The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Joyce Henderson
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Nunca creí que tikismiquis sería todo lo que me quedaría; una elfa doméstica leal hasta la muerte y una estúpida mochila con dos prendas de ropa. ¿Qué empacas cuando ya no vas a volver a tu casa? nunca había tenido que hacer una mochila como esa. La primera vez que dejé mi hogar, fue porque mis padres acabaron presos y entonces, eran ellos los que la habían hecho; la segunda vez no me llevé nada porque Ludovic me sacó de allí con demasiada rapidez. La tercera... ahí estaba, llevando apenas 2 gramos de ropa y echando de menos un abrigo.

El camino al distrito sin duda había sido el peor, porque con las prisas tampoco había cogido dinero. Había tenido que robar a un indigente ciego en el capitolio las pocas monedas que le habían echado en el vaso (y que dios me perdone por eso) para poder pagar un pasaje en un tren destartalado que solo pude coger al llegar al distrito 1. El único motivo que aún funcionara esa cosa, es que los humanos necesitaban trasladarse sin ayuda de sus amos y sin las ventajas que la magia supone.

Y ahí estaban, en el distrito cinco, comenzando una nueva vida que, en esos instantes, se sentía más como el final. Mientras avanzaba por los callejones, encontraba de todo (mayormente cosas que en otra vida esquivaría), que ni siquiera me prestaron atención hasta que vieron la pulsera de mi muñeca. — ¿Que es eso, preciosa?Nada que te interese — Ni siquiera era una joya de valor; no era más que una baratija que había comprado en el rastrillo benéfico de la escuela, hecha con falsas joyas que le había costado a mi amiga 20 miserables sickles. Aún así, ellos parecieron verlo como las joyas de la corona, porque de un segundo a otro, uno de ellos me agarró de la mochila y estampó contra la pared que, segundos antes, tenía al menos a 2 metros de distancia. — ¡Eh! ¡Suéltame! ¿Qué rayos quieres? ¡no es mas que basura! — Pero ya no me oían. El primero de ellos tiraba de la pulsera para sacarla, el segundo de ellos presionaba su brazo contra mi cuello para mantenerme contra la pared, mientras husmeaba en la mochila.

Finales de septiembre - Callejones - Con Arya
Joyce Henderson
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Arya E. Jackson
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Pura mierda. Mi pequeño hogar, que consta de una habitación hecha pedazos en uno de los edificios a medios destruir del distrito, ni siquiera tiene cristales en las ventanas y no me deja más que la opción de escuchar las estupideces de la gente que se mueve por la calle a pocos metros, gracias a tratarse de un primer piso. Eso significa que ni echarme una siesta puedo cuando he dormido muy mal la noche anterior y mi colchón en el suelo se siente como una roca después de que me la pase girando encima, cubriéndome con una manta hasta la cabeza en un intento de ahogar cualquier sonido.

Alguien en el departamento de al lado la está pasando demasiado bien o demasiado mal, a juzgar por los gemidos que se camuflan con gritos y estupideces que me dan ganas de gritarle al pobre hombre que esa mujer o está fingiendo o está muriendo de dolor. Llega un punto donde ya no lo soporto más y me pongo de pie pateando mis mantas, decidida a ir a golpearles la pared que es tan delgada que de seguro se termina rompiendo, cuando un escándalo nuevo me saca de onda y me hace girar hacia la ventana. Reconozco esas voces porque yo mismo he lideado con ellas en algún momento de mi vida, pero hay una nueva entre ellas y no parece estar pasándola tan bien como mi vecina.

No me importa ni que estoy en calzones o que solo llevo conmigo mi camiseta para dormir, o todos los pelos parados en todas las direcciones. Corro la manta vieja que uso como cortina y me asomo, observando las figuras desagradables que aprietan a la pobre chica contra la pared, por lo que les chiflo — ¡Hey!— les chisto con rabia y me trepo al marco de la ventana, aferrándome al caño que suelo utilizar para saltar al suelo en mis huidas rápidas — ¿Acaso no tienen nada mejor que hacer que acosar a una niña? Ya sé que son feos, pero no creí que estarían tan necesitados — para cuando mis pies descalzos tocan el suelo, me sacudo la poca ropa como si me importase el polvo que llevo en ella y me estiro para tomar uno de los caños oxidados que reposa entre la basura — Ya, vamos. Déjenla y quizá la semana que viene les haga descuento, si todavía tienen dientes.


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Arya E. Jackson
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Joyce Henderson
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Mis quejas pronto se convierten en gritos y mis forcejeos en sacudidas violentas cuando la situación va perdiendo el rumbo. Es cada vez más asquerosa la forma en la que aquel hombre deja de revisar mi mochila y empieza a meter su mano bajo mi camisa. ¿Qué mierda se cree que está haciendo? ni siquiera sé porqué grito; será peor si vienen los aurores, pero nunca me he encontrado en una situación como esa, así que no sé como resolverlo de otra manera.

Hasta ese momento no me había dado cuenta de cuan seguro era ser una niña rica.

Alguien sale de la nada y más por acto reflejo que por miedo, los hombres se separan. La pulsera se revienta y las pepitas que estaban atadas, se esparcen por el asfalto haciendo un ruido seco al caer. Sueltan un par de escusas, al menos aquel que estaba más ocupado con mi pulsera que con mi cuerpo y antes de darme cuenta, está corriendo. El otro no tiene las mismas intenciones.

No sé que es lo que le dice, pero estoy tan feliz de que no me esté tocando más, que solo me puedo abrazar a mi misma. Capto la conversación a medias, solo escucho insultos mezcladas con cosas machistas de un hombre por completo fuera de sí. ¿Borracho? ¿desesperado? ¿un poco de ambas? — Eso es totalmente asqueroso — Creía que no me oiría, no se suponía que debía oírme, pero lo hizo. — ¿Que has dicho?Nada¡Repite eso, puta babosa!¡NADA! — En algún momento mientras había dejado de ser el centro de atención, me quede agachada en el suelo, de cuclillas, con la espalda sosteniendo la mayor parte de mi peso y equilibrio; así que cuando ese hombre se abalanza de nuevo contra mi con el puño en alto, solo repito "nada" una y otra vez, cubriéndome la cabeza cuando la agresión es completamente inminente.

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Joyce Henderson
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Arya E. Jackson
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Hay gente desagradable en el distrito cinco, pero no puedo decir que no hubiese conocido esta clase de mierda andante cuando era una niña que tuvo que abandonar su hogar por cuestiones de fuerza mayor. Quizá por eso he aprendido como tratar a esta clase de basura que no se merece siquiera tener la oportunidad de respirar, porque puedo ser muy fácil pero no tolero a la gente que se alza sobre los demás sin su consentimiento. Y una mujer que sabe decir que no, por pequeña que sea, vale más que cualquiera de estas porquerías.

¿Qué me dijiste, cariño? — respondo con desdeñoso sarcasmo cuando empieza a despotricar contra mí y finjo parar la oreja con un movimiento de la mano extendida justo detrás de la misma, como si no hubiese oído bien. Coloco el caño contra mi hombro contrario en un aire completamente casual, como si fuese algo que hago todos los días, recargando mi peso en una de mis piernas a pesar de que es obvio que mi cuerpo está preparado para saltar — Esa no es forma de hablarle a una dama, así que puedes agacharte y besarme el culo — aunque lo que menos deseo es tener su boca apestosa cerca de mí.

Pero pronto el sujeto se torna en contra de su víctima con una ira contenida que solamente me deja reaccionar cómo me han enseñado en el catorce: a la defensiva. Mis piernas dan zancadas veloces a la par que el agarre de mis manos se torna firme, pasando toda la fuerza a mis brazos con ayuda de la adrenalina para darle un golpe seco en plena espalda. El tipo se queja, pero no pierdo el tiempo para volarle la cabeza con un cañazo que lo hace caer al suelo, aún vivo, pero con la sangre brotando de su cabeza y haciendo que se tambalee en su sitio, posiblemente temiendo desmayarse a pesar de balbucear puteadas en mi dirección — ¿Estás bien? — le pregunto con voz tensa a la chica aún sin soltar el caño y moviendo mi cuerpo de atrás para adelante en un obvio gesto de que estoy esperando que el desgraciado se atreva a moverse contra mí — ¿Puedes trepar por ahí? — señalo con la cabeza hacia la ruta que conduce a mi ventana — Hay ruidos raros pero no te asustes, éste no va a levantarse en un largo rato.

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La gente dice que ves tu vida pasar delante de tus ojos cuando vas a morir. Bien, o se equivocan o no voy a morir. No siento el golpe cuando aquel hombre se abalanza contra mi, pero sus piernas si me alcanzan a golpear, y creo que sus brazos, cuando cae al suelo. Me quedo sentada en el suelo con todo el jaleo, el susto y un leve empujón involuntario mientras aquel hombre se desploma. Escucho la voz de mi salvadora pero solo puedo mirar al tipo con la boca abierta y el corazón retumbándome en los oídos sin parar. No es hasta que me pregunta si puedo trepar que alzo la vista. Frunzo el entrecejo y luego miro la ventana que señala, asiento y me levanto.

Paso la mochila primero y luego salto a la ventana, cayendo estrepitosamente al suelo de cabeza. En otras circunstancias habría tenido más elegancia, solía colarme por la ventana de todos a toda hora (mis amigos, mis ex, mis hermanos) para darles sustos o saltarme los policías (o sea, a sus padres), a veces incluso los de mi casa, pero no sé si es por el agua que hay en mis manos, producto del sudor, o mi propio miedo, pero resbalo en el alfeizar.

Me quito en seguida para dejarla pasar a ella y le ayudo a cerrar la ventana, como si hiciera falta. — Dios mio, gracias. Gracias. — Repito esa palabra tantas veces que creo que voy a llorar y además le voy a arrancar todo el sentido. Dijo algo de unos ruidos, y se oyen, pero mi cabeza ni siquiera los procesa. El alivio puede en ese instante con el decoro. — ¿Qué diablos le pasa a ese tipo? Es una puta pulsera de juguete. Había oído que estaban desesperados, pero no a este nivel. — El único valor que tiene, es sentimental. Era la pulsera de la amistad que llevaba con sus amigas de toda la vida y que probablemente se quitarían si supieran quien era. Que triste era. Pero se aferraba a la idea de que recuperaría su vida en algún momento, de que la gente como ella dejaría de ser un delincuente a ojos del nuevo gobierno... y quien sabe, podría olvidar esa horrible noche (y todas las que posteriormente vendrían).

Hablo tan rápido que se nota que ni siquiera me he dado cuenta de que, hacía rato, que a ese tipo había dejado de interesarle la pulsera. — ¿Todos los tíos aquí son así? no sé que voy a hacer. — Comenzó a histeriquear, llevándose las manos a la cabeza para peinar su cabello de forma frenética, repitiendo lo mismo una y otra vez pero con voz inaudible.

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Quedarme a esperar a que reaccione no es una opción, como tampoco lo es chequear que se encuentre bien, así que solamente espero a que la chica desaparezca por la ventana para dar unos pasos hacia atrás sin quitarle los ojos de encima a su agresor y luego, trepo con mucha más facilidad que cualquiera hasta pasar por el alfeizar. Corro la cortina con la esperanza de que no se fije en mi departamento cuando recobre la consciencia, si es que se atreve, y lanzo el caño a un lado sacudiendo mis manos entre sí como si quisiera limpiarme el polvo de un trabajo estresante.

Mis manos se alzan delante de mí en señal de que está todo bien y no tiene que agradecerme en lo absoluto, cuando su pregunta me hace reír entre dientes — ¿De verdad lo preguntas? Esos tipos no pueden conseguir a quien manosear por su cuenta así que eras como un festín. Dudo mucho que tu pulserita les haya interesado de veras — o quizá sí, pero habrán pensado que era un bonus — Eres nueva por aquí... ¿Verdad? — el tono de mi voz deja bien en claro que no se lo estoy preguntando, sino que le doy el beneficio de la duda por mera educación. La miro de pies a cabeza para fijarme en su ropa, su figura y su forma de moverse, como si eso fuese de ayuda para comprender de dónde viene, aunque me doy por vencida de inmediato.

Su ataque de histeria me pone los ojos en blanco y camino por encima de mi colchón, que se hunde hasta presionar el suelo, hasta sentarme sobre las almohadas en pose de indio y hacerme con la bolsa de papas fritas que he conseguido y que ha sido mi comida del día, a pesar de que ahora está a medio acabar — Tranquila. Mientras sepas cómo defenderte no van a meterte mano, aunque creo que deberías trabajar en eso — me meto unas cuantas papas en la boca y mastico, ofreciéndole el paquete — ¿Cómo te llamas y de donde vienes? Tienes pinta de que te soplan y te quiebras — delgada como un palito y sus brazos parecen no poder cargar más que su mochila — Si no tienes dónde pasar la noche, siempre eres bienvenida, pero no prometo la falta de mugre.

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Joyce Henderson
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Mi mundo acababa de cambiar, claro que de verdad lo preguntaba. La gente a mi alrededor solo te robaba cosas por fastidiar, y punto. No había nadie que se pasara de la raya de esa manera tan brusca. Tengo ganas de llorar pero no lo hago, me limito a bajar la mirada al suelo procurando no echarme a temblar y controlarme. Ahora soy una adulta, que hace menos de 24 horas aún tenía una cama donde dormir y todas esas mierdas, pero una adulta. — un poco — Ahogo, pero luego me acabo riendo de esa forma gutural que te ríes cuando hay una parte de ti llorando en tu interior. Es casi como una risa lastimera salida de lo más profundo que acaba siendo un suspiro y un lamento al mismo tiempo. — yo solo tengo la culpa de haber nacido de padres no mágicos — Suena estúpido, pero el mundo actual funciona de aquella manera.

Poco a poco, con los minutos pasando en el reloj, me voy calmando. Mis oídos por fin captan los ruidos del apartamento de al lado, aunque debo admitir que es por el grito que pega la muchacha, imposible de ignorar. Me siento un poco cohibida al respecto; sé que vivía en una casa con muchas personas, pero cada uno de nosotros tenía su propio cuarto y lo más así como "iug" que llegué a ver, fue el culo de Keiran asomando por las sábanas luego de acostarse con Laila (o sea, nada que no hubiera visto porque igual crecimos juntos). — me se defender de capullos ricos borrachos ¿eso cuenta? — Intento pensar en otra cosa que en la salvajada que sea que andan haciendo al lado, empezando a acomodarme el cabello detrás de la oreja por inercia, un indicio de que estoy nerviosa a morir. — Joyce... — Weynart. Sí. Iba a usar mi apellido de siempre, pero ahora no podía hacer eso.

Me callo un instante, quizá de forma obvia. Seguramente haya notado que he cambiado de apellido en el último momento, aunque no es tan falso como probablemente se pensará que es. — Henderson. — El apellido de mi vida muggle; cuando no era más que hija de dos ricachones en el antiguo gobierno con una mala inversión y un tanto desesperados. Me encojo de hombros ante su descripción de mi misma, porque después de lo que le he visto hacer, estoy de acuerdo con ella. — En donde vivía parecía más fácil. Capitolio. — Me señalo a mi misma, como si simplemente estuviera diciendo la hora, o algo que me definiera por completo.

La miro cuando me ofrece su hogar y me río por lo del mugre. Pronto descubriría que ese sería el menor de mis problemas. — Está bien el mugre. Siempre fui desordenada en casa. Al menos eso me decían. — Pero yo tenía mi orden dentro del caos. — ¿Cómo te llamas tú? Me has salvado esta noche, creo que te debo un favor.

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Joyce Henderson
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Arya E. Jackson
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Yo tengo la culpa de nacer con padres mágicos pero sin tener magia — alzo mis hombros muy a mi pesar, no porque me afecte sino porque eran unos idiotas y la gente idiota me saca de quicio — así que creo entender tu punto — nada que no se acople al buen visto de la sociedad termina como nosotras, rechazadas al punto de la miseria y rascar las pocas posibilidades que nos quedan para sobrevivir.

Como pasa de mis papitas, me quedo comiendo como si nada apoyada contra la pared y con las piernas desparramadas a lo largo del colchón, cuyas sábanas están desarmadas en todas direcciones. La pobrecita parece más perdida que monja en un prostíbulo, cosa que vi una sola vez hace mucho tiempo y es una historia bastante interesante, pero intento por todos los medios no reírme de ella mientras me chupo la sal y la grasa de mi pulgar de esa manera que a Seth y Ben les gustaba tanto mirar — Los capullos ricos son estúpidos y no saben pelear, solo agitan los brazos como gorilas y piensan que eso los hace ver como si la tuvieran más grande — le digo con suma calma. Asiento ante su nombre y alzo las cejas cuando se tarda en darme su apellido, pero como no es mi asunto ni tampoco me interesa que lo sea, solo me fijo que me dice que había vivido en el Capitolio. No puedo hacer otra cosa que silbar en señal de falsa admiración y ruedo mis ojos — A que este palacio te hace sentir como en casa — le ironizo, moviendo mis hombros como si le estuviese ofreciendo el hotel de lujo de su vida.

Sacudo una mano cuando dice que me debe un favor y abro mejor el paquete para ver cuantas papitas quedan dentro — Arya — le digo sin mucha importancia y acomodo el paquete encima de mi boca abierta para que caigan dentro las papas que quedan, que son solo trocitos que me hacen relamer los labios — Y yo no cobro favores. Bueno, no ese tipo de favores, así que al menos que quieras que te abra las piernas no tienes que pagarme nada — hago una bolita de la bolsa y la tiro por ahí, estirándome en la cama para apoyar mis brazos debajo de mi cabeza y así poder mirarla mejor — O quizá quieres quitarte el estrés dándole envidia a la chica de al lado, lo que también siempre es válido. ¿Hace cuanto no descansas? — y de buena onda que soy, uso mi pie para golpear el colchón e invitarla a sentarse.


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