OTOÑO de 247521 de Septiembre — 20 de Diciembre
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.
Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.
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Recuerdo del primer mensaje :
Echo una mirada por debajo de la baranda de metal sobre la que estoy apoyada con mis brazos doblados, el agua se ve sucia y oscura pese a la iluminación de la hilera de farolas que bordea la pasarela. Estoy del lado más feo del distrito, en vez de sus playas con arenas blancas y una marea azul en la que se puede nadar con la seguridad de que no voy a salir con la piel embadurnada por desechos industriales y basura de pescadores. El ajetreo en el muelle es menor con la caída de la noche, que se demoró por ser el último día de primavera. Estuve mirando un sol moribundo por casi media hora contando las horas que me faltaban para volver a casa y dormir. Siento que no duermo desde el jueves. El viernes, la ansiedad me tuvo levantada a la madrugada y ¿para qué postergarlo más? Me puse a ordenarlo todo para emprender mi excursión de fin de semana que acabó con un funeral. Por suerte, los dos hechos no estaban relacionados. Tengo que empezar a moderar mi manía de adelantarme a todo y llegar una hora antes a los lugares, porque me estoy aburriendo de muerte esperando a Hans y con todo el cansancio encima que se me cierran los párpados.
Busco entre los botes amarrados alguno donde pueda pasar el rato y encuentro uno con un menú de mariscos y la promesa de que son mejores de los que se prueban en el Capitolio. No lo sé, no estoy segura. Allí a la comida le rocían perfume y le ponen tocados elegantes. Posiblemente los mariscos interpretan un show antes de que los ministros se los lleven a sus gargantas. Casi lo olvido y envío un mensaje a Hans diciéndole donde estoy. Guardo mi teléfono para no tener que ver ni responder a lo que pueda decirme. No, en realidad estaba ignorando el tener que hacerlo solo para que pierda sus buenos minutos en el muelle. Lo veo a la distancia desde mi cómoda posición en una mesa cerca del barandal del bote, justo al mismo tiempo que llega mi plato. Los mariscos que me traen son tan normales que me siento feliz, me perturbaría bastante y no creo tener corazón para comérmelos si demuestran algún talento musical. Espero a tenerlo lo suficientemente cerca como para que pueda oírme y le señalo la silla enfrentada a la mía. —Tienes un buen sentido de la oportunidad, acabo de comenzar mi cena— lo saludo de este modo. —Si quieres pedir algo, adelante. Yo te invito. Estoy haciendo un trabajo y todavía me queda de lo que me dio mi jefe para los gastos extras del viaje—. Tomo un sorbo de mi vaso de agua para disimular un poco mi sonrisa burlona.
Echo una mirada por debajo de la baranda de metal sobre la que estoy apoyada con mis brazos doblados, el agua se ve sucia y oscura pese a la iluminación de la hilera de farolas que bordea la pasarela. Estoy del lado más feo del distrito, en vez de sus playas con arenas blancas y una marea azul en la que se puede nadar con la seguridad de que no voy a salir con la piel embadurnada por desechos industriales y basura de pescadores. El ajetreo en el muelle es menor con la caída de la noche, que se demoró por ser el último día de primavera. Estuve mirando un sol moribundo por casi media hora contando las horas que me faltaban para volver a casa y dormir. Siento que no duermo desde el jueves. El viernes, la ansiedad me tuvo levantada a la madrugada y ¿para qué postergarlo más? Me puse a ordenarlo todo para emprender mi excursión de fin de semana que acabó con un funeral. Por suerte, los dos hechos no estaban relacionados. Tengo que empezar a moderar mi manía de adelantarme a todo y llegar una hora antes a los lugares, porque me estoy aburriendo de muerte esperando a Hans y con todo el cansancio encima que se me cierran los párpados.
Busco entre los botes amarrados alguno donde pueda pasar el rato y encuentro uno con un menú de mariscos y la promesa de que son mejores de los que se prueban en el Capitolio. No lo sé, no estoy segura. Allí a la comida le rocían perfume y le ponen tocados elegantes. Posiblemente los mariscos interpretan un show antes de que los ministros se los lleven a sus gargantas. Casi lo olvido y envío un mensaje a Hans diciéndole donde estoy. Guardo mi teléfono para no tener que ver ni responder a lo que pueda decirme. No, en realidad estaba ignorando el tener que hacerlo solo para que pierda sus buenos minutos en el muelle. Lo veo a la distancia desde mi cómoda posición en una mesa cerca del barandal del bote, justo al mismo tiempo que llega mi plato. Los mariscos que me traen son tan normales que me siento feliz, me perturbaría bastante y no creo tener corazón para comérmelos si demuestran algún talento musical. Espero a tenerlo lo suficientemente cerca como para que pueda oírme y le señalo la silla enfrentada a la mía. —Tienes un buen sentido de la oportunidad, acabo de comenzar mi cena— lo saludo de este modo. —Si quieres pedir algo, adelante. Yo te invito. Estoy haciendo un trabajo y todavía me queda de lo que me dio mi jefe para los gastos extras del viaje—. Tomo un sorbo de mi vaso de agua para disimular un poco mi sonrisa burlona.
Nada de esto es claro para mí ahora mismo. Se vuelve confuso de a ratos, es una conversación con desaciertos. Expone sus puntos con una racionalidad patente que es como si me hablara en un idioma diferente al mío, y me asombra poder interpretar lo que me dice cuando se aclara, por encima de las contrariedades de mis emociones que han visto a la situación de elegir como algo distinto a una muestra de respeto. Las elecciones son para mi una partida de voluntades y quien hace la elección asume gran parte de la carga de lo que vendrá, me está preguntando qué quiero y es un interrogante que no me gustaria tener que responder esta noche. Lo que era una cena laboral se convirtió en una seguidilla de eventos descabellados, y no sé cómo volvimos a caer en este punto en que podríamos terminar juntos en una cama si es que tengo la voz para decirlo, cuando no es algo que me hubiera planteado para este lunes en especial, despues de la gira por el norte y un funeral a la madrugada. Y es el orgullo, el bendito orgullo, que me dice que es mejor volver sola a casa. -¿Estarás esperando el día a que eso pase? ¿Quieres que te reserve un asiento en primera fila?- inquiero, dudo que sea un día próximo, pueden pasar años.
Y ese gesto otra vez, el hacerme ver que es cosa mía el que tenga la idea fija de que algo ocurra. Tomo ventaja de la cercanía que todavía queda entre nosotros para estudiarlo con el ceño fruncido. -Socorrer a un enfermo se limita a encaminarlo al hospital más cercano. Conmigo te tomas otras molestias, en serio eres atento- señalo. -A ti te pasa algo- lo acuso y apunto a su pecho con mi dedo índice. El problema es que casi todo lo tiñe de broma o lo hace con aparente indiferencia. Como las elecciones posibles, él se resigna a cualquiera, y para mí es un dilema, algo que postergo para otro día. No sucederá hoy. Puedo vivir sin conocer sus talentos culinarios de atención a enfermos. Asiento bruscamente con el mentón, asentando mi renuncia a tal lujo, y puede tomarlo como una actitud testaruda si quiere. Me repito que no es algo que ocurrirá hoy, y tengo que insistir en ese pensamiento cuando lo tengo tan cerca que me hace dudar, esa vacilación dura poco menos que un segundo. -Ha sido una noche rara, Hans- suspiro. -Y ahora eres tu quien quiere besarme, pero encuentras una razón válida que te detiene- sonrío con sorna. La forma en que nos buscamos y no coincidimos, con las palabras, con los cuerpos, en un desencuentro recurrente.-Guarda tu derecho a un beso para usarlo en alguna otra ocasión, te lo has ganado por ser amable- digo, estoy a un paso de él y tengo la noble intención de acabar con esta despedida. Nos veremos en el trabajo, el lunes siguiente si no ocurre antes por una casualidad.
Vuelvo hacía el y estrello mi dedo contra su pecho. -¿Y tú que quieres?- le pregunto, no me acompleja tener que levantar mi rostro para encontrar sus ojos y enfrentarlo para obtener una respuesta que no necesito que sea honesta, ni correcta, si fuera un amplio silencio sería perfecto. Lo único que quiero es devolverle esa arrogancia que tiene de sacudirme estructuras.- Dabas por hecho que te pediría que te marches y aprovechaste para hablar de mi orgullo, de que me pasan cosas. ¿Por qué no solo podías decir que querías irte conmigo y preguntarme si estaba de acuerdo?-. Porque no puedo esperar que las personas actúen como yo quiero, aún menos que lo haga Hans. Siento cierta frustración hacia mí misma, por esas expectativas que nunca llevan a ningún lado.-¿Podrías admitir con palabras claras y sencillas de que te gusta estar conmigo?- pido para terminar con esto y poder irme a casa. -Y no estoy hablando de cosas, te la hago más sencilla. ¿Te gusta estar conmigo?- repito. Y por la expresión desganada de mi rostro, puede adivinar que no aguardo una contestación, no sé si la hay. Me basta con planteárselo.
Y ese gesto otra vez, el hacerme ver que es cosa mía el que tenga la idea fija de que algo ocurra. Tomo ventaja de la cercanía que todavía queda entre nosotros para estudiarlo con el ceño fruncido. -Socorrer a un enfermo se limita a encaminarlo al hospital más cercano. Conmigo te tomas otras molestias, en serio eres atento- señalo. -A ti te pasa algo- lo acuso y apunto a su pecho con mi dedo índice. El problema es que casi todo lo tiñe de broma o lo hace con aparente indiferencia. Como las elecciones posibles, él se resigna a cualquiera, y para mí es un dilema, algo que postergo para otro día. No sucederá hoy. Puedo vivir sin conocer sus talentos culinarios de atención a enfermos. Asiento bruscamente con el mentón, asentando mi renuncia a tal lujo, y puede tomarlo como una actitud testaruda si quiere. Me repito que no es algo que ocurrirá hoy, y tengo que insistir en ese pensamiento cuando lo tengo tan cerca que me hace dudar, esa vacilación dura poco menos que un segundo. -Ha sido una noche rara, Hans- suspiro. -Y ahora eres tu quien quiere besarme, pero encuentras una razón válida que te detiene- sonrío con sorna. La forma en que nos buscamos y no coincidimos, con las palabras, con los cuerpos, en un desencuentro recurrente.-Guarda tu derecho a un beso para usarlo en alguna otra ocasión, te lo has ganado por ser amable- digo, estoy a un paso de él y tengo la noble intención de acabar con esta despedida. Nos veremos en el trabajo, el lunes siguiente si no ocurre antes por una casualidad.
Vuelvo hacía el y estrello mi dedo contra su pecho. -¿Y tú que quieres?- le pregunto, no me acompleja tener que levantar mi rostro para encontrar sus ojos y enfrentarlo para obtener una respuesta que no necesito que sea honesta, ni correcta, si fuera un amplio silencio sería perfecto. Lo único que quiero es devolverle esa arrogancia que tiene de sacudirme estructuras.- Dabas por hecho que te pediría que te marches y aprovechaste para hablar de mi orgullo, de que me pasan cosas. ¿Por qué no solo podías decir que querías irte conmigo y preguntarme si estaba de acuerdo?-. Porque no puedo esperar que las personas actúen como yo quiero, aún menos que lo haga Hans. Siento cierta frustración hacia mí misma, por esas expectativas que nunca llevan a ningún lado.-¿Podrías admitir con palabras claras y sencillas de que te gusta estar conmigo?- pido para terminar con esto y poder irme a casa. -Y no estoy hablando de cosas, te la hago más sencilla. ¿Te gusta estar conmigo?- repito. Y por la expresión desganada de mi rostro, puede adivinar que no aguardo una contestación, no sé si la hay. Me basta con planteárselo.
— Primera fila estará bien — lo digo con la calma y la pomposidad de alguien que está comprando boletos para la ópera, pero lo culmino con la mirada burlona que parece iluminarme los ojos por dos segundos, casi retándola a golpearme en la nariz por mi incapacidad de dejarle la última palabra. Tanto como cuando sigue insistiendo con la actitud que he decidido tomar frente a esta situación, lo que me hace suspirar con un armado de paciencia, haciendo vibrar mis labios como un equino y un revoleo de ojos que apenas me deja fijarme en cómo me apunta con el dedo — ¿Creías que te dejaría sola con una erupción? No me pasa nada solo por eso. No sé cómo te manejas tú, pero yo tengo mis normas y así hago las cosas — que, asumo, deben ir a un ritmo muy diferente del suyo. Si va a agarrarse de ese punto, tiene las de perder.
Me la devuelve, claro que lo hace, pero lejos de alarmarme me llena de un extraño regodeo — No tengo por qué detenerme, pero si tú lo dices… — me pico el mentón con dos dedos, apenas dándole un pique rítmico en la línea de la barbilla — Tomaré ese vale, pero no quiero quejas cuando quiera reclamarlo — que si sigue actuando de este modo, no puedo evitar preguntarme cuánto tiempo tendrá de duración. Tenemos esta costumbre, la de testear la voluntad del otro y ver cuánto somos capaces de soportar. Como con su seguridad, esa que la hace golpear mi pecho y logra que mire con rostro escandalizado el movimiento de su dedo, casi sin poder creerme por un instante que tenga ese tupé. Claro que lo tiene, ya me lo ha demostrado en otras ocasiones, así que me obligo a controlar un poco mi expresión — ¿Quizá porque no estaba considerando de veras la chance de irme contigo? No es como si esto fuese algo predecible, ya sabes… — con otras mujeres es más sencillo. Lo acordamos o no, el camino está claro. Con Scott es un eterno zig zag con las luces de la carretera apagadas. Aún así, no retrocedo, tomando su postura como un desafío silencioso que me hace apretar un poco la mandíbula. No contesto de inmediato a su interrogativa, porque me tomo la molestia de echar otro vistazo a su alrededor antes de actuar. Con un resoplido de resignación, apoyo la mano en el costado de su cuello y enrosco los dedos en los cabellos de su nuca, sirviéndome de ese apoyo para avanzar y hacerla retroceder con el correr de mis pasos. No es hasta que nos alejamos de la luz de la calle y nos coloco en la seguridad de un pequeño pasaje entre dos casas, rodeados de altas cercas de madera, que la encierro sin esfuerzo contra una de ellas — ¿No hemos tenido ya esta conversación? — mascullo entre dientes, regresando la vista hacia ella tras chequear que nadie puede alcanzar siquiera a escucharnos — Al menos, tengo la sensación de haberte dicho que me agrada tu compañía. En mi cocina, ya sabes… me llamaste masoquista por eso — mi modo de acentuar y suavizar mis palabras deja en claro que me regodeo un poco de ese recuerdo, casi burlándome un poco de sacar a colación la oportunidad en la cual desayunó conmigo tras pasar la noche juntos. No fue una situación normal para ninguno de los dos, pero me atrevería a decir que la mortifica más que a mí, aunque con ella jamás estoy seguro. Como ahora, que suelto un poco el agarre de su nuca para volver a pasar mis dedos por su garganta, pasando a acariciar su mentón. Aquí, la iluminación es poca, pero es la suficiente como para que pueda notar mi pulgar presionando su labio inferior.
— ¿Quieres que te sea sincero? — es una pregunta capciosa, porque pienso seguir hablando de todos modos — Me sacas de quicio. Creo que eres terca, caprichosa, negadora y demasiado volátil. También pienso que eres un dolor de cabeza, un grano en el culo y, en algunas cosas, sé que no puedo confiar plenamente en ti — siento la presión de mi flequillo contra mi frente en cuanto lo aplasto al recargarme contra la suya, usando la mano que me queda libre para acabar por sostener su rostro de manera que respiremos el mismo aire, evitando la distancia — Tienes un carácter irritante y, aún así, lo admiro. Porque es vivo y adictivo. Debe ser por eso que me agrada tu compañía — la sonrisa de medio lado se curva encima de sus labios, a pesar de que mis ojos siguen entornados, buscando contacto con los suyos. Los míos, por otro lado, se relamen hasta prensarse un poco — Y cuanto más buscas escapar de mí, más me motivas a atraparte. Eso me vuelve loco. Ahora… — doy los pequeños pasos que logran que mis pies toquen los suyos y amago a pegar nuestros labios, pero solo queda en apenas un movimiento que entreabre mi boca sobre la suya en una mueca socarrona — ¿Puedo cobrar mi vale o seguirás fingiendo demencia?
Me la devuelve, claro que lo hace, pero lejos de alarmarme me llena de un extraño regodeo — No tengo por qué detenerme, pero si tú lo dices… — me pico el mentón con dos dedos, apenas dándole un pique rítmico en la línea de la barbilla — Tomaré ese vale, pero no quiero quejas cuando quiera reclamarlo — que si sigue actuando de este modo, no puedo evitar preguntarme cuánto tiempo tendrá de duración. Tenemos esta costumbre, la de testear la voluntad del otro y ver cuánto somos capaces de soportar. Como con su seguridad, esa que la hace golpear mi pecho y logra que mire con rostro escandalizado el movimiento de su dedo, casi sin poder creerme por un instante que tenga ese tupé. Claro que lo tiene, ya me lo ha demostrado en otras ocasiones, así que me obligo a controlar un poco mi expresión — ¿Quizá porque no estaba considerando de veras la chance de irme contigo? No es como si esto fuese algo predecible, ya sabes… — con otras mujeres es más sencillo. Lo acordamos o no, el camino está claro. Con Scott es un eterno zig zag con las luces de la carretera apagadas. Aún así, no retrocedo, tomando su postura como un desafío silencioso que me hace apretar un poco la mandíbula. No contesto de inmediato a su interrogativa, porque me tomo la molestia de echar otro vistazo a su alrededor antes de actuar. Con un resoplido de resignación, apoyo la mano en el costado de su cuello y enrosco los dedos en los cabellos de su nuca, sirviéndome de ese apoyo para avanzar y hacerla retroceder con el correr de mis pasos. No es hasta que nos alejamos de la luz de la calle y nos coloco en la seguridad de un pequeño pasaje entre dos casas, rodeados de altas cercas de madera, que la encierro sin esfuerzo contra una de ellas — ¿No hemos tenido ya esta conversación? — mascullo entre dientes, regresando la vista hacia ella tras chequear que nadie puede alcanzar siquiera a escucharnos — Al menos, tengo la sensación de haberte dicho que me agrada tu compañía. En mi cocina, ya sabes… me llamaste masoquista por eso — mi modo de acentuar y suavizar mis palabras deja en claro que me regodeo un poco de ese recuerdo, casi burlándome un poco de sacar a colación la oportunidad en la cual desayunó conmigo tras pasar la noche juntos. No fue una situación normal para ninguno de los dos, pero me atrevería a decir que la mortifica más que a mí, aunque con ella jamás estoy seguro. Como ahora, que suelto un poco el agarre de su nuca para volver a pasar mis dedos por su garganta, pasando a acariciar su mentón. Aquí, la iluminación es poca, pero es la suficiente como para que pueda notar mi pulgar presionando su labio inferior.
— ¿Quieres que te sea sincero? — es una pregunta capciosa, porque pienso seguir hablando de todos modos — Me sacas de quicio. Creo que eres terca, caprichosa, negadora y demasiado volátil. También pienso que eres un dolor de cabeza, un grano en el culo y, en algunas cosas, sé que no puedo confiar plenamente en ti — siento la presión de mi flequillo contra mi frente en cuanto lo aplasto al recargarme contra la suya, usando la mano que me queda libre para acabar por sostener su rostro de manera que respiremos el mismo aire, evitando la distancia — Tienes un carácter irritante y, aún así, lo admiro. Porque es vivo y adictivo. Debe ser por eso que me agrada tu compañía — la sonrisa de medio lado se curva encima de sus labios, a pesar de que mis ojos siguen entornados, buscando contacto con los suyos. Los míos, por otro lado, se relamen hasta prensarse un poco — Y cuanto más buscas escapar de mí, más me motivas a atraparte. Eso me vuelve loco. Ahora… — doy los pequeños pasos que logran que mis pies toquen los suyos y amago a pegar nuestros labios, pero solo queda en apenas un movimiento que entreabre mi boca sobre la suya en una mueca socarrona — ¿Puedo cobrar mi vale o seguirás fingiendo demencia?
Me trago la frustración que quiere manifestarse en una réplica a su conducta de protocolo de actuación ante personas con una erupción repentina, froto mi frente con una mano y cierro los ojos fuertemente por dos segundos, un ruego de paciencia para poder continuar con esta conversación. No importa que eso me quite el placer de contradecirle todo y tomar de rehén la última palabra, volvería a quitármela en un movimiento siguiente. Pone los puntos finales a cada cosa que digo, está ganando con más de la mitad del tablero conquistado empujándome al borde y pienso tomar esta oportunidad para mi retirada. Suena cobarde, al final del día siempre lo soy, no quiero una confrontación con cosas a las que no puedo definir y no tiene nada de arrojo y mucho del orgullo que me acusa, el regresar sobre mis pasos para recuperar un poco de la ventaja que perdí en esta situación. Es una posición inestable la que consigo, su franqueza es confusa y la interpreto a mi manera para no dar un paso hacia atrás. —¿Tenías miedo a que te rechace y por eso te adelantaste a decir que si lo hacía era culpa de mi orgullo?— cuestiono sus motivos pese a que le creo, si lo hago es por malicia.
Acabo por dar el paso hacia atrás que no quería, cuando su cuerpo se mueve contra el mío y su agarre es la sujeción que necesito para conservar mi estabilidad al caminar. Lo que sea que esté tambaleando en mi interior que no se note. Puedo erguir mi barbilla con un ademán desafiante al quedar de espalda a la madera de la cerca, y las evocaciones que hace no harán que vuelva a revivir el contexto en el que fueron dichas. Nada de lo que sucedió fue hecho para dedicarle un segundo pensamiento, recuerdo que fue la conclusión a la que tardé en llegar después de esa mañana. —Fue dicho en un día distinto a este, podrías pensar diferente hoy— apunto y lo interrogo con mi mirada. —¿O le estás tomando gusto a este masoquismo?— me estoy burlando de él al preguntárselo. Su intención de sinceridad me provoca un segundo de pánico, los latidos en mi pecho se vuelven inconstantes. La sensación pasa cuando el discurso florido a mis defectos me saca una sonrisa arrogante, conozco el calor de la rabia para escudarme en ella y asumir una postura ofendida. ¿Qué soy negadora y caprichosa? Reconozco mi terquedad y el que sea volátil, pero no reclamaré como míos estos dos. En mi propia honestidad, acepto que lo que me ofende tanto es que sean calificativos acertados. Me descubro secretamente orgullosa de muchas de las cosas que dice. Boqueo para esgrimir una respuesta y el sonido en mis labios no toma forma, lo que hago es respirar el aire que queda entre los pocos centímetros que separan a nuestros rostros. Adictivo… esa palabra queda pendiendo en mi boca, porque se siente real en este instante. Y el que me lo diga me hace consciente de lo que sé que sucederá irremediablemente, porque si es una adicción no hay manera en que la voluntad levante defensas.
Este sitio en las sombras de los edificios de un distrito de pescadores no es menos adecuado que otros lugares, y mucho más que una oficina en el ministerio, una acera a plena luz del día o una reunión social, para que pueda aferrarme a su nuca y suspirar contra su boca con el anhelo palpable de querer lo que está mal y nos hace sentir bien los minutos que dura la emoción. Las luces blancas del hospital aun impactan en mi mente, así como el bamboleo del bote, las consecuencias del desastre de la cena que tuvimos que interrumpir. Todas circunstancias que podrían habernos hecho volver a casa y no llegar a este punto impredecible en el cuál se agotan todos los caminos posibles. —Si no me besas voy a enloquecer de verdad— susurro, hay muchos tipos de demencia y estoy más cerca del que padece él. —Y me enojaré tanto que no te perdonaré nunca que hayas dicho que soy negadora y caprichosa— infundo de vehemencia mi voz al cerrar los dedos de mi otra mano en la tela de su camiseta para atraerlo hasta que su pecho choca con el mío. —Si lo haces, me haré cargo de que puedo ser negadora y caprichosa… algunas veces— murmuro y gravito cerca de sus labios. —Sólo una vez más…
Acabo por dar el paso hacia atrás que no quería, cuando su cuerpo se mueve contra el mío y su agarre es la sujeción que necesito para conservar mi estabilidad al caminar. Lo que sea que esté tambaleando en mi interior que no se note. Puedo erguir mi barbilla con un ademán desafiante al quedar de espalda a la madera de la cerca, y las evocaciones que hace no harán que vuelva a revivir el contexto en el que fueron dichas. Nada de lo que sucedió fue hecho para dedicarle un segundo pensamiento, recuerdo que fue la conclusión a la que tardé en llegar después de esa mañana. —Fue dicho en un día distinto a este, podrías pensar diferente hoy— apunto y lo interrogo con mi mirada. —¿O le estás tomando gusto a este masoquismo?— me estoy burlando de él al preguntárselo. Su intención de sinceridad me provoca un segundo de pánico, los latidos en mi pecho se vuelven inconstantes. La sensación pasa cuando el discurso florido a mis defectos me saca una sonrisa arrogante, conozco el calor de la rabia para escudarme en ella y asumir una postura ofendida. ¿Qué soy negadora y caprichosa? Reconozco mi terquedad y el que sea volátil, pero no reclamaré como míos estos dos. En mi propia honestidad, acepto que lo que me ofende tanto es que sean calificativos acertados. Me descubro secretamente orgullosa de muchas de las cosas que dice. Boqueo para esgrimir una respuesta y el sonido en mis labios no toma forma, lo que hago es respirar el aire que queda entre los pocos centímetros que separan a nuestros rostros. Adictivo… esa palabra queda pendiendo en mi boca, porque se siente real en este instante. Y el que me lo diga me hace consciente de lo que sé que sucederá irremediablemente, porque si es una adicción no hay manera en que la voluntad levante defensas.
Este sitio en las sombras de los edificios de un distrito de pescadores no es menos adecuado que otros lugares, y mucho más que una oficina en el ministerio, una acera a plena luz del día o una reunión social, para que pueda aferrarme a su nuca y suspirar contra su boca con el anhelo palpable de querer lo que está mal y nos hace sentir bien los minutos que dura la emoción. Las luces blancas del hospital aun impactan en mi mente, así como el bamboleo del bote, las consecuencias del desastre de la cena que tuvimos que interrumpir. Todas circunstancias que podrían habernos hecho volver a casa y no llegar a este punto impredecible en el cuál se agotan todos los caminos posibles. —Si no me besas voy a enloquecer de verdad— susurro, hay muchos tipos de demencia y estoy más cerca del que padece él. —Y me enojaré tanto que no te perdonaré nunca que hayas dicho que soy negadora y caprichosa— infundo de vehemencia mi voz al cerrar los dedos de mi otra mano en la tela de su camiseta para atraerlo hasta que su pecho choca con el mío. —Si lo haces, me haré cargo de que puedo ser negadora y caprichosa… algunas veces— murmuro y gravito cerca de sus labios. —Sólo una vez más…
— Jamás consideré esa opción. Creo que piensas que mi cabeza es tan rebuscada como la tuya — intento no sonar tan sobrador como me imagino, pero creo que soy incapaz de lograrlo. No he analizado la posibilidad o no de un supuesto rechazo, porque jamás vine esta noche con intenciones de darle razones para que lo haga. Mi meta era simple y llanamente conseguir el informe, tal y como fue en un principio pedirle que arregle algunos artefactos que, por alguna razón, permitieron que ella piense que estaba negociando con nuestros cuerpos. Mucho de lo que decimos se malentiende, se mezcla y se vuelve un laberinto, pero no me cuesta el reconocer que disfruto de este juego. Me permite reírme de su burla, de esas palabras que, sospecho, intentan escalar un paso por encima de mí en esta guerra que hemos iniciado hace semanas y que parece no tener un final cercano — Quizá. ¿A ti no te gusta? — no pretendo encontrar una verdadera respuesta a esa pregunta. Partimos de la base de que ella podría simplemente marcharse y, de todos modos, está aquí, entre mis manos. Parece una enorme sátira, puesta en que puedo sujetar su rostro casi del mismo modo en el cual sostengo su suerte frente al resto de la comunidad. Admito que con mucha más suavidad.
El susurro que estremece parte de mis entrañas y me obliga a disimular el calor de mi cuello llega con una declaración ansiada, decorando mis facciones con cierto éxtasis ligado al triunfo. Las palabras que tomo como un ruego me tiran hacia delante, ayudado por un tirón que me presiona contra ella y me hace creer que puede sentir el palpitar que retumba dentro de mi pecho, ese que estoy seguro de que ella podrá reconocer — Lo eres, casi todo el tiempo. Que lo niegues solo demuestra mi punto — se la sigo, obvio que lo hago, pero en susurros pesados que delatan el nuevo ritmo de mi respiración, fundida en la suya. Su boca está tan cerca de la mía que puedo sentir su tacto sin siquiera tocarla, por lo que mis manos se mueven para elevar con mayor urgencia su rostro, buscando reducir la diferencia provocada por las alturas — Por favor, Scott… — me mofo de ella, regalándole la sonrisa sagaz sobre su boca — … dejemos de mentirnos con el “una vez más” — porque los dos lo sabemos. No es necesidad, es urgencia. Es una droga fastidiosa que los dos decidimos usar y que ya me ha dado demasiados dolores de cabeza como para seguir rumiando al respecto. No me gusta complicarme, menos con cuestiones como ésta. Me niego a que sea ella quien inicie esa costumbre.
Busco contentar su cordura y la mía cuando demando sus labios, con más hambre de la que hubiera creído. Me doy cuenta, con cierto pesar, cuánto me he negado un contacto que había ansiado desde la última vez que fui capaz de poseerlo, porque exploro sus besos con una suavidad que por momentos pierde el control al fundirse con la urgencia. Mis dedos me venden, bajando por su cuello y arrastrándose hasta mezclarse en su cabello, para después descender por su espalda y estrecharla en un abrazo que la aprisiona entre mi cuerpo y la cerca, la cual se queja en un crujido por la presión ejercida. Oigo mi jadeo al levantar la mano y tomar su mentón, apresando la contraria en su cintura y arrugando un poco la tela de su ropa en mi puño. La leve presión en su barbilla me permite separar nuestras bocas lentamente, manteniendo mi frente recargada en la suya al abrir vagamente mis ojos en busca de los suyos. Me reconozco que no quiero soltarla, porque se siente jodidamente bien y me hace olvidar que hace menos de media hora podríamos habernos matado por un montón de burlas sin sentido que tuvieron toda la coherencia del mundo en su momento — Creo que no he besado a nadie en un recoveco callejero desde mis años de estudiante — murmuro con gracia y le enseño mis dientes al sonreír ampliamente, a pesar de que ya he bajado los ojos a sus labios y los demando una vez más, en un beso algo más corto y lento a pesar de que presiono el contacto con énfasis — Esto es todo tu culpa — le recuerdo, interrumpiendo el movimiento de nuestras bocas al hablar sobre la suya, lo que provoca que mi voz suene algo ahogada — Si no hubieras confundido mis intenciones ese día, esa estúpida apuesta no habría ocurrido y nada de esto estaría pasando. Y si tú no enloqueces, lo más probable es que lo haga yo — dejo caer la mano de su rostro una vez más y abandono sus labios, recorriendo la comisura y el contorno de su mandíbula con los propios hasta dar con su oído. Aquí, puedo sentir su calor y su aroma, invitándome a quedarme o a retirarme. Me tomo un momento de silencio y tregua conmigo mismo, aprovechando a rodearla con ambos brazos al presionar con mi boca justo debajo de su oreja — Es desesperante. Tú me desesperas — no planeo que lo entienda, pero sospecho que de algún modo lo hace.
Me muevo con cuidado, tal y como si quisiera ser invisible en nuestro improvisado escondite, cuando me muevo con la intención de volver a enfrentarme a su rostro — Sé que quieres que vaya contigo a tu casa — no es una pregunta ni una demanda, solo una certeza. Hasta me tomo el atrevimiento de mostrarme algo zumbón cuando le quito un veloz beso de sus labios, demasiado casual como para sentir vergüenza o arrepentimiento por ello — Pero como eres una negadora y una caprichosa, no lo dirás. Así que… ¿Vas a bajar un poco tu terquedad por cinco minutos o vamos a besarnos hasta que cada uno se vaya a su hogar? Porque también puedo hacerlo, pero creo que sería un poco más escandaloso — Somos nosotros. Podemos compartir una noche puertas adentro, pero un simple encuentro en un callejoncito rompe la rutina y le brinda cierta importancia. Al menos, claro, que esto sea otra vez el baile de quien se rinde primero; en ese caso, puedo tranquilamente darme media vuelta y desaparecer. No pienso dejarle ganar.
El susurro que estremece parte de mis entrañas y me obliga a disimular el calor de mi cuello llega con una declaración ansiada, decorando mis facciones con cierto éxtasis ligado al triunfo. Las palabras que tomo como un ruego me tiran hacia delante, ayudado por un tirón que me presiona contra ella y me hace creer que puede sentir el palpitar que retumba dentro de mi pecho, ese que estoy seguro de que ella podrá reconocer — Lo eres, casi todo el tiempo. Que lo niegues solo demuestra mi punto — se la sigo, obvio que lo hago, pero en susurros pesados que delatan el nuevo ritmo de mi respiración, fundida en la suya. Su boca está tan cerca de la mía que puedo sentir su tacto sin siquiera tocarla, por lo que mis manos se mueven para elevar con mayor urgencia su rostro, buscando reducir la diferencia provocada por las alturas — Por favor, Scott… — me mofo de ella, regalándole la sonrisa sagaz sobre su boca — … dejemos de mentirnos con el “una vez más” — porque los dos lo sabemos. No es necesidad, es urgencia. Es una droga fastidiosa que los dos decidimos usar y que ya me ha dado demasiados dolores de cabeza como para seguir rumiando al respecto. No me gusta complicarme, menos con cuestiones como ésta. Me niego a que sea ella quien inicie esa costumbre.
Busco contentar su cordura y la mía cuando demando sus labios, con más hambre de la que hubiera creído. Me doy cuenta, con cierto pesar, cuánto me he negado un contacto que había ansiado desde la última vez que fui capaz de poseerlo, porque exploro sus besos con una suavidad que por momentos pierde el control al fundirse con la urgencia. Mis dedos me venden, bajando por su cuello y arrastrándose hasta mezclarse en su cabello, para después descender por su espalda y estrecharla en un abrazo que la aprisiona entre mi cuerpo y la cerca, la cual se queja en un crujido por la presión ejercida. Oigo mi jadeo al levantar la mano y tomar su mentón, apresando la contraria en su cintura y arrugando un poco la tela de su ropa en mi puño. La leve presión en su barbilla me permite separar nuestras bocas lentamente, manteniendo mi frente recargada en la suya al abrir vagamente mis ojos en busca de los suyos. Me reconozco que no quiero soltarla, porque se siente jodidamente bien y me hace olvidar que hace menos de media hora podríamos habernos matado por un montón de burlas sin sentido que tuvieron toda la coherencia del mundo en su momento — Creo que no he besado a nadie en un recoveco callejero desde mis años de estudiante — murmuro con gracia y le enseño mis dientes al sonreír ampliamente, a pesar de que ya he bajado los ojos a sus labios y los demando una vez más, en un beso algo más corto y lento a pesar de que presiono el contacto con énfasis — Esto es todo tu culpa — le recuerdo, interrumpiendo el movimiento de nuestras bocas al hablar sobre la suya, lo que provoca que mi voz suene algo ahogada — Si no hubieras confundido mis intenciones ese día, esa estúpida apuesta no habría ocurrido y nada de esto estaría pasando. Y si tú no enloqueces, lo más probable es que lo haga yo — dejo caer la mano de su rostro una vez más y abandono sus labios, recorriendo la comisura y el contorno de su mandíbula con los propios hasta dar con su oído. Aquí, puedo sentir su calor y su aroma, invitándome a quedarme o a retirarme. Me tomo un momento de silencio y tregua conmigo mismo, aprovechando a rodearla con ambos brazos al presionar con mi boca justo debajo de su oreja — Es desesperante. Tú me desesperas — no planeo que lo entienda, pero sospecho que de algún modo lo hace.
Me muevo con cuidado, tal y como si quisiera ser invisible en nuestro improvisado escondite, cuando me muevo con la intención de volver a enfrentarme a su rostro — Sé que quieres que vaya contigo a tu casa — no es una pregunta ni una demanda, solo una certeza. Hasta me tomo el atrevimiento de mostrarme algo zumbón cuando le quito un veloz beso de sus labios, demasiado casual como para sentir vergüenza o arrepentimiento por ello — Pero como eres una negadora y una caprichosa, no lo dirás. Así que… ¿Vas a bajar un poco tu terquedad por cinco minutos o vamos a besarnos hasta que cada uno se vaya a su hogar? Porque también puedo hacerlo, pero creo que sería un poco más escandaloso — Somos nosotros. Podemos compartir una noche puertas adentro, pero un simple encuentro en un callejoncito rompe la rutina y le brinda cierta importancia. Al menos, claro, que esto sea otra vez el baile de quien se rinde primero; en ese caso, puedo tranquilamente darme media vuelta y desaparecer. No pienso dejarle ganar.
—Pensamos tan distinto que es como si estuviéramos hablando en dos idiomas diferentes todo el tiempo— suspiro, resignada. Contengo mis ganas de bufar mucho más fuerte. Si uno de los dos supiera legeremancia estas conversaciones no estarían llenas de desaciertos, pero el que pueda interpretar mis pensamientos me atemoriza más que este juego de imprecisiones en el que caímos, donde cada comentario es un giro en este camino que hacemos a tientas y nos golpeamos contra muros invisibles. Podemos culpar a nuestro acuerdo, a la obligación de cumplir con estos encuentros, de todas maneras me toca admitir por qué no puedo dejar esto en una simple relación de intercambio. —Tal vez— hago reflejo de su respuesta esquiva para no tener que reconocer que estamos cautivados por esta batalla de voluntades en la que nos negamos a perder y nunca queda claro quién gana. Casi siempre creo que gano yo, porque vuelvo a casa entera. Y si es que gano siempre, no me explico cómo me tiene exactamente donde me dije que no volvería a estar, caigo en la trampa de sus palabras. Respondo con mi propia necesidad que se antepone a cualquier pensamiento racional, soy débil a la atracción de sus labios que se sonríen sobre los míos y lo increíble de todo esto es que podemos encontrar nuestras voces para alargar ese segundo de distancia hasta hacerlo insoportable. —¿Y cuál es la verdad entonces?— murmuro.
El encuentro de su boca con la mía desata una corriente furiosa de ansia que mueve mis manos por el contorno de sus hombros y ascienden para enterrarse en su pelo, así los besos calmos se tornan profundos y cuando la exigencia nos apremia con prisa, mi mente se zambulle de lleno en la imposibilidad de razonar. Es mi espalda contra el cerco y estar atrapada por su cuerpo lo que me sostiene, me abrazo a él para arrasar sus labios con el frenesí de un par de besos urgentes, para consumir lo que sea que lo hace adictivo. Es una agonía tomar todo lo que se puede en un asalto a la oportunidad y que el sentimiento de insuficiencia persista. Gimo cuando rompe el beso y lo retengo cerca para seguir respirando pausado contra su boca, mis dedos se cierran en el agarre firme de su nuca. —El distrito 4 tendrá mucho que contar sobre nosotros— la broma me sale con voz quebrada.
Procuro atrapar sus labios ante un nuevo roce pero se escapan pronto. Mis párpados caen con pesada renuncia, y muevo mi barbilla en negación a su reclamo de culpas. Es culpa compartida. Porque en mi apuesta él jugó a ganar, no lo hubiera hecho, entonces no estaríamos aquí. Se empeñó en ganar y arremetió contra todas mis reglas, esta partida es un caos que derivará en locura real. Pero no seré yo. —No enloqueceré, estoy más acostumbrada que tú a una mente en desastre— murmuro. —Así que por mala suerte te tocará enloquecer a ti—. Acaricio con mi boca su mejilla cuando se inclina y suspiro al aire, paso mis dedos con suavidad por los mechones que despeiné. Cuando reabro los ojos me cuesta reconocer las formas a mi alrededor y no sé si es la noche o la bruma en mi mirada. —¿Ese también sería otro de mis defectos?— inquiero, porque no me hace sentir en falta, sino un regocijo que puedo achacarlo a mi ego. Enfrento sus ojos que se ven claros a pesar de la penumbra, ni siquiera me opongo a su confiada afirmación. No es un comentario hecho desde su vanidad, si aún tengo mis brazos aferrándolo y mi boca responde por reflejo a su beso fugaz. Se necesita de un alto grado de cinismo que no poseo para repetir mi despedida de minutos anteriores. —Soy negadora y caprichosa algunas veces, no siempre…— repito, y todas las razones que habrían hecho de esta situación un final imposible en nuestra cena, se desmoronan sin importar lo firmes que eran. —Así que… ¿quieres ir a mi casa y dejar de escandalizar a este distrito?— pregunto. Una de mis manos suelta su nuca y baja hasta la suya, entrelazando nuestros dedos para hacer más fácil la aparición.
El encuentro de su boca con la mía desata una corriente furiosa de ansia que mueve mis manos por el contorno de sus hombros y ascienden para enterrarse en su pelo, así los besos calmos se tornan profundos y cuando la exigencia nos apremia con prisa, mi mente se zambulle de lleno en la imposibilidad de razonar. Es mi espalda contra el cerco y estar atrapada por su cuerpo lo que me sostiene, me abrazo a él para arrasar sus labios con el frenesí de un par de besos urgentes, para consumir lo que sea que lo hace adictivo. Es una agonía tomar todo lo que se puede en un asalto a la oportunidad y que el sentimiento de insuficiencia persista. Gimo cuando rompe el beso y lo retengo cerca para seguir respirando pausado contra su boca, mis dedos se cierran en el agarre firme de su nuca. —El distrito 4 tendrá mucho que contar sobre nosotros— la broma me sale con voz quebrada.
Procuro atrapar sus labios ante un nuevo roce pero se escapan pronto. Mis párpados caen con pesada renuncia, y muevo mi barbilla en negación a su reclamo de culpas. Es culpa compartida. Porque en mi apuesta él jugó a ganar, no lo hubiera hecho, entonces no estaríamos aquí. Se empeñó en ganar y arremetió contra todas mis reglas, esta partida es un caos que derivará en locura real. Pero no seré yo. —No enloqueceré, estoy más acostumbrada que tú a una mente en desastre— murmuro. —Así que por mala suerte te tocará enloquecer a ti—. Acaricio con mi boca su mejilla cuando se inclina y suspiro al aire, paso mis dedos con suavidad por los mechones que despeiné. Cuando reabro los ojos me cuesta reconocer las formas a mi alrededor y no sé si es la noche o la bruma en mi mirada. —¿Ese también sería otro de mis defectos?— inquiero, porque no me hace sentir en falta, sino un regocijo que puedo achacarlo a mi ego. Enfrento sus ojos que se ven claros a pesar de la penumbra, ni siquiera me opongo a su confiada afirmación. No es un comentario hecho desde su vanidad, si aún tengo mis brazos aferrándolo y mi boca responde por reflejo a su beso fugaz. Se necesita de un alto grado de cinismo que no poseo para repetir mi despedida de minutos anteriores. —Soy negadora y caprichosa algunas veces, no siempre…— repito, y todas las razones que habrían hecho de esta situación un final imposible en nuestra cena, se desmoronan sin importar lo firmes que eran. —Así que… ¿quieres ir a mi casa y dejar de escandalizar a este distrito?— pregunto. Una de mis manos suelta su nuca y baja hasta la suya, entrelazando nuestros dedos para hacer más fácil la aparición.
La verdad es que no podemos prometernos una última vez, porque no tenemos idea de lo que acabará sucediendo la próxima vez que nos veamos. Es algo un poco más fuerte que nosotros y nuestro penoso autocontrol, ese que empieza a parecerme cada vez más débil — Tú sabes de qué hablo — contesto. Termina delatándose en el modo en el cual ella me besa de regreso, anunciándome que estoy lejos de encontrarme equivocado, porque su necesidad es un reflejo de la mía. Cada agarre nos vuelve una masa compacta que se estrecha con vehemencia, ajenos a lo que sucede alrededor y posiblemente muy fáciles de ignorar por cualquiera que se decida a salir a la calle en estos momentos. Su broma me provoca la reacción obvia de una risa floja y muevo la cabeza a un lado, haciendo tronar mi cuello — Pues que hablen. No me importa — es una declaración que no me espero, pero tampoco me sorprende a pesar de que ha salido sin un segundo de meditación. Se dicen cientos de cosas sobre mí, lo sé, tanto como sé que no podría vivir si las escuchase a todas. Lo que suceda entre nosotros es mi problema.
Aunque por momentos me creo enloquecer, no pienso darle el gusto de otorgarle la razón y me contento con responder con un “mmm” que baila entre la duda y la consideración. Me es fácil quedarme callado, en parte porque estoy enfocado en mi propio juego contra su piel y, por otro lado, porque reconozco el suyo contra la mía — No sé si es un defecto o una manía — no tengo idea de si me irrita o me agrada. La desesperación que me provoca es una que alcanzo a disfrutar, que me llena de una satisfacción peculiar cada vez que nos rendimos y permitimos que nuestros cuerpos se alcancen, como dos imanes que se desafían por horas hasta que son liberados para sucumbir. Se me acentúa la sonrisa por sus palabras, tragándome algunas que podrían discutirle pero que deciden no hacerlo y aprieto los dedos que toman los míos, aceptando su invitación sin necesidad de expresarlo en voz alta. Molestar su distrito es mucho más tentador que seguir ocultándonos en el cuatro y, aunque ha sido un día en extremo largo, puedo regalarle lo que queda de la noche.
Nos desaparecemos con una sacudida que nos deja en la puerta de su departamento, apenas balanceándome por el impulso de nuestro medio de transporte. El seis se encuentra silencioso y su hogar a oscuras, pero no reparo en los detalles cuando me inclino para rozar nuestros labios — ¿Tengo que cumplir mi promesa y prepararte la sopa? — a pesar de acentuar el tono de preocupación, estoy seguro de que mi sonrisa bromista es visible en la corta distancia que nos separa. Suelto su mano para ser libre de sacar la varita de mi cinto y, con una rápida sacudida, puedo escuchar el chasquido de su puerta, la cual se abre para nosotros. Vuelvo a guardarla con extraña parsimonia y estiro el brazo, empujando la entrada para ampliar el espacio de paso y le echo un vistazo a la oscuridad de su sala de estar. La última vez que estuve en este lugar fue para otorgarle el trabajo que nos llevó a esta noche en primer lugar. Ahora, la lista que me entregó se encuentra olvidada en mi bolsillo — Solo espero que no me hagas un tour aburrido en el recorrido hacia la cama — es una broma alusiva a una parte de una conversación que creí haber olvidado, pero que salta en mi memoria como un anuncio. Fuera de eso, no estoy seguro de si vamos a llegar al lecho o no. Solo me centro en cómo vuelvo a buscar sus labios en una demanda cargada de desespero que me funciona para guiarnos hacia adentro y los brazos son algo torpes al buscar cerrar la puerta detrás de nosotros, dejándonos a salvo en la oscuridad. Lo que sucede entre las paredes de su casa es cosa nuestra. Y debo confesarlo, sospecho que mi cordura por fin se ha tomado un descanso. Podré preguntárselo en la mañana.
Aunque por momentos me creo enloquecer, no pienso darle el gusto de otorgarle la razón y me contento con responder con un “mmm” que baila entre la duda y la consideración. Me es fácil quedarme callado, en parte porque estoy enfocado en mi propio juego contra su piel y, por otro lado, porque reconozco el suyo contra la mía — No sé si es un defecto o una manía — no tengo idea de si me irrita o me agrada. La desesperación que me provoca es una que alcanzo a disfrutar, que me llena de una satisfacción peculiar cada vez que nos rendimos y permitimos que nuestros cuerpos se alcancen, como dos imanes que se desafían por horas hasta que son liberados para sucumbir. Se me acentúa la sonrisa por sus palabras, tragándome algunas que podrían discutirle pero que deciden no hacerlo y aprieto los dedos que toman los míos, aceptando su invitación sin necesidad de expresarlo en voz alta. Molestar su distrito es mucho más tentador que seguir ocultándonos en el cuatro y, aunque ha sido un día en extremo largo, puedo regalarle lo que queda de la noche.
Nos desaparecemos con una sacudida que nos deja en la puerta de su departamento, apenas balanceándome por el impulso de nuestro medio de transporte. El seis se encuentra silencioso y su hogar a oscuras, pero no reparo en los detalles cuando me inclino para rozar nuestros labios — ¿Tengo que cumplir mi promesa y prepararte la sopa? — a pesar de acentuar el tono de preocupación, estoy seguro de que mi sonrisa bromista es visible en la corta distancia que nos separa. Suelto su mano para ser libre de sacar la varita de mi cinto y, con una rápida sacudida, puedo escuchar el chasquido de su puerta, la cual se abre para nosotros. Vuelvo a guardarla con extraña parsimonia y estiro el brazo, empujando la entrada para ampliar el espacio de paso y le echo un vistazo a la oscuridad de su sala de estar. La última vez que estuve en este lugar fue para otorgarle el trabajo que nos llevó a esta noche en primer lugar. Ahora, la lista que me entregó se encuentra olvidada en mi bolsillo — Solo espero que no me hagas un tour aburrido en el recorrido hacia la cama — es una broma alusiva a una parte de una conversación que creí haber olvidado, pero que salta en mi memoria como un anuncio. Fuera de eso, no estoy seguro de si vamos a llegar al lecho o no. Solo me centro en cómo vuelvo a buscar sus labios en una demanda cargada de desespero que me funciona para guiarnos hacia adentro y los brazos son algo torpes al buscar cerrar la puerta detrás de nosotros, dejándonos a salvo en la oscuridad. Lo que sucede entre las paredes de su casa es cosa nuestra. Y debo confesarlo, sospecho que mi cordura por fin se ha tomado un descanso. Podré preguntárselo en la mañana.
—No tengo idea de qué hablas— murmuro, y no solo de eso, mi comprensión de las cosas en general se pierde, mi sentido de precaución está silenciado por la exigencia de un beso que no sacia nuestra urgencia. No sé si es que no me importa lo que pueda pensar cualquiera que pase por esta calle a deshoras y nos vea sumidos en una desesperación que no tiene respeto por los sitios abiertos. Si alguien lo hiciera, no creo poder notar su presencia. No creo poder reconocer nada que quede por fuera de nuestro abrazo, tengo todos mis sentidos puestos en percibir cada roce, cada sonido que escapa de su boca. A las únicas palabras que podría responder son las suyas, por confusas que sean y me saquen una sonrisa. —¿Vas a comenzar una lista de mis manías también?— pregunto. Si es desesperación para él, se trata de deseo para mí. Ese sentimiento peligroso de querer algo, con el mismo apremio que se quiere agua al padecer de sed o de aire al salir del agua. Lo deseo. Y tengo que darle la razón cuando en una ocasión anticipó que no hay nada que sirva para compensar, cuando solo puede hacerlo una persona.
Respiro pesadamente delante de la puerta cerrada de mi departamento y no rompo el agarre de nuestras manos pese a haber llegado a destino. La oscuridad nos da la misma parcial privacidad que el callejón cerca del centro médico, y me arriesgo a un beso rápido, a contestar a su broma, por más que no contemos con la seguridad de cuatro paredes. —No tienes que hacerlo— digo con una extrema formalidad, liberándolo de su promesa. —Te traje aquí por tus otros talentos—mi tono serio se quiebra al esbozar sonrisa socarrona y tironeo de su ropa para atraerlo. La penumbra del interior al abrirse la puerta es la invitación que necesitamos para adentrarnos a mi espacio conocido, en el que no me esperaba acabar con compañía a esta hora. No prendo las luces porque no las necesitaremos. Mis pensamientos dan vértigo al escuchar su mención al recorrido que no se concretó en su casa. Uso mis manos en su pecho para empujarlo contra la puerta cerrada y me recargo en él. —Será un tour muy divertido— prometo cerca de sus labios que busco y acaricio con un toque esquivo. —En el sillón de la sala, en la mesada de la cocina, donde quieras… — gimo y mis dedos descienden para colarse por la cintura de su pantalón. —No sé si llegaremos a la cama, no sé siquiera si pasaremos de aquí— sonrío contra su boca que beso con la desesperación que me acusa, que raya en la locura que presagió. Mi mente se entrega con gusto como si este fuera su estado natural, el absoluto abandono a las cosas sin nombres. Nos encontramos en el caos, siempre nos encontramos ahí.
Respiro pesadamente delante de la puerta cerrada de mi departamento y no rompo el agarre de nuestras manos pese a haber llegado a destino. La oscuridad nos da la misma parcial privacidad que el callejón cerca del centro médico, y me arriesgo a un beso rápido, a contestar a su broma, por más que no contemos con la seguridad de cuatro paredes. —No tienes que hacerlo— digo con una extrema formalidad, liberándolo de su promesa. —Te traje aquí por tus otros talentos—mi tono serio se quiebra al esbozar sonrisa socarrona y tironeo de su ropa para atraerlo. La penumbra del interior al abrirse la puerta es la invitación que necesitamos para adentrarnos a mi espacio conocido, en el que no me esperaba acabar con compañía a esta hora. No prendo las luces porque no las necesitaremos. Mis pensamientos dan vértigo al escuchar su mención al recorrido que no se concretó en su casa. Uso mis manos en su pecho para empujarlo contra la puerta cerrada y me recargo en él. —Será un tour muy divertido— prometo cerca de sus labios que busco y acaricio con un toque esquivo. —En el sillón de la sala, en la mesada de la cocina, donde quieras… — gimo y mis dedos descienden para colarse por la cintura de su pantalón. —No sé si llegaremos a la cama, no sé siquiera si pasaremos de aquí— sonrío contra su boca que beso con la desesperación que me acusa, que raya en la locura que presagió. Mi mente se entrega con gusto como si este fuera su estado natural, el absoluto abandono a las cosas sin nombres. Nos encontramos en el caos, siempre nos encontramos ahí.
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