la otra: la primera es porque odiaría que me relacionaran con Hans, y la segunda es porque él mismo me prohibió que dijera que somos familia. Tampoco es como si fuera a servir de nada, teniendo en cuenta que soy un humano; da igual de qué familia sea. Que me diga su nombre me ahorra una pregunta incómoda; preguntarlo es algo que siempre me ha incomodado porque no quiero que se sientan ofendidos. No es que vaya a llamarla así porque nunca empleo el nombre propio para hablar a los magos, pues sé que a muchos les molesta, pero sí que me gusta saber el nombre de la persona con la que hablo aunque no vaya a usarlo. — Entendido — respondo, y asiento otra vez para dar énfasis.
Mi primera reacción al entrar es girarme asustado al escuchar un sonido extraño nada más abrir la puerta, y miro hacia varios sitios hasta encontrar un artefacto extraño y que no logro identificar colgado cerca de la puerta. Trato de analizar cómo debe funcionar y de qué manera detecta los movimientos de la puerta porque no llega a tocarla, pero antes de que pueda hacerlo, las palabras de Lara sobre las compras me traen de vuelta a la realidad. Su acto suena convincente y lo cierto es que parece que las mentiras se le dan bien, así que decido mantenerme callado para no meter la pata y, sobre todo, para quedar como un esclavo sumiso a ojos del hombre. Me dejo llevar hasta a una sala que absorbe mi atención completamente, y aunque miro los curiosos objetos, esta vez me mantengo atento en vez de quedarme perdido en mis pensamientos. — ¿Sabe cómo funciona aquella cosa que hay en la puerta? — le pregunto a Lara. No sé si hago mal en preguntar, pero supongo que no pretendía que me quedara callado todo el rato viendo estas maravillas cuando ella misma me ha ofrecido entrar. Además, no puedo quedarme con la curiosidad, aunque asumo que debe de funcionar con algo de magia también porque se escapa totalmente a mis conocimientos que, aunque no son muchos, algunos sí que tengo.
Con las bolsas bien agarradas, la sigo hasta la puerta, dudando por primera vez de si esto es buena idea o no. Pero a la mierda, ¿quién va a chivarse? Porque ella también se metería en un lío si lo hiciera y dudo que alguien descubra nuestra mentira si lo hacemos bien. — Me llamo Jordan. — El apellido lo omito por dos razones, una más obvia que la otra: la primera es porque odiaría que me relacionaran con Hans, y la segunda es porque él mismo me prohibió que dijera que somos familia. Tampoco es como si fuera a servir de nada, teniendo en cuenta que soy un humano; da igual de qué familia sea. Que me diga su nombre me ahorra una pregunta incómoda; preguntarlo es algo que siempre me ha incomodado porque no quiero que se sientan ofendidos. No es que vaya a llamarla así porque nunca empleo el nombre propio para hablar a los magos, pues sé que a muchos les molesta, pero sí que me gusta saber el nombre de la persona con la que hablo aunque no vaya a usarlo. — Entendido — respondo, y asiento otra vez para dar énfasis.
Mi primera reacción al entrar es girarme asustado al escuchar un sonido extraño nada más abrir la puerta, y miro hacia varios sitios hasta encontrar un artefacto extraño y que no logro identificar colgado cerca de la puerta. Trato de analizar cómo debe funcionar y de qué manera detecta los movimientos de la puerta porque no llega a tocarla, pero antes de que pueda hacerlo, las palabras de Lara sobre las compras me traen de vuelta a la realidad. Su acto suena convincente y lo cierto es que parece que las mentiras se le dan bien, así que decido mantenerme callado para no meter la pata y, sobre todo, para quedar como un esclavo sumiso a ojos del hombre. Me dejo llevar hasta a una sala que absorbe mi atención completamente, y aunque miro los curiosos objetos, esta vez me mantengo atento en vez de quedarme perdido en mis pensamientos. — ¿Sabe cómo funciona aquella cosa que hay en la puerta? — le pregunto a Lara. No sé si hago mal en preguntar, pero supongo que no pretendía que me quedara callado todo el rato viendo estas maravillas cuando ella misma me ha ofrecido entrar. Además, no puedo quedarme con la curiosidad, aunque asumo que debe de funcionar con algo de magia también porque se escapa totalmente a mis conocimientos que, aunque no son muchos, algunos sí que tengo.
No veo nada raro en que me diga su nombre sin acompañarlo de un apellido, puesto que hice lo mismo. Siendo tan joven también, me pregunto si no era un bebé cuando lo llevaron al mercado y no me detengo demasiado en este pensamiento que a la larga me angustiará por la injusticia de que así sea, porque estamos a un paso de entrar a la tienda donde con un par de mentiras que podrían desmantelarse con algún otro vendedor que pase de ser simplemente un curioso a alguien de preguntas inquisidores. Claro que si lo hace se arriesga a que salga de esta tienda y no vuelva, no creo que perderme como cliente marque una gran diferencia a sus cuentas, pero sí que sabe lo que es mantener la fidelidad porque no me atosiga con un interrogatorio, sino que me deja volver a recorrer su tienda con mi supuesto esclavo. Compraré más cosas al final de mi segunda visita así que mejor para él.
Mis ojos se entretienen con cada aparato dispuesto en los estantes, en un desorden divertido en el que puedes encontrarte con un par de zapatillas aladas al lado de una de uno de esos tótems tecnológicos que sirven para cambiar los ambientes de una sala, tu sala puede ser una campo de altos pastizales o una cueva de hielo, lo que prefieras. Están caros. Entre todos los cachivaches distingo lo que parece una luciérnaga hecha de finos alambres, posada sobre la manija de un reloj de pie y cuando fijo mi mirada en ella, se enciende su luz y simplemente desaparece. La voz del chico atrae mi atención, olvidándome de inmediato del bicho. —¿El monitor de vigilancia?— explico, acercándome a él hasta quedar detrás de su hombro, miro la pantalla que muestra un plano de la tienda y un par de huellas por cada persona en el lugar, las suyas están marcadas de un color diferente por tratarse de un esclavo supongo, pero antes de leer la etiqueta que acompaña a las nuestras, me doy cuenta que hay otras cosas colgando allí, algo que parece una gárgola pero está hecha de piezas robóticas, también un carcaj de flechas de esas que están hechas con la tecnología como para medir un montón de variables que determinan su precisión. —¿Qué cosa?— indago, dudando de qué entre todo llamó su atención. —¿Eres sólo un admirador de artefactos o alguna vez experimentaste con tecnología?— le pregunto en un susurro que queda entre los dos, para saber qué tanto tengo que profundizar en mis explicaciones sobre el funcionamiento de las cosas.
Mis ojos se entretienen con cada aparato dispuesto en los estantes, en un desorden divertido en el que puedes encontrarte con un par de zapatillas aladas al lado de una de uno de esos tótems tecnológicos que sirven para cambiar los ambientes de una sala, tu sala puede ser una campo de altos pastizales o una cueva de hielo, lo que prefieras. Están caros. Entre todos los cachivaches distingo lo que parece una luciérnaga hecha de finos alambres, posada sobre la manija de un reloj de pie y cuando fijo mi mirada en ella, se enciende su luz y simplemente desaparece. La voz del chico atrae mi atención, olvidándome de inmediato del bicho. —¿El monitor de vigilancia?— explico, acercándome a él hasta quedar detrás de su hombro, miro la pantalla que muestra un plano de la tienda y un par de huellas por cada persona en el lugar, las suyas están marcadas de un color diferente por tratarse de un esclavo supongo, pero antes de leer la etiqueta que acompaña a las nuestras, me doy cuenta que hay otras cosas colgando allí, algo que parece una gárgola pero está hecha de piezas robóticas, también un carcaj de flechas de esas que están hechas con la tecnología como para medir un montón de variables que determinan su precisión. —¿Qué cosa?— indago, dudando de qué entre todo llamó su atención. —¿Eres sólo un admirador de artefactos o alguna vez experimentaste con tecnología?— le pregunto en un susurro que queda entre los dos, para saber qué tanto tengo que profundizar en mis explicaciones sobre el funcionamiento de las cosas.
¿Monitor de vigilancia? Si soy sincero, la verdad es que esperaba que tuviera un nombre mucho más rebuscado y complicado. Como esas palabras que gritan cuando alzan la varita y que reconocen como hechizos. Nunca he sabido cómo se aclaran con tanta palabra extraña, así que suponía que a esto debían de llamarle de una manera rara también, pues sigo pensando que debe de funcionar con ayuda de la magia y que por eso no identifico bien su funcionamiento. — Ambas cosas — reconozco. Echo otro vistazo a la estancia hasta detenerme en una figura de un pato que parece no destacar por nada... hasta que de un pato pasa a transformarse en un sapo, y luego en un colibrí. — Soy autodidacta, pero en el Mercado estaba prohibido. Mi anterior amo me dejaba investigar por mi cuenta, pero el tiempo era muy escaso. — Realmente es ahora cuando más libertad, al menos en ese sentido, estoy empezando a tener. Hans no es que esté pendiente de mí, siempre y cuando cumpla con lo que me ha ordenado, así que de vez en cuando puedo trastear con algunas chatarras que la gente deja por ahí tiradas y que yo he ido recolectando.
— ¿El monitor de vigilancia funciona con magia? — pregunto al final. Muchos de los artefactos de la tienda parecen funcionar así, no solo la figura que cambia de forma. Parece un poco inútil, pero supongo que se venderá bien entre la gente que se cansa de tener siempre algo con la misma forma y que prefiere diversidad. — Señorita Lara.... — empiezo a decir, dubitativo. No sé cómo dirigirme a ella, por mucho que sepa su nombre y por simpática que parezca. A muchos magos les molesta que se les haga preguntas personales; pero ella no es que parezca alguien normal tampoco, teniendo en cuenta que me ha invitado a entrar sin conocerme y sabiendo que soy un humano. — Usted parece saber bastante sobre tecnología, ¿cierto? — Porque puedo notarlo en su mirada cuando presta atención a los objetos. Es la misma mirada que tengo yo, pero con el añadido de que ella puede disponer de lo que quiera mientras que a mí no me queda más remedio que observar desde la distancia.
— ¿El monitor de vigilancia funciona con magia? — pregunto al final. Muchos de los artefactos de la tienda parecen funcionar así, no solo la figura que cambia de forma. Parece un poco inútil, pero supongo que se venderá bien entre la gente que se cansa de tener siempre algo con la misma forma y que prefiere diversidad. — Señorita Lara.... — empiezo a decir, dubitativo. No sé cómo dirigirme a ella, por mucho que sepa su nombre y por simpática que parezca. A muchos magos les molesta que se les haga preguntas personales; pero ella no es que parezca alguien normal tampoco, teniendo en cuenta que me ha invitado a entrar sin conocerme y sabiendo que soy un humano. — Usted parece saber bastante sobre tecnología, ¿cierto? — Porque puedo notarlo en su mirada cuando presta atención a los objetos. Es la misma mirada que tengo yo, pero con el añadido de que ella puede disponer de lo que quiera mientras que a mí no me queda más remedio que observar desde la distancia.
—¡Oh, eso es genial! La mayor parte de lo que puedas aprender por tu cuenta es lo que nunca olvidarás. Se trata de errar, errar, aprender, errar, aprender…— es todo lo que alcanzo a decir en un momento en que mi emoción se cuela, mirando con ojos renovados al chico que no podrá tener más de ¿quince? ¿dieciséis años? A esa edad yo me metía dentro del capó de un automóvil para desarmar todo como si de un juego se tratara, en el que reconocía cada pieza y luego la colocaba en su sitio original, con los cambios y mejoras que requiriera. Si lo pienso toda mi vida tuve a disposición lo que hiciera falta para aprender, desde las herramientas, la tecnología y los artefactos de prueba, fuera en la época en que estábamos obligados a esconder la magia y pasábamos como simples mecánicos con mis padres, o lo que siguió después a eso, en que continué trabajando con mi madre. ¡A Mohini le caería tan bien este chico! Me cosquillean las manos de todo lo que ella podría enseñarle, pero no se podrá porque es esclavo y porque nunca pensé en ir al mercado a buscar a alguien con estos intereses. —¿Y cómo es tu amo actual? ¿Te deja trabajar?— indago, no quiero hacer cosas que lo metan en un lío. —¿Se molestará si descubre que te llevaste alguna bobería de aquí?—. La tienda es grande, hay un par de tonterías interesantes que con un hechizo para encogerlas, podría guardarlas en sus bolsillos incluso.
Devuelvo mi atención a la pantalla que controla los movimientos de la tienda y asiento con mi barbilla, actúo como la maestra que nunca me vi siendo para poder explicarle el funcionamiento. Creo que más que una profesora, se me escucha como alguien mostrando un juguete con el entusiasmo en palabras del tipo «¡y si aprietas este botón, salen dragones de confeti!». —La magia es la que permite reconocer la identidad del visitante, no importa la vestimenta que traiga o que esté usando una poción de multijugos, que un simple programa de reconocimiento facial no podría. Son sistemas de vigilancia muy sofisticados, tienen un historial ilimitado así que si quieres, puedes saber quien estuvo aquí tal día y a tal hora, también buscar a partir de la misma identidad de la persona…— relato, con mis manos ocupadas en lo que parece un cubo de rubik y como todas las caras se ven tan tristes igualadas en el tono que le corresponden, lo muevo con mis dedos para ir mezclando los colores.
—Sólo Lara— le corrijo, que si alguien acompaña mi nombre con cualquier cosa que no sea mi apellido, difícilmente me dé la vuelta si me llaman. —¡Ah, sí! ¡Algo sé!— contesto a su pregunta, que no me presenté como debía. —Soy mecánica y… trabajo con chucherías que sirven para todo y nada— le muestro el cubo que un caos arcoíris ahora. Dispersión, así le hemos dicho. En los últimos diez años no he hecho más que trabajar en proyectos banales, escondiendo lo que verdaderamente me interesa entre estos y en cambio mostrándome como la estudiante que mi padre dejó atrás, en su mismo rubro. —Y generalmente vehículos y escobas. Alfombras, a veces. Lastima que los magos son tan perezosos que se aparecen todo el tiempo— bufo, me arruinan el negocio. —Los vehículos mágicos son un lujo, pero lo valen. Las escobas son… lo mejor— ¿o solo para mí que me fascina volar? —Y las alfombras son, bueno, más una cuestión nostálgica y romántica. A la gente le da ganas de cantar cuando sube a una— me encojo de hombros como si no entendiera por qué.
Devuelvo mi atención a la pantalla que controla los movimientos de la tienda y asiento con mi barbilla, actúo como la maestra que nunca me vi siendo para poder explicarle el funcionamiento. Creo que más que una profesora, se me escucha como alguien mostrando un juguete con el entusiasmo en palabras del tipo «¡y si aprietas este botón, salen dragones de confeti!». —La magia es la que permite reconocer la identidad del visitante, no importa la vestimenta que traiga o que esté usando una poción de multijugos, que un simple programa de reconocimiento facial no podría. Son sistemas de vigilancia muy sofisticados, tienen un historial ilimitado así que si quieres, puedes saber quien estuvo aquí tal día y a tal hora, también buscar a partir de la misma identidad de la persona…— relato, con mis manos ocupadas en lo que parece un cubo de rubik y como todas las caras se ven tan tristes igualadas en el tono que le corresponden, lo muevo con mis dedos para ir mezclando los colores.
—Sólo Lara— le corrijo, que si alguien acompaña mi nombre con cualquier cosa que no sea mi apellido, difícilmente me dé la vuelta si me llaman. —¡Ah, sí! ¡Algo sé!— contesto a su pregunta, que no me presenté como debía. —Soy mecánica y… trabajo con chucherías que sirven para todo y nada— le muestro el cubo que un caos arcoíris ahora. Dispersión, así le hemos dicho. En los últimos diez años no he hecho más que trabajar en proyectos banales, escondiendo lo que verdaderamente me interesa entre estos y en cambio mostrándome como la estudiante que mi padre dejó atrás, en su mismo rubro. —Y generalmente vehículos y escobas. Alfombras, a veces. Lastima que los magos son tan perezosos que se aparecen todo el tiempo— bufo, me arruinan el negocio. —Los vehículos mágicos son un lujo, pero lo valen. Las escobas son… lo mejor— ¿o solo para mí que me fascina volar? —Y las alfombras son, bueno, más una cuestión nostálgica y romántica. A la gente le da ganas de cantar cuando sube a una— me encojo de hombros como si no entendiera por qué.
Lo cierto es que no sé muy bien cómo responder a su pregunta sobre mi nuevo amo. Por una parte, no me puedo quejar porque sé que hay algunos indeseables que te tienen, no literalmente porque ya sería lo que faltase, atados en la casa, sin dejarte salir. En eso he tenido suerte, claro. El problema es cuando se tiene en cuenta que el hombre que me compró lleva el mismo apellido que yo; uno que ahora no puedo reconocer como mío no solo para que él se salve el pellejo, sino por mi propio bien también. Es complicado, y aun así... — Es un buen hombre. Me dejó una pequeña casa de servidumbre en sus terrenos donde viven algunos elfos. — Es de las pocas buenas que he sacado de esta situación y que de verdad puedo llegar a agradecerle. Si tuviera que vivir en la misma casa que él y su hija, sería insoportable. — No creo que le moleste que me lleve nada, siempre y cuando cumpla con mis obligaciones y no pierda el tiempo — añado. No le pregunté nada sobre eso, pero lo intuyo después de ver cómo está siendo la convivencia. Más bien el problema recae en que no tengo dinero para permitirme comprar cosas que no me han mandado, pero eso es algo que prefiero guardarme para mí mismo por puro orgullo.
Creo que debo de tener la boca ligeramente abierta, sorprendido del funcionamiento tan preciso que explica, cuando me dice por qué el sistema de detección funciona como lo hace. Supongo que eso es algo que se puede hacer con simple programación, pero ni de lejos tendría esa precisión tan exacta que permite hasta saber quién es aunque haya tomado una poción multijugos. También debe de ser mucho más rápido. Si no fuera por lo mal que nos tratan la mayoría de los magos, hasta les admiraría por tener la capacidad de hacer estas cosas. — Eso debe de ayudar para saber qué compras suelen interesarle más a un mismo comprador que viene varias veces — digo. Hay razones por las que un sistema así puede ser útil, pero son más relativas a seguridad que a un negocio que vive por las compras y que, por lo tanto, necesita saber qué suele comprar un cliente habitual.
No puedo evitar sonreír, algo que no suelo hacer demasiado, cuando dice que los magos son algo perezosos. Es algo que siempre he pensado, pero es muy distinto escucharlo de alguien que posee magia también. — ¿Tú no te apareces? — La verdad es que la idea de abrir y cerrar los ojos y aparecer en un sitio concreto suena bastante llamativa ahora que voy cargado de bolsas. — Volar suena más interesante, la verdad. Las vistas deben de ser increíbles. — reconozco al final, por mucho que ahora mismo me pesen las bolsas. Quizá es la nostalgia, la idea de tener algo de libertad como la que aporta el volar, lo que habla. — Tienes suerte de tener un trabajo así. Suena genial. — Es más un pensamiento que se escapa de mi boca, lo que provoca que haga una mueca cuando me doy cuenta de lo que he dicho en voz alta. Mi primer instinto es el de recolocarme la boina de mi padre, como suelo hacer cuando estoy incómodo... ¿pero qué más da? Ni siquiera parece una bruja muy normal, teniendo en cuenta que hasta me deja llamarla por su nombre de pila.
Creo que debo de tener la boca ligeramente abierta, sorprendido del funcionamiento tan preciso que explica, cuando me dice por qué el sistema de detección funciona como lo hace. Supongo que eso es algo que se puede hacer con simple programación, pero ni de lejos tendría esa precisión tan exacta que permite hasta saber quién es aunque haya tomado una poción multijugos. También debe de ser mucho más rápido. Si no fuera por lo mal que nos tratan la mayoría de los magos, hasta les admiraría por tener la capacidad de hacer estas cosas. — Eso debe de ayudar para saber qué compras suelen interesarle más a un mismo comprador que viene varias veces — digo. Hay razones por las que un sistema así puede ser útil, pero son más relativas a seguridad que a un negocio que vive por las compras y que, por lo tanto, necesita saber qué suele comprar un cliente habitual.
No puedo evitar sonreír, algo que no suelo hacer demasiado, cuando dice que los magos son algo perezosos. Es algo que siempre he pensado, pero es muy distinto escucharlo de alguien que posee magia también. — ¿Tú no te apareces? — La verdad es que la idea de abrir y cerrar los ojos y aparecer en un sitio concreto suena bastante llamativa ahora que voy cargado de bolsas. — Volar suena más interesante, la verdad. Las vistas deben de ser increíbles. — reconozco al final, por mucho que ahora mismo me pesen las bolsas. Quizá es la nostalgia, la idea de tener algo de libertad como la que aporta el volar, lo que habla. — Tienes suerte de tener un trabajo así. Suena genial. — Es más un pensamiento que se escapa de mi boca, lo que provoca que haga una mueca cuando me doy cuenta de lo que he dicho en voz alta. Mi primer instinto es el de recolocarme la boina de mi padre, como suelo hacer cuando estoy incómodo... ¿pero qué más da? Ni siquiera parece una bruja muy normal, teniendo en cuenta que hasta me deja llamarla por su nombre de pila.
«Un buen hombre» sigue siendo tan raro a mis oídos escuchar que un chico obligado a ser esclavo pueda referirse así a quien dice ser su amo, choca bastante con todo lo que intercambiamos con Jim en la poca confidencia que podíamos encontrar en el mercado. Me da un cierto alivio que haya magos así, que no abusan de tener a su disposición la vida de alguien tan joven como este chico que tiene que relegar lo que le interesa y mirar desde afuera de un escaparate, para dar prioridad a las compras que le encomiendan. —Aprovechemos que así sea, entonces— decido, que si tiene un espacio para él solo, puede llevarse lo que sea siempre que no le revisen las bolsas y luego guardárselo para sí. —Si ves algo que te gusta, me lo dices— dejo implícita la oferta de comprárselo, lo que sea que salen algunas de estas cosas no me implica un gasto grande.
Es un gesto que no puedo reprimir por mi propia emoción de encontrar a alguien así, quien tiene un interés y considero que necesita incentivos. Y es lo que más me molesta de que haya esclavos tan jóvenes, porque están descubriendo el mundo con la misma curiosidad que otros, deslumbrándose por el funcionamiento de algo que a mí no me cuesta tanto explicar cómo lo es una pantalla de vigilancia. ¿Qué queda de todas aquellas cosas que se están trabajando en laboratorios y que no alcanzo a comprender? ¿Y de todas las novedades en robótica? Se me va la cabeza en todo eso, que lo poco que puedo acercarle es un recorte. —Nunca lo había pensado así, creí que era por seguridad— contesto, sopesando lo que acaba de decir sobre los clientes. —Pero es una buena manera de ir haciendo un perfil de clientes, se podría agregar como un accesorio del programa si es que no lo tiene…— voy pensando en voz alta y tengo que excusarme pronto. —No es mi rubro, de todas maneras. Tendría que preguntárselo a un amigo que sí trabaja en eso…— y estoy pensando en Riley, que hace surgir un robot de una gragea.
Cambio mi peso de un pie al otro, un poco incómoda, después de despotricar contra los medios de transportes de los magos en general. —Sí, suelo hacerlo… porque soy perezosa…— tengo que reconocer que es la manera más práctica, se trata de cerrar los ojos y en un pis pas estás en el lugar que tu mente es capaz de conjurar. — Y porque trabajo tan temprano, que prefiero aparecerme y poder dormir cinco minutos más—. Es un medio que se toma como hábito, sigue sin ser de mis favoritos. Mi mirada cambia, resplandece por los muchos paisajes que vi montada en una escoba, que casi olvido que siendo un muggle, no sabrá lo que es eso a menos que un mago lo obligue a subir a una con todo lo peligroso que eso puede ser. —No cambio nada por volar, es una sensación incomparable. Si el cielo está limpio de nubes, con una escoba puedes cruzarlo de un lado al otro como si fuera una ruta interminable. Y si hay tormenta… es aún más genial, con los vientos en contra y la lluvia golpeándote la cara, volar te hace sentir invencible— cuento, desviando mis ojos hacia una pared abarrotada de tonterías mecánicas para esconder lo que puedo de este entusiasmo excesivo del que no lo quiero hacer víctima, y tengo que volver a él por lo último que dice. —Lo es, tal vez algún día podamos trabajar juntos—. Sé que no debo decirlo, que por cosas así es que luego me meto en problemas, pero son las cosas en las que creo. —Mientras tanto…— digo, haciendo un gesto con mi mano para que me espere donde está, así puedo bordear uno de los estantes y regresar al cabo de dos minutos con una enciclopedia que reviso al pasar algunas páginas al azar. —Este libro no me cansaba de leerlo cuando era niña— se lo tiendo con una sonrisa para que pueda ver la tapa gris con letras plateadas y el título 1001 cosas asombrosas del último siglo.
Es un gesto que no puedo reprimir por mi propia emoción de encontrar a alguien así, quien tiene un interés y considero que necesita incentivos. Y es lo que más me molesta de que haya esclavos tan jóvenes, porque están descubriendo el mundo con la misma curiosidad que otros, deslumbrándose por el funcionamiento de algo que a mí no me cuesta tanto explicar cómo lo es una pantalla de vigilancia. ¿Qué queda de todas aquellas cosas que se están trabajando en laboratorios y que no alcanzo a comprender? ¿Y de todas las novedades en robótica? Se me va la cabeza en todo eso, que lo poco que puedo acercarle es un recorte. —Nunca lo había pensado así, creí que era por seguridad— contesto, sopesando lo que acaba de decir sobre los clientes. —Pero es una buena manera de ir haciendo un perfil de clientes, se podría agregar como un accesorio del programa si es que no lo tiene…— voy pensando en voz alta y tengo que excusarme pronto. —No es mi rubro, de todas maneras. Tendría que preguntárselo a un amigo que sí trabaja en eso…— y estoy pensando en Riley, que hace surgir un robot de una gragea.
Cambio mi peso de un pie al otro, un poco incómoda, después de despotricar contra los medios de transportes de los magos en general. —Sí, suelo hacerlo… porque soy perezosa…— tengo que reconocer que es la manera más práctica, se trata de cerrar los ojos y en un pis pas estás en el lugar que tu mente es capaz de conjurar. — Y porque trabajo tan temprano, que prefiero aparecerme y poder dormir cinco minutos más—. Es un medio que se toma como hábito, sigue sin ser de mis favoritos. Mi mirada cambia, resplandece por los muchos paisajes que vi montada en una escoba, que casi olvido que siendo un muggle, no sabrá lo que es eso a menos que un mago lo obligue a subir a una con todo lo peligroso que eso puede ser. —No cambio nada por volar, es una sensación incomparable. Si el cielo está limpio de nubes, con una escoba puedes cruzarlo de un lado al otro como si fuera una ruta interminable. Y si hay tormenta… es aún más genial, con los vientos en contra y la lluvia golpeándote la cara, volar te hace sentir invencible— cuento, desviando mis ojos hacia una pared abarrotada de tonterías mecánicas para esconder lo que puedo de este entusiasmo excesivo del que no lo quiero hacer víctima, y tengo que volver a él por lo último que dice. —Lo es, tal vez algún día podamos trabajar juntos—. Sé que no debo decirlo, que por cosas así es que luego me meto en problemas, pero son las cosas en las que creo. —Mientras tanto…— digo, haciendo un gesto con mi mano para que me espere donde está, así puedo bordear uno de los estantes y regresar al cabo de dos minutos con una enciclopedia que reviso al pasar algunas páginas al azar. —Este libro no me cansaba de leerlo cuando era niña— se lo tiendo con una sonrisa para que pueda ver la tapa gris con letras plateadas y el título 1001 cosas asombrosas del último siglo.
Lo cierto es que ni siquiera sé cómo responder a eso de que avise de si veo algo que me gusta. Mis opiniones son algo que nunca nadie ha tenido en cuenta, ni siquiera mis padres porque preferían servir a nuestro mago para ahorrarnos un disgusto, así que oír esas palabras, y encima de boca de alguien como ella, me dejan helado en el sitio durante unos largos segundos. Tengo que parpadear un par de veces antes de girar la cabeza hacia una de las enormes estanterías, y estiro el cuello para tratar de ver mejor los estantes más altos. Al no saber reaccionar encima hay que sumarle que, para colmo, hay demasiados objetos que captan totalmente mi atención; decenas de cosas que me llevaría a mi pequeña casa y con las cuales pasaría horas. Pero ni tengo dinero, ni me atrevo a hacerlo. Quizá Hans me haya dado una casa junto con algunos elfos domésticos, pero tener algo personal, algo propio como estas cosas... No me atrevo. Sigue siendo el Ministro de Justicia, ese que es el jefe de los que condenan a gente como yo sin tener nada en cuenta más que su sangre, en muchas ocasiones.
No puedo evitar sonreír con un poco de orgullo cuando responde que ella no lo había pensado, porque son pocas las ocasiones en las que uno puede demostrar que también puede ser inteligente, incluso aunque se sea un humano esclavizado. — Mi abuelo materno tenía un taller antes del cambio de Gobierno. Siempre me dijeron que sabía vender muy bien y que tenía buena mente para los negocios — explico. No recuerdo nada de eso por obvias razones, pero quizá heredé la mentalidad de ver una oportunidad de ganar dinero rápidamente de él. Mi madre siempre decía que me parecía demasiado a él, que era eso lo que, de niño, me llevaba a meterme en líos por intentar fabricar mis propios artilugios y colarme en habitaciones prohibidas. Pero nunca pude conocerle porque murió poco después de que Jamie Niniadis y los suyos subieran al poder, a manos de un estúpido auror por desobedecer sus órdenes. Y mi madre también decía que yo acabaría así de mayor si no me enderezaba, y con el tiempo, por mucho que me fastidiase, comprendí que tenía razón, que lo mejor era callar y agachar la cabeza.
Desvío la mirada hacia una lámpara que cambia de colores según la música que sale de un altavoz que viene con ella, mientras trato de imaginarme cómo debe de ser poder aparecerte en un lugar en literalmente un abrir y cerrar de ojos. — ¿Qué notas cuando te apareces? — Nunca me he atrevido a preguntarlo, pero es una pregunta que siempre me ha generado mucha curiosidad. Cuando viajas en tren puedes notar las vías y cómo se mueve para los lados, pero eso... no sé ni cómo debe de ser. — ¿No te da miedo caerte de la escoba? — pregunto con una pequeña mueca. La idea de la libertad inmensa del cielo suena maravillosa, pero lo que comenta de volar en plena tormenta... ¡Si apenas veo cuando voy por la acera con un par de bolsas! Creo que no estaría hecho para eso yo.
Todas esas preguntas se esfuman cuando sugiere lo de trabajar juntos un día, y tengo que morderme los labios para controlar la emoción. Por suerte, puedo disimular mirando el libro que me enseña... hasta que leo el título. — ¡Vaya! Vi ese libro en casa de mi antiguo amo, pero nunca me dejó leerlo — me sincero. Omito la parte en la que, para empezar, si lo vi fue porque me colé en una habitación prohibida. Intenté leerlo un par de veces más, a pesar de las prohibiciones, pero solo alcancé a leer un par de páginas.
No puedo evitar sonreír con un poco de orgullo cuando responde que ella no lo había pensado, porque son pocas las ocasiones en las que uno puede demostrar que también puede ser inteligente, incluso aunque se sea un humano esclavizado. — Mi abuelo materno tenía un taller antes del cambio de Gobierno. Siempre me dijeron que sabía vender muy bien y que tenía buena mente para los negocios — explico. No recuerdo nada de eso por obvias razones, pero quizá heredé la mentalidad de ver una oportunidad de ganar dinero rápidamente de él. Mi madre siempre decía que me parecía demasiado a él, que era eso lo que, de niño, me llevaba a meterme en líos por intentar fabricar mis propios artilugios y colarme en habitaciones prohibidas. Pero nunca pude conocerle porque murió poco después de que Jamie Niniadis y los suyos subieran al poder, a manos de un estúpido auror por desobedecer sus órdenes. Y mi madre también decía que yo acabaría así de mayor si no me enderezaba, y con el tiempo, por mucho que me fastidiase, comprendí que tenía razón, que lo mejor era callar y agachar la cabeza.
Desvío la mirada hacia una lámpara que cambia de colores según la música que sale de un altavoz que viene con ella, mientras trato de imaginarme cómo debe de ser poder aparecerte en un lugar en literalmente un abrir y cerrar de ojos. — ¿Qué notas cuando te apareces? — Nunca me he atrevido a preguntarlo, pero es una pregunta que siempre me ha generado mucha curiosidad. Cuando viajas en tren puedes notar las vías y cómo se mueve para los lados, pero eso... no sé ni cómo debe de ser. — ¿No te da miedo caerte de la escoba? — pregunto con una pequeña mueca. La idea de la libertad inmensa del cielo suena maravillosa, pero lo que comenta de volar en plena tormenta... ¡Si apenas veo cuando voy por la acera con un par de bolsas! Creo que no estaría hecho para eso yo.
Todas esas preguntas se esfuman cuando sugiere lo de trabajar juntos un día, y tengo que morderme los labios para controlar la emoción. Por suerte, puedo disimular mirando el libro que me enseña... hasta que leo el título. — ¡Vaya! Vi ese libro en casa de mi antiguo amo, pero nunca me dejó leerlo — me sincero. Omito la parte en la que, para empezar, si lo vi fue porque me colé en una habitación prohibida. Intenté leerlo un par de veces más, a pesar de las prohibiciones, pero solo alcancé a leer un par de páginas.
—¿En serio?— pregunto, con honesto interés en lo que hacía su abuelo, ¡quién sabe! ¡Tal vez era vecino de los míos! —¿De qué distrito era?— sigo, si es que yo siempre digo que las personas afines se terminan encontrando, a pesar de la distancia de distritos, incluyamos también estatus social, y no nos olvidemos de la diferencia de edad. Tengo un gusto particular para decidir que una persona me cae bien, lo sé. — Te diré lo mismo que me decía mi padre siempre, que toda su vida trabajó en un taller. Puedes inventar la cosa más genial del mundo, pero si no sabes venderlo, vale dos galeones— comparto parte de mi sabiduría, es lo bueno de tener un par de años más, dar consejos me hace sentir como que tengo cierta madurez y lo que digo puede servirle a alguien. —Y sin embargo, una persona que sabe vender, puede venderte aire por mil galeones. Te convencerá de que es el más puro y lo necesitas para respirar— curvo una sonrisa divertida, que por increíble que suene, esas cosas pasan. —Y lo más, más importante de todo, las ideas valen oro. Guárdalas, sólo véndelas cuando estás seguro que te pagarán lo que vale— y se lo digo porque es joven, porque ante mis ojos está su uniforme como evidencia de que un esclavo, su mente debe estar llena de ideas que no puede ni le conviene expresar, pero quizá un día pueda, uno que no esté tan lejos, y entonces tal vez vuelva a cruzármelo.
Medito dos minutos sobre esa sensación que se ha vuelto tan natural como bajar en ascensor. —Se siente un poco como si tu estómago diera un salto, las primeras veces se te quiere salir por la boca y es asqueroso—. Suena tan mal, cuando es apenas perceptible, el estómago se acomoda dónde debe estar después del segundo de aparición. Muchos dirán que volar en escoba es lo horrible, gente a quien se les entumece los músculos por no saber llevar una buena postura, y ciertas personas que tuvieron una mala experiencia en la escuela, que por caprichosos no quieren volver a usarlas, y sí, estoy pensando en Hans. Que sujeto más inoportuno, lo espanto de mis pensamientos para concentrarme en responder a la pregunta del chico. —No, para nada. Mis pies son de adorno— bromeo, apuntando a mis botas, —estoy hecha para volar—. No duro mucho en esa actitud tan confiada que raya en ser presumida, a su edad era insoportable en ese sentido. —Y cuando estás volando lo importante es no pensar que puedes caer, porque ese pensamiento actúa como gravedad, como una fuerza que efectivamente te hace caer y chocar con el suelo. Da miedo, claro, pero las vistas lo valen—. No digo más porque en ni un día lejano creo que los muggles usen escoba, pero siempre nos quedarán las avionetas.
Tengo exactamente la edad en la que puedo decir que viví la primera mitad conociendo la mecánica muggle y la segunda trabajando con mecánica mágica, eso inevitablemente hace que una se pregunta cómo sería un mundo donde se combine todo eso y si seré parte. Si habrá un libro como el que le ofrezco que hable de las cosas que fuimos capaces de hacer. —Por las dudas, mantenlo escondido de tu…— tengo un nudo en la garganta que me impide decir la palabra «amo», —del hombre para el que estás trabajando— incluso diciéndolo con un eufemismo se me agita la sangre. — Te lo regalo, un libro de muchas ideas puede ser mejor que un objeto en sí— digo, repasando con mi mirada toda la tienda en que abundan las cosas que compraría una por una para coleccionarlas, pero no tengo el espacio suficiente como para encontrarle lugar a tal despilfarro. —De aquí a quince años tienes que buscarme— tomo mi propia vida como parámetro para lo que voy a afirmar y sé que estoy haciendo una apuesta alta, —las cosas habrán cambiado lo suficiente como para que las ideas que puedas tener se hagan realidad. Piénsalo como que te estoy dando mucho tiempo para hacer los deberes, estaré esperando grandes cosas.
Medito dos minutos sobre esa sensación que se ha vuelto tan natural como bajar en ascensor. —Se siente un poco como si tu estómago diera un salto, las primeras veces se te quiere salir por la boca y es asqueroso—. Suena tan mal, cuando es apenas perceptible, el estómago se acomoda dónde debe estar después del segundo de aparición. Muchos dirán que volar en escoba es lo horrible, gente a quien se les entumece los músculos por no saber llevar una buena postura, y ciertas personas que tuvieron una mala experiencia en la escuela, que por caprichosos no quieren volver a usarlas, y sí, estoy pensando en Hans. Que sujeto más inoportuno, lo espanto de mis pensamientos para concentrarme en responder a la pregunta del chico. —No, para nada. Mis pies son de adorno— bromeo, apuntando a mis botas, —estoy hecha para volar—. No duro mucho en esa actitud tan confiada que raya en ser presumida, a su edad era insoportable en ese sentido. —Y cuando estás volando lo importante es no pensar que puedes caer, porque ese pensamiento actúa como gravedad, como una fuerza que efectivamente te hace caer y chocar con el suelo. Da miedo, claro, pero las vistas lo valen—. No digo más porque en ni un día lejano creo que los muggles usen escoba, pero siempre nos quedarán las avionetas.
Tengo exactamente la edad en la que puedo decir que viví la primera mitad conociendo la mecánica muggle y la segunda trabajando con mecánica mágica, eso inevitablemente hace que una se pregunta cómo sería un mundo donde se combine todo eso y si seré parte. Si habrá un libro como el que le ofrezco que hable de las cosas que fuimos capaces de hacer. —Por las dudas, mantenlo escondido de tu…— tengo un nudo en la garganta que me impide decir la palabra «amo», —del hombre para el que estás trabajando— incluso diciéndolo con un eufemismo se me agita la sangre. — Te lo regalo, un libro de muchas ideas puede ser mejor que un objeto en sí— digo, repasando con mi mirada toda la tienda en que abundan las cosas que compraría una por una para coleccionarlas, pero no tengo el espacio suficiente como para encontrarle lugar a tal despilfarro. —De aquí a quince años tienes que buscarme— tomo mi propia vida como parámetro para lo que voy a afirmar y sé que estoy haciendo una apuesta alta, —las cosas habrán cambiado lo suficiente como para que las ideas que puedas tener se hagan realidad. Piénsalo como que te estoy dando mucho tiempo para hacer los deberes, estaré esperando grandes cosas.
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