The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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No creo que la tierra de mis botas haga una diferencia en un sitio donde se percibe que a pesar del esmero por mantenerlo limpio y ordenado, las paredes de los pasillos se descararan y hay humedad extendiéndose como manchas sucias. Una orden escueta de la mujer que me abre la puerta y que a pesar de todos mis años como cazador no me atrevo a oponerme, me obliga a sacarme las botas para dejarlas pasando el umbral de entrada del minúsculo apartamento. Minúsculo en comparación a las viviendas que conozco del Capitolio y de la misma Isla Ministerial, que suelen tener mucho espacio verde alrededor y aquí lo único que veo es un balcón a rebosar de plantas. Podría seguir perdiendo todo el tiempo del mundo en mirar cada cosa del lugar, lo poco que tienen y lo familiar que han logrado que sea a pesar de ello. Pero si me enfrenté a bestias más grandes que esta niña que apenas pasa el metro, sé que puedo mirarla a los ojos también y para hacerlo tengo que doblar mis rodillas. —Así que tú eres… Anna…— murmuro.

Si bien quedo parejo con su estatura, ella está a una distancia en la que necesita más que estirar el brazo para alcanzarme. Su espacio personal, el mío, con límites bien definidos. Se ve inofensiva, hice bien en dejar el arco en la entrada. En caso de tener que defenderme, me recuerdo que soy más grande, más fuerte y seguramente más veloz. Lo que no sé es porque a pesar de lo pequeña que es, me aterra como nada y estoy aquí, deseando en plegaria que nada de lo que me dijo su madre sea cierto. Si las fechas coinciden es una probabilidad, ¿pero puedo confiar en los registros que hacen de los niños que nacen en el norte? En ocasiones se hacen tan a destiempo o en una desorganización general, que conozco casos en que dicen tener uno o dos años menos de lo que en realidad tienen. Si las fechas no me sirven para empezar a argumentar, los ojos rasgados de la niña y como canicas negras que creo haber visto en cachorros alguna vez, por más inocentes que se vean, van marcando una diferencia.
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Hanna M. Yilmaz
Los pasos de la pequeña recorrían el pequeño apartamento, chocando las manos contra las paredes cuando llegaba al extremo contrario y le tocaba volver sobre sus pasos tras las patas de un cachorro que jugaba con ella. Sus pies se golpearon en un par de ocasiones contra el diminuto y desgastado sofá que coronaba la principal estancia de la vivienda, pero no dejó de correr tras  el animal hasta que un grito los espantó a ambos. Cesó su carrera, tomando al pequeño en brazos y tratando de alcanzar el balcón, donde volver a dejar al cachorro, pero resbaló y cayó de bruces al suelo. Y entonces fue cuando las lágrimas acudieron a sus ojos; derramándose a borbotones y siendo acompañadas por un constante hipo que sacudía todo su cuerpo. Dos manos acudieron a su búsqueda, levantándola en volandas del suelo y dejándola sobre el sillón, el cachorro corría en círculos tratando de lanzarse sobre ella a consolarla, mientras la mujer secaba sus lágrimas y le pedía que dejara de llorar. —Si dejas de llorar te doy esto, ¿de acuerdo?— trató de convencerla mostrándole un pequeño brik de color marrón que rezaba las palabras “batido de chocolate”. Alzó la mirada, aún con lágrimas corriendo por sus mejillas, y asintió con la cabeza, tomándolo con rapidez antes de que se arrepintiera del ofrecimiento.

Llevó el tubito a sus labios, balanceando los pies pero siguiendo con la mirada como su madre desaparecía de su campo de visión, apareciendo poco después seguida de un hombre alto que abandonó allí antes de desaparecer tras otra puerta con unas palabras que no llegó a escuchar. Los brillantes y ojos negros de la pequeña se fijaron en el recién llegado, inclinando la cabeza hacia un lado como si de un cachorro curioso se tratara. Y así era, curiosa por naturaleza. —Es Hanna— corrigió entre risas ante el error que acababa de cometer el hombre al pronunciar su nombre. —¿Y cuál es tu nombre?— preguntó inclinándose ligeramente ahora que él había doblado las rodillas para quedar a su altura. —Seguro que mucha gente te ha dicho que eres muy alto— comentó bajando la mirada hasta sus piernas para ver que eran muy largas tanto cuando estaba de pie como en aquella posición. —Mamá siempre dice que cuando sea mayor seré muy alta— continuó hablando sin dejar al hombre ninguna oportunidad de abrir la boca —, así que quiero ser mayor ya— agregó antes de volver a beber de su batido.
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Puedo suponer que estuvo llorando por el rastro de humedad en su carita, por el tinte rojizo en sus ojos, y me provoca un sentimiento extraño, no es la intención de querer protegerla por ser pequeña y haber sido lastimada, más bien es pavor de que pueda romper en llanto una vez más. En cambio se ríe, es una carcajada tan acorde a su diminuto tamaño, sale como el tintineo de una campanilla y me hace pensar en los duendecillos que pueden tirarte del pelo o picarte los tobillos. No logro aún especificar qué clase de criatura es, que clasificación de peligro le corresponde. Tomo nota de su nombre bien dicho, el cual sé que va acompañado por otro que habla de su procedencia, pero me encuentro pensando en cómo quedaría el apellido Weynart en reemplazo del Yilmaz. Si es cierto que se trata de mi hija como jura su madre, a quién se le ocurre contactarme ahora, cuando no creí que después de haber tomado caminos tan contrarios, tuviéramos una razón para volver a hablar.  

Colin…— contesto a su pregunta, me guardo mi apellido después de una vacilación. Tendrá diez años, pero no confío de todas maneras en darle esa información. ¿Qué si lo de su madre es una mentira y ella se lo cree? ¿Y luego va diciendo por ahí que Colin Weynart es su padre? ¿Con qué cara voy a mirar a mi familia si la hija de una repudiada anda diciendo eso? No puedo mirarlos a ellos desde arriba como hago con tanta gente, un gesto que uso mucho por la ventaja de mi estatura, la misma que señala la niña. —No, no me lo ha dicho mucha gente…—. Supongo que no soy del tipo que hace charlas fáciles, si alguien hiciera mención de mi estatura como un comentario al pasar, simplemente me la quedaría mirando con cansancio. Pero no me extraña que sea lo primero en que se fija un duende, aun en mi posición se nota lo gigantesco que soy en comparación a ella. He escuchado antes en boca de mis sobrinos lo que deseaban ser cuando fueran grandes, de todas las cosas tener unos centímetros más es algo que me hace sonreír, porque teniendo en cuenta su marcada ascendencia lo veo difícil. Incluso si yo fuera su padre… —¿Y qué más quieres ser cuando seas mayor?— me escucho hacerle el mismo interrogatorio que a cualquiera de mis sobrinos. —Además de alta, claro.
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Hanna M. Yilmaz
Esbozó una alegre sonrisa, dejando de lado el marrón brik y prestando su completa atención al desconocido. Su madre era del tipo de persona que traía a desconocidos con asiduidad para luego mantener conversaciones que no tenían sentido alguno para ella, sobre todo por el uso de palabras demasiado largas o que no tenían todavía un significado en su básico vocabulario. Todos siempre eran amables con ella, le acariciaban la cabeza o decían lo mucho que había crecido aunque se hubieran visto dos días antes. —¿Tu nombre se puede empequeñecer?— preguntó, confundiendo la palabra empequeñecer con abreviar, con ojos curiosos. —Yo sería Han, tú… ¿Col?— continuó hablando a la par que sus delgadas piernas se balanceaban de un lado a otro desde su posición en el sillón.

—¿Tienes pocos amigos?— siguió preguntando cuando dijo que no mucha gente le decía que era alto. —Los amigos se suelen decir las cosas buenas, y ser alto es una cosa buena— aseveró, asintiendo con la cabeza para darle más importancia y seriedad a sus palabras. Estiró las piernas al frente, tratando de ver cuán largas eran las suyas y comparándolas con las dobladas del hombre. Frunció los labios, quedándose pensativa hasta que alzó la mirada hacia él con sus pequeños ojos brillando como nunca antes. —Quiero ser alguien que tenga una casa muy grande donde pueda tener muchas mascotas— comenzó a enumerar —, así que veterinaria— asintió con la cabeza, negando instantes después y cruzando los brazos frente al pecho. —Cantante— anunció —, mamá dice que canto muy bien— aseguró bajándose del sillón para ir hasta un roído mueble donde guardaba un micrófono que ella misma había hecho. —O... ¿actriz? Podría hacer de todos los personajes yo sola. Mira— carraspeó antes de torcer los ojos hacia dentro para poder ver claramente su nariz y percatarse del cambio de ésta. Apretó las manos, tratando de concentrarse para no quedar mal ante un desconocido pero no consiguiéndolo tras un par de intentos. —No siempre me sale— declaró bajando la mirada un tanto avergonzada ante su gran fracaso.
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Frunzo un poco mi ceño al mostrarme confundido por su pregunta. —¿Empequeñecer…?— repito, haciéndome una idea de a qué puede referirse con eso, hasta que tengo una confirmación cuando lo ilustra con el ejemplo de nuestros nombres. —Creo que nunca me han dicho de otra manera que no sea Colin— aclaro, porque el apodo que sugiere no es muy de mi agrado, ¿podría haber otro, no? —Es corto, fácil de usar. ¿Por qué haría falta un apodo?— pregunto a una niña a la que podría faltarle edad para entender mi lógica, porque si me oriento en base a la suya que determina que me faltan amigos si es que no me han dicho seguido que soy alto, lo mismo podría aplicar a mi falta de apodos. No sé por qué reacciono inmediatamente a la defensiva. —Estoy bien solo, no necesito amigos—. ¿Cuántos años tengo? ¿Once? Me percato del detalle de que haber mencionado mi estatura fue su manera de decirme un halago. No sé qué tanto le ha dicho su madre, puedo suponer que está tratando de conseguir mi simpatía, pero no me abruma como me esperaba de saber que podría ser su padre…

Puedo escuchar a una voz muy lejana en mi mente que dice que si la niña quiere ser veterinaria porque tiene una afinidad por los animales, tal vez sí existe una posibilidad en diez de que sea mi hija. Pero, ¿a quién no le gusta los animales en la infancia y se ve como un salvador de cachorros? A pesar de ello, me hace imaginar cuál sería su reacción de llevarla a cualquiera de esas residencias en los distritos del sur o en el Capitolio mismo, con un patio amplio que podría llenarse de las criaturas que generalmente recojo de las expediciones y destino al ministerio porque no tengo hogar fijo como para hacerme de la propiedad de alguna. Aparto la idea con rotundidad, de la misma forma en que ella cambia su sueño de vida adulta por la música y luego la actuación. Achaco a su imaginación de niña la fantasía de querer ser muchos personajes a la vez, y no es hasta que la veo haciendo movimientos raros con su nariz, que me muestro extrañado. —¿Qué tratas de hacer?— la detengo, sujetándola de la punta de su nariz con una pinza que forma con mi pulgar y el dedo índice. — Si haces esas muecas raras puedes deformar tu nariz—. Y es una tan pequeña que parece un botón en mis dedos.
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Hanna M. Yilmaz
Parpadeó con confusión, inclinando la cabeza hacia un lado, mostrando entonces una expresión pensativa que la delataba por completo. Estaba pensando en algún apodo que atribuirle a hombre. ¿Lo malo? Que no lo conocía lo suficiente ni veía nada destacable con lo que apodarle, además de ser alto que era un gran punto a su favor. Volvió a tomar el batido, tomando un gran trago a la  par que volvía a balancear las piernas pero con más rapidez. Cesó en su movimiento en el mismo momento en el que el ruidito de su batido la sacó de sus cavilaciones. —Los apodos son bonitos— razonó sabiendo que la verdad absoluta estaba de su lado. Inclinó su delgado cuerpo al frente, fijando sus oscuros ojos en él. —Mamá dice que las personas que dicen estar bien solas en realidad necesitan a alguien, que… ¿se consuelan a sí mismos?— comenzó a pronunciar con total seguridad de que aquellas eran las palabras exactas que había escuchado pero, en algún momento, comenzando a dudar de que fuera exactamente así. Frunció los labios. —Yo no tengo muchos amigos, me gustaría tener más— suspiró, apoyando las piernas en el suelo y poniéndose en pie. Vivir en el distrito once era un aburrimiento.

Siguió concentrándose, apretando las manos hasta formar dos pequeños puños blanquecinos, presionando también  los pies contra el suelo en un intento de controlar su habilidad. —Puedo hacerlo— se quejó con voz molesta, volviendo a concentrarse hasta que sintió como su nariz, poco a poco, cambió hasta dejar de lado la pequeña propia y mostrarse como una más ancha, respingona y con pecas. —¡Te lo he dicho!— estalló con alegría. —Espera— siguió hablando, cerrando los ojos con fuerza y  habiéndose tornado éstos en unos de color avellana con vetas verdosas similares a los del hombre. Se acercó más a él, poniéndose de puntillas con una enorme sonrisa en sus labios. —Todavía no se me da muy bien, pero seguro que si practico podría cambiar más cosas— aseguró, asintiendo con la cabeza con alegría. Movió la nariz hacia ambos lados, sintiéndola incómoda por lo que, después  de un par intentos, consiguió devolverla a su forma original. Miró un par de veces en dirección al lugar por el que había desaparecido su madre momentos antes. —A mamá no le gusta que cambie porque soy perfecta así— se encogió de hombros mientras hablaba.
Hanna M. Yilmaz
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Necesito que alguien me explique cómo esta criatura chiquita puede darme golpes tan certeros con la delicadeza del roce de una pluma. Las palabras de su madre que se repiten en sus labios, me obligan a contenerme para no dirigir mi mirada de reproche hacia la puerta por la que salió hacia unos minutos, si ella en algún momento dijo algo no creo que haya sido por mí, así que no tengo nada que echarle en cara. Es Hanna quien encuentra la oportunidad de que ese comentario me calce, y viniendo de otras personas, hubiera despreciado de redondo un juicio así sobre mi carácter. Pero viniendo de una niña, me siento en la necesidad de explicarme. —No tengo amigos, es cierto— repito, —pero tengo una familia, una muy grande. Sé que ellos estarán para mí si los necesito— afirmo. Y que yo estaré para ellos, pese a mis largas ausencias por trabajo, a mi carácter retraído, en silencio estaré pendiente de ellos y acudiré si veo que requieren de mi ayuda. Echo un segundo vistazo apreciativo de la menuda figura que tengo delante, que no tiene a nadie más que su madre, hasta donde sé. Me guardo la duda para después.

El instante de duda dura más de un segundo, hasta que me decido a inclinarme un poco con mis hombros echados hacia delante y la mano de mi brazo que se sostiene en mi rodilla, tendida hacia ella.—Podríamos ser amigos— sugiero, como nunca pensé que lo haría con alguien que viviera en el norte, pero se trata de una niña y me convenzo a mí mismo de que no es lo mismo. No la conozco lo suficiente como para saber sí seguiré en contacto con ella por gusto propio cuando se aclare que no es mi hija, porque en serio no creo que lo sea, y esa seguridad decae cuando la veo teñir sus ojos del mismo color que los míos y una mirada reflejada es la peor prueba. Peor que saber de su deseo de tener un patio lleno de animales. —¿Cómo haces eso?— pregunto del modo más estúpido, me mantengo en equilibrio sobre mis pies mientras extiendo mis brazos hacia ella y coloco mis manos con cuidado a los lados de su cuello, para poder mover su rostro con mis pulgares sobre sus mejillas. —Eres metamorfomaga— murmuro. Abro mis labios para decir algo sobre la opinión de su madre, y vuelvo a mi primer pensamiento de que una niña con sus rasgos no podría ser mi hija, cuando logre controlar su don será capaz de tomar una semejanza con cualquiera y tal vez podría terminar abandonando esos primeros rasgos tan particulares que en realidad la hacen quien es. —Tu mamá tiene razón— digo. —No tienes por qué cambiar —. Caigo en cuenta de que hay una pequeña bruja con un talento así en un sucio edificio del norte, no es tan diferente a mí mismo que crecía en las viejas casas en derrumbe de Europa. —Han, aparte de tu mamá… ¿hay alguien que cuide de ti? ¿Algún familiar?— indago.
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Hanna M. Yilmaz
Golpeteó sus rodillas con los dedos, siguiendo un ritmo que solo estaba en su cabeza y del que estaba disfrutando. Los mayores pensaban demasiado en el modo de relacionarse con los demás y tardaban mucho tiempo en contestar porque escogían las palabras cuidadosamente. Eran aburridos. Tratar con otras personas era muy fácil y divertido, solo tenían que decir lo que pensaban. Los que pensaban demasiado eran unos mentirosos. Simplemente tardaban más porque quería encontrar la salida antes de entrar. Los oscuros ojos de la niña brillaron, quizás hasta podía dar la sensación de que se habían agrandado. —La familia y los amigos son muy diferentes— contestó tras un par de segundos observándolo en silencio —, hay cosas que no puedo hacer con mamá pero sí con otros niños— continuó hablando a la par que se cruzaba cuidadosamente de brazos —Jugar a las carrera, por ejemplo. Mamá no me alcanzaría nunca, pero otros niños pueden hacerlo— aseguró. Lo cierto es que no era muy buena corriendo, prefería jugar a otras cosas, pero tenía que adaptarse a lo que los demás querían si no quería acabar jugando sola.

Una alegre sonrisa apareció en sus labios antes de inclinarse hacia él para tomar su mano, cerrarla en un puño, dejando fuera el dedo meñique, y entrelazarlo con su meñique. —Ya lo somos, no hay vuelta atrás— anunció divertida. Separó su dedo del contrario, persistiendo en todo momento la sonrisa en sus labios. Desde aquella distancia le gustaban sus ojos, al menos tenían tonos bonitos, no como los monótonos que ella tenía, por lo que no se lo pensó mucho antes de cambiarlos y que acabaran siendo idénticos a los del hombre. Permaneció inmóvil cuando las manos se colocaron sobre sus mejillas, girando el rostro hacia ambos lados cuando él se lo movió con las manos. —Tengo que concentrarme mucho y no siempre me sale. Es divertido, aunque no me dejan enseñárselo a los otros niños— volvió a decir, deslizando la mano entre las contrarias para tocarse la nariz y cerciorarse de que ésta había vuelto a la normalidad. No se sorprendió demasiado. —Cuando vienen personas a casa siempre me dicen que estoy bien así, que tengo suerte de no parecerme a mi padre— asintió con la cabeza, mirando en otra dirección. —Aunque él tiene que ser guapo, porque mamá tiene buen gusto— le aseguró con seguridad absoluta. En alguna ocasión habían mencionado su existencia, pero no con una concreción que consiguiera que la pequeña imaginara como era. Negó rápidamente, mirando en dirección a la puerta y luego acercándose más a él. —La señora Zhang cuida de mí cuando mamá no está, pero no me gusta su casa porque huele raro— susurró para que sólo él la escuchara. —¿De qué conoces a mamá?— preguntó ella de súbito a la par que se separaba ligeramente de él.
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Nunca he confiado en una persona lo suficiente como para considerarlo un amigo, no al menos en mi vida adulta. Habrá sido en otro tiempo, en esos años cercanos a la edad que tiene Hanna, en que creía que quien jugaba a las escondidas conmigo entre las ruinas de una ciudad que fue hermosa alguna vez, era amiga mía porque así lo había dicho al unir los meñiques. Pero de ese entonces solo me quedaba mi familia, siempre mi familia. Las personas van y vienen, nos encontramos para después desencontrarnos, a la madre de Hanna no la eché de menos cuando se fue, creo que había entendido que las personas simplemente se marchan luego de un tiempo. Y tal vez no haya otra ocasión aparte de ésta, en la que vea a la niña, como para hacer la promesa del meñique otra vez y decirle que seremos amigos. —Supongo que no—. ¿Acaba de atraparme en un juramento inquebrantable o algo así? Se desarma el agarre de nuestros meñiques. —Hace mucho dejé de ser un niño, ¿lo mismo cuento como un amigo?— pregunto, volviendo a la comparación que había hecho y pese a que tenemos una promesa oficial como para echarnos hacía atrás.

Inspecciono los cambios en su rostro por una magia que todavía no puede controlar, y me detengo en lo pequeña que es su nariz cuando vuelve a su forma original. — Quizá lo mejor sea que no le muestres a nadie…— secundo el consejo de su madre, que sabrá mejor que yo de qué la está protegiendo con su cautela respecto a otros niños que podrían verla como un bicho raro, si bien puedo hacerme una idea desde mi posición y me pregunto si Hanna por ser bruja pasaría a ser incautada por los de Asuntos Sociales, desconozco un poco como funciona la burocracia en ese departamento del ministerio, tendría que averiguar. No tengo por qué hacerlo, a decir verdad. No tengo por qué responsabilizarme de su suerte… Y me tenso cuando personas que desconozco hablan sobre su padre, dudando de en qué posición me encuentro en ese relato. Entreabro los labios otra vez, sin llegar a decir nada. Me niego a pensar que soy el padre de Hanna con toda mi fuerza de voluntad, y cuando la pregunta inevitable llega, rebusco en mi honestidad para darle una explicación que la convenza. —Nos conocimos hace muchos años, en otra ciudad, cuando éramos mucho más jóvenes. Fuimos… algo así como amigos—. Supongo. —¿Te gustaría conocer esa ciudad algún día?— pregunto, porque eso es lo que quiere su madre, que me la lleve y no hay manera de que eso ocurra, solo espero que la niña tampoco tenga la menor intención de moverse de este departamento que, con todo lo que puede faltarle, es su hogar.
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Hanna M. Yilmaz
Asintió enérgicamente con la cabeza, entrelazando las manos tras su espalda y balanceándose sobre sus talones. —Se puede tener muchos tipos de amigos— aseguró con certeza —, puedes ser el amigo que me compre helados— insinuó con una radiante sonrisa apareciendo sus labios y extendiéndose por todo su rostro. Lo cierto era que en pocas ocasiones había comido alguno, su madre alcanzaba a comprarlos en ocasiones especiales, pero todavía alcanzaba a recordar el cono de fresa que tomó en su octavo cumpleaños. Prensó los labios, ojeando la puerta tras la que había desaparecido hacía ya unos minutos su madre, y regresándola hasta él cuando la curiosidad la atrapó demasiado. Una de sus cualidades era su innata curiosidad, la cual nunca dejaba que quedara sin respuestas. —Si eres su amigo, ¿por qué no te había visto nunca?— inclinó la cabeza hacia un lado, observándolo desde la pequeña distancia que los separaba y parpadeando de tanto en tanto. Podía decir que conocía a todas las amistades de su madre, o al menos eso pensaba porque entre ellas no habían secretos y era su mejor amiga; y las mejores amigas se lo contaban todo, fuera lo que fuera.

Aquel gesto abandonó su expresión en el mismo momento en el que él habló de nuevo. —¿Cómo una excursión?— preguntó con rapidez, denotándose la emoción en su tono de voz y como sus pequeños ojos habían comenzado a brillar con la intensidad de aquel que quiere conocer algo nuevo. —He escuchado que en otras ciudades hay gente que va montada encima de unicornios— explicó con la emoción aún latente ante el mero hecho de imaginarlos. Su amor por los animales era algo que la había acompañado desde el mismo momento en el que pudo mantenerse en pie. —¿Tú tienes uno? ¿Me lo enseñarías?— las palabras se atropellaron en su boca, saliendo con rapidez a la par que unió en las manos al frente a modo de súplica. —Prometo que no hablaré mucho— agregó acercándose más a él con un profundo puchero marcado en sus labios y las manos aún juntas al frente —y convenceré a mamá— aseguró. Patalearía, lloraría y dejaría de comer si hacía falta, hasta que consiguiera convencerla de ir allí, fuere donde fuere. Salir de aquel lugar era algo que deseaba, poder ver el mar y unas casas completamente en pie. Estaba casi segura de que, incluso, el cielo sería de otro color diferente.
Hanna M. Yilmaz
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No sé sí…— balbuceo, lo que quiero decir es que no creo haber visto ningún puesto de helados en las veredas de este distrito, hasta donde sé las golosinas son un lujo y si bien se pueden conseguir para comprar, el precio es exagerado para lo que valen. Hasta ahora nunca me importó demasiado eso, mi trabajo está muy por fuera de lo que tenga que ver con la supervivencia de los refugiados en el norte, ni siquiera controlo las calles, eso es exclusivo de los aurores. Y de pronto me pregunto dónde tendría que comprar esos benditos helados si es mi responsabilidad como amigo de esta niña. —Supongo que tendré que conseguir uno para la próxima vez— «que venga de visita», no concluyo con la oración porque eso sería seguir incentivando la idea de que volveré, de que en verdad quiero ser su amigo y eso es cruel, cuando se trata de niños, sé que eso es cruel.

Fuimos amigos— repito, no tan duro como podría sonar de quererlo, porque sería hipócrita marcar una distancia rotunda con su madre, porque de haber sido así en un principio, mi paternidad sobre esta niña no estaría en cuestión. Cuando tenga tiempo para pensarlo, cambiaré de parecer, todo esto me parecerá una tontería tan exagerada que me cuestionaré el por qué me tomé un momento para siquiera aclarar su pregunta. —Más que una excursión sería algo así como… ir a vivir a otra ciudad— digo, sigo con mis ojos un punto de nada detrás de su cabeza para desplazarlos por la pared a su espalda. Devuelvo mi mirada sorprendida a ella cuando dice haber escuchado de una ciudad con unicornios. —No…— me detengo, otras veces conté a mis sobrinos extraordinarios relatos que tenían a quimeras y a hipogrifos como protagonistas, no unicornios. ¿Si tengo uno? —Si te soy sincero, se me hace más fácil conseguir un unicornio que un helado…— me escucho decir. Echo un vistazo hacia la puerta por la que su madre no ha vuelto a aparecer. —Yo tendré que hablar con ella—. Y antes que cualquier otra cosa, que cualquier unicornio de regalo, debo hablarlo también con alguien de mi familia. En el primero que pienso es en Riorden, por supuesto. Él… mejor no. ¡Annie! Ella sabe de estas cosas, casi tanto como mi hermana, pero dando importancia a la genética que es lo que me importa. —Oye, Han. Por ahora… ¿podríamos ser amigos secretos?— pregunto con una tono que trata de ser convincente.
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Hanna M. Yilmaz
Una emocionada sonrisa se dejó ver en sus labios. Siempre que trataba de que alguien le comprara algo se lo negaban porque esa razón no pudo reprimir la emoción cuando no tuvo que usar demasiadas palabras para convencer al hombre de que lo hiciera él. Era amable, se podía ver claramente que lo era; y le caía bien. Aunque ésta no tardó demasiado en mitigarse, permaneciendo tupidamente en sus labios, pero opacada por la mirada confusa que le dedicó mientras trataba de entender lo que estaba queriendo decirle. Los amigos eran para siempre, ella no tenía demasiados amigos pero nunca se separaría de los que poseía, por eso, dentro de toda su lógica, él y su madre debían de seguir siendo amigos pero ninguno de los dos lo quería reconocer. —Entiendo— afirmó con seguridad. A ella, a veces, tampoco le gustaba reconocer que era amiga de Andie, ya que él nunca compartía sus cosas con los demás, y todos odiaban a los que no compartían y se creían mejor que lo demás.

—¿Vivir en otra ciudad?— alcanzó a preguntar en medio de la emoción que la había atacado segundos atrás al pensar en salir del distrito en el que había vivido toda su vida. Giró en la cabeza, recorriendo la pequeña sala con la mirada antes de regresarla hasta él. Podía ser fea y pequeña, pero era su casa, ¿no? Prensó los labios, confusa. Mas aquello quedó a un lado, aislado por completo de su mente cuando, de súbito, un grito de sorpresa surgió de sus labios. Haciendo alarde de su poca concentración comenzó a dar saltitos en el lugar, no sabiendo donde meter sus bracitos o qué hacer con ellos en ese instante. —¡¿Para ti es más fácil conseguir un unicornio que un helado?— estalló aún sin poder estarse quieta en el lugar. —¡Serás el amigo que me consigue unicornios entonces!— siguió hablando presa de la emoción. Negó con la cabeza, acercándose hasta él y tratando de atrapar las manos contrarias entre las suyas. —Da igual, ella seguro que no quiere verlos, yo puedo ir sola— aseguró rápidamente, volviendo la mirada en dirección a la puerta cuando escuchó un ruido y percatándose de que no le quedaba demasiado tiempo para conseguir convencer al hombre de que de verdad podía ir ella sola. Asintió con la cabeza, inclinándose hacia él. —Soy muy buena guardando secretos— contestó rápidamente. Aunque no estaba segura de si sería capaz de no presumir ante sus amigos de que podría ver un unicornio con sus propios ojos. —Le guardo muchos a m— comenzó a decir para convencerlo de que era buena en aquello cuando la puerta se abrió tras ellos y soltó las manos del hombre para ir corriendo en dirección a su madre.
Hanna M. Yilmaz
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Asiento quedamente con mi mentón, se trata de mudarse a una casa que en nada se parecería a esta, para comenzar habría unos pocos lujos que marcarían una diferencia rotunda con el estilo de vida de obligada pobreza que tienen todos los repudiados. Si es una Weynart, no se puede quedar con ellos. Tengo que sacarla de aquí antes siquiera de que se corra el rumor, no habrá una segunda o tercera visita que me comprometa. Pero no tomaré decisiones sin una certeza, que tampoco soy estúpido. Estoy sopesando posibilidades, nada establecido, por más que la veo ilusionarse por la oportunidad de ir a un lugar distinto y de que pueda conseguir un unicornio para ella. —Ese suena a un buen título de amigo— digo, con una sonrisa más marcada en mi rostro, y me maldigo por estar cayendo en la emoción de una niña que bien podría ser una más de los muchos huérfanos de un padre que hay, puede que su madre tenga la sola intención de alejarla de este lugar y por eso quiere que la reconozca, yo… Necesito hablar con Annie.

Hablaré con ella…— repito, por supuesto que será un viaje sola. Su madre no irá con nosotros a ningún lado, ella eligió venir aquí en primer lugar y no le perdono que haya tomado esa decisión, sobre todo si me entero que Hanna es mi hija, no habrá manera en que la disculpe por haberla arrastrado consigo. Frunzo un poco el ceño cuando la niña queda a medio decirme sobre los secretos que guarda para su madre, y es que no nos conviene a ninguno que me entere en qué se encuentra metida, que por estos lares nadie es decente en sus maneras. No me asombraría que tenga un par de amistades de poco fiar. De solo pensarlo, mi semblante se vuelve más severo y así es mi mirada cuando la fijo en ella cuando regresa a la sala para envolver a Hanna en sus brazos. Me incorporo lentamente, mirándola en todo momento, esperando a que diga algo. Paso mi mirada por cada pared de la sala hasta volver a ella y dejándole ver que repruebo totalmente la vida que eligió, me muevo hacia la salida. —Supongo que ya es hora de irme— aguardo, me quedo inmóvil por si tiene algo que decir, o será que esperará otros diez años para hacerlo. No dice nada, mejor.
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