OTOÑO de 247521 de Septiembre — 20 de Diciembre
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The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.
Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.
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Estoy tomando un riesgo, uno demasiado estúpido, pero tampoco es algo que pueda evitar. He regresado al distrito cuatro ayer por la tarde y aún mi cabeza no puede procesar lo que ha pasado en las últimas horas. La pelea con mi familia, con mis amigos, la extraña sensación de culpa y de traición que llenan mi estómago de un extraño ácido. Apenas he pegado un ojo en toda la noche y eso queda en evidencia gracias a las bolsas violáceas que decoran mi agotado rostro. ¿A alguien le importará? Espero que sí, pero algunos gestos aún me vienen a la mente y no puedo evitar el dudarlo. Tengo que encontrar una solución, solo que aún no sé cuál. Es todo un enorme vacío y siento que estoy avanzando a tumbos, tanteando un aire desconocido.
Hablando de aire, el muelle apesta como siempre lo ha hecho y eso me reconforta al menos un poco. Arianne no ha puesto buena cara cuando tuve la urgencia de salir a despejar la mente para evitar un ataque de locura dentro de cuatro paredes, pero creo que a fin de cuentas ha acabado por entenderlo. Mientras nadie se fije en mí, estaré bien. Nadie puede reconocer al Benedict Franco adolescente, casi niño, que abandonó el país hace todos estos años. Y si me detienen, siempre puedo enseñar la marca de esclavo que decora mi muñeca y contar con la palabra de una respetada jueza del Wizengamot. Estaré bien, siempre y cuando no busque problemas. Eso es lo que me ha traído al muelle, lejos de la casa, no tan alejado de la playa, donde puedo mezclarme entre los marineros que van y vienen a sus anchas y no se fijan en un extraño con mala cara. Mis pies cuelgan de uno de los muelles, abrazado a un cono de papas fritas como el inmaduro que soy, en urgencia de tener el estómago lleno para no ponerme a pensar. El buzo, no tan grande como me gustaría, tiene la capucha que necesito para que me aplaste el cráneo y me resguarda del viento helado que me sacude el flequillo. Quizá la primavera está terminando, pero la costa siempre es más fresca.
Mastico con lentitud y hundo la mano en el cono, tomando dos nuevas papas que busco lanzar dentro de mi boca. La distracción de mi mente cansada hace que las papas vuelven sobre mi cabeza, lo que me lleva el girarme con pesadez a ver a quién le he dado. Mi sonrisa es apagada y falsa, pero intenta ser una expresión de disculpa — Si no te molesta, me gustaría poder comer eso, al menos que se te antojen — murmuro en un gruñido, manteniendo la vista algo gacha. Mejor prevenir que curar.
Hablando de aire, el muelle apesta como siempre lo ha hecho y eso me reconforta al menos un poco. Arianne no ha puesto buena cara cuando tuve la urgencia de salir a despejar la mente para evitar un ataque de locura dentro de cuatro paredes, pero creo que a fin de cuentas ha acabado por entenderlo. Mientras nadie se fije en mí, estaré bien. Nadie puede reconocer al Benedict Franco adolescente, casi niño, que abandonó el país hace todos estos años. Y si me detienen, siempre puedo enseñar la marca de esclavo que decora mi muñeca y contar con la palabra de una respetada jueza del Wizengamot. Estaré bien, siempre y cuando no busque problemas. Eso es lo que me ha traído al muelle, lejos de la casa, no tan alejado de la playa, donde puedo mezclarme entre los marineros que van y vienen a sus anchas y no se fijan en un extraño con mala cara. Mis pies cuelgan de uno de los muelles, abrazado a un cono de papas fritas como el inmaduro que soy, en urgencia de tener el estómago lleno para no ponerme a pensar. El buzo, no tan grande como me gustaría, tiene la capucha que necesito para que me aplaste el cráneo y me resguarda del viento helado que me sacude el flequillo. Quizá la primavera está terminando, pero la costa siempre es más fresca.
Mastico con lentitud y hundo la mano en el cono, tomando dos nuevas papas que busco lanzar dentro de mi boca. La distracción de mi mente cansada hace que las papas vuelven sobre mi cabeza, lo que me lleva el girarme con pesadez a ver a quién le he dado. Mi sonrisa es apagada y falsa, pero intenta ser una expresión de disculpa — Si no te molesta, me gustaría poder comer eso, al menos que se te antojen — murmuro en un gruñido, manteniendo la vista algo gacha. Mejor prevenir que curar.
¿Hacer deberes? Aburriiiiido. En especial cuando se trata de tarea doble, un viernes por la tarde. Solo al profesor Sinclair se le pudo haber ocurrido semejante tortura. Y bueno, puede que la culpa de ese acontecimiento la tenga yo, al fin y al cabo, a nadie le gusta que le tomen el pelo delante de toda la clase, pero eh, tampoco tenía por qué castigar a la clase entera. Según él de esta manera empezaré a tomar conciencia de las consecuencias que tienen mis actos, lo que para mí significa que media clase dejará de hablarme por semanas. Aunque pensándolo dos veces y recordando lo inmaduros que pueden llegar a ser mis compañeros, quizás eso sea más una ventaja que un inconveniente.
Pero eso no me quita de tener que pasarme la tarde del viernes delante de unos apuntes que ni siquiera el más listo de la clase entiende. Cuando ya voy por el trigésimo suspiro y apenas el segundo ejercicio de la hoja, decido que la artimancia ya se ha comido la mayor parte de diversión del día, o lo que queda de él. Miro el reloj empotrado de mi habitación para darme cuenta de que en realidad no ha transcurrido ni una hora desde que planté mi culo en la silla. – Bueno, la intención es lo que cuenta. – Murmuro tras una larga espiración meditativa y giro sobre la silla para levantarme de ella. Mi padre se asoma desde su despacho cuando me ve bajar por las escaleras y sé que su mirada pregunta por los deberes, a lo que respondo levantando el pulgar en señal de aprobación. Una mentirjilla piadosa nunca hizo mal a nadie.
El viento choca de frente removiéndome el pelo de la cara y haciendo que un escalofrío me recorra el cuerpo cuando siento el aire frío rozar mi piel. No necesito muchos pasos para entrar en calor puesto que el anorak amarillo que llevo encima hace la mayor parte del trabajo. Es uno de estos abrigos que no tienen cremallera más que un bolsillo en la parte central y que cuesta dios y ayuda sacárselos de encima, pero que por lo menos ahora me mantiene caliente. No me dirijo a ningún sitio en específico, sino que dejo que mis piernas guíen el camino mientras mi cabeza vuela libre sobre los planes de este fin de semana. Voy consumida por mis propios pensamientos cuando una patata me cae del cielo por arte de magia y se posa en mi abrigo. Inconscientemente miro hacia las nubes como si la respuesta estuviera ahí arriba, hasta que la voz de alguien interrumpe el crujir de las olas contra el puerto. – ¿Alguna vez alguien le ha dicho que tiene usted una pésima puntería? – Murmuro en lo que lanzo la misma patata para atraparla con mi boca tras su ofrecimiento. – Vaya, por un momento creí que mi sueño se había hecho realidad y verdaderamente estaban lloviendo patatas fritas. – Le digo al extraño, llevándome una mano a la frente a modo de visera y volviendo a mirar hacia arriba.
Pero eso no me quita de tener que pasarme la tarde del viernes delante de unos apuntes que ni siquiera el más listo de la clase entiende. Cuando ya voy por el trigésimo suspiro y apenas el segundo ejercicio de la hoja, decido que la artimancia ya se ha comido la mayor parte de diversión del día, o lo que queda de él. Miro el reloj empotrado de mi habitación para darme cuenta de que en realidad no ha transcurrido ni una hora desde que planté mi culo en la silla. – Bueno, la intención es lo que cuenta. – Murmuro tras una larga espiración meditativa y giro sobre la silla para levantarme de ella. Mi padre se asoma desde su despacho cuando me ve bajar por las escaleras y sé que su mirada pregunta por los deberes, a lo que respondo levantando el pulgar en señal de aprobación. Una mentirjilla piadosa nunca hizo mal a nadie.
El viento choca de frente removiéndome el pelo de la cara y haciendo que un escalofrío me recorra el cuerpo cuando siento el aire frío rozar mi piel. No necesito muchos pasos para entrar en calor puesto que el anorak amarillo que llevo encima hace la mayor parte del trabajo. Es uno de estos abrigos que no tienen cremallera más que un bolsillo en la parte central y que cuesta dios y ayuda sacárselos de encima, pero que por lo menos ahora me mantiene caliente. No me dirijo a ningún sitio en específico, sino que dejo que mis piernas guíen el camino mientras mi cabeza vuela libre sobre los planes de este fin de semana. Voy consumida por mis propios pensamientos cuando una patata me cae del cielo por arte de magia y se posa en mi abrigo. Inconscientemente miro hacia las nubes como si la respuesta estuviera ahí arriba, hasta que la voz de alguien interrumpe el crujir de las olas contra el puerto. – ¿Alguna vez alguien le ha dicho que tiene usted una pésima puntería? – Murmuro en lo que lanzo la misma patata para atraparla con mi boca tras su ofrecimiento. – Vaya, por un momento creí que mi sueño se había hecho realidad y verdaderamente estaban lloviendo patatas fritas. – Le digo al extraño, llevándome una mano a la frente a modo de visera y volviendo a mirar hacia arriba.
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La vocecita que me responde me indica que se trata de alguien joven y volteo un poco más la cabeza en un intento de mirarla. La juventud es algo que me mantiene a salvo: nadie que haya crecido dentro de este gobierno puede tener una verdadera memoria de quien solía ser yo, así que me considero afortunado. No hay ningún mal que ella pueda hacerme, para variar. Lo que sí detiene mi vista en ella es el aire familiar, inseguro de cuándo ha sido la última vez que tuve contacto con gente del cuatro que no fuese Arianne. Estar de vuelta es ligeramente perturbador, más cuando puedo darme cuenta de que la observo más de lo debido y acabo dándole la espalda una vez más con algo de urgencia — Solían decirme que tengo buena puntería — comento al pasar, en un tono que bien podría considerarse divertido a pesar de la nostalgia. Tomo una papa entre dos de mis dedos y la observo, resoplando — ¿Sabes la cantidad de hambruna que desaparecería si lloviesen papas fritas? Tendríamos una sociedad pasada en colesterol, pero bueno… — ni sé que estoy diciendo. Para callarme, me meto la papa en la boca.
El sonido de una gaviota es lo que hace que mire hacia arriba, viéndola revolotear sobre nuestras cabezas y haciendo que aferre el cono de papas contra mi pecho en señal protectora; si ese bicho piensa robar comida, conmigo se equivoca. El camino del pájaro hace que vuelva a mirar hacia atrás, notando que la chica se ha quedado ahí de pie — ¿Tus padres no te enseñaron a no hablar con extraños? — pregunto en tono amable y ciertamente bromista dentro de su ironía. Me chupo el pulgar repleto de aceite y sal y tomo otra de las papas — ¿Quién puede asegurarte que no llené estas papas de droga y solo estoy tratando de secuestrarte? — muevo mis cejas como si fuese un plan maquiavélico y le sonrío al pellizcar la papa con mis dientes. La necesidad de distracción es grande, al menos lo suficiente como para darle charla a una niñata extraña en lugar de simplemente ignorarla.
Miro el cono que aprieto en la mano y, con un suspiro, se lo tiendo, haciendo uso de mi otra mano para empujar la capucha hacia atrás — Si las quieres, no hay problema. Pareces estar un poco raquítica — además de que en casa tengo comida de sobra. Es extraño pensar de esa manera, cuando en realidad sigo sin ver el hogar de Arianne como mi casa y hace años que no pienso en el término “de sobra” al hablar de alimentos. Es un poco complicado de explicar.
El sonido de una gaviota es lo que hace que mire hacia arriba, viéndola revolotear sobre nuestras cabezas y haciendo que aferre el cono de papas contra mi pecho en señal protectora; si ese bicho piensa robar comida, conmigo se equivoca. El camino del pájaro hace que vuelva a mirar hacia atrás, notando que la chica se ha quedado ahí de pie — ¿Tus padres no te enseñaron a no hablar con extraños? — pregunto en tono amable y ciertamente bromista dentro de su ironía. Me chupo el pulgar repleto de aceite y sal y tomo otra de las papas — ¿Quién puede asegurarte que no llené estas papas de droga y solo estoy tratando de secuestrarte? — muevo mis cejas como si fuese un plan maquiavélico y le sonrío al pellizcar la papa con mis dientes. La necesidad de distracción es grande, al menos lo suficiente como para darle charla a una niñata extraña en lugar de simplemente ignorarla.
Miro el cono que aprieto en la mano y, con un suspiro, se lo tiendo, haciendo uso de mi otra mano para empujar la capucha hacia atrás — Si las quieres, no hay problema. Pareces estar un poco raquítica — además de que en casa tengo comida de sobra. Es extraño pensar de esa manera, cuando en realidad sigo sin ver el hogar de Arianne como mi casa y hace años que no pienso en el término “de sobra” al hablar de alimentos. Es un poco complicado de explicar.
Tras contemplar el cielo nuboso por unos segundos decido observar al tipo antes de que su respuesta haga que se me escape una risotada que intento disimular como una tos seca. — ¿Quién te dijo eso? ¿El marinero tuerto que no ve tres en un burro? — Bromeo con soltura sin afán de ofender, más bien tratándole como si fuera un amigo de toda la vida pese a la cantidad de veces que me han dicho que no debo tener la lengua tan suelta. De igual manera me río por el pobre Alfred recordando la vez que dijo que me parecía a su hija cuando era joven siendo muy evidente que rubia y baja de estatura precisamente no soy. Quizás se refería a la personalidad. Meh. — Y de diabetes tipo I, como el viejo Frederick, aunque en su defensa eran más que patatas lo que él zampaba. — Si hubiera sabido que se pondría así de quisquilloso hubiera pedido no sé, que lloviesen manzanas o rebanadas de pan integral.
Cambio el peso de mi cuerpo hacia una pierna y acomodo mis brazos a modo de jarra en mi cintura en lo que paseo la vista por la gaviota que vuela sobre nuestras cabezas sin darle mucha importancia. De todas formas nunca me gustaron esos pajarracos roba-helados-de-chocolate. — Naaah. Más bien a no jugar con la comida. — Por el modo en que alzo las cejas al pasar la mirada de la gaviota hacia él y por el tono que utilizo en mi voz, se puede apreciar una pizca de sorna en mis palabras. — A no ser que tu maravilloso plan sea que los dos acabemos envenenados, el hecho de que te hayas tragado unas hace menos de un segundo me produce bastante seguridad en que no eres un secuestrador. — O puede que esté compinchado con otro y sea precisamente eso lo que quiera, pero eso solo pasa en las películas. — Pero lo de la droga no suena mal, si alguna vez necesitas a un camello, llámame, conozco a un par de personas interesadas en hacer brownies de marihuana. — Entre ellas yo. Vale, solo estaba bromeando, si quisiera hacer algo ilegal antes probaría por cosas un poco más excitantes.
Entiendo su ofrecimiento como una invitación a sentarme en el muelle y dejo que mis piernas se tambaleen por la fuerza del viento mientras acomodo unas patatas que apaño del cono en mi boca. — ¿Raquítica yo? Tengo quince años, señor, estoy en edad de crecimiento. — Salto a mi defensa aun masticando la comida en mi boca, y por si quedaba alguna duda, extiendo la mano en busca de más patatas. — ¿O tú te has alimentado a base de batidos de proteínas toda tu vida? — Porque ahora que estoy sentada cerca, no puedo sentirme más menuda a su lado, cuya estatura y composición se asemejan a la de un armario empotrado. — Soy Maeve. — ¿Creo que le importa? Para nada. ¿Me importa eso a mí? Tampoco mucho la verdad, pero por lo menos intento ser educada.
Cambio el peso de mi cuerpo hacia una pierna y acomodo mis brazos a modo de jarra en mi cintura en lo que paseo la vista por la gaviota que vuela sobre nuestras cabezas sin darle mucha importancia. De todas formas nunca me gustaron esos pajarracos roba-helados-de-chocolate. — Naaah. Más bien a no jugar con la comida. — Por el modo en que alzo las cejas al pasar la mirada de la gaviota hacia él y por el tono que utilizo en mi voz, se puede apreciar una pizca de sorna en mis palabras. — A no ser que tu maravilloso plan sea que los dos acabemos envenenados, el hecho de que te hayas tragado unas hace menos de un segundo me produce bastante seguridad en que no eres un secuestrador. — O puede que esté compinchado con otro y sea precisamente eso lo que quiera, pero eso solo pasa en las películas. — Pero lo de la droga no suena mal, si alguna vez necesitas a un camello, llámame, conozco a un par de personas interesadas en hacer brownies de marihuana. — Entre ellas yo. Vale, solo estaba bromeando, si quisiera hacer algo ilegal antes probaría por cosas un poco más excitantes.
Entiendo su ofrecimiento como una invitación a sentarme en el muelle y dejo que mis piernas se tambaleen por la fuerza del viento mientras acomodo unas patatas que apaño del cono en mi boca. — ¿Raquítica yo? Tengo quince años, señor, estoy en edad de crecimiento. — Salto a mi defensa aun masticando la comida en mi boca, y por si quedaba alguna duda, extiendo la mano en busca de más patatas. — ¿O tú te has alimentado a base de batidos de proteínas toda tu vida? — Porque ahora que estoy sentada cerca, no puedo sentirme más menuda a su lado, cuya estatura y composición se asemejan a la de un armario empotrado. — Soy Maeve. — ¿Creo que le importa? Para nada. ¿Me importa eso a mí? Tampoco mucho la verdad, pero por lo menos intento ser educada.
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Sin contar una vaga risa, opto por no decirle nada. Hace tiempo que paso de discutir con niños, a excepción de Zenda porque me lo pone imposible y Beverly, porque sus ideas se pasan de bizarras y tengo que encontrar el modo de ubicarla de alguna manera, aunque resulte imposible. Sí me río con fuerza por su observación de mi obvio desastre como secuestrador, algo a lo cual no le presté mucha atención que digamos — Estoy falto de práctica — me excuso con gracia, aunque no puedo hacer otra cosa luego que mirarla de pies a cabeza de forma escrutadora. ¿También a su edad hablaba de drogas tan libremente o tengo una imagen muy errada de mí mismo? Mejor ni me pongo a hacer memoria, o podría deprimirme — No tienes pinta de criminal, pero como digas.
No sé por qué se sienta tan libremente a mi lado, pero mi cuerpo tiene la reacción automática de moverse un poco hacia el costado, en un intento tanto de hacerle lugar como el alejarme un poco de ella. Veo su mano caer sobre el cono como una garra y no puedo evitar mover mis cejas, porque no recuerdo haber conocido a nadie tan confianzudo desde que me topé con Eowyn por primera vez. Al menos ésta no va medio en bolas corriendo detrás de niños, al menos no ahora. Su observación me hace bufar y espero que aparte la mano para comer un poco más — No. Cuando tenía tu edad, también era un palo esquelético — me ahorro la información que desde ese entonces he estado entrenando con uno de los ex agentes de seguridad más importantes del gobierno de los Black, porque no es en lo absoluto apropiado — Solo comí mis vegetales — añado en tono de burla, citando al cliché de los padres. Que idiotez, si hubiese vivido solo a verduras, en la situación del catorce me habría desnutrido hace siglos.
No me esperaba que se presente, la verdad. Eso me lleva a masticar un poco más lento y mirarla como si tuviese que decidir, en base a un examen visual, si merece mi confianza. No veo lo peligroso en ella, así que le quito un poco de importancia al asunto y me convenzo de que hay cientos de hombres con mi nombre, cuyo apodo es de los más comunes dentro de nuestra sociedad — Soy Ben — limpio la mano contra mi pantalón y le tiendo el cono para que se lo quede, ya sin demasiado apetito. Balanceo un poco mis piernas hasta que cruzo un pie sobre el otro, no muy seguro de cómo se supone que se continúa una conversación en una situación como esta, o si en verdad deseo continuarla — No me llames “señor”, no estoy tan viejo. ¿O sí? — pregunto, aunque es obvio que no estoy hablando con mucha seriedad — ¿Siempre viviste en el cuatro, Maeve? — si es así, le envidio el tener la oportunidad de crecer aquí.
No sé por qué se sienta tan libremente a mi lado, pero mi cuerpo tiene la reacción automática de moverse un poco hacia el costado, en un intento tanto de hacerle lugar como el alejarme un poco de ella. Veo su mano caer sobre el cono como una garra y no puedo evitar mover mis cejas, porque no recuerdo haber conocido a nadie tan confianzudo desde que me topé con Eowyn por primera vez. Al menos ésta no va medio en bolas corriendo detrás de niños, al menos no ahora. Su observación me hace bufar y espero que aparte la mano para comer un poco más — No. Cuando tenía tu edad, también era un palo esquelético — me ahorro la información que desde ese entonces he estado entrenando con uno de los ex agentes de seguridad más importantes del gobierno de los Black, porque no es en lo absoluto apropiado — Solo comí mis vegetales — añado en tono de burla, citando al cliché de los padres. Que idiotez, si hubiese vivido solo a verduras, en la situación del catorce me habría desnutrido hace siglos.
No me esperaba que se presente, la verdad. Eso me lleva a masticar un poco más lento y mirarla como si tuviese que decidir, en base a un examen visual, si merece mi confianza. No veo lo peligroso en ella, así que le quito un poco de importancia al asunto y me convenzo de que hay cientos de hombres con mi nombre, cuyo apodo es de los más comunes dentro de nuestra sociedad — Soy Ben — limpio la mano contra mi pantalón y le tiendo el cono para que se lo quede, ya sin demasiado apetito. Balanceo un poco mis piernas hasta que cruzo un pie sobre el otro, no muy seguro de cómo se supone que se continúa una conversación en una situación como esta, o si en verdad deseo continuarla — No me llames “señor”, no estoy tan viejo. ¿O sí? — pregunto, aunque es obvio que no estoy hablando con mucha seriedad — ¿Siempre viviste en el cuatro, Maeve? — si es así, le envidio el tener la oportunidad de crecer aquí.
Me encojo de hombros bajando la mirada hacia mis ropas para comprobar que, efectivamente, no tengo pinta de criminal, más bien de alguien al que se le ha olvidado como combinar colores. Por esa misma razón, me río. – Como si los criminales tuvieran pinta de criminales. – Nos enseñan desde niños a no aceptar caramelos de extraños, pero no es como si fuera a haber un tipo con un cartel que diga ‘profesional en secuestrar niños’ caminando por la calle.
Intento no sentirme ofendida cuando no se corta un pelo en llamarme palo esquelético, pero últimamente estoy sensible con el tema físico porque que haya crecido dos palmos desde el último verano y mi pecho siga del mismo tamaño que dos cerezas maduras me está tocando bastante la moral. Para que luego vaya la irritante de Charlotte presumiendo de que usa una talla de sujetador de copa C. Vamos, es que no se lo cree ni ella. – ¿Significa eso que hay esperanza para mí? – Bromeo. Sé que la anatomía de un hombre y la de una mujer no tienen nada que ver, pero si solo con comer verduras consiguió pasar de ser un hilo andante a… una versión pequeñita y menos verde de Hulk, tendré que darle una oportunidad. – Quizás tenga que modificar mi dieta y cambiar la pizza por el broccoli. – Puaj, aborrezco el broccoli, no creo que pudiera alimentarme a base de verduras ni aunque me estuviese muriendo.
La dieta tendrá que esperar, mientras tanto, me aprovecho del cono que me tiende para hacerme con más patatas fritas y murmurar un gracias antes de llevarme una a la boca. – Sabes, esto sabría mejor si las hubieras pedido con kétchup, conozco un puesto que lo pone incluso sin cobrarte nada extra. – Porque a día de hoy, tienes que pagar hasta por un mísero chorro de salsa. – De acuerdo, Ben, a los adultos normalmente les gusta que les llamen señor, pero haré una excepción contigo si eso te hace sentir más joven. – Aunque, de todas maneras, tampoco es como si fuera demasiado mayor, aparenta la edad de mi padre más o menos.
- Nope, tan solo llevo aquí unos meses con mi padre, antes vivía en el seis. – Quien lo diría, ¿verdad? Cuando me presenté en su casa por primera vez no creía siquiera que quisiera saber nada de mí, mucho menos acogerme en su casa, porque él era un vencedor y yo bueno, una don nadie. Supongo que los lazos de sangre tienen más fuerza de la que consideraba. – He cambiado las vistas de un patio gris y cubos de basura a esto. – Extiendo las manos hacia el mar que ruge bajo nuestros pies y frente a nosotros, con cuidado de no verter el contenido del cono sobre el agua. – Lo considero una tremenda mejora. – Bromeo. – ¿Y tú? ¿Eres de aquí o solo estás de visita? – Para ser sinceros, no le había visto en mi vida, pero teniendo en cuenta que el cuatro es un distrito grande y que probablemente yo tampoco voy prestando mucha atención, es normal. – No hablas mucho, ¿verdad? – O quizás sea que yo hablo demasiado, no sería ninguna novedad.
Intento no sentirme ofendida cuando no se corta un pelo en llamarme palo esquelético, pero últimamente estoy sensible con el tema físico porque que haya crecido dos palmos desde el último verano y mi pecho siga del mismo tamaño que dos cerezas maduras me está tocando bastante la moral. Para que luego vaya la irritante de Charlotte presumiendo de que usa una talla de sujetador de copa C. Vamos, es que no se lo cree ni ella. – ¿Significa eso que hay esperanza para mí? – Bromeo. Sé que la anatomía de un hombre y la de una mujer no tienen nada que ver, pero si solo con comer verduras consiguió pasar de ser un hilo andante a… una versión pequeñita y menos verde de Hulk, tendré que darle una oportunidad. – Quizás tenga que modificar mi dieta y cambiar la pizza por el broccoli. – Puaj, aborrezco el broccoli, no creo que pudiera alimentarme a base de verduras ni aunque me estuviese muriendo.
La dieta tendrá que esperar, mientras tanto, me aprovecho del cono que me tiende para hacerme con más patatas fritas y murmurar un gracias antes de llevarme una a la boca. – Sabes, esto sabría mejor si las hubieras pedido con kétchup, conozco un puesto que lo pone incluso sin cobrarte nada extra. – Porque a día de hoy, tienes que pagar hasta por un mísero chorro de salsa. – De acuerdo, Ben, a los adultos normalmente les gusta que les llamen señor, pero haré una excepción contigo si eso te hace sentir más joven. – Aunque, de todas maneras, tampoco es como si fuera demasiado mayor, aparenta la edad de mi padre más o menos.
- Nope, tan solo llevo aquí unos meses con mi padre, antes vivía en el seis. – Quien lo diría, ¿verdad? Cuando me presenté en su casa por primera vez no creía siquiera que quisiera saber nada de mí, mucho menos acogerme en su casa, porque él era un vencedor y yo bueno, una don nadie. Supongo que los lazos de sangre tienen más fuerza de la que consideraba. – He cambiado las vistas de un patio gris y cubos de basura a esto. – Extiendo las manos hacia el mar que ruge bajo nuestros pies y frente a nosotros, con cuidado de no verter el contenido del cono sobre el agua. – Lo considero una tremenda mejora. – Bromeo. – ¿Y tú? ¿Eres de aquí o solo estás de visita? – Para ser sinceros, no le había visto en mi vida, pero teniendo en cuenta que el cuatro es un distrito grande y que probablemente yo tampoco voy prestando mucha atención, es normal. – No hablas mucho, ¿verdad? – O quizás sea que yo hablo demasiado, no sería ninguna novedad.
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Arrugo la nariz con un poco de asco, empezando a mostrarme un poco divertido con todo esto — ¿No se te ocurrió una verdura mejor? El brócoli es espantoso — si quiere vivir comiendo pizza en lugar de esa porquería verde, jamás la culparía. Da igual, porque pronto está hablando de ponerle ketchup a las papas y me giro como si pudiera ver el sitio del cual me está hablando, aunque es obvio que las cosas no funcionan así — Lo tendré en cuenta para la próxima — de solo pensarlo, se me hace agua la boca y eso que me considero bastante satisfecho. Se lleva mi atención una vez más con todo el tema de la vejez y no puedo hacer otra cosa que alzar un hombro — Jamás me ha gustado que me llamen de ese modo. Aún no tengo conflictos con mi posible envejecimiento — que eventualmente llegará, así que me conformaré con usar el tiempo que me queda con un cuerpo al cual no le crujen los huesos.
Una niña del seis que ahora vive en el cuatro. La historia se me hace tan familiar que no contengo la sonrisa cargada de nostalgia, porque conozco muy bien a una pareja joven del seis que decidió empezar una familia en el distrito costero. Es una lástima el pensar en cómo terminaron las cosas para ellos — Soy de aquí — mi primer impulso es el haber dicho que solo estoy de visita, pero no puedo evitarlo: puede que hace años no figure como un ciudadano del cuatro, pero nací en este lugar y mis raíces siempre fueron claras — Mis padres eran del seis. Se mudaron cuando se casaron — es una casualidad boba, pero no puedo no mencionarla. Lo siguiente solo me hace reír — No soy tan serio y callado. ¿O sí? — es una duda que hace que la mire con las cejas enarcadas con gracia. Jamás me han catalogado como alguien silencioso, pero tal vez algunas cosas hayan cambiado — O tal vez solo no puedo llevarte el ritmo. Tienes que darme el mérito por intentar.
No sé cómo, pero me sorprende el notar que soy capaz de hacer aunque sea un par de bromas mínimas. Acomodo un poco el buzo para que no sobresalga mi muñeca y exponga la cicatriz en forma de M, lo que podría complicar un poco las cosas — ¿Vives solo con tu padre? — pregunto en un estado de completa cordialidad — No debe ser fácil empezar en un lugar nuevo — no lo es, lo sé por experiencia — pero si te gusta esto, al menos eso es genial. ¿Viniste hace mucho?
Una niña del seis que ahora vive en el cuatro. La historia se me hace tan familiar que no contengo la sonrisa cargada de nostalgia, porque conozco muy bien a una pareja joven del seis que decidió empezar una familia en el distrito costero. Es una lástima el pensar en cómo terminaron las cosas para ellos — Soy de aquí — mi primer impulso es el haber dicho que solo estoy de visita, pero no puedo evitarlo: puede que hace años no figure como un ciudadano del cuatro, pero nací en este lugar y mis raíces siempre fueron claras — Mis padres eran del seis. Se mudaron cuando se casaron — es una casualidad boba, pero no puedo no mencionarla. Lo siguiente solo me hace reír — No soy tan serio y callado. ¿O sí? — es una duda que hace que la mire con las cejas enarcadas con gracia. Jamás me han catalogado como alguien silencioso, pero tal vez algunas cosas hayan cambiado — O tal vez solo no puedo llevarte el ritmo. Tienes que darme el mérito por intentar.
No sé cómo, pero me sorprende el notar que soy capaz de hacer aunque sea un par de bromas mínimas. Acomodo un poco el buzo para que no sobresalga mi muñeca y exponga la cicatriz en forma de M, lo que podría complicar un poco las cosas — ¿Vives solo con tu padre? — pregunto en un estado de completa cordialidad — No debe ser fácil empezar en un lugar nuevo — no lo es, lo sé por experiencia — pero si te gusta esto, al menos eso es genial. ¿Viniste hace mucho?
Me animo a soltar una pequeña risa que al final se muestra más como una sonrisa larga que como una risotada. – Es la primera que se me vino a la cabeza, pero bah, supongo que las zanahorias no saben tan mal. – Reconozco pese a que en mi interior, no creo que vaya a cumplir con ninguna de las promesas que me hago a mí misma sobre comer más sano. Ahora que me es posible, no voy a rechazar un trozo de tarta en contraste con una triste pieza de fruta. Me encojo ligeramente de hombros ante su confesión, tampoco creo que el tratar a alguien como señor sea sinónimo de envejecer, sino más bien una forma de hablarle a los adultos maduros. Porque por lo general, a los mayores les encanta considerarnos a los adolescentes como bobos babeantes. – Como quieras, Ben. – Termino por decir llevándome nuevamente una patata a los dientes.
Levanto mis cejas con admiración y giro la cabeza un poco hacia su figura cuando dice que es de aquí, escudriñándole de arriba abajo con disimulo para comprobar que, si lo hace, no debe de pisar mucho el sol. Digamos que no es un fantasma, pero tampoco luce del moreno de la mayoría de los hombres que se dedican a pescar día sí y día también o simplemente a pasear por la playa. – Oh, ¿de veras? Qué coincidencia, el mundo es un pañuelo, ¿eh? – Que me diga que sus padres eran del distrito seis me trae recuerdos que, si bien en su mayoría no son del todo favorables debido a las circunstancias, me produce un ligero ardor en el pecho. – ¿Alguna vez has estado? No tiene las playas que hay aquí, y si me preguntas huele a cañerías, pero no está del todo mal. – O puede que mis recuerdos se hayan distorsionado un poco con el paso de los meses.
Mis labios se transforman en una especie de mueca mientras asiento divertida ante un comentario que suelo escuchar demasiado por la gente que me rodea. – Tienes razón, no serías el primero de todas formas, tengo la costumbre de hablar más de la cuenta. – Estoy por murmurar una disculpa, pero no le veo la parte negativa a querer mantener una conversación agradable con cualquiera. Es cierto que en ocasiones puede llegar a ser cansino, en especial en la escuela, donde los profesores ni se molestan en levantar la mirada cuando alguien está hablando porque ya saben que se trata de mí. – Ajá, igual no hace tanto que le conozco, antes estaba en el orfanato. – No sé si debería estar dando este tipo de información a un extraño tan a la ligera, pero en fin, él preguntó y no es como si fueran datos de relevancia. – Bueno, podría ser peor, al final todo es cuestión de acostumbrarse y de darle una oportunidad a lo nuevo. – Aunque reconozco que para mí es fácil decirlo, no tuve ningún problema a la hora de hacer las maletas. – Tampoco mucho, finales de invierno, creo. - ¿Tanto tiempo ha pasado ya?
Levanto mis cejas con admiración y giro la cabeza un poco hacia su figura cuando dice que es de aquí, escudriñándole de arriba abajo con disimulo para comprobar que, si lo hace, no debe de pisar mucho el sol. Digamos que no es un fantasma, pero tampoco luce del moreno de la mayoría de los hombres que se dedican a pescar día sí y día también o simplemente a pasear por la playa. – Oh, ¿de veras? Qué coincidencia, el mundo es un pañuelo, ¿eh? – Que me diga que sus padres eran del distrito seis me trae recuerdos que, si bien en su mayoría no son del todo favorables debido a las circunstancias, me produce un ligero ardor en el pecho. – ¿Alguna vez has estado? No tiene las playas que hay aquí, y si me preguntas huele a cañerías, pero no está del todo mal. – O puede que mis recuerdos se hayan distorsionado un poco con el paso de los meses.
Mis labios se transforman en una especie de mueca mientras asiento divertida ante un comentario que suelo escuchar demasiado por la gente que me rodea. – Tienes razón, no serías el primero de todas formas, tengo la costumbre de hablar más de la cuenta. – Estoy por murmurar una disculpa, pero no le veo la parte negativa a querer mantener una conversación agradable con cualquiera. Es cierto que en ocasiones puede llegar a ser cansino, en especial en la escuela, donde los profesores ni se molestan en levantar la mirada cuando alguien está hablando porque ya saben que se trata de mí. – Ajá, igual no hace tanto que le conozco, antes estaba en el orfanato. – No sé si debería estar dando este tipo de información a un extraño tan a la ligera, pero en fin, él preguntó y no es como si fueran datos de relevancia. – Bueno, podría ser peor, al final todo es cuestión de acostumbrarse y de darle una oportunidad a lo nuevo. – Aunque reconozco que para mí es fácil decirlo, no tuve ningún problema a la hora de hacer las maletas. – Tampoco mucho, finales de invierno, creo. - ¿Tanto tiempo ha pasado ya?
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Que el mundo sea un pañuelo no es algo que me sorprenda. A estas alturas de mi vida, he visto tantas coincidencias que no puedo hacer más que reírme o lamentarme por ellas — Tenía familia allí. Mis abuelos, un tío… — del cual apenas y recuerdo su rostro, pero eso no importa ahora. No he sabido nada de esa gente desde hace una eternidad. Bueno, obviando que la mayoría de mis abuelos murieron antes del cambio de gobierno y el abuelo Louis fue el único que se mantuvo conmigo hasta hace unos años. Es bueno que no haya sobrevivido para soportar toda esta tontería que se armó en nuestro hogar en las últimas semanas — Fui en algunas vacaciones, pero casi siempre ellos nos visitaban aquí por las playas. No quiero presumir, pero el cuatro es el mejor distrito de todos — le sonrío con la diversión de la complicidad, seguro de que va a entenderme. Otros tendrán más lujos, pero la calidad de nuestro mar turquesa es una de esas maravillas que todos nos han envidiado desde hace generaciones.
— ¿Por qué no me sorprende? — es una pregunta algo sarcástica en respuesta a su comentario que la califica como la charleta que ya he asumido. Tampoco es que me moleste: he pasado los últimos años viviendo con niños y, vamos, que nadie puede ser peor o más intenso que Beverly. Al menos, esta niña habla de cosas que puedo ir captando sin perderme a mitad de la conversación. La mención del orfanato me lleva a una nueva mirada del panorama, tratando de comprender bien cómo son las cosas. Por alguna razón, vivía sin sus padres en un sitio deprimente hasta que se mudó con su padre… ¿Biológico o adoptivo? Siento que es algo muy personal, así que prefiero no preguntar si es algo que se ha guardado para ella — Espero que termines pensando que el cuatro es tu lugar en el mundo. Yo lo he hecho — la diferencia es que yo crecí por mis primeros trece años de vida en este lugar y ella no. Aún así, es un deseo honesto — Mi consejo es que lo aproveches. No todos tienen la suerte de poder crecer en un sitio junto al mar — mi infancia se basó en muchos caracoles y tardes de nado. La clase de vida que me hubiera gustado darle a mis hijos, de tenerlos en una situación normal.
Me mordisqueo el interior de mi mejilla y asumo que ya he pasado demasiado tiempo fuera. No quiero abusar de mi suerte, así que doy un golpecito a la madera del muelle con los nudillos — Bueno, señorita Maeve del seis pero que vive en el cuatro — Ha sido un placer conocerla y compartir unas papas con usted, pero creo que mejor me voy a casa — me impulso con las manos hasta que me pongo de pie y me estiro; casi todos mis huesos truenan por culpa de mi anterior postura y me siento mucho más viejo de lo que en realidad soy — Tomaré tu palabra sobre el puesto de papas con ketchup — le dedico una media sonrisa al despedirme con un movimiento de la cabeza, pongo las manos dentro de mi buzo y me alejo. Al menos, admito que una conversación tan banal ha servido para apagar un poco mi cerebro. Es lo bueno de los niños.
— ¿Por qué no me sorprende? — es una pregunta algo sarcástica en respuesta a su comentario que la califica como la charleta que ya he asumido. Tampoco es que me moleste: he pasado los últimos años viviendo con niños y, vamos, que nadie puede ser peor o más intenso que Beverly. Al menos, esta niña habla de cosas que puedo ir captando sin perderme a mitad de la conversación. La mención del orfanato me lleva a una nueva mirada del panorama, tratando de comprender bien cómo son las cosas. Por alguna razón, vivía sin sus padres en un sitio deprimente hasta que se mudó con su padre… ¿Biológico o adoptivo? Siento que es algo muy personal, así que prefiero no preguntar si es algo que se ha guardado para ella — Espero que termines pensando que el cuatro es tu lugar en el mundo. Yo lo he hecho — la diferencia es que yo crecí por mis primeros trece años de vida en este lugar y ella no. Aún así, es un deseo honesto — Mi consejo es que lo aproveches. No todos tienen la suerte de poder crecer en un sitio junto al mar — mi infancia se basó en muchos caracoles y tardes de nado. La clase de vida que me hubiera gustado darle a mis hijos, de tenerlos en una situación normal.
Me mordisqueo el interior de mi mejilla y asumo que ya he pasado demasiado tiempo fuera. No quiero abusar de mi suerte, así que doy un golpecito a la madera del muelle con los nudillos — Bueno, señorita Maeve del seis pero que vive en el cuatro — Ha sido un placer conocerla y compartir unas papas con usted, pero creo que mejor me voy a casa — me impulso con las manos hasta que me pongo de pie y me estiro; casi todos mis huesos truenan por culpa de mi anterior postura y me siento mucho más viejo de lo que en realidad soy — Tomaré tu palabra sobre el puesto de papas con ketchup — le dedico una media sonrisa al despedirme con un movimiento de la cabeza, pongo las manos dentro de mi buzo y me alejo. Al menos, admito que una conversación tan banal ha servido para apagar un poco mi cerebro. Es lo bueno de los niños.
Junto mis labios y asiento lentamente con la cabeza cuando nombra la parte de su familia que procedía del seis, aunque continúo con la teoría de que es un distrito demasiado grande como para siquiera conocer a estas personas. – Bueno, en eso tienes razón, el capitolio lo intenta, pero no tienen nada que ver sus playas con estas. – Creo que aún es pronto para definir el cuatro como mi hogar, ni siquiera el seis lo valoro como un lugar al que recurrir cuando hablo de mi pasado. Sí, están ahí, obviamente son parte de mi historia, pero no considero que esté atada a un sitio de por vida, más bien a las personas que forman parte de ella. No me percato de lo cursi que suena eso hasta que lo pienso, de manera que hago una nota mental para no decir eso en voz alta jamás.
Sonrío, yo tampoco me sorprendería si fuera él, después de todo no cualquiera podría sentarse a comer las patatas de un desconocido sin por lo menos comprobar que es de fiar. Algo que probablemente debería haber hecho yo, pero vamos, tenía patatas fritas, nadie se puede negar a eso. – Suenas muy melancólico para decir que no estás de visita. – Bromeo, pero presiento la honestidad en sus palabras e intento tomármelo un poco más en serio. Instintivamente mi mirada se va hacia el frente, contemplando las olas romper cuando llegan a la orilla de la playa y sin poder contener la sonrisa. – Es un bonito lugar para crecer. – Termino por confesar. Y no solo para crecer, me sentiría satisfecha de poder vivir aquí en el futuro si es que el mismo no tiene otras cosas preparadas para mí.
Tengo que levantar la barbilla cuando señala que ha llegado su momento para marcharse y elevo la mano sobre mi frente a modo de visera para evitar que el sol me quite la visión mientras le sigo con la mirada. – Lo mismo digo, Ben. – Respondo recordando que no le gusta que le llamen de señor, y con la mano que tengo libre alzo el cono casi vacío. – Y gracias por las patatas, me alegro de que no decidieras envenenarme. – Ya se está yendo, pero puedo asegurar por la media sonrisa del final que me ha oído. Me quedo unos minutos más disfrutando de la brisa del mar antes de retomar el camino de vuelta a casa. Los deberes no van a hacerse solos.
Sonrío, yo tampoco me sorprendería si fuera él, después de todo no cualquiera podría sentarse a comer las patatas de un desconocido sin por lo menos comprobar que es de fiar. Algo que probablemente debería haber hecho yo, pero vamos, tenía patatas fritas, nadie se puede negar a eso. – Suenas muy melancólico para decir que no estás de visita. – Bromeo, pero presiento la honestidad en sus palabras e intento tomármelo un poco más en serio. Instintivamente mi mirada se va hacia el frente, contemplando las olas romper cuando llegan a la orilla de la playa y sin poder contener la sonrisa. – Es un bonito lugar para crecer. – Termino por confesar. Y no solo para crecer, me sentiría satisfecha de poder vivir aquí en el futuro si es que el mismo no tiene otras cosas preparadas para mí.
Tengo que levantar la barbilla cuando señala que ha llegado su momento para marcharse y elevo la mano sobre mi frente a modo de visera para evitar que el sol me quite la visión mientras le sigo con la mirada. – Lo mismo digo, Ben. – Respondo recordando que no le gusta que le llamen de señor, y con la mano que tengo libre alzo el cono casi vacío. – Y gracias por las patatas, me alegro de que no decidieras envenenarme. – Ya se está yendo, pero puedo asegurar por la media sonrisa del final que me ha oído. Me quedo unos minutos más disfrutando de la brisa del mar antes de retomar el camino de vuelta a casa. Los deberes no van a hacerse solos.
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