OTOÑO de 247521 de Septiembre — 20 de Diciembre
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.
Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.
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21 de septiembre.
No puedo pensar con claridad desde hace ya un par de noches. Sin duda la charla con el científico ha dado de sí y ha conseguido, de alguna manera, que hasta yo mismo continúe preguntándome cómo es posible que alguien indiferente para el continente, de la noche a la mañana, aparezca y se haga con un cargo que, al cuerno, me pertenece. Podría decirse que andar por los pasillos del Ministerio es algo que llevo haciendo desde que todo pasó. Apenas he dormido varias horas seguidas durante la noche, pues no puedo decir que el departamento sea el lugar más cómodo para trasnochar. ¿Y todo para qué?
Para absolutamente nada.
Ni un detalle, ni un afiche. Ni siquiera una dirección o un dato curioso sobre la persona que, a día de hoy, se ha convertido en nuestro jefe. Y digo nuestro, con cierta reticiencia, porque me niego a pensar que es capaz de hacer las cosas eficientemente. Juzgo por juzgar, ni siquiera lo conozco, y no obstante me atrevo a ser como soy porque me suda limpiamente qué pueda pasar de aquí a un par de días cuando conozcamos, siquiera, cuál va a ser el método que va a emplear para no cagarla como el anterior. Bueno, quizás tenga que ver que estuvo en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Pero no poner cuidado es lo que ha provocado que nos encontremos en la situación en la que nos encontramos.
Suelto un resoplido, apartando a un par de indeseables que se cruzan de frente. Éstos, atareados, ni siquiera tienen tiempo para pararme. Literalmente voy volando entre la gente, visualizando el intrincado mapa de pasillos hasta que, finalmente, doy con aquel que lleva años encerrando más información de la que me gustaría. Aquel que, como a muchos otros, no nos pertenece. Doy una ligera mirada alrededor, buscando entre el departamento a un rastro inseguro de aurores que ha desaparecido para inmiscuirse en sus asuntos más personales, y cuando creo que es el momento propicio, doy un par de golpes antes de entrar a un despacho que ni siquiera sé decir a qué huele.
Encojo la nariz, observando a Magnar sentado del otro lado, y me permito llamarlo por mi nombre en mi cabeza aún cuando sé que no tenemos la confianza suficiente.
—¿Y bien? —me cruzo de brazos, sorteando varios sillones y un largo sofá acompañado de una mesita de café antes de llegar al par de butacas que se encuentran delante del escritorio donde Aminoff se sienta, ¿tranquilo? El despacho no es tan obstentoso como el de los ministros, pero es lo suficientemente caótico como para que me pierda por unos instantes—. ¿Cuál es el plan? ¿Qué piensas hacer? —sigo cuestionando, sintiendo la necesidad de encender un cigarro que, por un respeto que todavía no se ha ganado, permanece guardado—. Tampoco es como que la tengas tan difícil, sólo tienes que hacerlo mejor y... no morirte —desafío con una sonrisa, parándome a ver en el escritorio si hay algo de interés o si, por el contrario, son papeles y más papeles.
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Ha sido una mañana atareada, en especial porque tuve que estar presente mientras los dos rebeldes se iban volviendo dos pasas llenas de ronchas hasta que perdieron la consciencia y dejaron de chillar hasta acabar calcinados. Todo un espectáculo, de verdad, no me esperaba que los jueces del Wizengamot tuviesen tan buen método de entretenimiento. Apenas y pude pasar por mi casa por un almuerzo y una ducha, porque el trabajo en el ministerio apenas y acaba de empezar, lo que significa que tendré mucho que hacer ahora que me han cedido el manejo del departamento de aurores. Una jugada arriesgada por parte de Weynart, pero no juzgo que sea resultado de la famosa frase de “a tiempos desesperados, medidas desesperadas”. No soy idiota, no me quejaré de ello. Me ha dado algo que no había buscado y que me coloca en un sitio donde, irónicamente, siempre había deseado estar. No es lo mismo manejar un puñado de delincuentes en el norte que tener todos los métodos del gobierno a tus servicios.
No va a costar que me acostumbre a tener un despacho más cargado que el anterior, porque eso significa más trabajo, más responsabilidad y más poder. Tengo los ojos entornados clavados en la pantalla y los nudillos apoyados en mi boca cuando la puerta se abre, haciendo que levante la mirada en dirección al intruso, cuyo rostro estoy seguro de haber visto en los informes de personal que he solicitado. Eso sí, no puedo recordar su nombre y tampoco es que me interese demasiado el saberlo. Me muevo en mi asiento con una ceja arqueada por su impertinencia, pero su comentario final me arrebata una sonrisa divertido. Tiene espíritu, eso se lo concedo — ¿Y tu nombre es…? — apoyo mis codos en los apoyabrazos del sillón y muevo la cabeza con la expresión de alguien que busca una aclaración para tomarme en serio sus palabras — No es muy difícil hacerlo mejor. Reynald Coarleone abandonó su puesto por no ser capaz de mantener el orden, Jason Gellger explotó por los aires porque no pudo prever que habría un atentado bajo sus propias narices… — enumero, con tal aburrimiento que parece que estoy repasando la lista del supermercado — Y luego estoy yo. Estoy seguro de que mis métodos difieren mucho a los suyos.
Sin más preámbulos, hago un gesto con mi mano para invitarlo a sentarse — Me gustaría saber por qué piensas que puedes entrar a mi despacho en mi primer idea y pedir explicaciones sobre un plan, cuando no veo razones por las cuales deberías sentirte digno de semejante descaro. ¿Quieres algo de beber? — añado, echándome ligeramente hacia atrás para verlo mejor.
No va a costar que me acostumbre a tener un despacho más cargado que el anterior, porque eso significa más trabajo, más responsabilidad y más poder. Tengo los ojos entornados clavados en la pantalla y los nudillos apoyados en mi boca cuando la puerta se abre, haciendo que levante la mirada en dirección al intruso, cuyo rostro estoy seguro de haber visto en los informes de personal que he solicitado. Eso sí, no puedo recordar su nombre y tampoco es que me interese demasiado el saberlo. Me muevo en mi asiento con una ceja arqueada por su impertinencia, pero su comentario final me arrebata una sonrisa divertido. Tiene espíritu, eso se lo concedo — ¿Y tu nombre es…? — apoyo mis codos en los apoyabrazos del sillón y muevo la cabeza con la expresión de alguien que busca una aclaración para tomarme en serio sus palabras — No es muy difícil hacerlo mejor. Reynald Coarleone abandonó su puesto por no ser capaz de mantener el orden, Jason Gellger explotó por los aires porque no pudo prever que habría un atentado bajo sus propias narices… — enumero, con tal aburrimiento que parece que estoy repasando la lista del supermercado — Y luego estoy yo. Estoy seguro de que mis métodos difieren mucho a los suyos.
Sin más preámbulos, hago un gesto con mi mano para invitarlo a sentarse — Me gustaría saber por qué piensas que puedes entrar a mi despacho en mi primer idea y pedir explicaciones sobre un plan, cuando no veo razones por las cuales deberías sentirte digno de semejante descaro. ¿Quieres algo de beber? — añado, echándome ligeramente hacia atrás para verlo mejor.
De pensar que con un golpe de varita es capaz de hacerme salir despedido por los aires siento cómo se tensa mi cuerpo. Quizás juzgarlo en primer instancia sin conocimiento de causa no es lo mejor que he hecho en los últimos días, pero qué puede esperar cuando él es tan consciente como el resto de que nadie, hasta ahora, lo conocía. Se ha ganado una fama que espero sepulte él mismo con la primera cagada que se mande, no es capaz de engañarme con esa seguridad que parece desprender por los cuatro costados y que hace alusión a todos los jefes de aurores anteriores. A fin de cuentas ellos también habían demostrado ser buenos en su puesto hasta que la cagaron, ¿qué ha hecho él para que siquiera le den el lugar que ostenta en estos momentos?
—Jakobe, pero no voy a pretender fingir que estoy entusiasmado. Ni tú ni yo somos tan idiotas como para creer que de verdad estás interesado —Ruedo los ojos en un gesto intranquilo. Termino por acomodarme en mi sitio y busco con la mirada algo que me haga saber si este tipo de verdad ha salido de cualquier sitio o, por el contrario, lo tenían preso de alguna manera. Ya nunca se sabe teniendo en cuenta cómo el Gobierno ha manejado sus departamentos en la última década.
—¿Cómo puedo siquiera tomarte en serio? —bufo, con un tono burlón. Si de verdad piensa convencerme de aquella manera no lo está consiguiendo. Quizás es el carácter escéptico que llevo cargando. Aunque, por otro lado, no entiendo exactamente por qué me molesta tanto si mis planes a futuro no tienen nada que ver con ellos. Reconozco internamente que no es más que un capricho que se ha formado en mi mente cuando ni siquiera se ha ofrecido a varias personas el cargo. No, todo ha sido demasiado tajante. —¿Apenas llevas un par de días y ya lo consideras plenamente tuyo? Eso es optimismo —aclaro, negando varias veces ante su ofrecimiento, pues no estoy dispuesto a enfrentar un dolor de barriga causado por cualquier veneno. He visto demasiadas películas.
—Lo que quiero es saber cómo es posible que aparezcas de la nada y te hagas con un puesto que, hasta ahora, estoy seguro de que desconocías —No dejo mis pensamientos mucho tiempo dentro de mi cabeza. Acomodado, me echo varios centímetros hacia delante hasta que consigo apoyar mis codos en el retablo de madera de la mesa del escritorio, dejando que mi mentón se apoye en las palmas—. Nadie te conoce, nadie hubiese apostado por tí y, sin embargo, aquí estamos. Rodeado de lujos y aparatos que, lo siento mucho, ni siquiera te pertenecen —No estoy seguro de hasta qué punto va a aguantar mis cuestiones, pero siempre he sido demasiado lanzado como para callarme cosas que, dentro del secreto, no son tan alarmantes—. Alguien tenía que decírtelo, sólo para que lo tuvieses en cuenta —vuelvo a sonreír y me dejo caer hacia atrás una vez más. La tentación de un cigarrillo es cada vez más grande.
—Jakobe, pero no voy a pretender fingir que estoy entusiasmado. Ni tú ni yo somos tan idiotas como para creer que de verdad estás interesado —Ruedo los ojos en un gesto intranquilo. Termino por acomodarme en mi sitio y busco con la mirada algo que me haga saber si este tipo de verdad ha salido de cualquier sitio o, por el contrario, lo tenían preso de alguna manera. Ya nunca se sabe teniendo en cuenta cómo el Gobierno ha manejado sus departamentos en la última década.
—¿Cómo puedo siquiera tomarte en serio? —bufo, con un tono burlón. Si de verdad piensa convencerme de aquella manera no lo está consiguiendo. Quizás es el carácter escéptico que llevo cargando. Aunque, por otro lado, no entiendo exactamente por qué me molesta tanto si mis planes a futuro no tienen nada que ver con ellos. Reconozco internamente que no es más que un capricho que se ha formado en mi mente cuando ni siquiera se ha ofrecido a varias personas el cargo. No, todo ha sido demasiado tajante. —¿Apenas llevas un par de días y ya lo consideras plenamente tuyo? Eso es optimismo —aclaro, negando varias veces ante su ofrecimiento, pues no estoy dispuesto a enfrentar un dolor de barriga causado por cualquier veneno. He visto demasiadas películas.
—Lo que quiero es saber cómo es posible que aparezcas de la nada y te hagas con un puesto que, hasta ahora, estoy seguro de que desconocías —No dejo mis pensamientos mucho tiempo dentro de mi cabeza. Acomodado, me echo varios centímetros hacia delante hasta que consigo apoyar mis codos en el retablo de madera de la mesa del escritorio, dejando que mi mentón se apoye en las palmas—. Nadie te conoce, nadie hubiese apostado por tí y, sin embargo, aquí estamos. Rodeado de lujos y aparatos que, lo siento mucho, ni siquiera te pertenecen —No estoy seguro de hasta qué punto va a aguantar mis cuestiones, pero siempre he sido demasiado lanzado como para callarme cosas que, dentro del secreto, no son tan alarmantes—. Alguien tenía que decírtelo, sólo para que lo tuvieses en cuenta —vuelvo a sonreír y me dejo caer hacia atrás una vez más. La tentación de un cigarrillo es cada vez más grande.
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Mis ojos se transforman en dos rendijas, pero estoy seguro de que mis pómulos se ven altos e hinchados a causa de la sonrisa que me plasma en la cara. ¿Si me ofende? No, para nada. ¿Me entretiene? Muchísimo — ¿Lo llamas optimismo? Aquí es blanco o negro. La placa en la puerta dice que es plenamente mío — espero que eso se le quede bien grabado en su atolondrada cabeza. ¿Estos son los aurores de los cuales Weynart tanto se jacta? ¿Una panda de niños que no pueden con muggles y hombres que se creen poseedores de derechos que nadie les ha otorgado? Mi mirada busca barrerlo, se detiene en el corte de su mandíbula y la postura de sus hombros. Un soldado, esos que se creen demasiado poderosos por tener una placa, pero que no saben lo que es hacerla valer. No parece mucho más joven que yo, pero siento que no estamos en la misma sintonía. En primer lugar, porque me parece un desamparado neuronal.
Obvio que él continúa hablando y me tomo el gusto de escucharlo, tratando de no reírme en su cara porque, vamos, solo basta el oírlo para saber que no tiene idea de lo que está diciendo — Tú no me conoces, tú no hubieses apostado por mí. Déjame ilustrarte… ¿Jakobe? — chasqueo el aire como si hubiese tratado de atrapar su nombre antes de que se me escape — Han pasado muchas cosas en los últimos meses. Aurores desaparecidos y mutilados, un atentado que se ha cobrado la vida de cientos de civiles, rebeldes que salen hasta de las alcantarillas… ¿Y qué consiguieron? ¿Cuántos jefes de aurores, cuántos ministros nuevos, han pasado por estas oficinas en el último año? — los números hablan solos, no hay que ser ciego para señalarlos — Fueron tras de mí porque, aunque no lo creas, me necesitan. No deseaba este puesto, me lo otorgaron porque los aurores que tenían en sus filas son lo suficientemente incompetentes como para no poder contra un niño de quince años que jamás ha recibido formación mágica. Esta oficina me pertenece y, te guste o no, también tu futuro. Así que solo voy a darte un consejo antes de que sigas soltando esa pícara lengua tuya.
Me acomodo hacia delante, uno mis manos sobre el escritorio y la sonrisa se evapora con tanta rapidez que parece que jamás ha estado allí — Si no quieres terminar con un hechizo desmemorizador y con tu culo en la calle, te aconsejo que sepas tratar con la gente que te supera. Lo único que acabas de demostrarme es que eres un inepto que no sabe cerrar el pico en lugar de estar haciendo lo que deberías: tu trabajo. ¿O debo recordarte que hay trece prófugos que debes encontrar, en lugar de pasearte por mi oficina como si tuvieses una mínima idea de quién soy o con qué estás tratando? — alzo un poco las cejas, aunque mi rostro sigue impoluto — Si yo pido tu opinión, la darás. Si quiero ver tu cara, te llamaré. De lo contrario, te aconsejo que te mantengas fuera de mi camino. ¿Estamos claros?
Obvio que él continúa hablando y me tomo el gusto de escucharlo, tratando de no reírme en su cara porque, vamos, solo basta el oírlo para saber que no tiene idea de lo que está diciendo — Tú no me conoces, tú no hubieses apostado por mí. Déjame ilustrarte… ¿Jakobe? — chasqueo el aire como si hubiese tratado de atrapar su nombre antes de que se me escape — Han pasado muchas cosas en los últimos meses. Aurores desaparecidos y mutilados, un atentado que se ha cobrado la vida de cientos de civiles, rebeldes que salen hasta de las alcantarillas… ¿Y qué consiguieron? ¿Cuántos jefes de aurores, cuántos ministros nuevos, han pasado por estas oficinas en el último año? — los números hablan solos, no hay que ser ciego para señalarlos — Fueron tras de mí porque, aunque no lo creas, me necesitan. No deseaba este puesto, me lo otorgaron porque los aurores que tenían en sus filas son lo suficientemente incompetentes como para no poder contra un niño de quince años que jamás ha recibido formación mágica. Esta oficina me pertenece y, te guste o no, también tu futuro. Así que solo voy a darte un consejo antes de que sigas soltando esa pícara lengua tuya.
Me acomodo hacia delante, uno mis manos sobre el escritorio y la sonrisa se evapora con tanta rapidez que parece que jamás ha estado allí — Si no quieres terminar con un hechizo desmemorizador y con tu culo en la calle, te aconsejo que sepas tratar con la gente que te supera. Lo único que acabas de demostrarme es que eres un inepto que no sabe cerrar el pico en lugar de estar haciendo lo que deberías: tu trabajo. ¿O debo recordarte que hay trece prófugos que debes encontrar, en lugar de pasearte por mi oficina como si tuvieses una mínima idea de quién soy o con qué estás tratando? — alzo un poco las cejas, aunque mi rostro sigue impoluto — Si yo pido tu opinión, la darás. Si quiero ver tu cara, te llamaré. De lo contrario, te aconsejo que te mantengas fuera de mi camino. ¿Estamos claros?
Escucho, porque no tengo más remedio si no quiero ganarme un despido antes de lo normal. En cualquier otra circunstancia, sin amenazas, las cosas hubiesen ido por otro camino. Pero la incoherencia de todo lo que está pasando debido a la presencia de este tipo en el departamento no me deja actuar de otra manera. El científico loco no estaría de acuerdo con todo ésto, hasta en parte siento como si me hubiese advertido de alguna manera, pero soy demasiado cabrón como para achantarme cuando abre la boca de aquella manera. Mi sonrisa deja de ensancharse para recuperar mi seriedad habitual. Mis pómulos no se alzan ni se colorean pese a la rabia interna que estoy conteniendo. Hasta soy consciente de que mi mano ha viajado al bolsillo derecho de mi pantalón, justo donde ahora descansa mi varita. Pero un ataque no serviría de nada, simplemente reafirmaría todas sus creencias y hasta le daría una razón más que suficiente para ejecutarme si así lo deseara.
Desacato a la autoridad, manda cojones.
El relato de los hechos termina por calmarme. No es un golpe de realidad porque es algo que ya sabía. Que ya sabíamos. Pero sigo sin comprender qué es lo que tiene este hombre que le hace tan especial a manos de Weynart.
—¿Te escuchas? —pregunto, sin voltearme a ningún lado. Me mantengo en mi sitio, esta vez erguido y con la mirada perdida en sus orbes—. Lo quieras o no, sigues siendo un mandado —argumento, sabiendo que yo mismo en esa posición tendría que pasar, de alguna manera, por la mano de los altos cargos para ejecutar cualquier decisión que considere oportuna—. ¿Qué se supone que te hace tan necesario como para que tengas la confianza suficiente para decir que de verdad te necesitan? ¿No eres tan competente a diferencia de todos nosotros? ¿Por qué ocupar un puesto que no va a hacer más que darte quebraderos de cabeza todo el tiempo? —y entonces la amenaza me hace entornar los ojos.
—Todavía no ha quedado demostrado que superes a nadie, Aminoff —señalo, notando la seriedad en mis labios que intentan curvarse pero no lo consiguen—. Mi trabajo consiste en dejarme ordenar por alguien que, por como habla, parecía ser un don nadie que ha aprovechado la oportunidad de hacerse destacar a través de un discurso que, ¿puedo decirlo? Es de risa —ruedo los ojos, con la parsimonia candente de un despacho que empieza a convertirse en algo demasiado pequeño para lo que parecen dos egos tan grandes. Ninguno de los dos vamos a dar nuestro brazo a torcer y, tristemente, ésto no hará más que traerme problemas. ¿Me preocupa? Nada.
—No voy a mentirte, me considero alguien demasiado oportunista, ¿pero tú? —Hago una pausa que vuelve a hacerme encararlo, adelantándome para observarle todavía más de frente—. Me superas con creces —y sonrío, deliciosamente—. Y es curioso porque no ha hecho falta que te conozca para saber cómo piensas, o cómo eres —Sigo clavando mi mirada en la suya. Si lo que busca es amedrentarme, no lo está consiguiendo.
—No me va a quedar más remedio que obedecerte —replico no obstante, con un suspiro cansado—. Y si tus aurores van y vienen sin hacer lo que tú, supuestamente, has ordenado entonces es que no estás haciendo tu trabajo como se debe —Adelanto todavía más mi rostro—. ¿Estamos claros? —pienso que acabo de firmar mi sentencia de muerte.
Desacato a la autoridad, manda cojones.
El relato de los hechos termina por calmarme. No es un golpe de realidad porque es algo que ya sabía. Que ya sabíamos. Pero sigo sin comprender qué es lo que tiene este hombre que le hace tan especial a manos de Weynart.
—¿Te escuchas? —pregunto, sin voltearme a ningún lado. Me mantengo en mi sitio, esta vez erguido y con la mirada perdida en sus orbes—. Lo quieras o no, sigues siendo un mandado —argumento, sabiendo que yo mismo en esa posición tendría que pasar, de alguna manera, por la mano de los altos cargos para ejecutar cualquier decisión que considere oportuna—. ¿Qué se supone que te hace tan necesario como para que tengas la confianza suficiente para decir que de verdad te necesitan? ¿No eres tan competente a diferencia de todos nosotros? ¿Por qué ocupar un puesto que no va a hacer más que darte quebraderos de cabeza todo el tiempo? —y entonces la amenaza me hace entornar los ojos.
—Todavía no ha quedado demostrado que superes a nadie, Aminoff —señalo, notando la seriedad en mis labios que intentan curvarse pero no lo consiguen—. Mi trabajo consiste en dejarme ordenar por alguien que, por como habla, parecía ser un don nadie que ha aprovechado la oportunidad de hacerse destacar a través de un discurso que, ¿puedo decirlo? Es de risa —ruedo los ojos, con la parsimonia candente de un despacho que empieza a convertirse en algo demasiado pequeño para lo que parecen dos egos tan grandes. Ninguno de los dos vamos a dar nuestro brazo a torcer y, tristemente, ésto no hará más que traerme problemas. ¿Me preocupa? Nada.
—No voy a mentirte, me considero alguien demasiado oportunista, ¿pero tú? —Hago una pausa que vuelve a hacerme encararlo, adelantándome para observarle todavía más de frente—. Me superas con creces —y sonrío, deliciosamente—. Y es curioso porque no ha hecho falta que te conozca para saber cómo piensas, o cómo eres —Sigo clavando mi mirada en la suya. Si lo que busca es amedrentarme, no lo está consiguiendo.
—No me va a quedar más remedio que obedecerte —replico no obstante, con un suspiro cansado—. Y si tus aurores van y vienen sin hacer lo que tú, supuestamente, has ordenado entonces es que no estás haciendo tu trabajo como se debe —Adelanto todavía más mi rostro—. ¿Estamos claros? —pienso que acabo de firmar mi sentencia de muerte.
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Como siempre que se presentan palabras idiotas, no puedo hacer otra cosa que empezar a reírme, ya siendo incapaz de contener ese impulso. ¿Cómo puedo tomármelo en serio, cuando parece que no escucha ni procesa lo que le estoy diciendo? ¿Estoy hablando con un simio o con una persona con alguna clase de retroceso madurativo? — Un don nadie — repito, relamiéndome los labios con la lentitud de una serpiente — Mientras tú jugabas a los soldados y fallabas estrepitosamente — ni siquiera tengo que mirar su historial, por favor. Si llegamos a este punto, es porque nadie aquí hizo bien su trabajo y fueron incapaces de controlarlo. — yo estaba formando mi propia red silenciosa, una que ha hecho más por este gobierno que sus incompetentes empleados. Las misiones importantes, el trabajo sucio… todo ha caído en mis manos por años. Que tú no lo sepas solo evidencia la poca confianza y lo imprescindible que eres para nuestros ministros — en otras palabras, el don nadie es él. Si tiene problemas como para buscar echarle sus culpas a los demás, que se pague un terapeuta y no me haga perder el tiempo.
— Oh, Jakobe. No tienes idea de cómo pienso o cómo soy — acoto divertidamente, mirándolo como si fuese un niño demasiado ingenuo para ser tomado en serio. Sin más, saco mi varita y le doy unos golpecitos distraídos a mi mentón con la punta de ella — Primero que nada, ayer llegué a la ciudad y te encuentras juzgando y apuntando cuando no tienes la más puta idea de lo que tengo pensado. Segundo… — una sacudida basta para que la silla donde se ha sentado termine en el suelo y pueda ver como el sujeto quede pendido del talón en el aire — Mi trabajo no ha empezado. Voy a limpiar esta ciudad y este país de los muggles sucios, de los traidores y los manchados. ¿Alguna vez quemaste hormigas cuando eras un niño? — me levanto de mi asiento y bordeo el escritorio con calma, hasta quedar a la altura de sus ojos invertidos con ambas manos detrás de mi espalda — Hay cierta belleza en ver como corren cuando su hormiguero ha sido destruido y no tienen a dónde ir. Y luego las vas viendo arder, una por una. Esta mañana solo tuvimos un dos por uno — aprieto su mejilla como si fuese un crío simpático, aunque lo suelto con una palmada algo más fuerte de lo normal — Puedo hacer lo que los otros no han logrado y más. Para eso, necesito aurores que sean útiles en mi trabajo y no que me hagan perder el tiempo con planteos de mocosos hormonales que no han obtenido la golosina que deseaban porque alguien más alto llegó primero. Ahora… — una nueva sacudida de la varita hace que una serpiente aparezca para enredarse lentamente entre sus piernas, bajando lentamente por su torso — ¿Puedo saltarme la parte de dejarte sin lengua como los viejos avox o vas a escucharme sin ser un necio? Decide rápido, porque no pienso detenerla si ella decide morderte.
— Oh, Jakobe. No tienes idea de cómo pienso o cómo soy — acoto divertidamente, mirándolo como si fuese un niño demasiado ingenuo para ser tomado en serio. Sin más, saco mi varita y le doy unos golpecitos distraídos a mi mentón con la punta de ella — Primero que nada, ayer llegué a la ciudad y te encuentras juzgando y apuntando cuando no tienes la más puta idea de lo que tengo pensado. Segundo… — una sacudida basta para que la silla donde se ha sentado termine en el suelo y pueda ver como el sujeto quede pendido del talón en el aire — Mi trabajo no ha empezado. Voy a limpiar esta ciudad y este país de los muggles sucios, de los traidores y los manchados. ¿Alguna vez quemaste hormigas cuando eras un niño? — me levanto de mi asiento y bordeo el escritorio con calma, hasta quedar a la altura de sus ojos invertidos con ambas manos detrás de mi espalda — Hay cierta belleza en ver como corren cuando su hormiguero ha sido destruido y no tienen a dónde ir. Y luego las vas viendo arder, una por una. Esta mañana solo tuvimos un dos por uno — aprieto su mejilla como si fuese un crío simpático, aunque lo suelto con una palmada algo más fuerte de lo normal — Puedo hacer lo que los otros no han logrado y más. Para eso, necesito aurores que sean útiles en mi trabajo y no que me hagan perder el tiempo con planteos de mocosos hormonales que no han obtenido la golosina que deseaban porque alguien más alto llegó primero. Ahora… — una nueva sacudida de la varita hace que una serpiente aparezca para enredarse lentamente entre sus piernas, bajando lentamente por su torso — ¿Puedo saltarme la parte de dejarte sin lengua como los viejos avox o vas a escucharme sin ser un necio? Decide rápido, porque no pienso detenerla si ella decide morderte.
Expresa su disconformidad de la peor de las maneras y yo no puedo evitar reírme acompasado con su propia elocuencia. Por unos instantes estoy a punto de tomar mi varita para prepararme para lo que, seguramente, está por venir. No soy imbécil aunque lo parezca. Sé cuando mello en la moral del resto con palabras que pueden llegar a ser un incordio. Magnar no parece ser la excepción, e incluso ante su diversión parece molesto por mi mera presencia. Al menos me llevo eso.
—¿Quién eres para haberte ganado el favor de los altos cargos durante todo este tiempo? —pregunto, y esta vez no hay amenaza ni malas palabras, sino curiosidad. Verdaderamente empieza a impresionarme el asunto que estamos tratando. No es raro saber que el propio gobierno tiene sus secretos. Que guardan amistades y tratos con personas de dudosa procedencia y que, claramente, harían lo imposible por mantener su estatus y su condición intacta. Lo mismo sucede con Hans. Es un loco, Aminoff no parece irse muy lejos. Y, estúpidamente, trabajo para ambos. Suelto un largo suspiro, acomodándome el pelo que tapa mi frente, y al escuchar mi nombre siento un escalofrío recorrer mi garganta. Intento hablar, pero no soy capaz.
El giro brusco de mi cuerpo me provoca un mareo innecesario y una arcada que termina en fatiga. Siento mi estómago revolverse, a punto de explotar, y la sangre agolparse en mi cerebro causa que se me nuble la vista por unos momentos. No he sido capaz de reaccionar, y estoy a punto de perder la varita en el intento pues la misma empieza a caer de mi bolsillo pero acabo atrapándola antes de tiempo. —Si tanto sabes debiste ha...hacer indi-indicaciones nada más llegar —comento, sintiendo el esfuerzo de mi estómago que se revuelve en un claro intento de zafarse de la cuerda invisible que arrastra mi tobillo hasta el techo. Intento agitar mi varita, pero mi cuerpo se paraliza por completo cuando escucho el siseo de una serpiente reptar por mi pierna hasta alcanzar mi cintura y envolverse cada vez más fuertemente alrededor de mi vientre que, desnudo por la fuerza de la gravedad, queda al descubierto y es básicamente un punto limpi que golpear si así se lo propusiera.
Pero su actitud no va a hacer que se despeine un pelo, conozco a este tipo de personas mejor que a mi propio padre. Intento pensar con claridad pero tanto las palabras de Magnar como el siseo intermitente de la serpiente me sacan fuera de juego. En la infancia, cuando aún no levantaba más de dos palmos del suelo, tuve un percance con un grupo de serpientes que campaban a sus anchas por los campos europeos. Enfermé, durante varias semanas a causa del veneno, y desde entonces siento un pánico irremediable por los reptiles que mudan la piel. La terapia de choque no sirve para nada, no cuando tengo a un tipo amenazándome con cortarme de tajo.
Haciendo acopio de fuerzas, presiono mi varita y murmuro un encantamiento desvanecedor que hace desaparecer a la serpiente entre espasmos violentos. Posteriormente, la fuerza invisible se corta y caigo al suelo de cara, golpeándome la mejilla y sintiendo el frío tacto del mármol contra mi cuerpo. No soy capaz de levantarme, mi respiración falla ante el pánico y la ansiedad hasta que busco la manera de respirar para calmarme.
—Ha-habla —digo entre tosidas, incauto de mí porque al final voy a terminar siendo su perrito faldero.
—¿Quién eres para haberte ganado el favor de los altos cargos durante todo este tiempo? —pregunto, y esta vez no hay amenaza ni malas palabras, sino curiosidad. Verdaderamente empieza a impresionarme el asunto que estamos tratando. No es raro saber que el propio gobierno tiene sus secretos. Que guardan amistades y tratos con personas de dudosa procedencia y que, claramente, harían lo imposible por mantener su estatus y su condición intacta. Lo mismo sucede con Hans. Es un loco, Aminoff no parece irse muy lejos. Y, estúpidamente, trabajo para ambos. Suelto un largo suspiro, acomodándome el pelo que tapa mi frente, y al escuchar mi nombre siento un escalofrío recorrer mi garganta. Intento hablar, pero no soy capaz.
El giro brusco de mi cuerpo me provoca un mareo innecesario y una arcada que termina en fatiga. Siento mi estómago revolverse, a punto de explotar, y la sangre agolparse en mi cerebro causa que se me nuble la vista por unos momentos. No he sido capaz de reaccionar, y estoy a punto de perder la varita en el intento pues la misma empieza a caer de mi bolsillo pero acabo atrapándola antes de tiempo. —Si tanto sabes debiste ha...hacer indi-indicaciones nada más llegar —comento, sintiendo el esfuerzo de mi estómago que se revuelve en un claro intento de zafarse de la cuerda invisible que arrastra mi tobillo hasta el techo. Intento agitar mi varita, pero mi cuerpo se paraliza por completo cuando escucho el siseo de una serpiente reptar por mi pierna hasta alcanzar mi cintura y envolverse cada vez más fuertemente alrededor de mi vientre que, desnudo por la fuerza de la gravedad, queda al descubierto y es básicamente un punto limpi que golpear si así se lo propusiera.
Pero su actitud no va a hacer que se despeine un pelo, conozco a este tipo de personas mejor que a mi propio padre. Intento pensar con claridad pero tanto las palabras de Magnar como el siseo intermitente de la serpiente me sacan fuera de juego. En la infancia, cuando aún no levantaba más de dos palmos del suelo, tuve un percance con un grupo de serpientes que campaban a sus anchas por los campos europeos. Enfermé, durante varias semanas a causa del veneno, y desde entonces siento un pánico irremediable por los reptiles que mudan la piel. La terapia de choque no sirve para nada, no cuando tengo a un tipo amenazándome con cortarme de tajo.
Haciendo acopio de fuerzas, presiono mi varita y murmuro un encantamiento desvanecedor que hace desaparecer a la serpiente entre espasmos violentos. Posteriormente, la fuerza invisible se corta y caigo al suelo de cara, golpeándome la mejilla y sintiendo el frío tacto del mármol contra mi cuerpo. No soy capaz de levantarme, mi respiración falla ante el pánico y la ansiedad hasta que busco la manera de respirar para calmarme.
—Ha-habla —digo entre tosidas, incauto de mí porque al final voy a terminar siendo su perrito faldero.
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— Oh, tú lo sabes. Siempre hay gente moviendo las cuerdas de los títeres de aquellos que corren voces e información en las alcantarillas. Soy… tómalo como el mal más necesario — son palabras que suenan casuales en el viento, me interesa más el modo que tiene de entrar en pánico por el simple hecho de ver cómo la serpiente se enrosca en él, usándolo como un juguete sin mucha importancia. Sé que no puedo ir asesinando a mis empleados solo porque me hacen cabrear o porque presentan algún incordio, pero darles el punto para que sepan hasta dónde pueden llegar es algo que planeo dejar en claro. No sé cómo se manejaban con los anteriores jefes del departamento, pero voy a dejar en claro una cosa: conmigo no se jode.
Resoplo porque parece que no ha comprendido que no puedo hacer milagros en veinticuatro horas y que la paciencia es la mayor virtud de las personas que desean las cosas bien. Mírenme a mí, llevo treinta y cinco años de ser paciente. Me echo hacia atrás para dejar que caiga al suelo y ladeo la cabeza, observándolo como si no fuera más que un papel que ha patinado para contaminar el paisaje de la oficina. Chasqueo la lengua una y otra vez en señal de desaprobación y me pongo de cuchillas a su lado, moviendo la varita entre los dedos — Me gustaría que te vayas de aquí sabiendo que yo soy quien da las órdenes — le recuerdo con voz dulzona y me tomo el atrevimiento de echarle el cabello hacia atrás como si quisiera limpiarle la frente sudada — Eres un idiota, pero tienes huevos y eso te lo voy a conceder. Llegará el día que necesitaré a sujetos como tú para cometer las acciones que nadie más quiere hacer. Ya sabes, si tanto quieres probar que vales la pena y te mereces… ¿Cómo lo llamaste? “Aparatos y lujos que yo no me merezco” — me mofo de él y le doy un pique con la varita en el hombro para invitarlo a levantarse — Ahora vete antes de que la próxima serpiente que haga aparecer se meta en tu culo. No doy segundas oportunidad, Jakobe, quiero que lo recuerdes — si a la primera fuiste un inútil, no cargaré con un error repetido. Se me da bien eso de saltar piedras.
Resoplo porque parece que no ha comprendido que no puedo hacer milagros en veinticuatro horas y que la paciencia es la mayor virtud de las personas que desean las cosas bien. Mírenme a mí, llevo treinta y cinco años de ser paciente. Me echo hacia atrás para dejar que caiga al suelo y ladeo la cabeza, observándolo como si no fuera más que un papel que ha patinado para contaminar el paisaje de la oficina. Chasqueo la lengua una y otra vez en señal de desaprobación y me pongo de cuchillas a su lado, moviendo la varita entre los dedos — Me gustaría que te vayas de aquí sabiendo que yo soy quien da las órdenes — le recuerdo con voz dulzona y me tomo el atrevimiento de echarle el cabello hacia atrás como si quisiera limpiarle la frente sudada — Eres un idiota, pero tienes huevos y eso te lo voy a conceder. Llegará el día que necesitaré a sujetos como tú para cometer las acciones que nadie más quiere hacer. Ya sabes, si tanto quieres probar que vales la pena y te mereces… ¿Cómo lo llamaste? “Aparatos y lujos que yo no me merezco” — me mofo de él y le doy un pique con la varita en el hombro para invitarlo a levantarse — Ahora vete antes de que la próxima serpiente que haga aparecer se meta en tu culo. No doy segundas oportunidad, Jakobe, quiero que lo recuerdes — si a la primera fuiste un inútil, no cargaré con un error repetido. Se me da bien eso de saltar piedras.
Mis ojos viran hasta la persona que tengo a excasos centímetros de distancia y por un momento dudan de si, en realidad, todavía no he hecho desaparecer a la serpiente. Tardo unos cuantos segundos en volver a recuperar el ritmo calmo de mi corazón que ha dado pulsaciones aceleradas a causa de un animal que ha desaparecido para transformarse directamente en el que, por lo que parece, no voy a tener más huevos que aceptar como mi superior. La sola idea chirría entre mis dientes, apretados por el esfuerzo y la frustración. Su respuesta a mi pregunta no me deja indiferente. Una rata de alcantarilla, ¿por cuántos años más todo va a girar en torno a una red interna que se maneja en el mismísimo averno y parece conseguir más que este gobierno de pacotilla?
Somos imbéciles por dejar que ellos manejen el verdadero futuro.
Y con ellos me refiero al mismo Magnar, pero mi cerebro piensa aunque nadie lo crea y no soy capaz de decirlo en voz alta. Es eso o ganarme, una vez más, un lugar en el calabozo hasta que me pudra o este tipo vuelva a convocar una serpiente. Por mucho que no le haga falta porque él ya sea una.
—No me toques... —expongo, pero mis fuerzas se han desvanecido por unos instantes y lo único que soy capaz de hacer es intentar echarme hacia atrás, aún tirado en el suelo, para evitar el contacto de sus dedos con mi cabello. No consigo nada, él parece dispuesto a hacerme sentir enfermo. Mi ego no se ve alterado porque reconoce que soy la única persona de este lugar que ha tenido la valentía de decirle las cosas a la cara. —Te sorprenderías de la cantidad de personas que no se atreven a decirte ésto, yo sólo he puesto a prueba tu... tus límites —replico, a sabiendas de que todavía puedo seguir ganándome un correctivo, pero suspiro cuando me ordena que me levante con un gesto de su varita y mi cuerpo, quizás influenciado por su propia magia, se incorpora lentamente.
Me tomo mi tiempo para volver a sentir la sangre recorrer mi cuerpo. La nube que se había instaurado en mis ojos desaparece y puedo ver perfectamente el rostro impoluto del jefe de aurores. Acomodo el bajo de mi camiseta y luego, con la varita aún en mi mano, tomo aire que suelto pesadamente. —No eres el único mago aquí, Magnar, y no. No es una amenaza —Tan sólo se lo recuerdo—. No soy tan idiota como para desafiarte abiertamente. La serpiente es la última de mis preocupaciones —aclaro, pues aunque el pánico sigue instaurado de alguna forma en mis músculos hay cosas peores de las que debo preocuparme cuando trato con este tipo. —Dime a dónde, y lo haré, pero responde a una última pregunta —sugiero.
—¿Por qué? —tercio. ¿Por qué si su red era tan intrincada, si su mundo paralelo al gobierno era tan importante, de repente aparece aquí y accede a un empleo que, por sus palabras, claramente nunca ha necesitado?
Somos imbéciles por dejar que ellos manejen el verdadero futuro.
Y con ellos me refiero al mismo Magnar, pero mi cerebro piensa aunque nadie lo crea y no soy capaz de decirlo en voz alta. Es eso o ganarme, una vez más, un lugar en el calabozo hasta que me pudra o este tipo vuelva a convocar una serpiente. Por mucho que no le haga falta porque él ya sea una.
—No me toques... —expongo, pero mis fuerzas se han desvanecido por unos instantes y lo único que soy capaz de hacer es intentar echarme hacia atrás, aún tirado en el suelo, para evitar el contacto de sus dedos con mi cabello. No consigo nada, él parece dispuesto a hacerme sentir enfermo. Mi ego no se ve alterado porque reconoce que soy la única persona de este lugar que ha tenido la valentía de decirle las cosas a la cara. —Te sorprenderías de la cantidad de personas que no se atreven a decirte ésto, yo sólo he puesto a prueba tu... tus límites —replico, a sabiendas de que todavía puedo seguir ganándome un correctivo, pero suspiro cuando me ordena que me levante con un gesto de su varita y mi cuerpo, quizás influenciado por su propia magia, se incorpora lentamente.
Me tomo mi tiempo para volver a sentir la sangre recorrer mi cuerpo. La nube que se había instaurado en mis ojos desaparece y puedo ver perfectamente el rostro impoluto del jefe de aurores. Acomodo el bajo de mi camiseta y luego, con la varita aún en mi mano, tomo aire que suelto pesadamente. —No eres el único mago aquí, Magnar, y no. No es una amenaza —Tan sólo se lo recuerdo—. No soy tan idiota como para desafiarte abiertamente. La serpiente es la última de mis preocupaciones —aclaro, pues aunque el pánico sigue instaurado de alguna forma en mis músculos hay cosas peores de las que debo preocuparme cuando trato con este tipo. —Dime a dónde, y lo haré, pero responde a una última pregunta —sugiero.
—¿Por qué? —tercio. ¿Por qué si su red era tan intrincada, si su mundo paralelo al gobierno era tan importante, de repente aparece aquí y accede a un empleo que, por sus palabras, claramente nunca ha necesitado?
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Mis límites. Por el modo en el cual lo miro, creo que queda bien en claro de que no sabe de qué está hablando. No ha conocido mis límites, este ha sido solo el primer aviso y sé muy bien de que puedo llegar mucho más lejos. No es la primera vez que conozco a alguien cómo él y sé muy bien que tampoco será la última, pero ya he perdido hace mucho la paciencia que solía tener con inútiles y confianzudos. Él no ha probado nada, yo lo he probado a él. Me mantengo impasible mientras él recupera el aliento y yo me enderezo, apoyándome contra el escritorio sin mucho interés en si puede respirar con normalidad o no — ¿Ah, no? — arqueo una ceja en respuesta ante las palabras que aseguran que no es ningún idiota, porque me ha demostrado solo lo contrario en los últimos minutos. Le concedo el tiempo a que haga su pregunta, pero la manera en la que le sonrío cuando la hace deja en claro mi postura.
— No responderé a ello. Mis motivos y razones, tanto como la de los ministros, son de asunto confidencial y tú no eres más que uno del montón como para venir a exigir explicaciones cuando no te las ganaste — lo freno de inmediato y me separo del escritorio para bordearlo, me acomodo en la silla y doy un pique con mi dedo a la pantalla del computador para retomar las tareas en las cuales estaba enfrascado antes de que él se meta en mi despacho, en clara señal de que esta conversación ha terminado — Tienes una lista de trece personas a las cuales buscar y te sugiero que te muevas por el norte. En el distrito doce encontrarás empleados del mercado negro que te serán de ayuda si dices que vas de mi parte, en especial Bob, el sujeto que repara relojes. Ahora… — le lanzo una mirada helada que busca decir más que mis palabras y muevo mi mano para señalarle la puerta — Buenas noches, Jakobe.
— No responderé a ello. Mis motivos y razones, tanto como la de los ministros, son de asunto confidencial y tú no eres más que uno del montón como para venir a exigir explicaciones cuando no te las ganaste — lo freno de inmediato y me separo del escritorio para bordearlo, me acomodo en la silla y doy un pique con mi dedo a la pantalla del computador para retomar las tareas en las cuales estaba enfrascado antes de que él se meta en mi despacho, en clara señal de que esta conversación ha terminado — Tienes una lista de trece personas a las cuales buscar y te sugiero que te muevas por el norte. En el distrito doce encontrarás empleados del mercado negro que te serán de ayuda si dices que vas de mi parte, en especial Bob, el sujeto que repara relojes. Ahora… — le lanzo una mirada helada que busca decir más que mis palabras y muevo mi mano para señalarle la puerta — Buenas noches, Jakobe.
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