El estadio de quidditch era el único lugar del distrito norte en el cual podrían albergar a la cantidad de personas que habían sido invitadas a aquel evento benéfico. Tenía como finalidad recaudar dinero para reconstruir los distritos más pobres y ayudar al resurgimiento de su economía, con la esperanza de mejorar la vida de las personas que los habitaban, y vivían a diario la pesadilla de, probablemente, no tener para comer. Esa era la historia que le habían vendido a la prensa y el 90% del país la había creído. No hay dinero, no se puede reformar, no tenemos medios para ello; pero detrás de todas esas excusas había algo más complejo; algo oculto a la vista de todo el mundo.

Pero eso era lo de menos.

El ministerio de seguridad se había encargado de hechizar el estadio por completo, nadie entraría o saldría de él sin su consentimiento. Los invitados eran obligados a presentar sus documentos de identidad en la entrada, además de su invitación; incluso la familia Rowen a eso de las 9 de la noche, que habían llegado tarde creyendo que de esa forma se harían notar y crecería la importancia de su apellido, hicieron un escándalo cuando a pesar de tenerlo todo en regla, les impidieron entrar por deber dinero al banco. — Señor Rowen, como comprenderá, su economía no es lo bastante estable. — ¡Esto es un ultraje! ¡Yo luché en la guerra! ¡He dedicado mi vida al país! — Sus gritos interrumpieron la calma de las personas más cercanas a la salida, pero el estruendoso ruido de la música del interior, le impidió tener al hombre sus 15 minutos de fama. Por suerte para él. La mayoría de los negocios que poseía se tambalearían si se enteraran de su inminente banca rota.

El suelo del estadio había sido reformado, como casi todo el lugar y lo que antes era césped, ahora estaba combinado con largas piedras de diseños irregulares y planos. La zona de los asientos, ahora estaban inundada de bancos de piedra creados por los diseñadores de interiores del distrito 2, que habían empleado cada pizca de creatividad en convertir aquel lugar en un jardín escalado. Flores de todo tipo asomaban como adorno entre las zonas y las lámparas flotaban en el aire cambiando de posición pero manteniendo un rumbo fijo, como si hubiera sido preestablecido. En el campo habían sido puestas todas las mesas de comida rodeando el estadio, pero el gran espacio del centro era para bailar. En la parte delantera, lo que era la antigua portería que los Falmouth Falcons habían todo en la temporada de invierno de hace 12 años, habían un gigantesco escenario, donde varios grupos se turnaban a lo largo de la noche según el ambiente iba variando.

Los ministros fueron los últimos en llegar, causando furor entre los invitados poco acostumbrados a verlos. Solían hacer vida en la isla ministerial, así que era extraño encontrarse con ellos en la calle por pura casualidad y realmente debías tener buenos contactos para conocer a uno lo bastante como para que recordara tu nombre. Claro que nadie quería pecar de paleto. — ¿Conoces al ministro Weynart? — Claro, como con él casi a diario. — Ese era el tipo de conversaciones que podías escuchar de boca de los más pomposos, que necesitaban demostrar al resto que su apellido, aunque desconocido, también pesaba.

El discurso estaba pensado para las once de la noche, y los encargados de organizar el horario de aquel evento se estaban poniendo de los nervios. Pasaban ya de las 22.30 y la ministra de magia, quien debería haber llegado hace horas, no hacía acto de aparición por ninguna parte. No había sucedido lo mismo con su esposo y con su hija, quienes de hecho, habían sido casi los primeros en llegar. — Vendrá, vendrá. Se habrá retrasado con algo. — Decía Sean, pero hacía unos 50 minutos de silencios en el espejo comunicador que tenía con su esposa, que había perdido la fe en lo que decía. Si no hubieran discutido es misma mañana porqué ella NO tenía tiempo para asistir al evento, Sean se habría preocupado, pero estaba seguro de que solo los había mandado por delante para luego no tener que aparecer. — Esperaremos hasta última hora. Y si no llega a tiempo, lo haré yo. —

Las cosas pintaban peor por momentos. Varios cuerpos yacían en el suelo y los aurores no estaban seguros de si esas personas habían muerto o solo caído en el combate; sin embargo, el enemigo no les dejaba avanzar para comprobarlo, solo los obligaba a retroceder.

Viéndose con el agua al cuello, varios aurores levantaron sus varitas. El perículum que lanzaron a la vez (aunque no de forma planeada), llenó de destellos el cielo, amortiguando gran parte de su poder debido a la espesa niebla que, aunque un grupo había intentado disipar, siempre regresaba. Si iban a pedir refuerzos necesitarían abatir al hombre que la estaba creando; porque habían deducido aquello hace poco: debido a la resistencia mágica de la niebla, estaba claro que no era natural.

Roger Blackwood, un hombre de 50 años con una experiencia basta en lo que antes eran los agentes de la paz y luego fueron los aurores, líder del bando especial que solo estaba en aquel lugar por casualidad, llevaba minutos cazando al repudiado que estaba manipulando aquella niebla. Había visto durante su carrera un sin fin de magos con poderes particulares y poco habituales; el control atmosférico era uno de ellos. Sin éxito y al borde de la frustración, algo llamó su atención. Entre los bosques, lejos de todo el barullo, una capa ondeaba con el viento. Una avada kedavra salió disparado de su varita sin darle al hombre tiempo de reaccionar, y con un movimiento pesado cayó hacia atrás sobre la nieve acumulada de la tormenta del día anterior. Era un chaval.

Y acertó. Momentos después de la muerte de aquel individuo, la visibilidad regresó. De nuevo, varios haces de luz se dispersaron por el cielo y esta vez, nada impidió que brillaran con toda su fuerza.

Los refuerzos no tardaron en llegar. Oleadas de aurores aparecieron en las inmediaciones de las barreras mágicas que protegían el estadio, a espaldas del enemigo, dándoles oportunidad a los de dentro de ganar una ventaja que, segundos antes, apenas habrían podido soñar.