Nunca se le había dado bien seguir un razonamiento simple. Sería lo más sencillo, también conveniente: resignarse, aceptarlo, pensar que todo terminaría para él en unos días, tal y como siempre había creído que sucedería.

Pero no podía: se había pasado toda la noche pensando en datos, probabilidades y números que ya habían perdido todo el sentido.

Ni siquiera le sorprendía estar ahí. Cualquiera lo podría haber previsto, cualquiera lo podría haber sabido. Había visto todas las ediciones porque su tía tenía la extraña afición de recrearse en el sufrimiento de los demás mientras cenaba. Le ayudaba a hacer la digestión y, al mismo tiempo, le servía para recordarle a él dónde debería estar. Hasta ella lo sabía.

Lo había probado todo para dejar de pensar, para aislarse de su cabeza: tumbarse, apretar los ojos para intentar dormirse, dar vueltas por la habitación sin rumbo fijo. El número revoloteaba por su consciencia sin parar. Aquel cinco por ciento, clavado en su cabeza, taladrando sus pensamientos. Cinco posibilidades entre cien de ganar, las mismas que tendrían los demás. Cinco entre cien de volver a casa. Una ciencia exacta que hubiera logrado tranquilizarlo si supiera que no entraban más factores en juego.

Pero lo hacían. Las circunstancias personales, las crianzas, las experiencias. Hasta un idiota sabía que su hermano tenía más posibilidades de ganar que él y, si él lo hacía, al menos un cuarto de los otros participantes también las tendrían.

Y así era como el cinco se convertía en un número variable, inexacto, que no le dejaba dormir.

Llevaba un pijama que no parecía pijama cuando atravesó la terraza. Olía bien, pero de manera excesiva. No le sorprendería que esas flores estuvieran modificadas para parecer más de todo: más grandes, más bonitas, más llamativas. Le gustaba más cómo olía su casa, también le gustaban más los bancos que había en en el siete. Incluso aunque fueran más viejos, aunque estuvieran más desgastados.

Solo la voz de alguien más logró sacarlo de sí mismo. —No creo que nadie pueda. —No entre ellos. No le costaba imaginar veinte pares de ojos abiertos de par en par, perdidos entre paredes de cristal—. ¿Sabes cuál es el máximo de días que puede aguantar alguien sin dormir? —No esperó respuesta. Era una pregunta retórica—. Entre diez y catorce sin usar ningún tipo de poción. —Apretó los labios y se quedó callado. No sabía a dónde quería llegar con ese dato—, pero la mayoría de personas suele mostrarse irritable tras las primeras cuarenta y ocho horas. Supongo que tendremos que dormir en algún momento si no queremos matar a nadie antes de tiempo. —Se sacudió en un encogimiento de hombros y sonrió un poco, incluso aunque sabía que era demasiado pronto para ese tipo de comentarios.

Controló cada uno de sus movimientos por el rabillo del ojo. Era más fácil eso que mirar hacia arriba, donde el cielo le recordaba que bastarían unos días para que dejara de verlo de aquella forma. Tampoco podía contemplar lo que tenía a los lados; el vasto jardín, tan cuidado, tan perfecto, que pretendía endulzar la razón por la que estaba allí. Todo era un constante recordatorio. —Serías la primera en iniciar el juego antes de pisar la Arena. —Lo que le parecía inteligente, si se paraba a pensarlo—. Ya —murmuró. Nunca se había visto a sí mismo con un arma que no fuera una varita, ni siquiera usando esta para atacar a alguien—, pero supongo que tenemos que intentarlo.

Suponía muchas cosas, pero solo eran eso: suposiciones. Suponía que se levantaría al día siguiente después de haber dormido menos de tres horas, que pisaría el centro de entrenamiento y, una vez allí, tendría que lograr hacer algo. Suponía que lo conseguiría, que no sería tan difícil, que al menos lo haría lo suficientemente bien como para aguantar los primeros días. Siempre había alguien mejor, pero también peor. Era lógico, formaba parte de la estadística. 

También suponía cómo terminaría todo. El cielo que evitaba mirar se lo recordaba, las flores anormalmente perfectas también. Todo en ese jardín era un constante recordatorio menos ella. Hacía no tanto tiempo habían estado hablando, viéndose todos los días. Se habían llegado a volver una costumbre en una realidad que, en esos momentos, parecía estar muy lejos de ser la suya.

—Sí, estuvo bien. —Se atrevió a sonreírle mínimamente—. No suelen gustarme los inicios de verano. —Hacía mucho calor, las clases terminaban y él pasaba a tener todo el tiempo del mundo para pensar. Le ahogaba eso. Le asfixiaba no tener una rutina. Por eso, tal vez, cuando le quitaron la que había sido la suya, se buscó otra. Carraspeó ante el pensamiento; visto así, le hacía ver como el capullo que todos creían que era. Se rascó la nuca y cogió aire. Notó cómo se le hinchó el pecho—. Sé que ahora no tiene mucho sentido hacerlo, pero lo siento. —Apretó la mandíbula. No le costaba decirlo, pero sí encontrar las palabras para hacerlo—... No lamento lo que pasó, pero sí hacerlo de esa forma. Yo… podría haberlo hecho mejor, o podría no haber hecho nada. Ahora entiendo eso. —Porque había estado a la defensiva durante varias semanas, lo reconocía—. Ahora tendrás otras preocupaciones, y esto probablemente te dé igual y no estés pensando en ello, ni en mí, ni en lo que pasó. —Frotó las manos contra la tela de sus pantalones de chándal. Seguía sosteniendo la respiración, temiendo deshincharse como un globo si lo hacía—, pero lo siento, Saff.

Había sido el egoísmo lo que le había hecho decirlo. Disculparse había sido el acto más ruin que había hecho en los últimos años, pero Rowan no se sentía mejor tras ello. Si asumiera que iba a morir, todo sería más sencillo; sus juegos del verano dejarían de tener importancia, igual que todo lo demás.

Asintió lentamente, apretando los labios y dándose cuenta de que ya no sabía qué decir. O de que ya no tenía nada que decir. Casi agradeció que fuera ella quien sacara un tema banal. —No lo hacen. Sería ilegal. —Se encogió de hombros. Algo sobre la intimidad de las personas privadas, pero no creía que la legalidad importara demasiado en un acto como ese—. No sé si quieren que nos sentamos cómodos o todo lo contrario. —Si quisieran que lo hicieran, le habrían puesto una habitación con sus libros y su ordenador, no una que parecía sacada de las revistas de decoración que su tía usaba para llenar las mesas del salón.

No sabía cuál era la solución. Si pudiera hacerse con un reloj mágico con el que pudiera hacer que el tiempo avanzara hasta que llegara el día de la Arena, lo haría. —Creo que lo mejor es no pensarlo demasiado. La semana pasará más rápido si hacemos lo que nos dicen. —Se humedeció los labios. Hacerlo hizo que le picaran; desde las Cosechas, los nervios habían hecho que se arrancara todas las pequeñas pieles que encontraba–. Y después… No sé. Supongo que también acabará pronto.

Era un idiota. Toda aquella justificación perdía la gracia en el momento en el que “acabar pronto” cogía el mismo significado que “morir”. Chistó la lengua y se hundió en el banco. Sonrió un poco, incluso aunque la situación no tuviera nada de gracia. —Al menos ha sido un buen verano. —Se preparó para hacer lo mismo que hacía todo el tiempo: cuando decía algo que no debía, cuando la conversación llegaba un punto por el que no quería seguir, buscaba la manera de decir algo que sabía que iba a gustarle al de al lado. A veces le salía mal, pero no solía ser así—. Me gustó pasarlo contigo.