The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Zenda M. Franco
Fugitivo
Mientras Ben, Amber y Cale se encargaban de llevar a los prisioneros a la casa de Arya, los demás comenzaron a ayudar con los heridos, siguiendo las indicaciones de...(suspiro resignado) Beverly. Pero como la rubia también estaba bastante herida, al final fue Zenda junto con los que podían mantenerse en pie, quienes continuaron realizando hechizos curativos, aplicando ungüentos y pociones.
Aplastar las hojas con distintos aceites para formar una pasta sanadora, le recordó al trabajo que hacía Arleth y como su madre se enojaba con ella por salirse de los limites, para recorrer un poco el bosque buscando manzanilla, cola de caballo, ortiga y demás.
Desde pequeña la niña había aprendido algunas técnicas y recetas, pues siempre que tenía tiempo, se dedicaba a observar qué hacia su progenitora. Sin embargo durante los últimos meses, se enfocó más en practicar su metamorfomagia con Seth y Cale, entrenar con Echo y Ben, pasear con su auto de madera junto a Elioh y por supuesto, discutir con Ava.
Extrañaba todo eso y daría lo que sea por recuperarlo, aunque sabía que era imposible.

Uno a uno fue cayendo culpa del cansancio y agotamiento, sin embargo Zenda intentó mantenerse despierta por si descubrían el refugio y los atacaban, ¿Levantar y tomar como prisioneros a aquellos hombres estaba mal? ¿Era lo correcto? No lo sabía, pero se sentía terrible por dejar atrás a Kendrick. Tenían que rescatarlo o jamás se lo perdonaría.
Las bombas no estallaron sobre el loft, tampoco aurores irrumpieron durante la madrugada y no supo cuándo, pero sus párpados se dieron por vencidos y acabó durmiendo sobre una manta en el suelo, junto a donde yacía el cuerpo de Alice.
Estaba preocupada por la morena, había regresado muy herida al igual que Ava y aunque ya habían hecho todo lo posible con los hechizos y cremas, ahora sólo debían esperar.

Con las manos aferradas a su varita y un cuchillo acomodado dentro de su bota, la rubia comenzó a respirar agitada y una capa de sudor cubrió su cuerpo. No se movía, pero la expresión de dolor en su rostro era real.
Echo la había dejado caer sobre la tierra y lo primero que veía era el cuerpo de Arleth. Al incorporarse, intentó alcanzarla, sin embargo una mano rodeando su tobillo se lo impedía y al volverse para soltarse del agarre, notó que era Elioh quien la estaba sujetando, pero sus ojos ya no tenían vida.
Paseó la mirada por el campo de su antiguo hogar y cual césped florecido en primavera, así yacían los cuerpos de todos, Ava, Cale, Ben, Echo, Ken, Bev, Jared, Eowyn, Seth (...).
Zenda no sabía qué hacer, gritó hasta quedar sin voz y cuando por fin pudo salir corriendo, un pelotón de aurores caminaba hacia ella con las varitas apuntando.


Si había una razón para el enojo e irritación de Zenda, era este, cada vez que se rendía ante Morfeo, sus más profundos miedos la volvían a atacar.
Gimoteó por el dolor de los "sectum" que atacaban su cuerpo y giró sobre la manta hasta que su cabeza golpeó la cama de Alice. Incluso con eso, no logró despertar de la pesadilla.
Zenda M. Franco
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Alice D. Whiteley
Consejo 9 ¾
Nunca he estado en el limbo, o por lo menos en algo parecido a como se siente ahora mismo. Sé que en algún momento voy a tener que abrir los ojos, hacer frente a una nueva situación de la que no quiero ser partícipe. Pero, a sabiendas de sonar egoísta, por el tiempo que dure esta falsa tranquilidad, quiero aprovecharme de ella. El vacío existencial se siente casi como un hogar ahora que se presenta como una opción, mucho más alentadora que la que hay ahí fuera. Porque por ese tiempo no tengo que soportar la sensación pesada en mis pulmones al respirar, ni sentir que el pecho va a explotarme en cualquier momento; de la misma manera que no tengo que preocuparme por memorias rotas y reflexiones que van más allá de mi capacidad de aceptación. Mientras permanezco en ese punto intermedio entre la luz y la oscuridad, no tengo que lidiar con nada de eso. Y supongo que esa es la parte más adictiva de buscar la inconsciencia.

Sé que he vuelto en sí cuando por cuenta propia aire puro entra en mis pulmones, de forma muchísimo más liviana que la última vez que estuve consciente, cuando una roca parecía haberse posado sobre mi pecho impidiéndome el paso de oxígeno. Como consecuencia mi corazón empieza a latir con más fuerza y mis párpados se abren con la misma velocidad ante la probabilidad de una nueva amenaza, pero no es hasta que descubro con mis propios ojos que no hay nada por lo que sentirse en peligro. Aunque al principio me cuesta enfocar lo que tengo frente a mí, en cuanto lo hago todos los recuerdos comienzan a aglomerarse en mi visión frontal como si hubiera sido ayer. Lo cual no sé si es del todo cierto, pues se siente como si hubieran podido pasar desde días hasta semanas, e incluso meses, desde la última vez que abrí los ojos.

Inconscientemente mis manos van a palpar mi abdomen, apartando de encima la manta que cubre mi cuerpo para toparme con los vendajes que cubren la mayor parte de los cortes. El recuerdo es tan vívido que por un momento tengo miedo de comprobar que esto es la vida real, quedándome un segundo sin respiración. Puede que sea la desorientación en la que me encuentro, junto con la evidente pérdida de todos mis sentidos, lo que hace que no me percate de la figura que reposa al borde de la cama en un colchón improvisado. Al principio pienso que se trata de Ava, pero es un cuerpo demasiado diminuto como para ser ella. Un cuerpo que se revuelve de un lado para otro entre espasmos que no puedo ignorar, de manera que una de mis manos se posa sobre su cabeza para acariciar su cabello. Es ahí que me doy cuenta al observar el color de mis dedos que, si bien no soy un cadáver, he estado muy cerca de serlo. – Ey, Zen… – Carraspeo, apenas sin voz. – ¿Estás bien? – Solo espero que me oiga, pues no creo que sea capaz de hablar más alto por el momento.
Alice D. Whiteley
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Zenda M. Franco
Fugitivo
A través de sus heridas perdía demasiada sangre y cada conjuro contra su cuerpo era agonía pura, pero lo que en verdad la estaba destruyendo por dentro, era ver los cuerpo de todos sus conocidos, familiares y amigos, yaciendo sin vida a lo largo de la entrada del Distrito catorce en llamas.
Dos aurores la sostenían en el aire,  levantada por los brazos, mientras un tercero la torturaba a un par de metros lanzando hechizos. En determinado momento este se acercó y apoyó la punta de la varita sobre su frente.
Zenda pensó que era el final, que por fin podría unirse a su madre y padre, sin embargo una voz demasiado femenina salió de los labios del enorme brujo junto a ella.


La rubia abrió los ojos respirando bocanadas de aire, sentía que estaba ahogándose y sin poder evitarlo, pasó las manos por todo su cuerpo, allí donde las heridas del sueño continuaban abiertas, aliviándose al momento de no encontrarlas. Estaba bien, viva y en el refugio del distrito cinco.
Al voltear la cabeza, se encontró con los grandes ojos de Alice mirándola y con sus finos dedos acariciando los cabellos despeinados. Entonces comprendió que había sido ella quien la había despertado de su pesadilla. —Estoy bien.— Gruñó incorporándose.

Al quedar sentada sobre su improvisada cama, recuperó la varita y comenzó a realizar de nuevo algunos hechizos curativos sobre la morena, quien por fin había despertado del desmayo.
Apartó las lagrimas concentrándose en hacer los conjuros lo mejor que podía, mas en ese preciso momento, dejó de controlar sus emociones y sus largos cabellos dorados comenzaron a teñirse de negro azabache. —No te muevas, le diré a Ben que te has despertado en cuanto termine con esto.— Murmuró sin suavizar el ceño fruncido y sin mirarla a la cara, ¿Cómo podría hacerlo? Si cada vez que lo hacía, pensaba en su mejor amiga Murphy.
Zenda M. Franco
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Alice D. Whiteley
Consejo 9 ¾
Por un momento pienso que obligarla a despertar del sueño es una actitud un poco egoísta por mi parte, pues de seguro dormir es lo único que necesita en estos tiempos de locura. Sin embargo, tampoco puedo contenerme de querer desprenderla de su dolor, ficticio o no. Tengo que apartar la mano hacia un lado cuando apenas el roce provoca que se despierte, sobresaltada por una realidad que difiere mucho de sus pesadillas. Me cuesta horrores alcanzar a murmurar unas palabras de consuelo en lo que ella misma parece percatarse de donde está, de manera que al final no son más que un murmullo sin sentido lo que sale de mis labios. Puede que lleve un tiempo fuera de mí, que la desorientación que se apodera de mí me nuble ciertos recuerdos de lo que ocurrió, pero no necesito mucho de eso para saber que no está bien.

Sé que no soy precisamente la persona adecuada para decirlo, puesto que yo misma suelo utilizar esa estrategia para evitar preocupaciones. Pero una cosa es que lo diga un adulto y otra cosa muy distinta es que tenga que hacerlo una niña. De todas formas, no tengo mucho tiempo a reaccionar antes de que se reincorpore sobre sus piernas dispuesta a utilizar su varita.– Ey, espera, para… Para un momento. – Carraspeo, ahogando un ataque de tos que acude a mi garganta en cuanto trato de incorporarme con la ayuda de mis manos. Me cuesta respirar al principio tras cambiar de posición de una forma tan brusca en lo que me apresuro a rodear la mano que sostiene su varita. Rodeo con mis dedos los suyos, bajando levemente la mirada en busca de sus ojos, pero ella evita los míos. De alguna manera la comprendo, yo tampoco querría mirar a un rostro demacrado de ojos apagados y mejillas ahuecadas.

Por esa misma razón lo dejo estar, tomándome el permiso para retirar la varita y posarla a su lado. Cuando vuelvo a mirarla, el color de su cabello ha dejado de ser rubio, sustituyéndose por un negro carbón que me recuerda inconfundiblemente al de Murphy, casi tanto como al mío. Trago saliva, solo para darme cuenta de lo seca que tengo la garganta, mordiéndome la mejilla interna en lo que me atrevo a tomar uno de sus mechones entre los dedos. – Yo también la echo de menos. – No sé de donde sale en mi interior para murmurar esas palabras sin que se me corte la voz, aunque tampoco estoy muy segura de que eso sea verdad. Porque duele, duele que sea la primera vez que reconozco eso en voz alta, casi tanto como el hecho de que ya no esté aquí. – Y sé que ahora mismo no quieres hablar conmigo, ni con nadie… pero sé que no estás bien, Zenda. Solo quiero que sepas que está bien no estarlo. – Susurro, dejando caer su pelo nuevamente sobre el rostro. Eso es algo que me ha llevado tiempo comprender, que tenemos derecho a sentirnos miserables, a estar enfadados, y a gritar si es que eso nos ayuda a sanar, dado que al final es lo único que va a hacerlo.
Alice D. Whiteley
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Zenda M. Franco
Fugitivo
Sentada junto al colchón de Alice, la rubia se acomodó para comenzar a realizar un hechizo curativo sencillo, no podían perder a la única mujer que sabía de medicina más que Beverly. Sin embargo la adulta la detuvo en medio del trabajo y le quitó la varita.
Durante unos segundos se sintió desnuda, desprotegida y hasta tuvo que controlarse para no saltar sobre ella y recuperar el arma. No estaba enojada, al menos no con la mamá de Murphy, sin embargo con todo lo ocurrido en su hogar, el eterno viaje por el desierto, la supervivencia en el distrito doce y por último la batalla en medio de la Capital, Zenda se había convertido en dependiente de su varita. No la soltaba ni la perdía de vista jamás.

Evitó mirar su rostro enfermo y demasiado pálido, al tiempo que se sentaba sobre las mantas que improvisaban una cama para ella. La confesión la tomó por sorpresa, mas continuó fingiendo que estiraba los acolchados con mucha concentración.
No iba a mentirle, también extrañaba muchísimo a su amiga y añoraba los viejos tiempos donde la intentaba ayudar con los entrenamientos de puntería.
Zenda había obligado a Murphy a escapar con ella durante la noche, se metieron en una de las casas vacías y no descansaron hasta arruinar el blanco que había preparado para la ocasión. Allí su amiga, le contó que se sentía mal, que no tenía la misma fuerza y energía que los demás...En ese momento, la rubia intentó motivarla con un discurso bastante agresivo y tal vez no funcionó del todo bien. Ahora aquel recuerdo resultaba ser doloroso, muy doloroso.

Mia clavó los dientes en el interior de su mejilla y por fin levantó la mirada brillante hacia el rostro de Alice, ¿Tal vez ella si la escucharía? Tragó saliva con algo de dificultad y con la voz un poco ronca, le respondió. —Estoy enojada todo el tiempo y lo único que quiero es que todos ellos mueran.— Apartó su mano del agarre y sujetó sus propias manos entrelazando los dedos. —Ellos vieron lo que hicieron y ninguno hizo nada, siguieron con sus bonitas y cómodas vidas.— Gruñó desviando la mirada hacia el suelo y comenzó a quitar las pelusas que se habían aferrado a la tela de sus mantas. —Y...sólo quiero a mi mamá, a mi papá y mi auto de madera. — Admitió con la voz ahogada y algo avergonzada, dejando escapar un par de lagrimas. —Y ahora también dejamos que Jamie se llevara a Ken...es un idiota muy molesto...pero lo quiero y me agrada. No es justo que sigamos perdiendo, si aún no lo ha matado, seguro que lo está torturando porque no atiende mis llamadas por los espejos.
Zenda M. Franco
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Alice D. Whiteley
Consejo 9 ¾
Su silencio me da a comprender que tengo razón, que en estos momentos lo último que quiere es escuchar a alguien tratando de explicarle que el mundo no es tan horroroso como lo pintan ni está tan lleno de desgracias, cuando la verdad es que ni yo misma lo creo y lo único que estaría haciendo sería nublarla de una verdad que es dolorosamente cruel para una niña de su edad. Quizás es esa la razón por la que me ahogo de querer ser mi honesta yo que nada espera de una vida que no me ha ofrecido más que golpes, porque creer que las cosas cambiarán para ella de alguna manera me da las fuerzas suficientes como para hablar con seguridad. No importa que no quiera escucharme, mientras toma asiento a un lado de la cama y deshace las arrugas de la manta que hace unos segundos me cubrían, es lo único que necesito por este momento.

Tan solo me quedo compartiendo su silencio, suspirando con algo de dificultad ahora que tengo la obligación de respirar con más de fuerza para que el oxígeno llegue a mis pulmones. Lo que no espero es que alce la voz, y me encuentro con su mirada en lo que giro levemente la cabeza en su dirección. No puedo decir que no la comprendo, porque es exactamente como me sentía yo, o como me siento si me das unos días para asentar la cabeza. Por esa misma razón sé lo mucho que esa clase de sentimiento resulta por todo agotador, asfixiante hasta el punto de no poder sentir más que odio por todo lo que nos arrebataron. – Lo sé. – Es lo único que me atrevo a decirle, por lo menos hasta que el cerebro asuma su función de crear una respuesta más elaborada, lo cual es difícil ahora que pensar se vuelve una tarea tan pesada. – Es lógico que te sientas así, que quieras verlos muertos porque ellos nos quitaron todo, es lo que se merecen. – Quizás esté sonando algo brusca, apartando las lágrimas que caen por sus mejillas con mis dedos en un gesto de suma delicadeza, pero tampoco quiero caramelizar una situación que es imposible de mejorar. – Pero si algo he aprendido con el tiempo, es que la venganza no lleva a ningún lado. – Que es, probablemente, lo que lleva pensando desde que el catorce explotó en llamas. – Yo también estoy enfadada, Ben, Ava… tienes todo el derecho del mundo a sentirte así. Puede que ahora pienses que es lo único que vas a poder sentir en mucho tiempo, pero lo bueno de este es que, con el tiempo, aprenderás que no merece la pena ahogarte en disgusto por cosas que se salen de nuestro control. – Y no digo que tenga que ser ahora porque, como dije, tiene todas las razones para estar enojada, y además yo soy la primera en querer hundirme en el foco de la desesperación, pero por lo menos espero que entienda que ese sentimiento terminará por irse.

No es hasta que clama echar de menos a sus padres que me doy cuenta de cuál es la verdadera consecuencia de esta guerra. Padres sin hijos, hijos sin padres, la historia que se repite generación tras generación por el juego al que se dedican algunos a ver quién mantiene la corona. Más nosotros no somos más que las piezas que caen en el tablero. Asiento muy brevemente con la cabeza, dándole a entender que yo también comparto su pena. – Es difícil acostumbrarse a vivir sin ellos cuando llevan haciéndolo toda la vida, ¿verdad? – Me animo a levantarle la barbilla con los dedos de una mano, mientras con la otra aparto unos mechones de pelo que esconden su rostro tras la oreja. – ¿Pero sabes una cosa? Mientras nosotros sigamos aquí, su recuerdo se mantendrá con vida. Y eso es algo que no nos pueden quitar. – Que sé que no va a servirle ni la mitad como consuelo ahora mismo, solo espero que, con el tiempo, pueda aceptar que es lo único que podemos llevarnos con nosotros. Lo que dice a continuación provoca que deje caer la mano que sostiene su mentón sobre mi regazo, terminando de apartar su cabello para fruncir el ceño en duda. – ¿Cómo? ¿Qué ha pasado con Kendrick? – Pregunto hasta que yo misma soy capaz de unir dos con dos y atar los cabos sueltos. – ¿A quién más se han llevado, Zenda? – Con todo lo que ha pasado, el despertar aquí después de creer que no volvería a hacerlo, me deja con la duda de no saber como terminó todo después de la sacudida que se sintió el traslador. – ¿Cuánto tiempo ha pasado? – Y es evidente a que me refiero al tiempo que ha transcurrido desde que perdí la consciencia. No puedo ni empezar a imaginarme que se han llevado a alguien de los nuestros, razón por la que mi corazón de repente empieza a acelerarse, lo cual nunca es bueno.
Alice D. Whiteley
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Zenda M. Franco
Fugitivo
Con las manos entrelazadas y acomodadas encima de sus piernas, continuó sentada escuchando lo que Alice le comentaba y se alivió bastante al saber que no era la única que quería ver a todos muertos. Bueno, sólo a los culpables.
Sus gestos se suavizaron un poco y lentamente su cabello comenzó a regresar al color dorado original, mas todo el proceso se detuvo cuando Zenda tuvo que volver a morder sus propios dientes con fuerza, frunciendo el ceño. —¿Ahogarme en un disgusto?— Preguntó evitando elevar la voz, tenía que aprender a controlar la ira o las cosas acabarían en verdad muy mal. —Cierto, no vale la pena, mataron a mi madre, a mi padre y a Murphy, pero ya se me pasará...Estoy segura de que Ben ya olvidó por completo como también mataron a su anterior familia y amigos.— Su propio sarcasmo le causó un dolor interno indescriptible, ¿Y si al final todo era en vano? Quizás nunca tuvieron una remota posibilidad de vivir una vida tranquila, lejos de toda la mierda de Jamie y su estúpido gobierno.

Flexionó las piernas para pegar las rodillas al pecho y se abrazó a si misma, acomodando el mentón sobre ellas. Desvió la mirada del rostro de Alice y se interesó en una bonita mancha de humedad en la pared, estaba un poco avergonzada por todo lo que había dicho, sin embargo no se disculparía porque no lo sentía.
Las siguientes palabras de la morena hicieron que sus ojos de nuevo se tornaran brillantes y aguados ¡Maldición! Estaba harta de llorar, lo odiaba. Apoyó la mejilla sobre las rodillas y así evitó el contacto visual mientras volvía a llorar como un bebé, mirando hacia el lado contrario. —Pues yo no quiero que sean recuerdos, sólo quiero volver a casa.— Debía calmarse, por lo tanto se puso de pie, secó su rostro y se sonó los mocos en la camiseta que le quedaba como un vestido suelto, finalmente recuperó su varita de un manotazo.

Se había olvidado por completo de que Alice no tenía idea de todo lo que había ocurrido en el Capitolio y mientras pensaba en cómo explicarle, pasó el brazo por debajo de su nariz para limpiarla. —A Kendrick se lo llevaron los del gobierno...— Informó, mientras daba pequeños pasos hacia atrás, alejándose de las camas improvisadas. La cocina se veía muy bonita ahora que lo pensaba. —Y...también tienen a Derian, a Kenny y a dos rebeldes más que no recuerdo el nombre. Una chica y un chico.— Zenda se encogió de hombros, no sabía ni qué hora era, sólo que estaba muerta de hambre y que quería volver a dormir sin tener pesadillas.
Zenda M. Franco
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Alice D. Whiteley
Consejo 9 ¾
No soy capaz de tragar saliva porque tengo la garganta completamente seca, pero aun así me sale hacer el intento mientras no aparto la mirada de ella, con el ceño ligeramente fruncido. La rabia con la que escupe sus palabras me golpea, segura de que no es lo que realmente quiere decir y siendo la única manera que tiene de sacar su dolor al exterior, se lo permito. Se lo permito hasta cierto punto, cuando menciona a mi hija vuelvo a sentir que mi pecho se achica y que mis ojos parpadean en busca de sacar a relucir alguna lágrima. Estoy tan deshidratada que ni siquiera es posible, lo cual agradezco porque no me queda más agua por derramar a estas alturas. – Zenda, yo… no quise que… – Balbuceo, sin apartar la vista de su cabellera pese a que ella esconde su rostro. Cojo un poco de aire por la nariz antes de volver a elevar la voz. – Sabes que eso no es así, yo soy la primera que la quiere de vuelta, a ella… a todos. Si pudiera hacerlo, lo haría, daría lo que fuera porque ella estuviese aquí. Pero no puedo. – Eso es algo que me ha llevado tiempo entender, aunque ni siquiera estoy segura de haberlo hecho del todo, no cuando su recuerdo es tan intenso y cercano que duele apenas pensarlo. No creo que nunca se supere algo así. – Las personas se van, algunas antes de lo que nos gustaría, otras mucho tiempo después… pero no las olvidamos. Que no se encuentren aquí no significa que no estén con nosotros, eso sí que puedo asegurártelo. – La pérdida es inevitable, lo aprendí por las malas, es algo que llevo mucho tiempo asumiendo, aunque eso no quiere decir que no piense en ellos cada día.

Dejo que se aparte y se abrace a sí misma, porque tocarla de alguna manera se siente como una intrusión a su intimidad, sobre todo ahora que se encuentra tan vulnerable. No obstante, en ningún momento muevo mis ojos de mi figura, no hasta que su confesión me resulta tan honesta que no puedo evitar girar la cabeza hasta el suelo en suspiro. – Lo sé. Yo también. – Termino por aceptar. No hay consuelos que nos hagan sentir mejor, ni excusas que valgan, porque la realidad es esta y no la podemos cambiar. ¿Y cuál es la realidad? Que no tenemos un lugar a dónde ir, que a partir de ahora estamos por nuestra cuenta en un mundo al cual no pertenecemos. Hemos perdido a tanta gente que resulta ridículo pensar en un futuro donde las cosas sean mejores, cuando lo cierto es que nunca lo tuvimos.

Levanto la mirada solo cuando toma la decisión de levantarse, demasiado deprisa como para que mis ojos la sigan sin que su figura se muestre borrosa. Tengo la necesidad de levantarme, al igual que ella, pero mis movimientos son mucho más torpes después de haber permanecido tanto tiempo tumbada y a saber en qué estado. No solo es el repentino cambio de posición lo que me deja por un segundo exhausta en el sitio, sino lo que dice a continuación también. Me siento patética al no recordar nada de eso, obligándome a mí misma a pensar con más crudeza, más obtengo una imagen negra que lo hace diez veces más frustrante. – Dime que al menos equilibramos la balanza cogiendo a alguno de los suyos. – Pido saber, no muy segura en el momento de qué modo nos ayudaría estar en posesión de su gente. Me animo a dar unos pasos en su dirección, mis piernas se sienten débiles y hacer esta clase de esfuerzo se siente como arrastrar una tonelada de cemento, por eso siento necesario apoyarme en la pared más cercana que tengo. Si ellos tienen a los nuestros no hay tiempo para estar tumbado, es mejor que empiece a moverme cuanto antes si quiero ayudar a recuperarlos.
Alice D. Whiteley
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Zenda M. Franco
Fugitivo
Zenda apenas escuchó el resto de la explicación que Alice le daba, permaneció sentada sobre las mantas que simulaban ser una cama y trató recordar su hogar. Imágenes familiares del distrito comenzaron a tomar forma en su memoria y aunque al principio todo se veía como en sus pesadillas, poco a poco la sangre, el fuego y la destrucción, empezaron a esfumarse hasta desaparecer.
Con la respiración en calma, se imaginó dentro de la casa sumida en un silencio y caminó hasta tomar asiento en la silla ubicada en su lugar del lado de la mesa. Por lo general la capacidad creativa e imaginativa de la rubia era nula, sin embargo en esta ocasión, dio rienda suelta a las ataduras de su mente y visualizó a su madre lavando los platos del almuerzo, a su padre limpiando las herramientas del taller sobre el mantel a propósito para fastidiarla y una enorme sonrisa se formó en su mente mientras las lagrimas empapaban sus mejillas.

Lo sé...yo también.— La interrumpió la voz ronca de Alice y parpadeando para apartar el llanto, limpió su rostro y se incorporó haciendo lo posible por alejarse de toda la depresiva conversación.
No pudo avanzar tanto, le partió el corazón ver a la enfermera tan débil y pese a que anteriormente le había pedido que parara, Zenda volvió a conjurar un hechizo curativo contra ella y luego se acercó para pasar uno de sus brazos por encima de los hombros. —Vamos a tomar un té con galletitas.— Le dijo, manteniéndose en pie para guiarla hasta las sillas de la cocina.

Frustrada, decidió distraerse un poco preparando las dos tazas de té y trepando sobre la mesada, buscó conseguir la lata de bizcochos ubicada en el estante más alto. —Kyle se trajó a un funcionario del gobierno, Ben al ministro de defensa y con Bev cargamos el cuerpo del ministro de salud.— Respondió al final, mientras brincaba y flexionaba las rodillas para caer sin dañarse.
Colocó el frasco redondo sobre la mesa junto a Alice y posteriormente sirvió la infusión. —Aquí tienes.
Zenda M. Franco
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