OTOÑO de 247521 de Septiembre — 20 de Diciembre
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.
Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.
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Esto es un deja vu. Me quedo sentada en el banco que tanto tiempo he usado, pero que ahora es mucho más pequeño porque lo veo desde otra altura. La estación de tren está vacía y soy la única persona que se destaca entre el paisaje. Hace calor, puesto que en dos días arranca el verano y es un domingo de lo más soleado. Eso me encuentra con una camisa blanca de seda, con mangas cortas y sueltas que dejan mis pálidos brazos al descubierto, haciendo contraste con la falda oscura que se ajusta en mi cintura. Mis sandalias hacen eco con el golpeteo de impaciencia contra el cemento y sé que he chequeado el horario en más de una ocasión, pero de tanto hacerlo creo que solo pasa un minuto entre chequeo y chequeo.
Hace semanas que Jess me pidió que cuide de Andy durante un tiempo y, aunque he aceptado de inmediato, no puedo dejar de pensar que esto es un error. No sería la primera vez que él y yo convivimos bajo un mismo techo, pero las cosas son muy diferentes desde ese entonces. ¿Cómo se supone que voy a tratarlo como un esclavo, cuando los dos sabemos que es el mejor amigo que he tenido en toda mi vida? Sí, incluso aunque han pasado años sin que nos veamos, hay cosas que nunca cambian. Como cuando nos reencontramos esa vez, hace mucho tiempo, cuando yo tenía apenas trece años y él regresó a mi vida de la forma más inesperada tras una ausencia infantil prolongada. Pero siempre es lo mismo: no importa lo que pase, acabamos volviendo a encontrarnos, como el eterno hilo rojo que nos conecta una y otra vez. Suspiro con fuerza, casi con resignación. Hay cosas que nunca cambian.
El sonido del tren me alerta y me paso los dedos por el cabello suelto por inercia y algo de ansiedad. Me pongo de pie de un salto y acomodo el bolso en mi hombro, sintiéndome demasiado adulta frente a la Jolene que esperaba a su compañero de juegos en esta estación, hace más de veinte años. Lo que no cambia es mi modo de mordisquearme los labios y de ponerme en puntas de pie en cuanto la gente comienza a descender, buscando el cabello castaño y los ojos de perro mojado que tan bien conozco. Lo veo casi de inmediato y gran parte de mis dudas se empañan, porque no puedo evitar sonreír al sacudir la mano para que me vea. Mi Andy. Camino hacia él con resolución, tratando de no parecer tan sonriente en consideración que se trata de un esclavo. Hace meses que no lo veo, al menos no desde esa noche de la bendita gala, pero nuestras esporádicas y breves charlas por comunicador hacen que todo esto sea un poco más natural — Mírate. Estás más alto — bromeo al llegar frente a él, echándole un rápido vistazo a pesar de que sé que estará en buenas condiciones — Tengo buenas noticias para ti: he hecho pastel de chocolate y te está esperando en casa — siempre ha sido nuestro sello de tregua. Espero que no me falle ahora.
Hace semanas que Jess me pidió que cuide de Andy durante un tiempo y, aunque he aceptado de inmediato, no puedo dejar de pensar que esto es un error. No sería la primera vez que él y yo convivimos bajo un mismo techo, pero las cosas son muy diferentes desde ese entonces. ¿Cómo se supone que voy a tratarlo como un esclavo, cuando los dos sabemos que es el mejor amigo que he tenido en toda mi vida? Sí, incluso aunque han pasado años sin que nos veamos, hay cosas que nunca cambian. Como cuando nos reencontramos esa vez, hace mucho tiempo, cuando yo tenía apenas trece años y él regresó a mi vida de la forma más inesperada tras una ausencia infantil prolongada. Pero siempre es lo mismo: no importa lo que pase, acabamos volviendo a encontrarnos, como el eterno hilo rojo que nos conecta una y otra vez. Suspiro con fuerza, casi con resignación. Hay cosas que nunca cambian.
El sonido del tren me alerta y me paso los dedos por el cabello suelto por inercia y algo de ansiedad. Me pongo de pie de un salto y acomodo el bolso en mi hombro, sintiéndome demasiado adulta frente a la Jolene que esperaba a su compañero de juegos en esta estación, hace más de veinte años. Lo que no cambia es mi modo de mordisquearme los labios y de ponerme en puntas de pie en cuanto la gente comienza a descender, buscando el cabello castaño y los ojos de perro mojado que tan bien conozco. Lo veo casi de inmediato y gran parte de mis dudas se empañan, porque no puedo evitar sonreír al sacudir la mano para que me vea. Mi Andy. Camino hacia él con resolución, tratando de no parecer tan sonriente en consideración que se trata de un esclavo. Hace meses que no lo veo, al menos no desde esa noche de la bendita gala, pero nuestras esporádicas y breves charlas por comunicador hacen que todo esto sea un poco más natural — Mírate. Estás más alto — bromeo al llegar frente a él, echándole un rápido vistazo a pesar de que sé que estará en buenas condiciones — Tengo buenas noticias para ti: he hecho pastel de chocolate y te está esperando en casa — siempre ha sido nuestro sello de tregua. Espero que no me falle ahora.
Viajar en tren era relajante desde que se había vuelto una zona casi exclusiva para humanos. Los magos consideraban que eso era demasiado muggle, así que la única razón por la que ese medio de transporte todavía funcionaba, era porque permitía a los esclavos trasladarse entre distritos sin tener que depender de sus amos. Eso facilitaba mucho la independencia y los traslados, sobre todo cuando se trataba de ir a sitios que los magos no querían pisar ni en sueños. En mi caso era bastante normal salir del distrito, a veces a comprar piezas mecánicas y especias en el mercado del doce o a hacer recados en otros lados para intentar aligerar un poco el trabajo de Jess. A ella le solía costar trabajo delegarme tareas, por simples que fueran, pero solía ceder después de pasarme un rato insistiendo que, de todas maneras, no tenía nada que hacer.
La noticia de ir a vivir con Jolene mientras Liam y Jess estaba de vacaciones me sentó de una forma rara. No me molestaba, pero tampoco era algo que me provocara el entusiasmo que creí que me provocaría. Jess pareció notar mi propia incertidumbre porque segundos después de contarme aquello, me preguntó si había algún problema. — No, claro que no. Será genial. — No soné muy convincente, así que tuve que pasar las siguientes semanas convenciéndola de que no hacía falta que me llevara con ellos, estaría encantado con la rubia. Liam y ella necesitaban tiempo a solas y alejarse de todo esto una temporada, les vendría bien para eso. No iba a sumarme al viaje de florero solo porque le estaba dando demasiadas vueltas a la idea de servir a Jole.
No era que tuviera un problema real era que... nuestra amistad estaba bien como estaba; las cosas iban a ser raras ahora que... bueno, ella había adquirido mi propiedad de forma temporal. Sabía que Jolene iba a ser mejor dueña incluso de lo que Jess o Liam podrían ser jamás, pero por alguna razón, seguía sintiéndome incómodo con eso.
El viaje en tren al distrito ocho fue bastante agradable. Una viejecita con un cesta de comida se aventuró en mi vagón a medio camino y me ofreció de comer la mitad de lo que llevaba como recompensa por escuchar su historia. No fue algo que dijera hacer de forma literal pero era lo que parecía, ofreciéndome comida cada vez que terminaba una historia y yo había devorado lo que ya me había dado. Estaba todo tan rico que al final no pude reprimir la necesidad de preguntarle por los ingredientes que había usado para hacer lo que acababa de comer, y porciones, ingredientes y tips de cocina fue lo que rellenó las últimas dos horas de mi viaje.
Bajé en la estación del distrito 8 con siete recetas nuevas apuntadas de forma presurosa en un par de servilletas que intentaba no arrugar o romper mientras guardaba entre uno de los bolsillos de mi pequeño maletín, pero no paraban de enredarse entre los cierres. Al final mis ojos dejarían de prestar atención a estas y se centrarían en la rubia que movía sus manos frenéticamente y se acercaba a mi. Al verla, por mi mente pasaron a gran rapidez varias ideas absurdas, entre las que dudaba sobre como debía saludarla. Peor al final, una sonrisa involuntaria bastó. — Y tú tienes menos pelo del que recordaba la última vez que hablamos — En los momentos previos a una llamada suya, los nervios siempre me abordaban; ahora entendía que esos mismos nervios se habían dado antes de verla en persona y era lo que me había llevado a pensar la situación mucho más de lo que debería. — Ñam. Chocolate. — ¿Como iba a rechazar algo de comer? Sí me había zampado unas 12 galletas de diferentes formas, colores y sabores en la última hora y media pero siempre había sitio dentro de mi estómago para el chocolate. — Espera. ¿Desde cuando sabes tú hacer algo en al cocina? — Pregunté con un ligero tono de burla. Un sonido de golpecitos en la ventana me hizo girarme por inercia, y pude ver a la mujer mayor moviendo su mano para decirme adiós mientras el tren se iba. Levanto mi mano también para despedirla. — Ella me dio galletas de chocolate. Dejó muy alto el listón y no me intoxicó.
La noticia de ir a vivir con Jolene mientras Liam y Jess estaba de vacaciones me sentó de una forma rara. No me molestaba, pero tampoco era algo que me provocara el entusiasmo que creí que me provocaría. Jess pareció notar mi propia incertidumbre porque segundos después de contarme aquello, me preguntó si había algún problema. — No, claro que no. Será genial. — No soné muy convincente, así que tuve que pasar las siguientes semanas convenciéndola de que no hacía falta que me llevara con ellos, estaría encantado con la rubia. Liam y ella necesitaban tiempo a solas y alejarse de todo esto una temporada, les vendría bien para eso. No iba a sumarme al viaje de florero solo porque le estaba dando demasiadas vueltas a la idea de servir a Jole.
No era que tuviera un problema real era que... nuestra amistad estaba bien como estaba; las cosas iban a ser raras ahora que... bueno, ella había adquirido mi propiedad de forma temporal. Sabía que Jolene iba a ser mejor dueña incluso de lo que Jess o Liam podrían ser jamás, pero por alguna razón, seguía sintiéndome incómodo con eso.
El viaje en tren al distrito ocho fue bastante agradable. Una viejecita con un cesta de comida se aventuró en mi vagón a medio camino y me ofreció de comer la mitad de lo que llevaba como recompensa por escuchar su historia. No fue algo que dijera hacer de forma literal pero era lo que parecía, ofreciéndome comida cada vez que terminaba una historia y yo había devorado lo que ya me había dado. Estaba todo tan rico que al final no pude reprimir la necesidad de preguntarle por los ingredientes que había usado para hacer lo que acababa de comer, y porciones, ingredientes y tips de cocina fue lo que rellenó las últimas dos horas de mi viaje.
Bajé en la estación del distrito 8 con siete recetas nuevas apuntadas de forma presurosa en un par de servilletas que intentaba no arrugar o romper mientras guardaba entre uno de los bolsillos de mi pequeño maletín, pero no paraban de enredarse entre los cierres. Al final mis ojos dejarían de prestar atención a estas y se centrarían en la rubia que movía sus manos frenéticamente y se acercaba a mi. Al verla, por mi mente pasaron a gran rapidez varias ideas absurdas, entre las que dudaba sobre como debía saludarla. Peor al final, una sonrisa involuntaria bastó. — Y tú tienes menos pelo del que recordaba la última vez que hablamos — En los momentos previos a una llamada suya, los nervios siempre me abordaban; ahora entendía que esos mismos nervios se habían dado antes de verla en persona y era lo que me había llevado a pensar la situación mucho más de lo que debería. — Ñam. Chocolate. — ¿Como iba a rechazar algo de comer? Sí me había zampado unas 12 galletas de diferentes formas, colores y sabores en la última hora y media pero siempre había sitio dentro de mi estómago para el chocolate. — Espera. ¿Desde cuando sabes tú hacer algo en al cocina? — Pregunté con un ligero tono de burla. Un sonido de golpecitos en la ventana me hizo girarme por inercia, y pude ver a la mujer mayor moviendo su mano para decirme adiós mientras el tren se iba. Levanto mi mano también para despedirla. — Ella me dio galletas de chocolate. Dejó muy alto el listón y no me intoxicó.
Siempre he dicho que la vida es una locura. Quiero decir, el hombre que tengo delante alguna vez fue el niño que inventaba cuentos y robaba galletas conmigo para comerlas debajo de la mesa. También fue el adolescente con el cual lloré y al cual besé en más de una ocasión, demasiado fundidos en unas emociones que sentíamos como si fuese el fin del mundo, cuando no teníamos ni idea de que el planeta seguiría girando si nos soltábamos. Después de todos estos años, después de haber crecido y de convertirnos en quienes somos ahora, aún así estamos aquí, parados frente a frente. Él sigue teniendo el remolino en el pelo y yo sigo teniendo nariz de poroto. Cambiamos, pero somos los mismos, en algún punto de nosotros. Lo sé porque él me responde la broma de esa manera que me hace rodar los ojos y tocarme el pelo como si tomase en serio sus palabras — Es el estrés. Se me caen mechones y estoy considerando hacerte una peluca para cuando esas entradas hagan que te quedes pelado — es una respuesta que pretende sonar seria y hasta ofendida, hasta que no puedo contenerme y suelto una risita. ¿Quién dice que hemos crecido?
Abro la boca en señal de ofensa y miro alrededor como si pudiese encontrar a alguien a quien preguntarle “¿puedes creerlo?”, pero nadie se fija en nosotros — ¡Ya te he hecho la receta de mi mamá! Jamás me salió como a ella, pero me doy el mérito por intentar — aún recuerdo una ocasión, cuando fui a su casa después del accidente de nuestro intento de fuga y le llevé el pastel en un intento de aflojar el ambiente. No recuerdo de qué hablamos, pero sí recuerdo su cocina. Hacía frío y él había roto su televisor. Fue la tarde de nuestro primer beso, pero eso no se lo voy a decir, porque no tiene por qué recordarlo. Es una de esas memorias que tengo de una niña que intento no reconocer demasiado. Volteo para ver a quien saluda y apenas logro ver a la viejecita antes de que el tren arranque, a quien le sonrío con amabilidad en una fracción de segundo — Bueno, si te intoxicas, podemos echarle la culpa al gato — como si tuviera algo que ver. Al mirarlo de nuevo, me fijo en lo pequeño de su maleta y vuelvo a sus ojos — Es bueno saber que sigues teniendo el mismo apetito de siempre. Mi heladera va a estar complacida de tener tu atención — uso el dorso de mi mano para darle dos golpecitos cortos, suaves y amistosos en el estómago y me giro con una sonrisa, haciéndole una seña para marcharnos de una vez.
Salir de la estación es fácil porque no es un sitio muy grande, pero mientras bajamos los escalones siento que tengo que ir lento para disfrutar un recorrido que siento más bien como un paseo. Mis pasos parecen flotar en el aire antes de presionar el suelo y me abrazo, cruzando los brazos sobre mi pecho mientras nos llevo por la calle en dirección opuesta al camino que solíamos tomar cuando éramos niños. No, no estoy tan loca como para vivir en el mismo barrio: he buscado mudarme casi a la otra punta, cerca del trabajo, las tiendas y las comodidades — Andy… — le llamo en un tono dudoso y me doy cuenta de lo extraño que se siente mencionar su nombre en voz alta, a pesar de que bajo el tono — Sabes que no quiero tratarte como un esclavo, ¿verdad? Quiero decir… — muevo un poco la cabeza, tratando de mantener la mirada en nuestro camino — No voy a estar dándote órdenes o diciéndote que limpies la casa. Eres mi amigo y no podría obligarte a hacer algo que no quieras— sé que es el sitio que tienen los muggles en nuestra sociedad, pero tenerlo a él de sirviente dentro de mis paredes me parece incorrecto. ¿Fingir frente al resto del mundo? Bien, pero tiene que saber que no quiero que me ponga las pantuflas todas las mañanas, si las usara.
Abro la boca en señal de ofensa y miro alrededor como si pudiese encontrar a alguien a quien preguntarle “¿puedes creerlo?”, pero nadie se fija en nosotros — ¡Ya te he hecho la receta de mi mamá! Jamás me salió como a ella, pero me doy el mérito por intentar — aún recuerdo una ocasión, cuando fui a su casa después del accidente de nuestro intento de fuga y le llevé el pastel en un intento de aflojar el ambiente. No recuerdo de qué hablamos, pero sí recuerdo su cocina. Hacía frío y él había roto su televisor. Fue la tarde de nuestro primer beso, pero eso no se lo voy a decir, porque no tiene por qué recordarlo. Es una de esas memorias que tengo de una niña que intento no reconocer demasiado. Volteo para ver a quien saluda y apenas logro ver a la viejecita antes de que el tren arranque, a quien le sonrío con amabilidad en una fracción de segundo — Bueno, si te intoxicas, podemos echarle la culpa al gato — como si tuviera algo que ver. Al mirarlo de nuevo, me fijo en lo pequeño de su maleta y vuelvo a sus ojos — Es bueno saber que sigues teniendo el mismo apetito de siempre. Mi heladera va a estar complacida de tener tu atención — uso el dorso de mi mano para darle dos golpecitos cortos, suaves y amistosos en el estómago y me giro con una sonrisa, haciéndole una seña para marcharnos de una vez.
Salir de la estación es fácil porque no es un sitio muy grande, pero mientras bajamos los escalones siento que tengo que ir lento para disfrutar un recorrido que siento más bien como un paseo. Mis pasos parecen flotar en el aire antes de presionar el suelo y me abrazo, cruzando los brazos sobre mi pecho mientras nos llevo por la calle en dirección opuesta al camino que solíamos tomar cuando éramos niños. No, no estoy tan loca como para vivir en el mismo barrio: he buscado mudarme casi a la otra punta, cerca del trabajo, las tiendas y las comodidades — Andy… — le llamo en un tono dudoso y me doy cuenta de lo extraño que se siente mencionar su nombre en voz alta, a pesar de que bajo el tono — Sabes que no quiero tratarte como un esclavo, ¿verdad? Quiero decir… — muevo un poco la cabeza, tratando de mantener la mirada en nuestro camino — No voy a estar dándote órdenes o diciéndote que limpies la casa. Eres mi amigo y no podría obligarte a hacer algo que no quieras— sé que es el sitio que tienen los muggles en nuestra sociedad, pero tenerlo a él de sirviente dentro de mis paredes me parece incorrecto. ¿Fingir frente al resto del mundo? Bien, pero tiene que saber que no quiero que me ponga las pantuflas todas las mañanas, si las usara.
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