OTOÑO de 247521 de Septiembre — 20 de Diciembre
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.
Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.
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Recuerdo del primer mensaje :
Lo que me despierta es un sonido insoportable que proviene de un lugar demasiado lejano y tardo un momento en darme cuenta de que lo oigo distante porque tengo una almohada sobre la cabeza. Tanteo con la mano hasta pellizcar la tela de la misma y tiro, reconociendo mi postura panza abajo y adivinando sin necesidad de mirarme que tengo el cabello disparado en todas direcciones y el rostro fruncido por el cansancio. La luz es tenue, apenas ingresando por la ventana e indicando que es bien temprano en la mañana, no ayudando a mi pereza general, producida mayormente por haberme dormido a vaya a saber qué hora de la madrugada. Soy plenamente consciente de que no estoy en mi dormitorio, en vista de que no ha habido alcohol en esta ocasión y todos los detalles de anoche se encuentran frescos en mi cabeza. Incluso giro el rostro, encontrándome con la figura que me comparte algo de calor corporal en la poca distancia. En esta ocasión, no me sobresalto; me basta con moverme con cuidado, decidido a apagar ese pitido infernal. Bajar los pies al suelo me planta una nueva incógnita: ¿Dónde quedaron mis pantalones?
A pesar de que barro el cuarto con mis ojos, recuerdo casi de inmediato que no están aquí. Me detengo un momento en los detalles que decoran una de sus paredes, papeles que no comprendo del todo pero que me obligan a sonreírme un instante para mí mismo. Me obligo a levantarme y mis pasos tratan de ser silenciosos mientras camino hasta llegar a la sala, agradeciendo las pocas distancias y buscando en la poca iluminación por el bulto que tendrían que ser mis pantalones. Al final, reconozco mi camiseta sobre la barra de la cocina y los jeans en medio de la sala, así que intento llegar a ellos, tropezando en el proceso con lo que identifico como mi ropa interior. Bien, eso significa que sigo vagamente dormido, lo que explicaría mi andar en leve zig zag y mi poca capacidad para sacudirme los calzoncillos del pie. Al final, puedo inclinarme sobre el pantalón, levantarlo y hurgar en uno de los bolsillos hasta que doy con el comunicador, cuya alarma me está asesinando los tímpanos con más intensidad. La apago y noto los números que me indican que son casi las siete de la mañana, lo que me provoca un resoplido de agotamiento. Reconozco el deseo de seguir durmiendo y me paso una mano por la cara, estirándome las facciones en un intento de convencerme de que es martes, que debo ir a trabajar, que podría simplemente vestirme y desaparecer. No sería la primera vez que lo hago y dudo mucho que fuese la última. Aún así, tiro la ropa sobre el desacomodado sofá y arrastro los pies hasta el baño, donde me encierro los minutos necesarios como para sentir que soy una persona sin la boca apestando a mañana y con la cara un poco más despejada.
El instinto es lo que me regresa a la cama, donde creo que caigo con el sueño suficiente como para que me arrastre por el colchón hasta pasar el brazo por encima del cuerpo de Scott con una comodidad que no sé bien de dónde sale, pero que no considero incorrecta. Veamos, una vez es simplemente casual. Dos, posiblemente la búsqueda de una revancha pendiente. Pero tres… bueno, digamos que se nos agotaron las excusas. Me acomodo cerca de su cuello, donde rozo mis labios en una actitud perezosa, pero buscando su atención en el capricho del abuso de las pocas horas que nos quedan antes de tener la obligación de estar en el ministerio — No sé qué inyección te dieron anoche, pero no tienes ni la más mínima roncha — murmuro con voz ronca, mostrándome vagamente divertido ante el recuerdo de un incidente que parece muy lejano y que, a decir verdad, se me fue de la mente en las últimas horas. Me silencio con un beso en el corte de su mandíbula y estrecho con suavidad el agarre de mi brazo, a sabiendas de que estoy siendo un fastidio y delatándolo con la pequeña sonrisa divertida que se me asoma cerca de su boca — Odio decírtelo así, pero es martes, hay trabajo que hacer y pareces un oso perezoso en época de hibernación. Y si consideramos que anoche vacié todo mi estómago, corres el riesgo de levantarte y encontrarte con la nevera vacía — soy consciente del tono nada formal de mis palabras y eso me obliga a aclararme un poco la garganta, aunque tampoco puedo esperar otra cosa si consideramos el escenario. Como ya dije, se nos acabaron las excusas y, para ser honesto, nunca fui fanático de ellas.
Lo que me despierta es un sonido insoportable que proviene de un lugar demasiado lejano y tardo un momento en darme cuenta de que lo oigo distante porque tengo una almohada sobre la cabeza. Tanteo con la mano hasta pellizcar la tela de la misma y tiro, reconociendo mi postura panza abajo y adivinando sin necesidad de mirarme que tengo el cabello disparado en todas direcciones y el rostro fruncido por el cansancio. La luz es tenue, apenas ingresando por la ventana e indicando que es bien temprano en la mañana, no ayudando a mi pereza general, producida mayormente por haberme dormido a vaya a saber qué hora de la madrugada. Soy plenamente consciente de que no estoy en mi dormitorio, en vista de que no ha habido alcohol en esta ocasión y todos los detalles de anoche se encuentran frescos en mi cabeza. Incluso giro el rostro, encontrándome con la figura que me comparte algo de calor corporal en la poca distancia. En esta ocasión, no me sobresalto; me basta con moverme con cuidado, decidido a apagar ese pitido infernal. Bajar los pies al suelo me planta una nueva incógnita: ¿Dónde quedaron mis pantalones?
A pesar de que barro el cuarto con mis ojos, recuerdo casi de inmediato que no están aquí. Me detengo un momento en los detalles que decoran una de sus paredes, papeles que no comprendo del todo pero que me obligan a sonreírme un instante para mí mismo. Me obligo a levantarme y mis pasos tratan de ser silenciosos mientras camino hasta llegar a la sala, agradeciendo las pocas distancias y buscando en la poca iluminación por el bulto que tendrían que ser mis pantalones. Al final, reconozco mi camiseta sobre la barra de la cocina y los jeans en medio de la sala, así que intento llegar a ellos, tropezando en el proceso con lo que identifico como mi ropa interior. Bien, eso significa que sigo vagamente dormido, lo que explicaría mi andar en leve zig zag y mi poca capacidad para sacudirme los calzoncillos del pie. Al final, puedo inclinarme sobre el pantalón, levantarlo y hurgar en uno de los bolsillos hasta que doy con el comunicador, cuya alarma me está asesinando los tímpanos con más intensidad. La apago y noto los números que me indican que son casi las siete de la mañana, lo que me provoca un resoplido de agotamiento. Reconozco el deseo de seguir durmiendo y me paso una mano por la cara, estirándome las facciones en un intento de convencerme de que es martes, que debo ir a trabajar, que podría simplemente vestirme y desaparecer. No sería la primera vez que lo hago y dudo mucho que fuese la última. Aún así, tiro la ropa sobre el desacomodado sofá y arrastro los pies hasta el baño, donde me encierro los minutos necesarios como para sentir que soy una persona sin la boca apestando a mañana y con la cara un poco más despejada.
El instinto es lo que me regresa a la cama, donde creo que caigo con el sueño suficiente como para que me arrastre por el colchón hasta pasar el brazo por encima del cuerpo de Scott con una comodidad que no sé bien de dónde sale, pero que no considero incorrecta. Veamos, una vez es simplemente casual. Dos, posiblemente la búsqueda de una revancha pendiente. Pero tres… bueno, digamos que se nos agotaron las excusas. Me acomodo cerca de su cuello, donde rozo mis labios en una actitud perezosa, pero buscando su atención en el capricho del abuso de las pocas horas que nos quedan antes de tener la obligación de estar en el ministerio — No sé qué inyección te dieron anoche, pero no tienes ni la más mínima roncha — murmuro con voz ronca, mostrándome vagamente divertido ante el recuerdo de un incidente que parece muy lejano y que, a decir verdad, se me fue de la mente en las últimas horas. Me silencio con un beso en el corte de su mandíbula y estrecho con suavidad el agarre de mi brazo, a sabiendas de que estoy siendo un fastidio y delatándolo con la pequeña sonrisa divertida que se me asoma cerca de su boca — Odio decírtelo así, pero es martes, hay trabajo que hacer y pareces un oso perezoso en época de hibernación. Y si consideramos que anoche vacié todo mi estómago, corres el riesgo de levantarte y encontrarte con la nevera vacía — soy consciente del tono nada formal de mis palabras y eso me obliga a aclararme un poco la garganta, aunque tampoco puedo esperar otra cosa si consideramos el escenario. Como ya dije, se nos acabaron las excusas y, para ser honesto, nunca fui fanático de ellas.
— Y yo que pensaba tomarme unas vacaciones… — satirizo, resoplando como si estuviese en verdad apenado a pesar de estar ladeando la cabeza para hacerle mucho más sencilla la tarea de que juegue en mi garganta. Tonto, pero no me molesta no tener ni ese día de paz. No cuando viene de la mano de toda esta locura, la misma que me hace sonreír ampliamente cuando pregunta por mis pantalones — Si tú quieres explicar en la oficina la razón por la cual llego sin pantalones, te invito a hacerlo. Aunque posiblemente tenga que mandar a alguien a buscarme un traje. Creo que sería un poco sospechoso que llegase tan… bueno, no tan de oficina — tampoco voy a ponerme a explicarle a mis empleados las razones de un atuendo fuera de lo común, pero mejor ahorrarnos conversaciones que nos quiten el tiempo a lo importante.
El avance que da hacia mí me clava en el suelo como si tuviese que demostrar que no va a moverme, pero pronto esa postura se rinde con facilidad y permito que me empuje, guiando unos pies que siguen su curso dando pasos torpes hacia atrás. Mis ojos se fijan en los suyos, decidido a mantener la mirada que siento como un reto, en especial cuando me despoja de cualquier título con una facilidad que debería resultar alarmante, pero que en este momento solo me causa gracia — Jamás pensé que fueses la clase de persona que se deja impresionar por cosas tan banales como un título — declaro, regalándole el sentido de la cordura. No puedo pensar claramente, menos si me apresa dentro de la ducha, contra una pared helada y húmeda que contrasta demasiado con el calor de mi piel. Obvio que escupe las palabras mágicas y, a pesar del cinismo en mi sonrisa, estoy seguro de que hay alguna clase de brillo en mis ojos que delata que no me enfada. Al contrario, puedo sentir una extraña adrenalina en ese detalle tan minúsculo que nos puede joder la vida a los dos — ¿Me ha importado hasta ahora? ¿Me lo ha impedido? — jefes o no, ideales contrarios o iguales, aquí estamos. Lo discuto conmigo mismo, lo hemos negado en base a esto, pero siempre nos rendimos porque no admitimos que nos importa más cumplir nuestro capricho que el ideal que predicamos. Es un poco irónico ponerme a pensar que toda mi vida adulta se ha basado en leyes y en pregonarlas, para que una mujer como ella venga y sacuda los cajones de mi ordenada y fiel estantería. El capricho de lo erróneo.
El pase de sus dedos por mi torso me impacienta y me encuentro suspirando, tentado a preguntarle sobre todo lo que puedo obtener de este lado de la puerta, pero me acabo concentrando más en mi manera de respirar con forzada calma al levantar las manos, esas que acarician con parsimonia el contorno de sus brazos. Puedo sentir como el agua me aplasta el pelo contra el cráneo y la cara, tapándome los ojos de manera que tengo que apartarlo a un lado en mi intento de regalarle toda mi atención. Juro, de verdad, que la estoy escuchando, pero es cómo lo dice lo que causa que mi boca se sienta atraída hacia la suya, deseando ese contacto que estuve disfrutando toda la mañana y que parece no saciar nunca el hambre que me provoca. No sé dónde poner las manos, porque cada parte de su cuerpo es una invitación y sé que estoy dudando más de lo normal, a pesar de que la acabo empujando por sus muslos en un intento de que la distancia entre los dos se mantenga inexistente, como si no pudiera respirar otro aire que no sea el compartido — En primer lugar, no pensé jamás que te mojaras con solo verme, te concedo eso — jamás me he creído esa clase de persona, pero aún así le sonrío con picardía entre las gotas que van decorando mis facciones — En segundo lugar… — mis labios besan la punta de su nariz en un gesto nada propio de mí, pero que busca eliminar la gotita que se había colocado en esa zona de manera tan tentadora — destrozar tu control es todo un placer. Te lo mereces por volverme un tipo patético que no puede dejar de tocarte y que, para colmo, lo admite en voz alta. Y en tercer lugar… — mi frente choca contra la suya en un recargo demasiado sereno para tratarse de nosotros. He dejado de tener frío contra la pared, porque el calor de la ducha nos invade de manera tal que estoy seguro de que he enrojecido. La caía del agua provoca un suave eco, el cual apenas tapa el sonido de mi voz cuando agrego en un murmullo: — ya quítame eso, que sino también tendrás que explicar por qué iré al trabajo sin calzoncillos si no logramos secarlos a tiempo. Y créeme, que ya se me está agotando la paciencia y la mañana no es eterna.
Sé que hay un hechizo para eso, pero la broma nace y la cubro en su boca. Hay cosas inexplicables, cómo el intentar encontrar la lógica a la manera en la cual nos buscamos, haciendo que pueda escuchar mi respiración a la perfección en la acústica cerrada de un baño cada vez más lleno de vapor. He tocado su cuerpo cientos de veces en las oportunidades en las cuales nos desligamos de la ropa, pero creo que es la primera vez que me doy el lujo de explorarlo a la luz del día, rebozando del decorado que le otorga el agua. Esto me permite reconocer nuevas texturas, percatarme de lunares que antes no había visto y gritarme a mí mismo que me detenga, cuando sé que no puedo hacerlo. Es caer, una vez más, en el juego de que puedo besarla más de lo que ella puede besarme a mí, fundidos en el caos que instalamos hace unas semanas y que tan bien nos sienta. Creo que estoy por resbalar en algún momento, lo que me lleva a sostenerme de la pared y soltar una risa que retumba en la habitación. Ella lo dijo, aquí no hay rastros de títulos y ministros, este es su mundo, tal y como fue el mío en oportunidades anteriores. Aquí, me encuentro en un mareo que me abraza fervientemente a ella cuando creo que todo acaba, reconociéndome bajo el chorro de la ducha en una postura tan rendida como posesiva que presiona su espalda contra la pared, uniéndonos con la urgencia de la necesidad. No me atrevo a soltar las piernas que sujeto en mi cadera ni a apartar los labios con los que he pellizcado su hombro, hasta que la tensión en mis músculos empieza a aflorar en un relajante cosquilleo. El jadeo que suelto es largo y profundo, tal y como si me desprendiese del estrés y las preocupaciones, cuando muevo el rostro para besarla por debajo de la oreja — Scott… — la llamo en un susurro que pretende captar su atención y no estoy seguro de que pueda oírme — … creo que nos hemos olvidado del shampoo — a pesar de que es una broma, sé que también nos hemos olvidado de otras cosas. Como de nuestro orgullo, por ejemplo. Una especie de milagro.
El avance que da hacia mí me clava en el suelo como si tuviese que demostrar que no va a moverme, pero pronto esa postura se rinde con facilidad y permito que me empuje, guiando unos pies que siguen su curso dando pasos torpes hacia atrás. Mis ojos se fijan en los suyos, decidido a mantener la mirada que siento como un reto, en especial cuando me despoja de cualquier título con una facilidad que debería resultar alarmante, pero que en este momento solo me causa gracia — Jamás pensé que fueses la clase de persona que se deja impresionar por cosas tan banales como un título — declaro, regalándole el sentido de la cordura. No puedo pensar claramente, menos si me apresa dentro de la ducha, contra una pared helada y húmeda que contrasta demasiado con el calor de mi piel. Obvio que escupe las palabras mágicas y, a pesar del cinismo en mi sonrisa, estoy seguro de que hay alguna clase de brillo en mis ojos que delata que no me enfada. Al contrario, puedo sentir una extraña adrenalina en ese detalle tan minúsculo que nos puede joder la vida a los dos — ¿Me ha importado hasta ahora? ¿Me lo ha impedido? — jefes o no, ideales contrarios o iguales, aquí estamos. Lo discuto conmigo mismo, lo hemos negado en base a esto, pero siempre nos rendimos porque no admitimos que nos importa más cumplir nuestro capricho que el ideal que predicamos. Es un poco irónico ponerme a pensar que toda mi vida adulta se ha basado en leyes y en pregonarlas, para que una mujer como ella venga y sacuda los cajones de mi ordenada y fiel estantería. El capricho de lo erróneo.
El pase de sus dedos por mi torso me impacienta y me encuentro suspirando, tentado a preguntarle sobre todo lo que puedo obtener de este lado de la puerta, pero me acabo concentrando más en mi manera de respirar con forzada calma al levantar las manos, esas que acarician con parsimonia el contorno de sus brazos. Puedo sentir como el agua me aplasta el pelo contra el cráneo y la cara, tapándome los ojos de manera que tengo que apartarlo a un lado en mi intento de regalarle toda mi atención. Juro, de verdad, que la estoy escuchando, pero es cómo lo dice lo que causa que mi boca se sienta atraída hacia la suya, deseando ese contacto que estuve disfrutando toda la mañana y que parece no saciar nunca el hambre que me provoca. No sé dónde poner las manos, porque cada parte de su cuerpo es una invitación y sé que estoy dudando más de lo normal, a pesar de que la acabo empujando por sus muslos en un intento de que la distancia entre los dos se mantenga inexistente, como si no pudiera respirar otro aire que no sea el compartido — En primer lugar, no pensé jamás que te mojaras con solo verme, te concedo eso — jamás me he creído esa clase de persona, pero aún así le sonrío con picardía entre las gotas que van decorando mis facciones — En segundo lugar… — mis labios besan la punta de su nariz en un gesto nada propio de mí, pero que busca eliminar la gotita que se había colocado en esa zona de manera tan tentadora — destrozar tu control es todo un placer. Te lo mereces por volverme un tipo patético que no puede dejar de tocarte y que, para colmo, lo admite en voz alta. Y en tercer lugar… — mi frente choca contra la suya en un recargo demasiado sereno para tratarse de nosotros. He dejado de tener frío contra la pared, porque el calor de la ducha nos invade de manera tal que estoy seguro de que he enrojecido. La caía del agua provoca un suave eco, el cual apenas tapa el sonido de mi voz cuando agrego en un murmullo: — ya quítame eso, que sino también tendrás que explicar por qué iré al trabajo sin calzoncillos si no logramos secarlos a tiempo. Y créeme, que ya se me está agotando la paciencia y la mañana no es eterna.
Sé que hay un hechizo para eso, pero la broma nace y la cubro en su boca. Hay cosas inexplicables, cómo el intentar encontrar la lógica a la manera en la cual nos buscamos, haciendo que pueda escuchar mi respiración a la perfección en la acústica cerrada de un baño cada vez más lleno de vapor. He tocado su cuerpo cientos de veces en las oportunidades en las cuales nos desligamos de la ropa, pero creo que es la primera vez que me doy el lujo de explorarlo a la luz del día, rebozando del decorado que le otorga el agua. Esto me permite reconocer nuevas texturas, percatarme de lunares que antes no había visto y gritarme a mí mismo que me detenga, cuando sé que no puedo hacerlo. Es caer, una vez más, en el juego de que puedo besarla más de lo que ella puede besarme a mí, fundidos en el caos que instalamos hace unas semanas y que tan bien nos sienta. Creo que estoy por resbalar en algún momento, lo que me lleva a sostenerme de la pared y soltar una risa que retumba en la habitación. Ella lo dijo, aquí no hay rastros de títulos y ministros, este es su mundo, tal y como fue el mío en oportunidades anteriores. Aquí, me encuentro en un mareo que me abraza fervientemente a ella cuando creo que todo acaba, reconociéndome bajo el chorro de la ducha en una postura tan rendida como posesiva que presiona su espalda contra la pared, uniéndonos con la urgencia de la necesidad. No me atrevo a soltar las piernas que sujeto en mi cadera ni a apartar los labios con los que he pellizcado su hombro, hasta que la tensión en mis músculos empieza a aflorar en un relajante cosquilleo. El jadeo que suelto es largo y profundo, tal y como si me desprendiese del estrés y las preocupaciones, cuando muevo el rostro para besarla por debajo de la oreja — Scott… — la llamo en un susurro que pretende captar su atención y no estoy seguro de que pueda oírme — … creo que nos hemos olvidado del shampoo — a pesar de que es una broma, sé que también nos hemos olvidado de otras cosas. Como de nuestro orgullo, por ejemplo. Una especie de milagro.
—Si comienzas dejando tus pantalones por ahí, quiero ver cuánto nos dura la discreción— lo digo como si fuera una broma al aire, la risa subiendo por mi garganta. Pero no estaríamos pensando en cómo arreglará el inconveniente de presentarse en la oficina con la ropa equivocada, si no fuera porque el tiempo se consumió con nosotros y estamos a contrarreloj. Y la verdad es que no me importa lo que hará, no me interesa la etiqueta que deben cumplir los ministros, ese mundo convencional queda afuera de la intimidad que se crea como un espacio de libertades entre nosotros. —Nunca me han impresionado— coincido, creo que es algo que ha quedado claro por mis gestos de rebeldía pasiva en general y la manera en que mi mirada se sostiene a la suya, a pesar de la diferencia de estaturas y de los escalones que me lleva en esta jerarquía de cargos. Me aprovecho de este espacio libre en el que se encuentran nuestros cuerpos bajo una cascada de agua, y despojarlo de ese título también es parte del proceso de desnudarlo, así como arrojar mis convencimientos al lado de su ropa en el suelo. El calor debajo de mi piel responde al instinto y a éste le importa poco quien sea qué. Incluso en su oficina, no era al ministro a quien estaba pidiéndole que diga que quería acostarse conmigo. No es a éste a quien toco cuando acaricio la piel mojada de su pecho y a quien veo con gotas colgando en las puntas de su cabello húmedo que se ha vuelto más oscuro, su rostro que refleja el deseo del mío no es el que veo en ninguna revista. Reconocer que me enloquece es lo que me hace falta para poder arrojarme a esto sin culpas, para dejar que solo fluya aquello que de todas maneras y a pesar de todo, nos hace buscarnos.
No tenemos suficiente con la cercanía de nuestra piel al descubierto, mi mano va tanteando por debajo de la tela mientras escucho los puntos que quiere dejar en claro a partir de mi respuesta. Sus roces me tienen moviéndome lento, separo los labios esperando el beso que supongo que llegará, pero no sucede. Sigue hablando, mi sonrisa se va ensanchando, me tienta a responder cada cosa que dice. Pero me está dejando sin palabras, respirando pesadamente. No digo que no tenga la capacidad de hacer que alguien se pregunte que tan bien se sentiría acabar con él sobre un escritorio con todas las carpetas al piso, si entra en una habitación con su mejor expresión de que las cosas se hacen como él dice y lo remata con una sonrisa socarrona, esa que me empuja a demostrarle siempre que nada se hará como él plantea. Salvo cuando me pide que me deshaga de su ropa y es la única orden que cumplo con un gusto obediente. —Que destroces mi control es un placer para los dos— murmuro y debería alarmarme que así sea. No había creído posible que hubiera alguien que lograra descolocarme en lo que creía conocido y que esa persona sea él, que el sexo fuera un placer redescubierto al romper mis estructuras por él, que no pudiera tener suficiente de ese placer.
Sabemos que el tiempo se está agotando en algún reloj, y es así desde la primera vez que mis manos entraron en contacto con su cuerpo, fui dejando esos minutos en cada andar lento por su espalda, sus brazos, su garganta que recorro con besos y que beben del agua que sigue cayendo sobre nuestras cabezas. No sé cómo logramos hacer de cada uno de esos minutos un mundo entero para poder explorarnos a gusto, tomar una y otra vez del otro todo lo que tiene, a riesgo de quedarnos sin nada y, sin embargo, encontramos algo o lo inventamos. Nunca tenemos suficiente. El espacio de la ducha abarca nuestros movimientos desordenados por la impaciencia, un desastre que causamos en cada ocasión, y entre nuestros gemidos se cuela su risa que llena estas paredes, que me cosquillea en la piel como otra caricia. Por la falta de aire cada respiración es un jadeo, y muerdo con fuerza mi labio para no tener que escuchar que tan bien suena su nombre en repetición infinita en mi boca. Sé con mi cuerpo exhausto que se sostiene entre la pared y su pecho, que aún tengo para dar y que todavía quiero más de él en los días que vienen. Recargo mi cabeza hacia atrás, el agua golpeteando mi rostro, y pruebo cómo suena decir su nombre en voz alta con el placer aun estremeciéndome, se escucha tan bien como me temía. Y creo que está respondiendo cuando me llama, lo busco con mis sentidos adormecidos, mi nariz entrometiéndose en el hueco de garganta, mis labios resbalando. Mi cuerpo se sacude por la carcajada que me provoca nuestro olvido y me río contra su piel, descargando mi frente contra su hombro. —Ahora tendremos que comenzar de nuevo y hacerlo bien— respondo, y mis piernas se resisten a liberarlo, hay una invitación allí que supera nuestras posibilidades. Me cuesta tanto devolver mis pies a donde corresponden y que mis manos abandonen el sitio donde han dejado sus marcas que se lavan con la ducha. Limpio su rostro de los mechones mojados que le caen sobre los ojos y lo beso con el deseo descarnado del que somos prisioneros y nos hicimos cómplices, y es mi voluntad con su poca fuerza la que me hace suavizar el roce para hacerlo menos exigente y más parecido a una despedida.
No tenemos suficiente con la cercanía de nuestra piel al descubierto, mi mano va tanteando por debajo de la tela mientras escucho los puntos que quiere dejar en claro a partir de mi respuesta. Sus roces me tienen moviéndome lento, separo los labios esperando el beso que supongo que llegará, pero no sucede. Sigue hablando, mi sonrisa se va ensanchando, me tienta a responder cada cosa que dice. Pero me está dejando sin palabras, respirando pesadamente. No digo que no tenga la capacidad de hacer que alguien se pregunte que tan bien se sentiría acabar con él sobre un escritorio con todas las carpetas al piso, si entra en una habitación con su mejor expresión de que las cosas se hacen como él dice y lo remata con una sonrisa socarrona, esa que me empuja a demostrarle siempre que nada se hará como él plantea. Salvo cuando me pide que me deshaga de su ropa y es la única orden que cumplo con un gusto obediente. —Que destroces mi control es un placer para los dos— murmuro y debería alarmarme que así sea. No había creído posible que hubiera alguien que lograra descolocarme en lo que creía conocido y que esa persona sea él, que el sexo fuera un placer redescubierto al romper mis estructuras por él, que no pudiera tener suficiente de ese placer.
Sabemos que el tiempo se está agotando en algún reloj, y es así desde la primera vez que mis manos entraron en contacto con su cuerpo, fui dejando esos minutos en cada andar lento por su espalda, sus brazos, su garganta que recorro con besos y que beben del agua que sigue cayendo sobre nuestras cabezas. No sé cómo logramos hacer de cada uno de esos minutos un mundo entero para poder explorarnos a gusto, tomar una y otra vez del otro todo lo que tiene, a riesgo de quedarnos sin nada y, sin embargo, encontramos algo o lo inventamos. Nunca tenemos suficiente. El espacio de la ducha abarca nuestros movimientos desordenados por la impaciencia, un desastre que causamos en cada ocasión, y entre nuestros gemidos se cuela su risa que llena estas paredes, que me cosquillea en la piel como otra caricia. Por la falta de aire cada respiración es un jadeo, y muerdo con fuerza mi labio para no tener que escuchar que tan bien suena su nombre en repetición infinita en mi boca. Sé con mi cuerpo exhausto que se sostiene entre la pared y su pecho, que aún tengo para dar y que todavía quiero más de él en los días que vienen. Recargo mi cabeza hacia atrás, el agua golpeteando mi rostro, y pruebo cómo suena decir su nombre en voz alta con el placer aun estremeciéndome, se escucha tan bien como me temía. Y creo que está respondiendo cuando me llama, lo busco con mis sentidos adormecidos, mi nariz entrometiéndose en el hueco de garganta, mis labios resbalando. Mi cuerpo se sacude por la carcajada que me provoca nuestro olvido y me río contra su piel, descargando mi frente contra su hombro. —Ahora tendremos que comenzar de nuevo y hacerlo bien— respondo, y mis piernas se resisten a liberarlo, hay una invitación allí que supera nuestras posibilidades. Me cuesta tanto devolver mis pies a donde corresponden y que mis manos abandonen el sitio donde han dejado sus marcas que se lavan con la ducha. Limpio su rostro de los mechones mojados que le caen sobre los ojos y lo beso con el deseo descarnado del que somos prisioneros y nos hicimos cómplices, y es mi voluntad con su poca fuerza la que me hace suavizar el roce para hacerlo menos exigente y más parecido a una despedida.
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