The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Lëia A. Campbell
Sabía que no podía confiar en las personas del norte, pero ante la necesidad de encontrar a su padre, había cometido la estupidez más grande del universo entero, se había fiado de las palabras de una joven mujer, quien le aseguraba tener datos correctos de los rebeldes que mantenían a Riri secuestrado.
La adulta se sentó sobre su cuerpo inmovilizándola y mientras sujetaba sus manos y piernas contra la suciedad del suelo, un amigo de ella se dedicó a quitarle el diminuto bolso y todo lo que tenía para sobrevivir, con una rapidez sorprendente. Los gritos de Lëia fueron agudos y fuertes, intentó pedir ayuda pero al parecer nadie la escuchó y si lo hicieron, no quisieron involucrarse.
La pareja desapareció dejando a la llorosa niña en una especie de shock.

Cuando por fin pudo ponerse de pie, comenzó a correr hacia el mercado central, allí había visto a los aurores del pobre distrito 12. Culpa de los nervios no alcanzó a frenar, su cuerpo tembloroso impactó contra un miembro de seguridad y entre sollozos intentó explicar lo ocurrido.
El muy idiota le pidió la identificación, sin entender que le habían robado minutos atrás y en lugar de verificar los datos que Lëia le estaba diciendo, la tomó por los hombros para llevarla hasta una de las estaciones. —No, no...no entiende, soy Leia Campbell, mi padre es Riorden Weynart.— Ante la mención del ministro secuestrado, el agente comenzó a reír a carcajadas sin dejar de empujarla hacia el interior de un viejo y maloliente edificio. —Si y yo soy el padre de Hans Powell. Eres graciosa, niñita, pero ahora callada.— La conversación terminó cuando el enorme auror empujó el flacucho cuerpo de Alexandra, quien terminó cayendo dentro de una horrible celda.

Le dolía la cabeza de tanto llorar, no había recuperado a su padre y ahora moriría sin que su madre pudiese encontrarla.
Dos...¿O tres? días pasaron desde aquel horrible encuentro con la pareja de ladrones. Los aurores cambiaban de turno y ni se fijaban en la silueta de una diminuta niña sucia, parecía que se habían olvidado de ella.
Culpa del frío, del hambre y de la tristeza, se acomodó en posición fetal sobre el suelo y volvió a quedarse dormida. Ni siquiera pudo mantener los ojos abiertos para ver que su tía justo había ingresado al mismo edificio. Casualidades del maravilloso destino.
Lëia A. Campbell
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Elle S. Weynart
Jefe de Área en Salud
A Elle a veces le daba la impresión de que en los distritos pobres nada era como en el suyo. Es decir, más allá de la obviedad económica, seguramente la causante de todo, a Elle le resultaba raro, distinto. Como un recuerdo fugaz de una infancia que no quería recordar demasiado. Había olvidado, casi, lo que la llevaba al doce. Asuntos médicos, claro estaba, pero asuntos que se habían empezado a ver olvidados por la sanadora cuando oyó a un par de personas cuchicheando con una cartera en las manos. Una cartera demasiado buena para pertenecer a un sitio como el distrito doce. Cuando, luego, en un callejón, de camino a su destino, Elle encontró en el suelo, mugriento, el documento de identidad de su sobrina, el objetivo de ese viaje quedó totalmente fuera de juego.

Recorrió las incómodas calles del distrito con paso rápido, aferrada a sus cosas y a su varita, buscando con la mirada a su sobrina. No la encontró. Conjuró una fotografía suya y preguntó a tenderos y caminantes, hasta que decidió irse al edificio de seguridad a preguntar de qué se trataba eso. O le habían robado a Lëia o le habían suplantado la identidad, pero ese documento no parecía falso para nada.

Los encargados de seguridad parecieron preocuparse cuando la vieron entrar e identificarse como Elle Weynart, hermana del ministro Riorden Weynart, mujer del ex-ministro Elijah Larsen... La lista era larga. Así que cuando la rubia exigió que la llevaran hacia la persona que se había intentado identificar, desprovista de documento, como Lëia Campbell, los hombres accedieron sin demorarse ni un segundo más.

La situación de la joven era deplorable y Elle sintió que casi le costaba reconocerla. Se acercó, cautelosa, a las verjas que guardaban a su sobrina, e hizo una mueca de desagrado ante el olor cargado y denso de todo aquello –¿Lëia?– preguntó, buscando la mirada de la muchacha, que yacía en posición fetal, preocupada. No estaba la familia como para poder soportar más gente mal o en peligro.
Elle S. Weynart
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Lëia A. Campbell
Los pasos de pesadas botas se oyeron avanzar a través los pasillos, sólo que esta vez, unos tacones los seguían apresurados y muy de cerca.
Lëia tembló recostada sobre el suelo, intentando cubrir todo su cuerpo con la capa que le había robado a su padre, antes de escapar de casa con la única intensión de encontrarlo. Había perdido tanto tiempo y ya ni siquiera sabía cuantos días llevaba encerrada.
La niña había pedido que por favor verificaran sus datos, incluso que tomaran muestras de su sangre, pero los aurores estaba ocupados con otros asuntos y apenas le dirigían la mirada. Hasta que uno se atrevió a lanzar un conjuro para silenciarla y ese fue el final.

Su ropa estaba hecha jirones, un par de moretones pintaban su pálida piel y no tenía las fuerzas suficientes para intentar curar su labio partido sin varita. Por supuesto que los miembros de seguridad Nacional se la habían quitado al momento que pisó el interior del mugriento edificio.
Se avergonzaba tanto de su estado, echaba de menos a su familia y se odiaba por no poder cumplir ninguna de sus aspiraciones. Durante toda su vida sólo había tenido tres deseos constantes: Ganarse el respeto y admiración de su familia, aprender a controlar su metamorfomagia y nadar en una bañadera repleta de ensalada de frutas.

Su estomago se quejaba por la falta de alimentos y bebidas y quizás por eso prefirió quedarse dormida, en sus sueños todo estaba bien, no moría de hambre y tampoco perdía la fuerza.
Una reconocida voz murmuró su nombre y aunque al principio creyó imaginarlo, un par de segundos después movió la cabeza buscando la figura de su tía Elle. Enfocar su visión fue difícil, pero lo consiguió y al instante se incorporó realizando torpes movimientos a causa de su debilidad.
Alcanzó los barrotes toda temblorosa y con el llanto empapando sus sucias mejillas, como todavía no podía hablar culpa del hechizo, con sus gestos intentó explicar la situación a la sanadora. Estaba mugrosa y algo lastimada, pero tenía y podía reconocerla, ¿Verdad?
Lëia A. Campbell
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Elle S. Weynart
Jefe de Área en Salud
Ver a su sobrina de ese modo arrancó de la garganta de Elle una expresión de sorpresa e incredulidad. Observó con horror cómo la joven se levantaba y andaba a trompicones hacia los barrotes que las separaban a ambas. Estaba magullada, herida. Rápidamente sacó la varita y apuntó al labio de Lëia —Episkey— susurró, viendo como la carne se reformaba y el color oscuro de la sangre seca desaparecía levemente. Miró a la niña, profundamente preocupada —¿Qué haces aquí? ¿Qué te han hecho?— preguntó, mirándola a los ojos.

Lëia intentaba decir algo pero los guardias que habían dirigido a Elle ahí empezaron a acercarse a la sanadora, a pedirle que se alejara de la encarcelada y que no mantuviera ningún contacto físico con ella —¿Pero se puede saber quiénes os creéis? Sois una panda de incompetentes, habéis encerrado a la hija de un ministro y si la mantenéis un minuto más entre rejas os juro que las consecuencias van a ser todavía más graves— rugió, enfadada. No era capaz de comprender cómo podían ser tan estúpidos de no haber comprobado la identidad de la muchacha antes de echarla en una jaula, con los tiempos que corrían. Bufó, molesta, mientras uno de ellos se apresuraba a abrir la puerta, i Elle corrió a estrechar a su sobrina entre sus brazos, acariciándole el pelo sucio, temiendo por ella.

Seguía sin hablar y Elle ató cabos. Fulminó con la mirada al guardia que tenía más cerca —¿Quién le ha hecho un hechizo silenciador?— preguntó, dura, severa. Pudo observar a más de uno encogiéndose sobre sí mismo. Ahora que empezaban a ser conscientes de que sus estúpidos actos probablemente acarrearían consecuencias probablemente nada buenas para ellos, tenían miedo. Finalmente uno de los guardias alzó la mano, con duda. Elle le preguntó su nombre y lo anotó mentalmente. Ese hombre volvería de cabeza a la mina. La sanadora musitó un hechizo que cancelara el previamente aplicado a su sobrina y le acarició las mejillas —Pequeña... ¿Mejor?— le susurró, afectada por verla en ese estado. Necesitaba una ducha y una buena comida.
Elle S. Weynart
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Lëia A. Campbell
Sus manos se aferraron a los barrotes y aunque intentó mantenerse en pie, tuvo que apoyar todo su peso en el frío metal para no volver a caer. Al levantarse con tanta prisa, se había mareado un poco, pero nada de eso le importaba, sólo quería salir de ese horrible y mugroso agujero.
El hechizo de su tía apartó el dolor que sentía en el rostro desde hacía días y cuando los gritos comenzaron, incluso ella misma se encogió en el lugar algo asustada. Claro que el sonido de las llave abriendo las rejas le motivó a caminar hacia Elle, donde terminó rodeándola con los brazos y escondiendo el rostro en su pecho. Todavía no podía calmar el llanto culpa del shock y el hecho de no poder explicarse, la ponía más nerviosa y desesperada.

Cuando la rubia pidió nombres, Lëia se aferró con mayor fuerza al torso femenino, no quería volver a ver los rostros de aquellos aurores por nada del mundo.
El conjuro por fin acabó y con la voz ronca, algo rasposa, asintió moviendo la cabeza. —Si...yo...intenté que verificaran mis datos...me robaron y no tenía el documento...y...y...no me escucharon...— Comentó entre sollozos.
Sin perder más tiempo, obligó a sus piernas a comenzar a caminar pese al cansancio y la debilidad, claro que en ningún momento soltó el abrazó al cuerpo de su tía. —Vamos, vamos, quiero irme a casa.— Pidió respirando agitada, mientras intentaba calmar y controlar las lagrimas.

En ese momento, los guardias y miembros de la seguridad, reaccionaron y comenzaron a seguirlas, tratando de pedir disculpas y excusarse por el comportamiento. —Son tiempos difíciles, señora. Hay mucho trabajo y no podemos estar verificando la sangre de todos...—Explicó el culpable del hechizo silenciador, evitando mirar en todo momento a la niña. Lëia en cambio trató de memorizar cada gesto, facción y arruga. —Tía...vamos, por favor.— Protestó suplicando.
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Jefe de Área en Salud
Los brazos de Elle rodearon con seguridad y firmeza el cuerpo de la muchacha que se sacudía entre sollozos y temblores. Pobrecita. No merecía nada de lo que le estaba pasando. Acarició el pelo, demasiado sucio para una muchacha de su estatus, y besó su frente en un gesto protector —Ya nos vamos. No temas, ya nos vamos— le susurró, cariñosa, todavía con tono protector. Rodeó los hombros de su sobrina con el brazo y empezó a andar con ella, atenta en todo momento de los movimientos de la joven. Se veía a la legua que apenas tenía fuerzas, y Elle quería estar preparada para ser su apoyo si así lo precisaba Lëia.

Contrariada y con una mueca de desagrado torciéndole el rostro, la sanadora se giró hacia los guardias, que ahora las seguían entre disculpas y justificaciones vanas. Elle frenó en seco cuando oyó a uno de esos hombres argumentar que eran tiempos difíciles y se giró hacia él, fulminándole con la mirada —¿Mucho trabajo? Lo que os pasa aquí es que sois muy incompetentes— le espetó, cada vez más furiosa con esos hombres —. Si crees que son tiempos difíciles ahora, espera a ver lo que os pasa cuando le cuente al ministro Weynart cómo os saltáis los protocolos porque “tenéis mucho trabajo”— concluyó, haciendo gestos de comillas con los dedos, remarcando ese “tenéis mucho trabajo”. La expresión del guardia se torció y Elle se aseguró de guardar su nombre en su memoria.

Volvió a centrar su atención en su sobrina y le rodeó los hombros con un brazo de nuevo, protectora. Salieron del edificio y, una vez fuera, más calmada, Elle le acarició las mejillas a su sobrina —Vayamos a comer algo... Seguro que estás muerta de hambre, necesitas llenar un poco el estómago antes de volver— le dijo, agradable. Había visto un pequeño y bastante mugriento bar lleno d mineros, pero Lëia necesitaba comer. Bueno, y ducharse, y dormir en su cama y poder llegar a casa, pero primero de todo comer.  
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Lëia A. Campbell
Mientras su tía discutía con los miembros de seguridad por no haber seguidos los pasos necesarios ante una detención, Lëia se mantuvo a su lado, abrazándola mientras escondía el rostro en su pecho. Se sentía terrible y no sólo por el hambre, la suciedad y el sueño, si no también por no haber conseguido completar la misión: Volver a casa con Riri sano y salvo.
No quería escuchar más gritos, por lo tanto se separó un poco de la rubia y sin soltar el agarre de la mano, avanzó a través del pasillo hasta por fin salir del espantoso edificio.

La idea de una cálida ducha, seguida de una hermosa siesta envuelta en sus mantas, le atraía mucho más que pasar los minutos rodeada de mineros, sin embargo su tía era la médica y por algo sugería ir a comer primero, por lo tanto la seguiría sin cuestionar absolutamente nada. —Tía, ¿Puedes avisarle a mamá que estoy bien? Seguro estará preocupada por mi.— Pidió intentando limpiar su riostro de los restos de lagrimas.

Después de tres días en completa oscuridad, los rayos de sol estaban dañando sus ojos, así que Lëia avanzó con mayor prisa, utilizando sus manos como protección hasta que sus pupilas se acostumbraron y ya no hizo falta llorar al respecto.
¿Ya encontraron a papá?— Preguntó preocupada, al mismo tiempo que empujaba la puerta del restaurante que su tía le había indicado con la mirada.

Con la respiración agitada por el cansancio, tomó asiento en una de las mesas disponibles e inmediatamente cerró los ojos culpa del mareo, si...Necesitaba algo con azúcar pronto y una chocolatada sonaba muy bien.
Apoyó los codos sobre la madera, intentando ocultar un poco su cara detrás de la palmas de sus manos. Estaba tan avergonzada. —Escapé de casa, sólo quería ayudar en la búsqueda de Riri...— Le explicó a la sanadora, si la había rescatado, mínimo se merecía una explicación de lo ocurrido.
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Entraron en el bar y tomaron asiento. Las miradas que recibían por todas partes eran inquisitivas: claramente estaban fuera de lugar, pero a la vez en una posición superior al resto de personas presentes en ese local —Ahora mismo se lo haré saber. No te preocupes. Ahora vengo, ¿de acuerdo? Cuando estemos con ella hablaremos de tu padre— Elle sacó un pañuelo de su bolso y se lo puso en las manos a su sobrina, en un intento de calmarla y de dejar que se secara las lágrimas. Todos los hombres presentes en ese bar le causaban cierto sentimiento de repugnancia. Sabía que hubieran sido capaces de hacer las mismas estupideces que los guardias del sitio en el que habían encerrado a Lëia, pero sin haber estudiado para llegar a su posición. El pensamiento le generó una mueca a la rubia que optó por dirigirse a la barra.

Había evitado hablar de Riorden, porque quería que fuera Zoey quién la informara de la situación. Ni ella misma era muy consciente de cómo había terminado todo, pero no se esperaba para nada que una casualidad hiciera que se encontrara a su sobrina en ese distrito. Un hombre que rondaría los sesenta se acercó a ella y puso las manos encima de la barra, antes de preguntar un "¿Qué le pongo?" con una voz ronca y un aliento podrido que delataban años y años de tabaco y poca higiene bucal. Elle no pudo evitar fijarse en una fina capa oscura de roña acumulada debajo de las uñas del camarero e hizo una mueca, sabiendo que ese sitio no pasaría un control de higiene laboral ni en un millón de años —Póngame un croissant con chocolate. Y un zumo de frutas. Bueno, que sean dos croissants— pidió, educadamente. Dejó el dinero encima de la barra y cogió la comida que le dio el hombre.

De vuelta a la mesa, Elle dejó el corissant de chocolate y el zumo delante de su sobrina —No es lo más saludable del mundo, pero hará que te sientas mejor— le dijo, cariñosa —. Y... No deberías haberte escapado de casa, Lëia. Sé que lo hiciste con la mejor de tus intenciones, pero tu padre es un hombre mayorcito ya, y... Y no le gustaría nada que te pusieras en peligro por él. Mira cómo has terminado— dijo, sin querer regañarla pero preocupada. Elle llevó su mano a la melena de su sobrina y la acarició suavemente, cuidándola como pudo —Venga, come... Después volveremos a tu casa. Seguro que tu madre se muere de ganas de verte— susurró, cariñosa. Su sobrina no se merecía nada de lo que le había pasado durante esos días.
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Lëia A. Campbell
Lëia tomó el pañuelo que su tía le entregaba y asintió varias veces, para luego observar su caminar hasta el mostrador donde un anciano la atendió.
Con cuidado secó los restos de lagrimas y limpió la suciedad de su piel, observando como la blanca tela quedaba completamente negra. Ni siquiera quería pararse frente a un espejo por su propia salud mental.

Tenía la mirada pérdida en una mancha obscura sobre el mantel y los codos apoyados en la mesa, cuando la comida apareció frente a ella. La suciedad y poca higiene del lugar poco le importó, tenía tanta sed y hambre que no tardó en aferrarse al vaso para beber el zumo sin respirar.
Al abandonar la copa vacía, se limpió las comisuras de los labios con el pañuelo de Elle y posteriormente atacó el croissant con ganas.

Aún no tragaba el primer mordisco, cuando las palabras de su tía le hicieron bajar la vista avergonzada, pues sabía que tenía razón en decirle todo eso. —Yo...Lo siento.— Murmuró al conseguir pasar el bocado de su media luna. —Sólo quería ayudar en la búsqueda de papá y no encontré nada. Ahora viviré castigada hasta los treinta.— Comentó soltando un suspiro lleno de frustración. Tal vez el trabajo de campo no era para ella.
Con los ojos húmedos, sonrió ante las caricias cariñosas de Elle y se apresuró en comer, también tenía muchas ganas de ver y abrazar a su madre. —¿Puedo bañarme primero en tú casa? Creo que a mamá le dará un infarto si me ve así.— A pesar de toda la situación, soltó una pequeña risita.
Lëia A. Campbell
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