OTOÑO de 247521 de Septiembre — 20 de Diciembre
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The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.
Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.
¿Qué ficha moverás?
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Algo anda mal. Desde ayer las cosas en el ministerio han estado algo movidas y no logro identificar el motivo. Riorden no devuelve mis llamadas y he intentado comunicarme con Sean Niniadis, pero su celular aparece como fuera de alcance y me recibe siempre su buzón de mensajes. Es martes y ya siento que voy a tener un pálpito en el ojo, y eso que aún no ha llegado siquiera el mediodía. Me giro en la silla de mi oficina y trato de volver a comunicarme con mi ex suegro. Nada, una vez más el puto buzón. Maldigo entre dientes y doy algunos golpecitos con los nudillos de mi puño cerrado en mi mentón. ¿Qué han decidido hacer con Franco? ¿Tengo trabajo legal que organizar o por dónde se supone que tengo que empezar, si no me dan luz verde? Estoy aún en eso cuando la puerta de mi despacho se abre y Josephine ingresa con el rostro completamente pálido y los ojos desorbitados, por lo que me enderezo en el asiento con rapidez — ¿Qué sucede? — mi asistente balbucea algo que no comprendo, cierra la puerta detrás de sí y me pregunta si he encendido el televisor hoy, a lo que niego. En tres zancadas que hacen retumbar sus tacos, prende la enorme tele que decora una de las paredes y las imágenes de las noticias empiezan a correr.
Mis ojos parecen no parpadear en cuanto intento recibir toda la información. Me llevo el dorso de la mano a los labios cuando me recargo en el escritorio, sin saber cómo sentirme al ver las imágenes de las ruinas carbonizadas del mayor grano en el culo que este país ha tenido desde hace más de quince años. ¿Alivio, orgullo, cierta inquietud? Lo que me descoloca es el anuncio de la muerte de Sean, ese que hace que deje caer la mano y me ponga de pie como si de esa manera pudiera alejarme de la sensación de agua helada que me recorre de pies a cabeza. ¿Cómo es eso posible? ¡Hablé con ese hombre ayer por la mañana! Puede que lo haya notado un poco apagado al teléfono, pero jamás pensé… ¿Por qué no me dijeron nada de esto? ¿Había un operativo de esta escala en funcionamiento y tengo que enterarme por televisión? Sacudo la cabeza con un parpadeo, a sabiendas de que me ha bajado el color de la piel. Incluso Josephine me ofrece un café y yo lo rechazo con una sacudida amable de la mano. No puedo creer que Sean ha muerto. El hombre para el cual he trabajado los últimos meses y quien me ha confiado sus secretos para que yo los limpie. Y acá estamos. Ha dejado de existir.
— Cancela mis reuniones de hoy — ordeno con voz queda y empiezo a chequear mis bolsillos. Billetera, varita, comunicador… — Tampoco tomes recados, que se comuniquen conmigo mañana. Tengo algo que hacer — algo como ser de apoyo para la familia que me ha otorgado todo. Y saber qué ha sucedido con exactitud, para variar. Josephine solo acepta mis órdenes y se aparta para dejarme salir de la oficina, lo que me permite caminar por el ministerio con cierta exaltación. No es hasta que piso la calle que puedo desaparecerme y aparecer en el muelle de la isla, donde presento mi identificación a las apuradas antes de seguir mi camino. Mis neuronas siguen un poco apagadas y, por un momento, me pregunto si estoy haciendo lo correcto cuando llego a la enorme puerta de los Niniadis. Ya estoy aquí, así que llamo al timbre.
No pasa demasiado hasta que me atiende un elfo doméstico que me permite el ingreso y, tras mi exigencia de ver a la ministra, me guía escaleras arriba. Hay una extraña calma en este lugar y no puedo identificarla, pero aún así me pone los pelos de la nuca ciertamente de punta. Me siento apesumbrado para cuando llegamos a la puerta del despacho de Jamie y el elfo me pide que espere un momento, así que me dedico a aguardar con un rostro que intenta mostrarse tranquilo. ¿Debería haber traído algo? No decido aún cómo debo afrontar esto que el elfo ya ha regresado y me permite el pase, por lo que doy un suave golpe en la puerta y asomo la cabeza, ubicando rápidamente el cabello de Jamie con la luz del sol que entra por la ventana — Lo lamento, ministra — intento sonar educado al momento de entrar y cierro la puerta detrás de mí. Sin acercarme, pongo las manos en mis bolsillos y enderezo un poco la postura — Acabo de oír las noticias. ¿Es cierto? — y lo sé de inmediato. Ellos se han ido. Los rebeldes y su marido. No hace falta más.
Mis ojos parecen no parpadear en cuanto intento recibir toda la información. Me llevo el dorso de la mano a los labios cuando me recargo en el escritorio, sin saber cómo sentirme al ver las imágenes de las ruinas carbonizadas del mayor grano en el culo que este país ha tenido desde hace más de quince años. ¿Alivio, orgullo, cierta inquietud? Lo que me descoloca es el anuncio de la muerte de Sean, ese que hace que deje caer la mano y me ponga de pie como si de esa manera pudiera alejarme de la sensación de agua helada que me recorre de pies a cabeza. ¿Cómo es eso posible? ¡Hablé con ese hombre ayer por la mañana! Puede que lo haya notado un poco apagado al teléfono, pero jamás pensé… ¿Por qué no me dijeron nada de esto? ¿Había un operativo de esta escala en funcionamiento y tengo que enterarme por televisión? Sacudo la cabeza con un parpadeo, a sabiendas de que me ha bajado el color de la piel. Incluso Josephine me ofrece un café y yo lo rechazo con una sacudida amable de la mano. No puedo creer que Sean ha muerto. El hombre para el cual he trabajado los últimos meses y quien me ha confiado sus secretos para que yo los limpie. Y acá estamos. Ha dejado de existir.
— Cancela mis reuniones de hoy — ordeno con voz queda y empiezo a chequear mis bolsillos. Billetera, varita, comunicador… — Tampoco tomes recados, que se comuniquen conmigo mañana. Tengo algo que hacer — algo como ser de apoyo para la familia que me ha otorgado todo. Y saber qué ha sucedido con exactitud, para variar. Josephine solo acepta mis órdenes y se aparta para dejarme salir de la oficina, lo que me permite caminar por el ministerio con cierta exaltación. No es hasta que piso la calle que puedo desaparecerme y aparecer en el muelle de la isla, donde presento mi identificación a las apuradas antes de seguir mi camino. Mis neuronas siguen un poco apagadas y, por un momento, me pregunto si estoy haciendo lo correcto cuando llego a la enorme puerta de los Niniadis. Ya estoy aquí, así que llamo al timbre.
No pasa demasiado hasta que me atiende un elfo doméstico que me permite el ingreso y, tras mi exigencia de ver a la ministra, me guía escaleras arriba. Hay una extraña calma en este lugar y no puedo identificarla, pero aún así me pone los pelos de la nuca ciertamente de punta. Me siento apesumbrado para cuando llegamos a la puerta del despacho de Jamie y el elfo me pide que espere un momento, así que me dedico a aguardar con un rostro que intenta mostrarse tranquilo. ¿Debería haber traído algo? No decido aún cómo debo afrontar esto que el elfo ya ha regresado y me permite el pase, por lo que doy un suave golpe en la puerta y asomo la cabeza, ubicando rápidamente el cabello de Jamie con la luz del sol que entra por la ventana — Lo lamento, ministra — intento sonar educado al momento de entrar y cierro la puerta detrás de mí. Sin acercarme, pongo las manos en mis bolsillos y enderezo un poco la postura — Acabo de oír las noticias. ¿Es cierto? — y lo sé de inmediato. Ellos se han ido. Los rebeldes y su marido. No hace falta más.
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