The Mighty Fall
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Tras años de represión y batallas libradas, hoy son los magos los que caminan en las calles más pulcras del Capitolio. Bajo un régimen que condena a los muggles y a los traidores a la persecución, una nueva era se agita a la vuelta de la esquina. La igualdad es un mito, los gritos de justicia se ven asfixiados.

Existen aquellos que quieren dar vuelta el tablero, otros que buscan sembrar la paz entre razas y magos dispuestos a lo que sea para conservar el poder que por mucho tiempo se les ha negado. La guerra ha llegado a cada uno de los distritos.

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Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
Diciembre, 2458


Se nota que es mes de festividades, no precisamente porque la gente se encuentre celebrando, sino más bien por todo lo contrario. No hay mucha gente en la calle y asumo que es por el frío que recorre todo el distrito, llenando las calles de una mugre por la nieve que tengo la suerte de que se derrite antes de que le dé tiempo a acumularse. Eso hace de mi tarea de buscar algún lugar donde dormir mucho más sencilla, dado que no hay muchos sitios a los que acudir cuando los portales ya están ocupados por los que llevan asentados ahí desde bien empezado el día. No los culpo, si acaso les envidio, que no sientan la necesidad de moverse por falta de comida, aunque su aspecto diría otra cosa. Lo que pasa es que la gente prefiere no morirse de frío antes que arriesgarse a que alguien les pille robando algo, todos sabemos cómo se toman a los ladrones por estos días.

Se está haciendo tarde, empieza a oscurecer y no tengo ni la menor idea de dónde voy a pasar la noche, pero como muchas otras, eso no es novedad. Me arrastro por callejones conocidos, topándome con alguna cara que reconozco y que muestra el mismo interés en mí que yo en ella. Es lo único bueno que tiene este sitio, que nadie va a reparar en lo que haces porque están igual de jodidos que tú, o peor. Llego a una callejuela sin salida que conozco demasiado bien por las veladas que he pasado aquí en compañía de otros repudiados, salvo que esta vez se encuentra vacía. Me acerco a uno de los contenedores de metal que se suelen usar para guardar fuego, echándole un vistazo previo antes de sacar mi varita con la intención de conjurar alguna llama. Como es de segunda mano como poco, tarda bastante en hacerme el caso que necesito para que aparezca el fuego, aunque la espera vale la pena cuando puedo poner mis manos sobre el calor que emana y calentar mis dedos.

No es muy inteligente el andar merodeando por ahí a estas horas, hay gente bastante ida de la olla en estos lugares, además de drogadictos que solo buscan crear movida para llamar la atención y armar jaleo. No obstante, apenas puedo mover mis pies congelados del sitio y permanezco cerca del fuego por una buena media hora lo menos. He aprendido a estar bastante alerta a lo que pasa a mi alrededor con el paso de los años, y es por eso que percibo enseguida la presencia de alguien más al fondo del callejón. Por el rabillo del ojo me fijo en su forma de caminar que quizás es alguien por quién deba preocuparme, llegando a confirmar mi teoría cuando la luz del fuego y su acercamiento me ayudan lo suficiente como para diferenciar el uniforme de seguridad del país. No estoy haciendo nada ilegal, creo, ¿se considera romper con la ley el vivir de la calle? Hasta donde tengo entendido no, pero no me sorprendería que lo volvieran una norma para tener la excusa de enviarnos a todos a la cárcel.
Phoebe M. Powell
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A nadie le gusta estar deambulando en las noches heladas de diciembre y me guardaría la queja entre dientes si no fuera porque los dedos se me están congelando a falta de un par de guantes, tengo que calentarlos con mi aliento y frotar las palmas, mientras me resguardo en un umbral a que la última nevada ligera pase, así puedo recuperar el rastro de las criaturas que también tienden a buscar en los edificios ruinosos de estos distritos, un refugio para pasar el invierno. Perturba que un par de estos tomen forma humana, entrar a los bares de mala muerte del Once o Doce es como adentrarse en un primer infierno donde todos los rostros son falsos y no sabes quién es qué. Prefiero quedarme en la sombra de un pórtico sucio a tener que ir a dar mis buenos deseos navideños en esos lugares, donde mi uniforme de cazador me hace un cliente non grato. El apellido escrito en la chapa de identificación sólo consigue que se muestren más cautelosos. Pero no es algo que vaya a ocultar, siempre me enorgullecí de ser un Weynart, de todo lo que representan. Si eso implica tener que apartarme de alguien cuyas decisiones chocan con los valores que sostiene mi familia, demostré que lo haría y no siento arrepentimiento alguno, aunque al mirar el cielo resquebrajado de nubes grisáceas y a los copos que se van desvaneciendo en el aire, me pregunte qué tan cruel le resultará este clima.

La ventisca pasa, salgo de mi escondite para echar a andar por una calle que está vacía de otros caminantes, como mucho hay mendigos acurrucados en los rincones dando la espalda al frío. Cruzo por delante de la entrada de un callejón donde veo que un par revuelven cajas y bolsas hasta dar con algo que llevarse a la boca, y la sensación de asco que me produce esto logro apaciguarla al apartar la mirada, fingir que no he visto nada. Con la práctica se logra llegar a ser tan indiferente a estos escenarios, que no me inquietan el sueño. Es una realidad diferente a la mía, y como no es mía, no puedo hacer carne de ello. Le sucede a alguien más, no a mí. Basta con que aparte la mirada. Palpo los bolsillos de mi chaqueta para hallar algo que calme  mi estómago y encuentro una tableta de chocolate de las que mi hermana suele tener en reserva, que robé esta mañana al salir de la casa. Podrá usarlo luego como excusa para pedirme favores que estaré obligado a cumplir de todas maneras.

Cuando mis dientes se encuentran con una almendra mi expresión cambia, retiro el chocolate de mi boca y tengo que escupir la fruta seca. Detesto que el chocolate vaya acompañado de alguna de estas cosas y reviso lo que dice el envoltorio para confirmar que es amargo como me gusta, pero tiene estos agregados. Lo guardo en mi bolsillo, tendré que devolverlo… o no. La chica que encuentro inclinada sobre un fuego precario en un contenedor me hace mirar por encima de mi hombro, la imagen que evoco de los vagabundos escarceando por un poco de comida echada a perder es más nítida de la que quiero reconocer. Y esta chica con sus mejillas hundidas y ojos saltones no parece tener más que dieciseís años, no sé cómo sentirme de que tenga la misma mala suerte que los otros infelices o de cierta chica que creía conocer y se ha vuelto una extraña a la que tal vez también un día encuentre lamentando su vida en estas calles. En silencio estiro mi mano hacia ella con la tableta a la vista así puede sujetarla, y rompiendo con mi mutismo natural, lleno mi voz de cierta paciencia. —Tómalo, ayuda al frío tanto como una fogata—, espero que ella no tenga problemas con las almendras. —Permiso— murmuro, apuntando a la llama para que me permita acercarme. —¿Cómo lo hiciste?— pregunto, tengo mi varita a resguardo entre mi ropa, podría conjurar un fuego más intenso.
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Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
Apenas levanto la vista hacia su figura, me mantengo en silencio por el tiempo que le toma acercarse, y aun así no soy capaz de mirarle nada más que por el rabillo del ojo. Sé de sobra que gente como yo no somos muy bien mirados por miembros de seguridad, los que se dedican a patrullar las calles y buscan la primera excusa para culparnos por algo y ser un problema menos por el cual preocuparse. Por eso no le digo nada cuando está lo suficientemente cerca como para que el fuego le ilumine la cara, porque conozco que todo lo que diga puede usarse en mi contra o tergiversar mis palabras precisamente para eso. Tampoco le miro con detenimiento no vaya a ser que se tome mi curiosidad como una mirada desafiante y eso también me meta en problemas, no sería la primera vez que me ocurre y prefiero no repetir la experiencia. No obstante, me veo obligada a levantar los ojos hacia él cuando se dirige hacia mí, siendo evidente en el modo que tienen de brillar mis ojos que hay un cambio en mi actitud. — No tengo nada que ofrecerle a cambio. — Contesto, aunque me encuentro observando lo que me tiende con el interés característico de alguien que lleva todo el día en búsqueda de algo que meterse a la boca.

Bueno, no es del todo cierto que no tenga anda que ofrecer, siempre encuentro alguien dispuesto a creerse mis palabras de adivina como si fueran oración de quién sea que esté maquinando todo este mundo desde allá arriba, llámalo dios, energía, o lo que cada uno quiera creer. Sin embargo, no veo en este hombre mucha predilección por querer escuchar lo que a sus ojos se presenta como una vagabunda cualquiera. Claro que, en el fondo, no soy más que eso. — Cerillas, había un par por el suelo cuando llegué. — Miento, pues si bien tengo una varita que me pertenece todo lo que me puede pertenecer por ser de segunda o terceras manos, no me emociona que pueda llevársela si le digo que tengo una varita en mi posesión. Sabemos que no es muy común que un mendigo corriente del norte tenga una, lo que daría a sospechas que alguien como yo la tuviera, pensaría inmediatamente que la he robado. Aparto las manos un poco del fuego, atreviéndome a extender una de ellas en su dirección con la intención de apañar la chocolatina, no soy tan estúpida como para dejar pasar esta oportunidad pese a haberme mantenido firme en la idea de no tener nada a cambio. — Gracias. — Podría comérmela en ese mismo instante, sin importar que esté el hombre a cuyo rostro le adjudico el nombre de Weynart como bien me informa la placa de su uniforme. No obstante, percibo una energía bastante diferente a la que suelo encontrar por aquí cuando mis dedos rozan muy sutilmente la piel de su mano al coger el paquete y me siento tentada a decir algo. — Tiene que cuidar de los suyos, no todo es lo que parece. — Es algo así como una advertencia, aunque me apresuro de regresar mi mano al bolsillo de mi capa para dejar ahí el chocolate antes de que se arrepienta, apartando la mirada con ello también.
Phoebe M. Powell
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Insisto en que agarre la tableta con una repetición del gesto, endurezco mi mirada para mostrarme un tanto ofendido de que tenga el ánimo de rechazar la golosina cuando no tendrá otra oportunidad como esta de que alguien le ofrezca comida, menos aún alguien que tenga un uniforme de seguridad. Por lo que sé en estos sitios tampoco se consigue chocolate, es un gusto demasiado caro para quienes se conformarían con una hogaza podrida de pan. —No te estoy pidiendo nada o tómalo a cambio de un poco del fuego— contesto, arrastrando mis palabras por la incomodidad que me causa hablar con una mendiga, porque sé que no es lo que debería hacer. No puedes acostumbrarlo a cierta simpatía si después hay que empujarlos para que se hagan a un lado o calmarlos con violencia si actúan subversivos con las patrullas de aurores, el que sea cazador me aparta un poco de estos tratos, pero no estoy excluido de ellos. Puedo tener un gesto con ella, lo que no cambia que la mire desde arriba sabiéndome en una posición mejor que la suya.

Mi vista cae al suelo, pateo la mugre con la punta de mi bota buscando el rastro de esas cerillas que menciona, supongo que habrá ocupado todas. Asumo equivocadamente que se trata de una squib, de los que tuvieron que asentarse en estos distritos pobres y pienso vagamente en cómo eso afectó también a mi familia, no son pensamientos a los que deba dar vueltas porque me lleva a otros igual de amargos sobre la confusión de relaciones de sangre que me enfrentó a mis hermanos hace no mucho. No me siento orgulloso de cómo actúe en ese momento, de las decisiones que tenemos que tomar todo el tiempo para sostenernos en lo que somos. Son lo principal en mis prioridades, a quienes reconozco como los míos cuando la chica me advierte de un peligro y la miro como si fuera una amenaza velada de su parte, mis ojos se clavan en su rostro con enfado, porque siento que ha dirigido un golpe hacia mí. —¿Qué quieres decir con eso?— pregunto con un tono de exigencia, receloso de sus palabras. El chocolate se lo ha guardado, queda el fuego crepitando muy bajo entre nosotros, entibiando apenas mis palmas que se van cerrando y las retiro para poner una distancia desconfiada de ella. —¿Sabes de algo? ¿Alguna conspiración?—, sé que mi apellido legible la habrá hecho asociarme de inmediato con Riorden. No es más que una chica, pero puede tener el oído afinado para escuchar rumores en los callejones. —Si sabes algo cierto o tienes pruebas, podría darte unos galeones— murmuro y sé que me arriesgo a que una extraña me venda mentiras.
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Phoebe M. Powell
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Bueno, también percibo algo de irritación en su voz, la cual es mucho más evidente que cualquier otra cosa que me pueda llegar de él, y precisamente por eso aparto la mirada casi al instante. Conozco demasiado bien el desprecio con que tratan a la gente del norte, porque yo misma estoy incluida en ese trato y no sería la primera vez que un auror me toma por sorpresa para apartarme de la calle como si ni siquiera tuviera el derecho a caminar por el mismo lugar que ellos. Eso me ha llevado a desarrollar una reacción obediente y sumisa hacia cualquier miembro de seguridad, algo que no muchos otros tienen la oportunidad de decir, pero lo que menos me apetece ahora mismo es darle un motivo por el cual pueda tener más razón para tratarme como si no fuera más que una rata callejera. Estaría dispuesta a mentir por lo que me pide, si con eso recibo algunos galeones a cambio, que nunca sobran, más me encuentro con la mente demasiado blanca y cansada como para mentir sobre la poca gente que conozco, y que además me cae bien. — No sé nada de ninguna conspiración, ni tengo pruebas de nada, la gente está más preocupada por sobrevivir al invierno que de conspirar contra nadie. — no me doy cuenta de que mi tono de voz ha cambiado al punto de que parece una replica lo que digo, que no está muy lejos de ser la verdad, pero eso no quita que no debo soltar esa clase de comentarios delante de gente que se encarga directa o indirectamente de que la gente pase hambre.

Agradezco en parte que se separe y ponga apenas una distancia entre nosotros, así puedo recuperar mi espacio personal sin tener la necesidad de cuidarme hasta la forma que tengo de respirar. No obstante, su rostro sigue recortado bajo las llamas que iluminan sus endurecidas facciones y me obligo a apartar las manos del fuego para guardarlas dentro de los bolsillos de mi vieja y rasgada capa, estirando los dedos para atrapar entre ellos el envoltorio del chocolate, como si todavía no creyera que está en mi posesión de verdad. Solo por ese gesto que ha tenido conmigo, hablo. — Me refería a ti. — aunque no soy lo suficientemente inteligente como para tratarlo de usted, como sé que debería, pero eso le daría otro motivo más por el que sentirse superior a mí y, a pesar de que él luzca un uniforme mucho más abrigado que mi ropa y que le da muchísima más autoridad, en el callejón dónde ahora mismo se encuentra todos estamos en el mismo nivel, o al menos eso quiero creer. Reconozco por su mirada que no me está entendiendo del todo, lógico, probablemente estará pensando que no soy más que una mendiga a la que la falta de nutrientes ya le está empezando a afectar al cerebro. Por eso mismo, señalo con la cabeza sus manos sin apenas moverme del sitio y completamente muda, para después depositar mi mirada sobre la placa que señala su nombre.
Phoebe M. Powell
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Mi frente se arruga aún más por el tono que usa para contestar, haciendo que mis cejas se unan en una sola línea de desaprobación, expresión que me viene bien cuando quiero recordarle a alguien que soy quien porta la placa de autoridad en la situación. Esto es lo que consigo por acercarme siquiera un poco a una repudiada, a que encuentre la oportunidad de quejarse de sus males en estos distritos, indiferentemente de la que edad que tienen, solo basura sale de su boca cuando se quejan. No es que pueda esperar algo diferente por la manera en que viven. He visto a algunos guardias cortar de seco estas actitudes de una mala manera, yo no hago más que hacerle saber mi descontento, no caigo tan bajo como meterme con una chica que se ve como una adolescente cuando no estoy tan lejos de esa edad. —Si eso es lo que crees, podrás evadir una que otra pregunta de los aurores y seguir vagando tranquila— musito, frotando mis palmas entre sí para que el calor que impregna mi piel la traspase y pueda conservarla cuando devuelvo las manos a los bolsillos. —Pero si en verdad crees eso, eres muy ingenua. Nunca hace demasiado frío para los ánimos de pelea de algunos…— se lo aclaro, echándole una mirada inquisidora de pies a cabeza. — ¿Cuántos años tienes?— pregunto, en vez de reprenderla y es que no puedo evitar fijarme en que sus rasgos se ven como los de una chica mal alimentada, tan alta que queda aún más evidente su poco peso.

Y sabiendo que conversar con ella no va a llevarme a nada bueno, que tendría que haberla pasado de largo como a los otros mendigos que revolvían en la basura, doy la oportunidad a que me confunda, envolviéndome en una pelea de golpes invisibles a la que no me defiendo y sólo siento el impacto en plena mejilla. —¿Yo les haré daño?— si esta la pregunta que sale de mis labios secos por el frío de la calle, es por el sentimiento de culpa que vuelve a inundarme como si todavía estuviera en mí ese fuerte rencor hacía Riorden que me mintió y hacia mis padres, el mismo que hizo que me apartara de mi hermana de tan mal modo, porque al enojarme reaccioné con ese mal carácter que late bajo la obediencia ciega a mi familia. —¿Alguien me está engañando? ¿Es eso?— trato de interpretar a qué se refiere por haberme dicho con anterioridad que no debería guiarme por las apariencias, pienso y vuelvo a resentirme por aquella chica que hace unos meses me dejó porque no pensábamos igual, como creía. —¿Qué sabes tú? Estás hablando por hablar, no sé para qué le ofrezco comida a la gente de aquí, todos están mal de la cabeza— mascullo, más para mí que para ella, pero tan alto como para que oírlo, mi desconfianza haciéndose más notoria, como si estuviera esperando que  me atacara de pronto.
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Phoebe M. Powell
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Qué bien sé cuándo debería callarme y qué mal hago en no hacer caso a la vocecita interior que me dice que no debo echarle más leña al fuego, que ya me la estoy jugando siquiera respondiendo con soberbia como para encima también recriminarle mi situación y la de otra mucha gente que vive en la calle. Me encojo de hombros, en un gesto que se queda algo vago al no querer moverme mucho y permitir que a mi cuerpo le recorra otro escalofrío a causa del frío. Ya  ni siquiera siento los dedos de los pies y noto como se me congela la nariz por momentos en los que mi respiración se hace ver por el vapor que sale de mis labios. — No quisiera meterme en problemas escuchando conversaciones ajenas, haya por ahí alguien preparando un complot o no, tengo mejores cosas de las que preocuparme. — respondo medio honesta, porque es verdad que no quiero atraer movida, pero no lo es la parte en que me dedico a sonsacar información porque hay gente que paga bien los secretos. No es algo que ocupe mucho de mi interés y tiempo cuando no lo necesito, salvo en caso de extrema necesidad que nunca viene mal lo que pueda ofrecer aquel al que le interese la conversación de un vecino. — Veinte. — casi recién cumplidos podría decirse, noviembre no queda muy lejos de diciembre y siempre estuvo la posibilidad de que mi yo de hace más de diez años se olvidara siquiera la fecha exacta de su cumpleaños. Aunque supongo que esas cosas no son las que se olvidan ni al estar muriéndote de hambre. También soy consciente de que mi cuerpo difiere mucho de lo que debería aparentar una persona sana de mi edad, que estoy acostumbrada a que aún me miren como a una niña de dieciséis y creo que se debe a eso que paso desapercibida en la mayoría de los lugares por los que me muevo. Nadie repara en una cosa flacucha de mejillas ahuecadas y sin apenas carne en los huesos.

Bueno, no puedo no darle la razón en eso de que hay gente que está mal de la cabeza, en especial porque aun estoy recuperándome del drogadicto de la semana pasada que me persiguió por dos días seguidos cantando qué se yo qué cosa, pero eso no significa que vaya a aguantar que me meta a mí en el mismo saco. — Sé que has sido engañado por alguien cercano a ti y que esa traición aun pesa mucho en tu vida. — adivino, mostrándome bastante desinteresada al respecto cuando en realidad tengo curiosidad por confirmar la teoría que se ha colado en mi cabeza de forma casual y desapercibida, lo que me hace volver a mirar sus manos como si pretendiera cogerlas para examinarlas sin su permiso. Obvio que no voy a hacer eso, y en su lugar vuelvo a alzar la mirada hacia sus ojos que se muestran oscuros por la poca luminosidad que nos rodea. — Y podría decirte por qué deberías cuidar de los tuyos, si me dejas. — saco una mano y la extiendo en su dirección para señalar ahora sí las suyas, mordiéndome el labio ante la intromisión que debo de estar haciendo a su intimidad. Espero que no necesite de más, aunque una explicación de lo que vengo siendo no estaría mal para que no piense que estoy tomándole el pelo.
Phoebe M. Powell
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Muevo mi mentón en un asentimiento quedo, en un gesto a la ligera que es de aprobación a la actitud de mantenerse ajena a las conversaciones que podrían traerle problemas. ¿Mi aprobación debería significarle algo? Claro que sí, somos quienes le decimos que hacer y no hacer, les señalamos que está mal y les remarcamos el camino que deben seguir para no encontrarse con nosotros en tratos que no les gustarán. Un par con más brusquedad que otros, y ella con su cara demasiado joven, en tanto se mueva por donde se debe no tiene que temer por conflictos con los aurores. De esas otras cosas que tiene para preocuparse, supongo que serán el hambre, el frío o acaso algunos familiares que también mendiguen por las calles. Me reconozco apenado por ella, como no tendría que ser, porque al cabo de unos minutos me daré la vuelta, pondré mi distancia con ella y la olvidaré, su suerte no me quitará el sueño, ese es el modo de calmar a mi conciencia. Pero que diga que tiene veinte años se siente como si el fuego hubiera abrasado la piel de mis palmas por la sorpresa. —No te ves de veinte... — susurro, haciendo un repaso de su cara y lo miserable que se ve en esas ropas usadas que no puedo creer que tengamos casi la misma edad. No pregunto más, ni siquiera se me pasa por la cabeza hacer tal estupidez.

Cuanto menos sepa de su vida mejor, así seguirá siendo una desafortunada anónima con la que me crucé por ahí. Y cómo sabe de mí no lo sé, podrían ser puras especulaciones en base a mi apellido, más de una vez me dijeron que era algo que estaba por delante de mí y que llevaba a la gente a hacerse ideas, quisiera poder decir que equivocadas, pero es cierto que ser un Weynart te va señalando el camino de cierta forma y elijo mantenerse en esa dirección. No creo poder estar en paz con mi mente si hago algo que decepcione a mi familia, pero sus palabras me liberan de la carga de esos pensamientos negros y se clavan en mi costilla por el recordatorio de que fui a quien hirieron. —Los perdoné— musito, teniendo en mi mente a mi hermano, puedo decirlo y creérmelo, por más que sea una herida que necesitará tiempo para cicatrizar. Pero aprieto fuerte los dientes al pensar en alguien más. —Y hay otras personas que no se merecen ser perdonadas, sólo queda olvidarlas—. Es lo que pienso hacer, me siento capaz de hacerlo, es un tipo diferente de herida y la siento superficial, si miro hacia otro lado, cerrará.  

No creo en estas tonterías— replico, mordiendo mi voz con cierto escepticismo reflejado en mis ojos al ver que su mano piden por las mías, para poder hacer lo que creo que será una lectura, la miro con el recelo que se merecen todas las personas que presumen de ser adivinas por unas pocas monedas y puesto que le ofrecí galeones hace unos minutos, debe ser su manera de quedarse con estos. De todas formas iba a pagar con mentiras así que le tiendo mis manos para que examine las palmas y me cuente un par de mentiras, veremos luego que tan acertadas son. —¿Son algo así como consejos o vas a decirme cómo moriré con día y hora?— sueno un tanto burlón, lo que rompe un poco con mi tono apagado habitual.
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Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
No sé como tengo que tomarme eso, si como una ofensa o como un halago, siendo que en cualquier otra circunstancia verme más joven de lo que en verdad soy se sentiría bien si tuviera 40, o si no estuviera desnutrida como es el caso. Me recojo un poco los brazos con mis manos, acariciando los mismos en un intento de brindarles algo de calor al tiempo que me encojo de hombros por su aclaración. — Como dije, no todo es lo que parece. — resumo. Podría decirle que él tampoco parece demasiado mayor como para llevar ese uniforme, pero creo que estaría un poquito fuera de lugar, y que él lo esté conmigo no significa que yo pueda seguir el mismo ejemplo. No tengo mucha intención de seguir hablando con este hombre, no si lo único que va a hacer es poner en evidencia detalles sobre mi actual estilo de vida como si no fuera yo la que tiene que vivirla todos los días. No obstante, llega la afirmación de que algo de verdad sí tenían mis palabras que lancé con la idea de estar equivocada, porque nunca sé realmente a ciencia cierta cuan exactas son las teorías que aparecen en mi cabeza, y decido darle una oportunidad al chico que me ha dado algo por lo cual voy a poder subsistir por varios días.

No voy a discutirle eso, creo ser una persona que tiene bastantes detalles que quisiera olvidar, pero precisamente por eso también soy consciente de lo mucho que hace falta superar para poder abandonar un recuerdo. — Cuesta más olvidar que perdonar. — farfullo, no con intenciones de que tome mi palabra como divina, porque tampoco creo que lo vaya a hacer, razón por la que lo digo más bien al aire, uno que nos envuelve a los dos y que está dentro de su elección el tomarlo o no. Al final, aquel que perdona tiene opción a sanar, de dejar libre el hueco que le correspondía al rencor y al resentimiento por eso que nos hizo daño, mientras que aquel que prefiere olvidar, debe vivir con ello toda su vida, hacerse cargo de esas malas sensaciones que abarcan el aspecto perjudicial en sí mismo porque nunca se pueden ignorar del todo. Esto no lo conozco por experiencia profesional, desgraciadamente, soy la primera que no es capaz de poner a un lado su pasado, siendo este lo que más me define. Sé que no debería, pero a veces siento que sin él no sería nada, y ya soy bastante poco cuando recorro estas calles como para restarle lo que me ha hecho estar ahí en primer lugar.

Para no creer en tonterías, se muestra relativamente abierto cuando señalo sus manos, separándome del fuego solo cuando las extiende para permitirme observar. No me alejo mucho del calor, además de que me sirve para tener una mejor iluminación al sujetar sus manos entre las mías. Observo primero el dorso de sus manos durante unos segundos a la luz, bastante más rellenas que las mías y con algo de color natural a pesar del frío. Les doy la vuelta entre mis dedos para pasar a examinar sus palmas, presionando con algo más de fuerza para arrastrar el pulgar por la piel y hacer que la misma cambie de color ante la presión a la que se ve sometida. — Son consejos, vaticinios, percepciones, lo que tú quieras que sean. — viene de uno mismo lo que se quiera hacer con la información, como si se quiere creer en ello, como si se prefiere pasar por alto. Podría explicarle lo que veo, más es confuso hasta para mí, lo que me hace extender mis dedos por los suyos, atrapar su manos y analizar sus características físicas, alzándolas lo suficiente como para contemplarlas a la altura de mis ojos. — El pasado no ha sido muy generoso contigo, o con tu familia, y por eso vas a llegar a creer que has encontrado una estabilidad en tu vida en lo próximo, te confiarás, y ahí es dónde estará tu error, muchas desgracias no lo son hasta que ya es demasiado tarde. — cierro sus dedos en puño, soltando sus manos para mover los míos en libertad. — Juegas una doble cara interesante cuando se trata de principios que deberían ser firmes, esa flexibilidad te va a llevar a cuestionarte a ti mismo varias veces en el camino que sigues. — me retiro un poco, lo suficiente como para dar por terminada mi breve consulta, que cabe ser bastante más liosa que la de un paseante cualquiera dispuesto a pagar por una lectura rápida. — Ah, también te esperan algunas que otras sorpresas, tan solo... acéptalas. — añado cuando se me ocurre, aunque creo que me lo saco más bien de la manga, o no. Todo se trata de eso, al fin y al cabo, de aceptar lo que se nos pone por delante y hacerlo de alguna manera nuestro.
Phoebe M. Powell
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 Si no debo fiarme de las apariencias, ella está frente a mí como lo mas impreciso en este momento, no sé que pensar de su aspecto demacrado por culpa del hambre, ni de las palabras que se van deslizando de su boca como un discurso embaucador que retiene mis pies en este callejón. El resplandor del fuego juega con las sombras de su rostro cuando tiene mis manos en su posesión, mi mirada es imperturbable a la suya a pesar de lo que dice, quitándome el alivio del olvido y aprieto mi mandíbula por el perdón que me niego a pronunciar, a todos aquellos que hice a un lado en acopio de una indiferencia a la que recurrí para que no me afectara. —Si no puedes olvidar, tratas de dejarlo lo más atrás posible, colocar tantas cosas en medio como para que no vuelva sobre ti— mascullo. Los años pasan, todo queda en el pasado, cada vez más lejos. Mirar hacia otro lado, guardar silencio, cerrar los ojos a lo que no se quiere ver, son maneras de mantenernos ilesos y a resguardo. Pero estoy mostrándole mis manos a una extraña y sus ojos son más inquisitivos de los que cualquier criatura que conozco, al recorrer cada una de las líneas como rutas indomables a las que solo ella puede dar un sentido.

El peso ligero de sus dedos me hace notar lo delgados que son, y no hace falta que me engañe, los huesos visibles son a causa de la falta de alimento que le de un poco más de carne. La presión sobre mis palmas me lleva a querer ver lo mismo que ella va descubriendo, lo que sea, como sea que lo llame. —Suenan a puras estupideces— es lo que me escucho decir cuando acaba con su lectura, tan brusco como es mi intención. Escondo mis manos de ella al cerrarlas en puños que retiro de la luz roja de la fogata, a lo que sea que ella visto. —¿Quién no ha tenido un pasado difícil? Y sabes que soy un Weynart, lo dice mi placa— señalo, —los magos no la tuvimos fácil y este gobierno es el cual por fin nos da un lugar—. Paso mis dedos por la placa donde está grabado mi apellido y el sesgo furioso en mi mirada se clava en ella por su insinuación a que pueda traicionar estos principios, si lo dice porque espera con una persuasión lenta ver que consigue de mí, está equivocada. —Y jamás iría en contra de lo que creo. Sé cual es mi lugar y cuál es el tuyo, por ejemplo. No te confundas por un poco de amabilidad— replico, quiero sonar mordaz, pero por alguna razón parezco más bien a la defensiva. —También a las ratas de los callejones se les arroja un poco de migajas— mascullo, y recurro a la carcajada seca para marcar mi escepticismo. —¿Hablas de sorpresas? Suena tan a mensaje de Navidad que supongo que eso es todo lo que consigo por mi buen gesto—. Nunca me ha salido del todo bien ser burlón, se escucha forzado y quiero poner una distancia con ella, con todas esas frases ambiguas que van a acecharme dormido.
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Phoebe M. Powell
Director del Servicio Social
Su resolución me parece un poco cobarde, no es que yo no lo sea, creo que en el fondo todos nos hacemos parecer más fuertes de lo que en realidad somos, como una especie de armadura que ponemos frente a la debilidad que nos acecha y nos forma, tratamos de encubrir nuestras inseguridades como si no fueran importantes, las dejamos a un lado y pretendemos que queden enterradas con el pasado, pero los dos sabemos a dónde nos va a llevar eso, y no dudo en ponerlo en palabras. — El problema de amontonar cosas es que luego el peso se vuelve contra ti, tarde o temprano, nadie puede esconderse por siempre del pasado, ni por mucho que se trate de poner delante. — vuelvo a hacer ese gesto de elevar los hombros con desinterés, sabiendo que no hay mucho que diga que vaya a hacerle cambiar de opinión sobre lo que cree. Tampoco es mi intención hacerlo, cualquiera que me viera hablando con un miembro de seguridad pensaría que estoy tramando algo, y para bueno o para malo, ninguna de esas dos cosas me interesan a la hora de moverme entre la muchedumbre del once. Existe como una especie de regla o más bien costumbre que la mayoría en el norte recoge, la de no hablar más de lo necesario con el cuerpo armado porque cualquier cosa que se te escapa puede ser utilizada en contra de todos. Para alguien que vive en la calle, no es agradable que piensen de ti que escondes algo, menos en los tiempos que corren.

Bajo la mirada a sus zapatos, ni siquiera interesada en continuar observando su rostro cuando su trato, que ya no venía siendo muy amable en primer lugar, se acentúa un poco más hacia el lado que grita antipatía. No conozco mucho la historia detrás de los Weynart, sé que hay un ministro con ese nombre y que es bastante conocido por ser un buen aliado de la ministra, pero lejos de eso solo conozco habladurías de bares y charlas de mercado. Tampoco me interesa lo suficiente como para poner más el oído, solo si alguien me lo pide a cambio de galeones y sigue siendo por mero interés económico más que por estar intrigada de verdad en conocer acerca de su historia familiar. — Sé cuál es mi lugar, pero no por eso necesito que alguien como tú o cualquier otro me lo recuerde más de lo que ya lo hacéis a diario. — escupo, algo más molesta que antes porque yo solo he tenido un buen gesto que ofrecer a cambio del suyo, y si tenía intenciones de no aceptar el chocolate ahora está más que claro que no voy a soltarlo, porque si va a tratarme de esta forma al menos voy a salir con algo ganando. Que me llame rata callejera me hiere un poco en el orgullo, aunque no más que otros días puesto que se trata de un insulto común en bocas de aurores y cazadores. — No hace falta que te pongas a la defensiva conmigo, cualquiera diría que mis palabras te han herido el orgullo, no era esa mi intención. Pero ya que vas a seguir por esa línea, también te conviene saber que quizás tus principios no te lleven por un buen camino, uno peor por el que te están llevando ahora si vas a tratar así a la gente. — bueno, puede que eso último me lo esté sacando un poco de la manga de mi imaginación, pero a veces resulta que coincide con la parte vidente de mi cerebro, así que no estaría tan segura de no acertar en lo que digo. No obstante, creo que no me he dejado en una muy buena posición al estar amenazando a un miembro de las fuerzas armadas, y probablemente tendría que estar largándome de aquí si no quiero terminar apuntada en la lista de los que dan problemas, me gustan demasiado poco los castigos como para acabar con mi nombre escrito en una libreta por osada.
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No hace más que contradecirme, como si esta charla sobre el pesado supusiera algún tipo de desafío entre los dos, del que no tenemos manera de saber quién tiene razón porque no creo que vuelva a verla después de este día. No nos encontraremos en otra ocasión por casualidad para que volvamos a compartir un poco de fuego del interior de una lata para apaciguar el frío del invierno, esto es tan efímero como una charla de bar entre borrachos, no será a quien busque dentro de unos años para contarle cómo me ha ido en la vida y reconocerle que ha tenido razón. Sobre todo, porque haré todo mi esfuerzo en dejar atrás lo que me carcome o lo que me inoportuna, sé que venceré por encima de los fantasmas del pasado. Me reconozco demasiado vulnerable a estos, pero sus palabras son un aliciente. No me dejaré arrastrar hacia atrás, tengo que avanzar, cómo sea. Si eso también implica que tenga que pisar el orgullo de un par de personas, como el suyo, tendré que hacerlo. Las personas en la miseria no deberían tener orgullo para empezar, es un mal vicio, uno que solo le trae problemas. —Si lo sabes, mejor que actúes en consecuencia— se lo señalo, —con tu tono tratas de igualarte a mí y estás varios escalones por debajo—, porque es su tono prepotente, esa necesidad que tiene de demostrar que tiene la razón.

Eso que dice al final suena tan sutilmente a una amenaza que se me eriza la piel de la nuca, mi mirada se carga de intensidad furiosa hacia ella, porque asumo que se está moviendo de los consejos a una supuesta predicción que me condena a lo peor por ser desagradable a ella. Es una falsa adivina lanzando una maldición sobre mi suerte, si esto es todo lo que consigo por darle un chocolate a una mendiga con poca carne en los huesos. Tendré que aprender de esta única experiencia, a guardarme este tipo de gestos, no se puede ser amable con gente infeliz de estos distritos. Me acerco a ella para imponerme con toda mi estatura, que no es mucha en comparación a ella, porque pese a su delgadez es alta. —Te llenas la boca de expresiones rebuscadas para crear intrigas, no creo que tengas ni una certeza para darme, hablas por hablar. Si no serás otra cosa que una rata de lengua larga en este callejón— la invito a que me golpee si quiere, así tengo una excusa para actuar como un miembro de seguridad.
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Phoebe M. Powell
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Me muerdo la lengua, por obligación más que por ganas, soy capaz de soltar tonterías que no me convienen porque ya he demostrado tener la lengua más larga de lo que debería, no solo ahora, tengo mis reproches que hacerme por decir estupideces cuando no es el momento para ello. La verdad es que se me antoja escupirle en la cara, por ese comentario despectivo que me hace y que lo coloca en una clara mejor posición que la mía. Lo peor es que no puedo rechistar al respecto porque sería inadecuado, pero con mis ganas me quedo. Me remuevo en el sitio, un poco asqueada de tener que compartir aire con este tipo desagradable que se cree mejor que cualquier ciudadano del norte solo por llevar una placa en un uniforme que es evidente que le queda demasiado grande. Solo por orgullo, enfrento su mirada cuando nuestras diferencias se hacen palpables. — Sí, señor. — estoy por añadir el Weynart, pero me parece demasiado. Igualmente se puede percibir el retintín en mi voz, como si estuviera resignada a hablar de ese modo solo porque no puedo hacerlo de otra forma distinta. Veis, en ocasiones sé cuando me corresponde callar.

Mi expresión sumisa cambia con lo siguiente que dice, alzando mis cejas con la ironía de sus palabras, notándose la incredulidad en los gestos de mi cara. No se me escapa una risa de puro milagro. — Bueno, puede que lo sea, pero aquí existe una cosa que se llama educación, y me parece que usted está un poco falto de eso. — he aquí el ejemplo de cuando hay que cerrar el pico. ¿Sabéis? Tampoco voy a callarme cuando se está dedicando a insultarme en mi propia cara, solo porque se haya puesto a la defensiva por unas palabras que no sabe si creerse por el miedo que le producen. Lo siento en el aire, sé que he dado en un punto débil, y él también lo sabe. — Haz lo que quieras con la información, aquí es demasiado valiosa como para dejarla pasar por alto, pero supongo que las cosas funcionan diferente allá dónde vives. ¿Tanto miedo le tiene la gente de tu rango al futuro? Debe de ser cosa de lo que hay por perder, ¿no? — Phoebe cállate por favor, solo lo estás empeorando. — Es lo bueno del norte, aquí la población está desesperada por saber si les depara algo mejor. — escupo, ni siquiera me intimida que se acerque y me mire desde arriba. Bueno, quizás un poco, solo porque es un armario y yo nada más que un saco de huesos. A lo mejor es momento de sacar mi varita, aunque no sé cuanto tiempo pasó en prisión la última persona de la que escuché que atacó a un miembro de seguridad.
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Es insultante que una chica que reconoció no ser mucho más grande que yo me llame «señor» y en el tono que lo hace, tengo que apretar fuerte mi mandíbula porque no tengo una contestación apropiada a su arrogancia. No me da motivos reales para arrastrarla a cualquiera de las celdas de estos distritos, y nunca hasta ahora caí en el impulso de maltratar a un repudiado, por más que sé que algunos guardias lo hacen y gozan de cierta impunidad. No lo haría, no con una chica que podría lastimar en verdad por la desventaja física en la que se encuentra. No soy tan bastardo, no paso del intento de intimidarla verbalmente como el imbécil que sí puedo ser. —¿Me darás lecciones de educación también? Eres una charlatana completa, por lo visto— contesto, todavía abusándome de mi estatura para hacer que sea quien retroceda si es que se da cuenta que le conviene sólo poner una distancia.  

Tu impertinencia viene entonces de que no tienes nada que perder, ¿es eso? Todos tenemos algo que perder, incluso el más pobre de los infelices— mascullo, porque si se cree autoridad para darme consejos, yo también. Hacer mis prácticas con parte del cuerpo de seguridad, hacer patrullas por estos distritos de periferia e ir conociendo las mañas de los marginados me ha dado un par de pensamientos que morder por las noches, que comparo con mis propias vivencias en un continente que está destrozado y casi olvidado. —Tu arrogancia, tu molesto orgullo que te vuelve una criatura pedante también lo puedes perder, y déjame decirte que a la gente le gusta quitar estas cosas de las peores maneras. Si no es alguien del Capitolio, será entre tus propios colegas repudiados. Guárdate tu estúpida altanería, porque no harás más que provocar algún a alguien que no tendrá escrúpulos para romper ese carácter tuyo… en pedazos que no vas a poder reparar— se lo digo, vislumbrando en sus ojos ese algo que la meteré en más problemas de los que puedo contar por ella si es que mantiene esta actitud en medio de callejones y bolsas de basura. —Aprende a agachar el maldito mentón y a agradecer un pedazo de chocolate, quizás sea un lujo que no tengas en años— así de triste es su condición. —No va a mejorar, quítate esa idea. Pierde toda esperanza, conservarla no te traerá nada bueno. Y agradece la miseria, sigue siendo un poco más que nada—. Le devuelvo su espacio personal al hacerme a un lado, estudiando su cara una vez más en los destellos del fuego que iluminan algunos de sus rasgos.
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Phoebe M. Powell
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Le observo desde abajo cuando mantiene su postura, pero en ningún momento doy un paso hacia atrás. En su lugar, le miro más fijamente. — Me encantaría. — ya te digo, que por ganas le escupiría en la cara, así va conociendo de la educación que nos aprendimos en el norte con el paso de los años, pero creo que ya me he pasado de descarada con el comentario. Que me llame charlatana es el menor de mis problemas, aunque es evidente que va con un doble sentido y no precisamente por el sentido bueno de la palabra, no creo que charlatana y repudiada sean dos cosas que vayan bien juntas y debería de ser algo que mantenga en la mente a partir de ahora si no quiero seguir por el camino del chico al que arrestaron ayer por irse demasiado de la lengua con un auror. — Se nota que no ha pasado mucho tiempo por el norte. — contesto, con la misma altanería que antes, pero me apresuro a bajarme los humos con una respiración profunda, la misma que me saca algo de frío por la helada que está cayendo.

Mi cara es de completa incredulidad cuando me tacha de arrogante, de tener orgullo cuando es obvio que ese lo perdí hace tiempo, que si sale a relucir es porque no me queda otra opción que mostrarme como algo más de lo que no soy por cuenta propia, porque así es cómo se sobrevive en estos distritos, aprendes a reflejar una imagen sobre ti que difiere mucho de la que hay bajo todas esas capas que nos cubren y protegen de la misma miseria de la que él no tarda en mofarse. Su amenaza no me pasa inadvertida, sé lo que le hacen a los que se pasan de raya, esos que demuestran tener más agallas que cualquier otro ciudadano — si es que se nos puede llamar de ese modo — del norte. No me considero una de esas personas, soy más bien de las que se resguardan entre la multitud que observa como torturan a un pobre mendigo en la plaza, a pesar de que mi comportamiento con este hombre diga lo contrario. Pero es que nunca me había pasado que me regalen chocolate y me insulten al mismo tiempo. Obviamente tengo más hambre que orgullo, así que me trago sus palabras amargas con un rostro bastante estable. — Lo hizo para ti, ¿por qué no iba a mejorar para mí? — es en esa seguridad de sus palabras que encuentro lo que me lleva a alzar la voz, además del mentón que muy amablemente me indica que agache. Puede volver a llamarme escoria, si quiere, que lo alzaré todavía más.
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Consíguete el título de maestra primero— la desafío, que en estos distritos como mucho tendrá un par de perros callejeros a los que podrá amaestrar para comprobar si es que tiene habilidades para la enseñanza, lo que no creo porque le iría mejor escribiendo columnas en una revista amarillista, si es que sabe escribir. Si algo de habilidad tiene es moviendo los labios hasta gastarlo de las tonterías que dice, una más condenatoria que otra, sus palabras algún día la arrojaron al fondo de alguna celda sucia y no será por mi culpa, sino enteramente la suya. ¿Es qué no lo sabe? ¿No lo ha visto? Todos los días los aurores intimidan revoltosos que se pasan de listos, golpean a los que tienen el atrevimiento de insultar a este gobiernos y los arrastran inconscientes a un contenedor como escarmiento para que se despierten en la basura que es su realidad de todos los días. Una cárcel hasta sería una suite de lujo, teniendo en cuenta que hay destinos peores para alguien con una actitud demasiado altanera con el cuerpo de Seguridad.

Conozco otros lugares que hacen que tu norte parezca un paisaje de vacaciones— mascullo, que tengo los recuerdos de infancia echando luz sobre edificios derrumbes que no eran tan pintorescos como creía cuando me escondía entre sus columnas, como tengo para comparar con lo que son los distritos norteños, reconozco que se puede estar peor y mi familia se encargó de que no lo sintiera tanto, que con veinte años tenga una suerte que se invirtió, aunque eso implique apropiarme de una suerte ajena como la de esta chica. Por eso dudo cuando pone en dilema si es que el azar no podría girar a su favor también, se encuentran mis cejas en una sola línea y la miro a través de mis ojos entrecerrados, que se fijan en el azul de los suyos que resaltan en un cuerpo que a la larga podría acabar enfermándose y muriendo por desnutrición, en este invierno que se ensaña con los mendigos. —Porque mientras lo sigas esperando, no ocurrirá. Quizá, el día en que la pierdas del todo, ocurra. Mata tu esperanza, vive sin ella— le recomiendo, —así pasarán los días unos tras otros, y cuando las cosas finalmente cambien, agradecerás lo que sea. Espero que seas agradecida y si no sabes cómo, búscate quien te dé lecciones—. Por lo que pude ver, si a mí me faltan modales, a ella también. —Por mí, espero no volver a verte, charlatana. Bastante tengo como para cargar también con tu maldición de gitana…— mascullo.
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Phoebe M. Powell
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Su contestación me saca una risa que camuflo en forma de bufido, bajando el mentón para que el sonido no sea demasiado evidente porque de ser así seguro ya me estaría ganando una bofetada, pero es que me hace gracia que utilice la respuesta que daría un estudiante de colegio. Honestamente, no creo que ni que sepa de lo que esta hablando, porque creo conocer suficiente el norte como para escoger cualquier cosa antes de que esto. ¿Eso incluiría la cárcel? No lo sé, pero mi afirmación hace más referencia a aquellos lugares en los que el ser humano tenga algo de libertad. Una celda con rejas no sería el caso, aunque no sé hasta qué punto ese sitio no sería mejor que el pasar un frío incurable todas las noches, o alimentarse a base de restos que dejan incluso los perros mejor alimentados. Supongo que cada cosa tiene sus pegas, lo que sí sé es que este hombre de uniforme limpio y cara refregada, no tiene mucha idea de lo que ha pasado en mi vida como para hacer esa suposición tan a la ligera. — Vale nada criticar cuando no conoces por lo que han pasado los que te rodean, que te crees con derecho a juzgarme cuando no sabes de dónde procedo. — tan simple como eso, una lección para la que no me hace falta ningún título de maestra, simplemente tener un poquito de humanidad, esas son la clase de cosas que se enseñan en la calle.

Sus comentarios pesimistas sobre lo que me espera en el futuro me tajan de cualquier idea que pudiera tener sobre donde acabaré, que no necesito que este hombre me diga que mis expectativas son en vano porque eso ya lo sé yo de antemano. No hay más que verme. — Espero que no les des los mismos consejos a tus hijos en el futuro, así se convertirán en una mierda de persona si piensan que pueden tratar así al resto. — ¿qué? ¿no va a creerme con lo de la sorpresa? Me es igual, yo se lo lanzo como si fueran las palabras más seguras que digo en mucho tiempo. Ojalá en ese momento le pille con la vida patas arriba, para que se dé cuenta de que la actitud que tiene con respecto a la gente de mi rango es basura pura, y yo conozco de eso, que mi padre me miraba de la misma manera en que él lo está haciendo ahora, la diferencia es que se supone que él y yo estamos en el mismo bando por tener la misma sangre. Le devuelvo la mirada, tan fría como el análisis que está haciendo sobre mi figura, no comprendiendo qué le demora tanto en marcharse si es que no quiere escuchar más. — Yo, en cambio, sí espero que volvamos a vernos, cuando tu suerte sea distinta que la de ahora y no te quede otra que tragarte tus palabras. — bueno, eso sí sonó un poco a amenaza, pero a estas alturas ya me es completamente indiferente lo que haga conmigo. Si me lleva a una celda, al menos tendré un día más en el que no deba preocuparme por guardarme las espaldas.
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Mi mandíbula se cierra con tal presión, que mis dientes chocan y no me sale palabra. Ella no cesa en su intención de cerrarme la boca, que lo está consiguiendo, mientras que por mi parte no consigo que se calle de una buena vez y siga encontrando maneras de ponerme en tal incomodidad que quiero irme de aquí, sacándole polvo a la calle con mi andar furioso, después de apagar su fuego y devolviéndola al frío. —Ni tú me conoces, ni yo te conozco, así que todo lo que puedas decirme a mí sobre lo que me espera son estupideces y, si quieres, puedes tomar de la misma manera lo que yo te aconsejo para tu presente— mascullo, mis puños tensos a los lados de mi cuerpo, negándome a seguir prestándole atención, pero es lo que hago porque hay algo en su presencia y en todo lo que me dice, que tiene quietos a mis pies y a mis oídos queriendo respuestas más claras.

No le doy a la mención que hace sobre posibles hijos más de lo que le daría a un comentario banal sobre el futuro, en el que no tengo por qué ver como algo extraño que el apellido Weynart se extienda también con mi aporte. Puede que las relaciones de padres e hijos sean las más confusas, por reconocimientos equivocados que se han hecho, pero somos parte de un amplio retrato familiar que seguirá haciéndose más grande. —Si tengo hijos me aseguraré de que se impongan y defiendan su posición, a costa de quien sea— se lo dejo en claro, más por orgulloso que porque esta discusión tenga algún sentido, puesto que el plan de una familia propia es tan lejana, ni siquiera lo planeamos con quien creí que podría tener algo estable en el último año. Podrían pasar años, más de una década, para que se cumpla lo que ella convierte en una maldición que me pesa y yo tenga que tragarme el orgullo lastimado por predicciones baratas. —Si nos vemos de nuevo, será entonces para que queden en evidencia tus mentiras— la contradigo, que me olvido por un momento que tengo un poco de autoridad como para encaminarla a una celda, lo poco que se me otorga al ser casi un cazador, y me comporto como el crío de veinte años que soy, dando una patada al contenedor para hacer que la llama del fuego vacile. —Es la última vez que pierdo mi tiempo con una maleducada de la calle— suelto, dándome la espalda para alejarme. Y no doy dos pasos que me volteo, miro hacia atrás, memorizo sus ojos azules grandes y sus rasgos marcados, porque si la vuelvo a ver, donde sea, cuándo sea, quiero reconocerla.
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