Nunca cambiaba. Nada en esos días lo hacía. Y si era así, a Rowan no se lo parecía; vivía en un bucle desde hacía cuatro años donde sus tíos lo miraban de la misma forma, él se vestía de la misma forma, miraba a todas las caras de su alrededor, cerraba los ojos, apretaba los puños y esperaba. Esperaba y esperaba y esperaba hasta que era otro nombre el que sonaba. Entonces giraba la cabeza, miraba hacia detrás, hacia la derecha y la izquierda y veía como alguien más caminaba hacia un destino que, desde hacía años, tenía su nombre.

En la casa de sus padres había una especie de muñeca. Era una figura de madera pintada de colores brillantes que nada tenían que ver entre sí. Nunca había sabido de dónde salió ni por qué estaba ahí, pero siempre le miraba desde la estantería. Era como una caja: cuando se abría, aparecían más muñecas iguales, pero de distinto tamaño: cada vez más pequeñas hasta que la última no era más que un trozo de madera sin forma apenas.

Cada Cosecha daba lugar a otra, y esa otra a otra y a otra y a otra más. Pero llegaría un punto en el que se acabarían. Rowan lo sabía, lo entendía: en cualquier momento, las muñecas se acabarían. Existiría una más amorfa, más fea que las demás que pondría fin a un bucle infinito.

Miró hacia arriba, se cerró la chaqueta. El cielo crujió y Rowan pensó que hacía un día horrible.

El más feo que había visto en años.

Debería haber sido más fácil. Debería haber resultado sencillo, sin tan claro lo tenía. Si tantas veces lo había visualizado, imaginado, recreado en su cabeza, ¿por qué no se movía? Su destino estaba ahí, esperándolo, tan cerca como siempre y más realista que nunca.

Debería haber sido fácil.

Todo había seguido igual que siempre: el himno, las imágenes, el escolta y su discurso. Nadie aplaudía nunca, y eso nunca parecía importar demasiado.

Había aprendido a contener la respiración desde que los dedos del escolta buscaban un primer papel en la urna. Casi siempre las conocía, aunque solo fuera de vista. Marnie jamás le había parecido particularmente simpática, pero verla subir al escenario le hizo tragar con fuerza. Como siempre, era una sensación contradictoria: un “podría ser yo” mezclándose con un “pero no soy yo.”

Y luego las similitudes terminaron.

No le costó asimilar que habían gritado su nombre. Lo escuchó claro, alto, firme. Y, sin embargo, se tomó unos segundos antes de moverse. Recordó esas veces en las que no había sido él, en las que había sido alguien más. En la sensación momentánea de alivio, seguida por la necesidad de preguntar por su hermano. En poder llegar a casa, dormir en su cama y fingir que podía olvidarse de aquello hasta el año siguiente.

Alguien susurró su nombre y, solo entonces, avanzó. Fueron pasos automáticos, lentos, desgarbados. Había visto aquella parte en directo las suficientes veces como para saber de memoria cómo funcionaba —y, en cierta medida, eso hacía que se sintiera más seguro—, pero no tardó en ser consciente de que las pantallas no solían apagarse. Giró la cabeza para buscar al escolta, carraspeó y, finalmente, levantó el mentón y estiró el brazo. Sus dedos se extendieron en busca de los de Marnie, sus ojos también buscaron los suyos.

Bastó un simple roce para que las luces se apagaran, y Rowan dejó de saber qué venía después.