Las risas subían y hacían eco en el cielo. Era un lugar tranquilo, un sitio alejado, casi remoto, donde se respiraba paz y nunca pasaba nada fuera de la rutina. La brisa de la montaña jugaba con su pelo, revolviéndolo, y ella sonreía mientras perseguía a su hermana alrededor de los terrenos de su casa. Actualmente, los recuerdos de su infancia se están difuminando poco a poco, pero a día de hoy sigue conservando las sensaciones en su memoria: que la querían, que ella los quería, que mamá era dulce y cariñosa y papá un poco más serio en apariencia, pero siempre inventaba los juegos más originales y creativos.

Violeta fue la primera que se salió de la rutina, que rompió con el molde de la familia. Eso Vera no lo vio, ni siquiera existía, pero se lo contaron años más tarde, cuando a ella le pasó lo mismo. Hasta ese entonces, hasta el incidente, fue una niña querida, que se reía alto, demasiado tal vez, que odiaba estar dentro de casa y que prefería pasar sus días correteando por el huerto y hablando con los animales, esperando que un día estos adquirieran, por arte de magia, la habilidad de contestarle.

Tuvo suerte, toda la del mundo. Su hermana era mucho mayor que ella y, aun así, Vera solía buscarla a todas horas: ven, mira que árbol tan alto he encontrado, ¿nos subimos?, o he hecho coronas de flores, ¿te gustan? La tuya es de color azul. Podemos ponérnosla y jugar a ser hadas de las montañas. Un sinfín de ideas que compartía con ella, que hacía que cada día fuera una aventura distinta, incluso aunque vivieran en un sitio alejado, casi remoto, donde se respiraba paz y nunca pasaba nada fuera de la rutina.

Sus voces se elevaban y se entretejían con los rayos de sol. Era verano y habían cogido un bote en el lago. El agua estaba muy fría y, aun así, Vera había estado diciendo, durante un par de horas sin parar, que quería bañarse. Un amigo suyo la hacía rabiar, diciéndole que no aguantaría ni un minuto a flote; sus amigas afirmaban que no iban a meterse a ese agua helada jamás, Violeta repetía que tenía que esperarse, que más tarde se bañarían. Y Vera tenía cinco años y realmente quería bañarse, así que pensó que ojalá se originara una ola, incluso aunque en los lagos no hubiera de estas, y los tirara a todos del bote.

Debió de desearlo con tantas fuerzas que, de un momento a otro, el agua se arremolinó y el bote volcó. Ni siquiera le dio tiempo a alegar que había sido un accidente, Violeta supo lo que había pasado y, más tarde, los demás también. Vera lo único que hizo fue preguntarse si, ahora que tenía magia, podría llegar a conseguir que los animales que criaba su familia hablaran con ella.

Apenas se enteró de lo que sucedió después, cuando su tío materno apareció ante su puerta. No fue ella la que decidió. Le dijeron que se marchaba, que no podía quedarse ahí, que la gente desconfiaba de la magia y aquel no era lugar para gente como su hermana y como ella. Vera no lo entendía: ¿no era la magia buena? Ella solo la quería para sentir que era un hada de la montaña, una de verdad, no iba a hacer daño a nadie. De poco sirvieron sus réplicas, que se pasara horas llorando abrazada al regazo de su madre o que dijera que se moriría si la alejaban de su familia o su perro.

Al final, se adaptó. Y no fue tan malo, pero una parte de ella seguía aferrada a esas montañas, a la familia con la que se había criado, preguntándose cuándo podría volver a verlos. Aprendía rápido, supuso que haber empezado su educación mágica desde que era tan pequeña tenía sus ventajas: y se sorprendió adaptándose, queriendo saber más, participando en su comunidad desde que tuvo la edad para poder hacerlo.

No quería saber nada de NeoPanem; le parecían egoístas, dictatoriales y, en resumidas cuentas, un lugar con unas personas a las que ellos no necesitan. Resentía que les negaran la ayuda hace años, que ni siquiera sintieran un ápice de curiosidad por aquellos que, más allá de sus fronteras, también tenían una vida. Su opinión no cambió de la noche a la mañana, pero bastó con que un grupo de NeoPanem cayera en el templo para que su curiosidad se avivara.

Eran diferentes, eran algo nuevo y ni siquiera se veían tan desagradables como ella había pensado. Fueron sus ansias por saber más, por conocer mundo, las que la llevaron a atravesar el portal que separaba Castelobruxo de NeopaNem.